Las horas oscuras (66 page)

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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

BOOK: Las horas oscuras
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—Pero… —Dana no salía de su asombro; ahora era ella la que temblaba—. ¿Por qué guarda Brian este relato?

—Muy sencillo —dijo una conocida voz desde la oscuridad, sobrecogiéndolos a todos—. Esas vitelas son parte del extenso relato del último viaje de Patrick, del que regresó precipitadamente.

Naoise acercó la antorcha y todos vieron los ojos brillantes del hermano Michel. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba consciente, pero parecía sereno y grave, como si no le importara estar echado en un infecto cubículo y con las manos atadas.

—Si no me hubierais tenido amordazado o sedado todo el tiempo, obispo Morann, sabríais desde hace días que el hijo del que habla Patrick en el relato es Brian de Liébana.

Morann miró aterrorizado al anciano monje. La noticia lo había dejado tan desconcertado como a los demás. Las piernas le fallaron y se desplomó junto a la mesa.

Capítulo 81

Mientras Guibert y los druidas sacaban a Michel del cubículo y le desataban las manos, Morann, sentado en el suelo y con las suyas sobre la cabeza, se balanceaba adelante y atrás, incapaz de digerir esa revelación que había dado un vuelco a todo lo que había creído hasta el momento. Dana, por su parte, era incapaz de moverse. Una enorme losa se había desvanecido de su pecho y la luz del entendimiento comenzaba a clarear las sombras de su alma. Las evasivas respuestas de Brian empezaban a tener sentido.

—¡No es posible! —estalló de pronto el obispo poniéndose en pie—. ¡Cormac me aseguró que los vikingos no habían dejado a nadie vivo la noche del ataque!

—¡Ese escrito es la prueba de que te mintió! —repuso Michel señalando los pergaminos que aún seguían entre las manos trémulas de Dana—. Es parte del escaso legado que Brian de Liébana conservó de sus padres. —Cada palabra era como un puñal que se clavaba en el pecho del prelado—. El resto os lo puedo relatar yo, obispo. Su esposa Gwid y el pequeño lograron escapar, pero fueron capturados días más tarde ¡y tu rey los hizo desaparecer!

Las lágrimas afloraron en los ojos del obispo. Cormac le había ocultado la parte más terrible de su historia, aquella que no hubiera podido resistir. De haberlo sabido, probablemente él mismo habría denunciado al rey ante los jefes de los clanes.

—¡Dios mío! Gwid… —musitó sollozando—. Pero recuerdo que su hijo se llamaba Patrick, como el padre.

—Tras huir, su madre lo llamó con otro nombre para protegerlo: Brian, en recuerdo del clan de su padre, los O’Brien. —El anciano no pudo contenerse más, se abalanzó sobre él y le agarró por la pechera de la túnica—. ¡Maldito obispo! ¡Llevo días tratando de advertiros! ¡Observad los frescos que pintasteis con tanta pericia!

El corazón de Dana latía desbocado cuando se acercó como todos los demás para ver de cerca las pinturas sobre el estuco. Naoise levantó la vela para iluminar los detalles. Observaron la procesión de monjes con hábitos negros a los pies del Pantocrátor. En el centro, con la mirada levantada hacia el Altísimo y un libro entre las manos, destacaba un apuesto clérigo cuyas facciones le resultaron muy familiares. Sintió que la emoción la embargaba: Brian no le había mentido, no compartía su amor con otra mujer.

—¡Ahora comprendo el interés de Cormac por deshacerse de Brian a toda costa! —Morann, fuera de sí, apartó de un manotazo las tinturas y los pergaminos de la mesa. Incluso el códice voló por los aires—. ¡Sin duda Ultán descubrió su linaje en Liébana, pero el rey, sabedor de mis remordimientos, me lo ocultó!

—¿Vos sí lo sabíais? —le preguntó Dana a Michel.

El monje la miró fijamente.

