—No te resistas, Publio Clodio —dijo la voz, que aún sonaba divertida—. No es frecuente que nuestro sacerdote tenga algo tan grande sobre lo que trabajar, así que la operación resultará bastante fácil. Pero si te mueves, a lo mejor corta más de lo que tiene intención.
De nuevo más manos le tiraban del pene, se lo estiraban… ¿qué estaba ocurriendo? Primero Clodio pensó en la castración, se orinó y defecó, todo en medio de francas carcajadas procedentes del otro lado del saco que le privaba de la visión; después de lo cual se quedó completamente inmóvil, chilló, gritó, balbuceó, suplicó, aulló. ¿Dónde se encontraría que no tenían necesidad de amordazarlo?
No lo castraron, aunque lo que le hicieron, algo en la punta del pene, fue horriblemente doloroso.
—¡Ya está! —dijo la voz—. ¡Qué buen chico eres, Publio Clodio! Ya eres uno de nosotros para siempre. Se te curará bien si no mojas donde no debes durante unos días.
Y volvieron a colocarle el taparrabos encima de los excrementos, y también le pusieron la túnica, y luego Clodio no supo nada más, nunca recordó si sus captores lo habían golpeado haciéndole perder el conocimiento o si se había desmayado.
Se despertó en su propia casa, en su propia cama, con dolor de cabeza y algo que le dolía tanto entre las piernas que fue el dolor lo que notó primero, antes de recordar siquiera lo que le había sucedido. Saltó de la cama, ahogó un grito de terror al pensar que quizás no le quedase nada, se puso las manos en el pene y lo palpó para ver cuánto le quedaba. Al parecer estaba entero, sólo que algo raro brillaba con un color púrpura en medio de algunos regueros de sangre reseca. Algo que sólo veía cuando tenía el pene erecto. Ni siquiera entonces comprendió lo que era realmente, porque aunque había oído hablar de ello, no sabía de otros pueblos, aparte de los judíos y de los egipcios, de quienes se dijera que lo hacían. Poco a poco fue cayendo en la cuenta, y cuando lo comprendió del todo Publio Clodio se echó a llorar. Los árabes también lo hacían, porque lo habían convertido en uno de ellos. Lo habían circuncidado, le habían cortado el prepucio.
Publio Clodio partió en el siguiente barco que encontró disponible en dirección a Tarso, y pudo navegar tranquilamente en unas aguas al fin libres de piratas gracias a Pompeyo el Grande. En Tarso cogió un barco que se dirigía a Rodas, y en Rodas otro que iba a Atenas. Para entonces ya se había curado tan bien que sólo se acordaba de lo que le habían hecho los árabes cuando se sostenía el pene para orinar. Era otoño, pero venció las galernas que soplaban en el mar Egeo, y desembarcó en Atenas. Desde allí fue a caballo hasta Patrás, y de allí cruzó a Tarento y se enfrentó al hecho de que estaba casi en casa. El, un romano circuncidado.
El viaje por la vía Apia fue el peor tramo del trayecto, porque él comprendió lo inteligentes que habían sido los árabes al darle su merecido. Durante todo el tiempo que viviera, no podría permitir que nadie le viera el pene; si alguien se lo veía, pronto se correría la voz y él se convertiría en el hazmerreír, un objeto tan ridículo y motivo de regocijo que nunca sería capaz de defenderse a pesar de toda su caradura. En lo de orinar y defecar podría arreglárselas; sólo tendría que aprender a controlarse hasta que disfrutase de total intimidad. Pero, ¿y el solaz sexual? Aquello era cosa del pasado. Nunca podría retozar en brazos de ninguna mujer a menos que la comprase, pero sin conocerla, la utilizase a oscuras y la despidiera sin luz.
