El monje siguió impasible, no mostró ningún interés por los fragmentos iluminados que Ronan le tendía, ni siquiera los miró. Dana entonces se acercó y pasó las manos por el ajado rostro del anciano. El cálido contacto pareció devolverle a la realidad. Sonrió con timidez.
—Un ángel…
Dana tomó sus manos y las depositó sobre las vitelas.
Seán bajó despacio la cabeza y reparó por fin en las imágenes. Permaneció en silencio una eternidad. El abad estaba a punto de indicar que debían retirarse cuando el anciano abrió los ojos totalmente.
—¡Por fin has concluido el Apocalipsis, Cara de Gato! —exclamó en un gaélico casi incomprensible—. Pero… ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué lo has roto? —Todos se miraron desconcertados, pero el anciano prosiguió su conversación atemporal—. Eres el mejor iluminador del monasterio, mas la culpa te corroe desde que viniste a esconderte en Kells, Cara de Gato. Grandes pecados cometiste en el pasado. La sangre de aquellos monjes es demasiado espesa. Te advertí que la redención sólo te llegaría con penitencia y trabajo, pero si has roto tu valiosa obra es porque has vuelto a caer, ¿no es cierto, Cara de Gato? —Soltó una risa y comenzó a toser. Cuando se recuperó, siguió hablando—: Prometiste dejar de ser Cara de Gato cuando nos abandonaste para viajar a la gran isla del este. Yo lamenté tu partida. Te quería… Eras mi mejor discípulo, el más diestro con la pluma… Querías ser un monje honesto, renacer del fango del pecado como un hombre justo y juicioso… Como la vieja leyenda… Cara de Gato, ¡has pecado de nuevo y me avergüenzo de ti! ¡Vete! ¡Vete!
El anciano comenzó a agitarse como si quisiera espantar algo invisible y Dana se acercó para calmarlo. En su acuosa mirada vio que el monje había regresado a su plácido mundo, del que era injusto sacarlo. Salieron.
Cuando recorrían el pasillo, Ronan formuló sus dudas en voz alta.
—¿A qué se refería con eso de la vieja leyenda?
Dana no respondió. En su mente flotaba sólo ese apelativo: Cara de Gato. Algo en su memoria, instalado en las largas conversaciones con los druidas, pugnaba por fluir.
Revisaron los registros. Decenas de monjes habían entrado y salido del monasterio durante aquellos años. Cara de Gato era un sobrenombre usado por Seán y su discípulo. Mientras volvían a repasar los nombres, una evidencia estalló en su mente con tal fuerza que trastabilló y tuvo que agarrarse a la mesa con fuerza. Las erráticas palabras del monje anciano eran una alegoría. Y para ella, conocedora de los mitos y tradiciones irlandesas, habían cobrado un terrible sentido.
—¡El discípulo del venerable Seán es el hombre al que busco! —aseguró Dana temblando por el ansia—. ¡Y es posible que ya sepa su identidad!
Con la promesa de restituir el Códice de San Columcille a la abadía de Kells, se despidió del abad y del bibliotecario.
Mientras recuperaba su montura de las caballerizas, rezó para que las fuerzas no la abandonaran. Debía regresar a Clare de inmediato.
Finn descendió la escalera que se internaba bajo el patio de armas hasta las temidas mazmorras de Cormac. El intenso calor y el hedor eran insoportables. Los vigilantes se levantaron al momento como muestra de respeto.
—Llevadme hasta él —exigió con firmeza.
Se miraron con preocupación.
—El rey Cormac no permite que nadie lo visite —alegó uno de ellos.
Los ojos del druida se tiznaron de fuego.
—¿Vas a impedir que lo vea? En ese caso me acordaré de ti frente al roble…
El hombre retrocedió. Ofender a un druida podía acarrearle fatales desdichas.
—Está bien… —aceptó bajando la cabeza—. Sólo un instante.
Caminaron hasta una celda al fondo de una galería angosta. La pestilencia era allí más intensa. Toda la iluminación la proporcionaba una pequeña antorcha colgada en el muro. El anciano se acercó con temor a la reja de hierro y tuvo que reunir todo su aplomo para no manifestar el horror que le asaltó. Los carceleros no habían desaprovechado, con la aquiescencia del monarca, la oportunidad de tomarse la revancha por la humillación que Brian les había infligido cuando rescató a Dana.
El monje permanecía en un rincón, recogido en sí mismo. Cuando levantó el rostro, apenas era reconocible. Cerúleos hematomas y cortes con sangre seca deformaban su antes atractivo semblante.
—¡Dioses!
—Celebro veros —dijo Brian con voz débil pero serena—, aunque sea blasfemando, druida.
Finn sonrió con tristeza.
—No entiendo por qué lo hicisteis, hermano Brian.
—Yo creo que sí.
—No debió pasar… Deberíais haber procedido con cautela.
—Eso no os lo discutiré.
—¡Estáis bien entrenado! —exclamó el anciano al ver la actitud pasiva de Brian—. Sois mejor guerrero que monje, ¡y sin embargo os cazaron como a un ratón!
Brian estudió el semblante contraído del druida. Buscaba otra reacción, pero se negaba a seguir luchando. En su mente había germinado la convicción de que si aceptaba su destino y su sangre apaciguaba los ánimos del monarca y las gentes de Clare, sus hermanos y Dana quedarían en paz. Era un sacrificio que acogía de buen grado; confiaba en que para Dios y los hombres fuera suficiente.
—La razón se me nubló —explicó—. El vikingo Osgar de Argyll me reveló algo que llagaba mi alma desde hacía mucho tiempo. Ni siquiera el hermano Michel pudo contenerme. Por cierto, ¿sabéis dónde está el
frate
?