—Brian es hijo legítimo del antiguo rey de Clare, aquel que, como ha dicho Morann, debió asumir el trono por expreso deseo del rey de toda la provincia. Desvelar su linaje hubiera supuesto una conmoción en el reino, algo que chocaba con la discreción que requería la misión del Espíritu de Casiodoro. El capítulo de los hermanos en Bobbio aceptó su petición de venir a este lugar para guardar la biblioteca, pero en privado Gerberto de Aurillac y yo le hicimos comprender los riesgos y juró ante Dios sellar sus labios hasta tener pruebas de lo ocurrido, si es que las hallaba. —En ese momento Michel se acercó a ella y bajó la voz—: Acaso tú, Dana, que has sufrido como nadie la crueldad de Cormac, ¿habrías podido contener tu lengua y ocultar que el legítimo sucesor de Patrick había regresado al reino? ¿No les hubieras confiado ese secreto trascendental a los druidas?

Dana bajó la mirada. Las palabras de Michel resultaban dolorosas aunque certeras, como siempre. Aquello era demasiado importante para todo el reino. La posibilidad de destronar a Cormac era irresistible; no habría podido contenerse. Y entonces toda Irlanda habría vuelto los ojos hacia Clare y hacia esa curiosa comunidad de monjes extranjeros entre la que se hallaba el hijo de Patrick O’Brien, vivo milagrosamente tras el fratricidio cometido por Cormac.

El semblante de Michel se relajó y la miró con cierta lástima. Merecía una explicación. Tal vez no volvería a ver al abad con vida, pero después de lo que había hecho por él, no era justo que siguiera ignorando la verdad.

—Brian escogió esta tierra para la misión porque deseaba reconstruir su pasado. —Por primera vez su voz sonaba afable con ella—. Sus recuerdos se inician en el monasterio de Liébana. La pesadilla que sufrió sólo se le presentaba en sueños demasiado vagos, no había cumplido los tres años cuando todo ocurrió. —Michel señaló de nuevo los pergaminos—. Los planos de San Columbano y esa crónica es lo único que conservó de su madre. Cuando Brian se ordenó monje, lo tomé bajo mi custodia y lo inicié en la senda del Espíritu de Casiodoro, tal y como su padre, mi amado Patrick, habría deseado. —Una punzada de amargura asomó a sus ojos encendidos—. Las circunstancias del ataque vikingo en el que todos pensábamos que Patrick había muerto también eran un doloroso misterio para mí, y le prometí ayuda, pues ansiaba tanto como él saber la verdad. Pero eso no debía distraernos de nuestra misión principal. Buscaríamos pruebas discretamente, con paciencia, hasta llegar a ella.

»La semejanza de la tragedia de la desaparición de tu hijo con la suya propia conmovió a Brian. Su espíritu joven y las sombras del pasado enardecieron sus ánimos: olvidó el juramento de discreción y arriesgó su vida por ti y por lo que representabas para él. —Torció el gesto y añadió—: Al menos tuvo el sano juicio de ocultarte por qué estaba tan interesado en la suerte que había corrido tu hijo.

—¿Cómo supisteis que Morann tenía algo que ver con lo ocurrido? —preguntó ella.

—No lo supe. Cuando el abad y yo interrogamos en privado al vikingo Osgar de Argyll, confesó que un joven novicio reveló al rey Cormac el acceso por el altar de la iglesia. Además, el cuerpo de Patrick acusaba al autor de los bocetos guardados en el arca de las reliquias celtas como el
prodictor
. Había una relación clara entre esos dos indicios. —Su rostro se distendió, miró a Guibert y exhibió una sonrisa sagaz—. Entonces recordé algunas cartas que Patrick envió a Bobbio alabando el talento primoroso de un joven muchacho que venía del norte y que se estaba iniciando en la técnica del Códice de San Columcille, aunque temía que su vanidad y ambición lo descarriaran del espíritu de humildad que debe regir el carácter de un monje. Cada detalle nos acercaba a la verdad sobre el crimen, pero la sangre irlandesa es indómita y Brian no pudo aguardar más: se propuso encontrar en la fortaleza las pruebas de las transacciones entre los vikingos y Cormac. Lo seguí, fiel como lo fui con su padre, pero ya imaginaba que el traidor, a pesar de que ya habían pasado treinta años, seguía entre nosotros. Mi error fue acudir a la abadía de Morann en busca de consejo. Si hubiera recordado el miedo de sus ojos el día de Navidad, habría sospechado. Afortunadamente, tú has sido más sensata…

Aquel reconocimiento por parte del arisco Michel la conmovió. Se limitó a encogerse de hombros. Luego miró a Morann y a Michel y exclamó:

—¡Quiero saberlo todo! —El poder del bebedizo de los druidas aún bullía en su sangre.