A primeros de febrero llegó a casa, que era la casa que su hermano mayor, Apio Claudio, poseía en el Palatino gracias al dinero de su esposa. Cuando entró, su hermano prorrumpió en lágrimas al verlo, pues Clodio parecía muy envejecido y cansado; el más pequeño de la familia había crecido, y estaba claro que no había sido sin dolor. Naturalmente Clodio también lloró, así que pasó algún rato antes de dar rienda suelta de forma desordenada a su relato de desventuras y penurias. Después de pasar tres años en el Este, volvía más pobre que cuando se marchó; para llegar a casa había tenido que pedirle dinero prestado a Quinto Marcio Rex, quien no se había mostrado complacido ni con aquella deserción inexplicable y apresurada ni con la insolvencia de Clodio.
—¡Todo lo que tenía! —se decía Claudio—. Doscientos mil en metálico, joyas, vajilla de oro, caballos que hubiera podido vender en Roma por quinientos cada uno… ¡Todo desaparecido! ¡Robado por un hatajo de árabes asquerosos y malolientes!
Su hermano le dio unas palmaditas en el hombro, atónito por aquel gran botín. ¡A él no le había ido ni la mitad de bien cuando estuvo con Lúculo! Pero, naturalmente, no tenía noticia de la relación de Clodio con los centuriones fimbrianos, ni de que así había sido como Clodio había adquirido la mayor parte de sus ganancias. El estaba ahora en el Senado, completamente complacido con su vida, tanto en el terreno doméstico como en el político. Durante el período de tiempo que había pasado como cuestor en Brundisium y Tarentum había sido elogiado oficialmente, un gran comienzo para lo que él esperaba que fuera una gran carrera. Y además tenía una noticia muy importante para Publio Clodio, que le comunicó en cuanto se hubo apaciguado la emoción del encuentro.
—No hay necesidad de que te preocupes por estar sin un céntimo, mi queridísimo hermano —le dijo cariñosamente Apio Claudio—. ¡Nunca volverás a estar sin dinero!
—¿No? ¿Qué quieres decir? —le preguntó Clodio perplejo.
—Me han ofrecido un matrimonio para ti… ¡Y qué matrimonio! Nunca había soñado una cosa así, no habría mirado en esa dirección sin que Apolo se me apareciera en sueños… y Apolo no se me apareció. ¡Pequeño Publio, es maravilloso! ¡Increíble!
Al ver que Clodio se ponía blanco al recibir aquella maravillosa noticia, Apio Claudio atribuyó la reacción a la impresión de felicidad, no al tenor.
—¿Quién es? —logró decir Clodio—. ¿Por qué yo?
—¡Fulvia! —anunció entusiasmado Apio—. ¡Fulvia! Heredera de los Gracos y de los Fulvios; hija de Sempronia, hija única de Cayo Graco; bisnieta de Cornelia, la madre de los Gracos; emparentada con los Emilios, los Cornelios Escipiones…
—¿Fulvia? ¿La conozco? —preguntó Clodio con expresión estupefacta.
—Bueno, puede que no te hayas fijado en ella, pero ella sí se ha fijado en ti —le dijo Apio Claudio—. Fue cuando acusaste en juicio a las vestales. Ella no podía tener más de diez años; ahora tiene dieciocho.
—¡Oh, dioses! Sempronia y Fulvio Bambalión son la pareja cuyo linaje se remonta más atrás de toda Roma —dijo Clodio deslumbrado—. Pueden elegir a quien quieran. ¿Por qué a mí?
—Lo comprenderás mejor cuando conozcas a Fulvia —le explicó Apio Claudio esbozando una sonrisa—. ¡Ella es una digna nieta de Cayo Graco! Ni todas las legiones de Roma podrían obligar a Fulvia a hacer algo que no quiera hacer. Pero fue ella quien te eligió a ti personalmente.
—¿Y quién heredará el dinero? —le preguntó Clodio, que empezaba a recuperarse… y empezaba a pensar que podría lograr que aquella divina ciruela le cayera en aquel circuncidado regazo suyo.
—Fulvia lo hereda todo. La fortuna es mayor que la de Marco Craso.