El obispo ya comenzaba a recuperarse de la revelación. Para él todo estaba perdido, pero no podía permitir que el hijo de Patrick pagara por sus crímenes, él no.

—Sabes que en Irlanda no es extraño ni está mal visto que los monjes tomen esposas y posean extensas familias —dijo mirando a la muchacha. Dana asintió y Morann prosiguió—: El monasterio de San Columbano no fue una excepción. Patrick se casó con una joven de Cashel, Gwid, hija de Furbaide, un druida de sangre noble descendiente del mejor médico de Irlanda, Maeldor Ó’Tinnri, que aconsejaba al monarca de la provincia de Munster. —El obispo miró al Patrick del fresco—. Se enamoraron el día en que la convenció de que se bautizara, cuatro años antes del desastre. Era una mujer de pelo cobrizo, profunda mirada verde y de una belleza arrebatadora, heredera de las diosas de Irlanda que vinieron con los Tuatha Dé Danann. Respetuosa con los preceptos monásticos, su presencia era discreta y jamás interfirió en las labores y los rezos. Tenía grandes habilidades médicas y se hizo querer por los hermanos. Su retoño dio aún más vida y dicha al monasterio. Yo apenas los veía. Tras el ataque vikingo, Cormac afirmó con falsa pena que la madre y su hijo de dos años habían muerto en la refriega, y desde entonces he rezado por aquella sangre inocente.

—No fue así —explicó Michel—. El vikingo Osgar nos reveló uno de los enigmas que más atormentaban a Brian. Antes del ataque al monasterio, Patrick logró sacar secretamente a su familia por algún acceso que quedó destruido. Debían ocultarse en el robledal con los druidas; ellos los protegerían. Pero la execrable mano de Cormac estaba detrás de aquella incursión. Los asaltantes conocían la distribución del cenobio, el botín estaba a su disposición, y éste incluía a la bella Gwid. Todo estaba minuciosamente planificado y una partida de vikingos vigilaba el bosque…

—Fueron capturados —musitó Dana con un estremecimiento que la recorrió de arriba abajo.

—Osgar aseguró a Gwid que quería obtener un rescate, pero ella era demasiado inteligente para ignorar de dónde había salido la orden. El rey no se había atrevido a acabar con la hija de un noble druida, consejero real de Munster, y con su retoño, pero si no se deshacía de ellos, Gwid podía escapar y denunciar la traición ante el rey de la provincia. Era necesario desterrarla para siempre. Los vikingos aceptaron venderla en tierras lejanas a cambio de una considerable suma. El cabecilla recordaba que el trato se hizo en presencia de Donovan, el tesorero, que anotó el pago en un pergamino.

—¡Eso era lo que Brian buscaba en los aposentos de Cormac!

Michel asintió.

—Según Osgar, aquella primera transacción dio lugar a un lucrativo negocio para las depauperadas arcas de Cormac, negocio que, discretamente, ha perdurado durante décadas. En su juventud, Brian había investigado y sabía que los vikingos lo habían vendido en las costas del reino astur. —Buscó la mirada de Dana empañada por las lágrimas—. El paralelismo con tu historia es evidente. Quiso acercarse a la verdad a través de ti, pero también trataba de aliviar tu sufrimiento, el mismo que padeció su propia madre. Y en el camino, vuestros corazones se encontraron.

El dolor ahogó a Dana. Recordó la desesperación que abatió a Brian la noche que encontraron el cuerpo de Patrick en el túmulo. Cada palabra, cada gesto, cobraba un significado preciso. Sus largas estancias en el
sid
eran un intento desesperado de comprender qué había ocurrido y hasta qué punto estaba Cormac implicado. No halló las respuestas hasta que el vikingo Osgar fue capturado.

Miró el sombrío semblante del anciano Michel. El relato de Petra demostraba que fue compañero y amigo de Patrick.

—Hermano Michel… vos conocisteis a Patrick O’Brien… —Quería llegar hasta el final de aquellas desconcertantes revelaciones.

Los ojos del monje brillaron con orgullo.

—Junto al hermano Patrick O’Brien viví los mejores momentos de mi vida. Nuestros caminos transcurrieron unidos durante muchos viajes y aventuras, pero cuando marchó para reunirse con su esposa e hijo recién nacido, me encomendó que permaneciera en Bobbio, protegiendo el Códice de San Columcille, pues ambos sabíamos que tarde o temprano los Scholomantes regresarían para destruir aquello que más daño les había causado… —Su mirada se ensombreció de manera repentina—. Jamás volví a ver a Patrick. Cuando años después recibimos la noticia del incendio y de su muerte, parte de mí murió con él, y no ha pasado un día que no haya lamentado el no haberle acompañado hasta aquí, tal vez las cosas habrían sucedido de otro modo. —Las lágrimas parecían a punto de abrirse paso en los ojos del
frate
Michel, pero logró dominarse y recuperó su habitual gravedad—. Pero Dios es generoso y puso en mi camino a un ingenuo Brian ansioso sin saberlo de seguir los pasos de su noble padre. Era un milagro que después de lo ocurrido el hijo de Patrick hubiera sobrevivido y se hubiera convertido también en monje.

—¿Cómo ocurrió ese milagro? —preguntó ella—. ¿Cómo logró salir adelante ese niño después de que lo vendieron?

Michel cerró los ojos. Con toda probabilidad Brian no tendría oportunidad de explicarle a la mujer su terrible periplo. Después de lo que Dana había hecho por ellos, le debían la verdad.

—No resultó sencillo averiguar todo lo que te voy a contar, pero con esfuerzo Brian y yo fuimos recopilando testimonios en Liébana y otros lugares e hilando el oscuro pasado de aquel niño. El vikingo Osgar lo llevó con su madre hasta el reino astur, un abrupto territorio en el norte de Hispania que desde los tiempos de Alfonso I resiste a las incursiones musulmanas. Gwid fue obligada a descender a las minas de oro de Begega, ya explotadas por los romanos, mientras su hijo la aguardaba muerto de hambre en el fangoso borde de la sima excavada. Pero a las pocas semanas los capataces comprendieron que la bella irlandesa apenas rendía excavando la tierra fangosa del fondo. Su porte regio, su tez pálida y sus delicados rasgos los convencieron de que podía ganarse el sustento complaciéndolos de otro modo…

Dana torció el gesto, asqueada, y el monje cerró los ojos y asintió.

—Tú mejor que nadie conoces el tormento que sufrió Gwid, pero por mantener con vida a su hijo, aceptó el precio. —Al ver las lágrimas en el rostro de la muchacha no quiso insistir—. Sin embargo, el Altísimo en ocasiones se complace en alterar el destino de los mortales. Poco tiempo después llegó a la mina un noble, don Garcés Fernández, hijo bastardo del legendario don Fernán González, conde de Castilla, beneficiario de rentas y propietario de un pequeño condado olvidado en la serranía de Burgos que había medrado gracias a su habilidad en los negocios. Mientras trataba con los capataces sobre el precio y la calidad del preciado metal, la casualidad quiso que sus miradas se cruzaran: la de don Garcés Fernández, sorprendida de ver a una delicada criatura en tan terrible lugar; la de Gwid, arrogante y teñida de nostalgia. Pagó generosamente por ella y por su hijo y los trasladó discretamente a una casa señorial en Burgos, lejos de su devota esposa. Garcés se había enamorado de la noble irlandesa, pero el calvario sufrido por Gwid desde su captura y los abusos de los capataces habían minado su salud. Su relación se limitó a llorarla en el lecho de muerte. Gwid murió a los pocos meses de ser liberada y recibió digna sepultura.

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