—Pero la
lex Voconia
… ¡Ella no puede heredar! ¡Claro que puede, mi querido Publio! —dijo Apio Claudio—. Cornelia, la madre de los Gracos, se procuró una exención senatorial de la
lex Voconia
para Sempronia, y Sempronia y Fulvio Bambalión consiguieron otra para Fulvia. ¿Por qué crees que Cayo Cornelio, el tribuno de la plebe, trató con tanto ahínco de despojar al Senado del derecho de otorgar exenciones personales de las leyes? Una de las mayores quejas que tenía era contra Sempronia y Fulvio Bambalión por pedirle al Senado que permitiera que Fulvia heredara.
—¿Lo hizo? ¿Quién? —preguntó Clodio, cada vez más perplejo.
—¡0h, es verdad! Tú te encontrabas en el Este cuando eso ocurrió, y estabas demasiado ocupado para prestar atención a lo que ocurría en Roma —le dijo Apio Claudio al tiempo que esbozaba una amplia y fatua sonrisa—. Ocurrió hace dos años.
—De manera que Fulvia lo hereda todo… —repitió lentamente Claudio.
—Fulvia lo hereda todo. Y tú, queridísimo hermanito, vas a heredar a Fulvia.
Pero, ¿iba él a heredar a Fulvia? A la mañana siguiente, después de peinarse el cabello y de vestirse con esmerado cuidado de modo que los pliegues de la toga quedasen colgando correctamente, Publio Clodio se puso en camino hacia la casa de Sempronia y de su marido, que era el último miembro de aquel clan de Fulvios que había apoyado con tanto ardor a Cayo Sempronio Graco. No era, descubrió Clodio mientras un mayordomo entrado en años lo conducía al atrio, una casa especialmente bonita, ni grande, ni cara, ni se encontraba en la mejor parte de las Carinae. El templo de Telo —una destartalada construcción que se estaba convirtiendo en ruinas por falta de cuidados— la privaba de la vista más allá del Palus Ceroliae, hacia el monte Aventino, y las ínsulas del Esquilmo se alzaban a menos de dos calles de distancia.
El mayordomo le había informado de que Marco Fulvio Bambalión se encontraba indispuesto; lo recibiría la señora Sempronia. Buen conocedor del adagio de que todas las mujeres se parecen a sus madres, Clodio sintió que se le hundía el corazón cuando vio por primera vez a la ilustre y elusiva Sempronia. Una Cornelia típica, rolliza y sencilla. Nacida no mucho antes de que Cayo Sempronío Graco se quitara la vida, era la única hija superviviente de toda aquella desafortunada familia; había sido entregada como deuda de honor al único hijo superviviente de los aliados Fulvios de Cayo Graco, porque ellos lo habían perdido todo como consecuencia de aquella inútil revolución. Se habían casado durante el cuarto de los consulados de Cayo Mario, y mientras Fulvio —que había preferido adoptar un nuevo
cognomen
, Bambalión— se esforzaba por hacer una nueva fortuna, su mujer se dedicó a volverse invisible. Lo hizo tan bien que ni siquiera la diosa de los nacimientos, Juno Lucina, había sido capaz de encontrarla, pues era estéril. Luego, a la edad de treinta y nueve años, asistió a las fiestas lupercales y tuvo la suerte de ser golpeada por un pedazo de piel de cabra desollada mientras uno de los sacerdotes danzaba y corría desnudo por la ciudad. Esta cura para la infertilidad nunca fallaba, y tampoco falló en el caso de Sempronia. Nueve meses después dio a luz a su única hija, Fulvia.
—Bien venido seas, Publio Clodio —le dijo al tiempo que le señalaba una silla.
—Señora Sempronia, es un gran honor —dijo Clodio haciendo gala de sus mejores modales.
—Supongo que Apio Claudio te ha informado ya —le indicó ella mientras lo estudiaba con la mirada, pero con un rostro exento de cualquier impresión.
—Sí.
—¿Y te interesa casarte con mi hija?
—Es más de lo que nunca hubiera esperado.
—¿El dinero o la alianza?
—Ambas cosas —dijo Clodio, pues comprendió que el disimulo era inútil; Sempronia sabía mejor que nadie que él nunca había tenido ocasión de ver a su hija.
Sempronia asintió sin ofenderse.
—No es precisamente el matrimonio que yo habría elegido para ella, y Marco Fulvio tampoco está rebosante de gozo. —Dejó escapar un suspiro y se encogió de hombros—. Sin embargo, no en vano Fulvia es nieta de Cayo Graco. En mí nunca moraron partes del espíritu y del fuego de los Gracos. Mi marido tampoco heredó el espíritu y el fuego de los Fulvios. Lo cual debió de enojar a los dioses. Fulvia se llevó una parte de nosotros dos. No sé por qué se ha encaprichado contigo, Publio Clodio, pero así es, y hace ya de ello ocho años. Entonces empezó su determinación de casarse contigo y con nadie más, y nunca ha disminuido. Ni Marco Fulvio ni yo podemos con ella, es demasiado fuerte para nosotros. Si la quieres, tuya es.
—¡Claro que me querrá! —dijo una voz joven desde la puerta abierta que daba al jardín peristilo.
Y entró Fulvia; no andaba, sino que corría. Así era su carácter, una precipitación loca hacia lo que deseaba, sin tomarse tiempo para meditar.
Clodio observó, sorprendido, que Sempronia se levantaba inmediatamente y se marchaba. ¿Sin carabina? ¿Hasta qué punto era decidida Fulvia?
Clodio se había quedado sin habla; estaba demasiado ocupado mirando. ¡Fulvia era bella! Tenía los ojos de color azul oscuro, el pelo castaño claro extrañamente veteado, la boca bien formada, la nariz aguileña, perfecta, casi la misma estatura que él y una figura completamente voluptuosa. Diferente, poco común, como ninguna de las Familias Famosas de Roma. ¿De dónde procedía? El conocía la historia de Sempronia en las lupercales, desde luego, y ahora creía que Fulvia era una aparición.
—Bueno, ¿qué tienes que decir? —le preguntó exigente aquella extraordinaria criatura mientras se sentaba en el mismo lugar donde antes había estado su madre.
—Sólo que me has dejado sin aliento.
A ella le gustó aquello, y sonrió enseñando unos hermosos dientes, grandes, blancos y feroces.
—Eso está bien.
—¿Por qué yo, Fulvia? —le preguntó Clodio, ahora con la mente fija en la principal dificultad, la circuncisión.
—Tú no eres una persona ortodoxa —repuso ella-y yo tampoco. Tú sientes. Yo también. A ti te importan las cosas como le importaban a mi abuelo, Cayo Graco. ¡Y yo venero a mis antepasados! Y cuando te vi ante el tribunal luchando contra dificultades insalvables, mientras Pupio Pisón, Cicerón y los demás se burlaban de ti, sentí deseos de matar a todos los que querían hacerte picadillo. Confieso que yo sólo tenía diez años, pero comprendí que había encontrado a mi propio Cayo Graco.
Clodio nunca se había considerado a sí mismo a la altura de ninguno de los dos hermanos Gracos, pero ahora Fulvia había plantado una semilla intrigante. ¿Y si él se embarcara en esa clase de carrera, un demagogo aristócrata en defensa de las reivindicaciones de los no privilegiados? ¿No se enlazaba eso de un modo precioso con lo que había venido haciendo hasta la fecha? ¡Y qué fácil sería para él, que poseía un talento para llevarse bien con los humildes que ninguno de los dos Gracos había poseído!
—Por ti lo intentaré —dijo Clodio; y le dirigió una sonrisa deliciosa.
A Fulvia se le cortó la respiración y jadeó de forma audible. Pero lo que dijo fue extraño:
—Soy una persona muy celosa, Publio Clodio, y eso no me convertirá en una esposa de trato fácil. Si tan sólo te atreves a mirar a otra mujer, te sacaré los ojos.
—No podría mirar a otra mujer —dijo él sobriamente, cambiando de la comedia a la tragedia con más rapidez que un actor para cambiarse de máscara—. En realidad, Fulvia, es posible que cuando conozcas mi secreto seas tú la que no quieras mirarme a mí.