Finn negó con la cabeza. Aquel enigma enturbiaba aún más el destino de los monjes y su empresa.
—No ha aparecido. Su nombre ya va unido a la maldición.
Brian bajó la cabeza.
—¿Encontrasteis algo en los aposentos del rey Cormac? —preguntó en un susurro; el ansia en su voz denotaba que sospechaba qué había ido a buscar.
—Él no sabe leer, pero Donovan era un hombre pulcro y esmerado. ¡Encontré mensajes, cuentas, registros de ingresos…!
El druida se llevó un dedo a la boca para imponerle silencio; no era prudente seguir hablando. Los carceleros no entendían el latín pero seguían atentos la conversación.
—¿Dónde está Dana? —preguntó entonces Brian—. ¿Se encuentra bien?
Finn vaciló. Temía aquella pregunta. Los druidas que guardaban el monasterio le habían informado que había partido. Según ellos, su intención era acudir al gran roble del bosque en busca de consejo, pero un joven iniciado la había visto cabalgando hacia el este, y en la gruta donde almacenaban los remedios destilados y los ungüentos habían detectado que faltaban brebajes para enervar el ánimo. Nadie sabía por qué había tomado un rumbo distinto que la alejaba de Clare y de Brigh, pero temían que su dolor tras lo ocurrido en la remota isla de Rathlin fuera demasiado para su corazón.
—Se ha marchado —dijo finalmente. El macilento rostro del monje se ensombreció aún más—. Salió del monasterio hace cuatro días para pedirnos ayuda y nadie ha vuelto a verla. Es muy extraño, pero pensad en todo lo que ha pasado desde que la sacasteis de este sórdido agujero…
Brian sintió una punzada en el pecho.
—El
strigoi
ronda el monasterio —dijo con amargura—. Que Dios la proteja.
—¿La amáis?
El abad se mordió el labio hinchado.
—Nada escapa a la aguda observación de los druidas… Pero ¿qué importa ya eso?
—Tal vez aún haya esperanza. Brigh dice que ya no siente el dolor agudo de Dana y que regresará pronto. He aprendido a confiar en la muchacha. Algo va a ocurrir.
Brian trató de sonreír, la esperanza de que Dana fuera libre de seguir su destino le consolaba, pero no compartía el ingenuo optimismo del anciano. El peso del fracaso era demasiado aplastante.
—El sueño de San Columbano se desvanece. El Espíritu de Casiodoro ha recibido un duro golpe.
—¡Confiad!
—¡He arruinado la misión de los
frates
! —se lamentó—. ¡Sólo os ruego que no permitáis que nadie acceda al monasterio!
—Sabemos que está siendo acechado, pero la muralla es alta, las puertas son recias y escogimos a los druidas más jóvenes para que se instalaran en él; alguno de ellos manejó las armas antes de iniciarse en el «conocimiento del roble». Vigilan día y noche.
Brian asintió agradecido.
—En cuando se celebre el juicio, llevaos las varas de Filí, tal vez en otro monasterio puedan transcribirlas, y ayudad a mis hermanos a sacar los códices y a ocultarlos en algún lugar seguro del robledal. Hace semanas mandamos un mensaje a Gerberto de Aurillac. Espero que en poco más de un mes lleguen otros hermanos del Espíritu. Ellos se encargarán de trasladarlos a un nuevo refugio.
—Contad con ello —dijo Finn, abatido.
La certeza de no poder hacer nada por el abad le entristecía. Sabía que cuando se celebrase el juicio no podría aportar ninguna prueba que justificase sus actos, y la desaparición del obispo Morann lo complicaba todo en grado sumo. Los sacerdotes de cada valle arengaban con vehemencia el fin de los tiempos y la desgracia para la región de Clare si no expulsaban a los monjes extranjeros.
—Los jueces Brehon han llegado —le reveló finalmente—. Mañana se constituirá el tribunal en la plaza. Será público, como hemos exigido.
—Mis hermanos y yo aceptaremos el destino que nos depare la sentencia. No usaremos las armas. Pero no debe derramarse más sangre que la mía, es cuanto os pido.
El druida sintió cierto alivio. Si los monjes decidían oponer resistencia, se produciría un baño de sangre.
—¿Puedo hacer algo para apaciguar vuestra pena?
—Deseo que un sacerdote me oiga en confesión.
—Así lo pediré.
A pesar del fatal destino aceptado por el abad, Finn se resistía a creer que todo iba a acabar de aquel modo. La primera vez que habló con él, entre los monolitos del círculo de piedras, sintió que aquel hombre era especial. La esperanza de guardar para la posteridad la memoria de los celtas había colmado de dicha su pecho. Eithne había vaticinado que sombras oscuras se arremolinaban en torno al monje pero nadie había podido augurar ese final. Mientras se alejaba por el lóbrego pasadizo, se prometió usar su influencia y su carisma para demorar el amargo trance que se avecinaba.
Los druidas que custodiaban el monasterio corrieron hacia las puertas cuando vieron a Dana a lomos de Negro, al que había recuperado en la última taberna tras cambiar varias veces de montura. La muralla permanecía cerrada a cal y canto por expreso deseo de Finn y Eithne. Nadie debía entrar ni salir hasta la celebración del juicio. El bosque susurraba cosas horribles y sabían que presencias terribles los acechaban, aunque por razones incomprensibles aún no se habían decidido a atacar. Pero Brigh repetía una y otra vez que Dana volvería y, a pesar de la reticencia de Guibert, Rodrigo y Muhammad, los druidas no dudaban de los vaticinios de la muchacha.
El novicio y Brigh descendieron precipitadamente por el sendero mientras veían cómo el caballo entraba veloz y, a continuación, los druidas cerraban el pórtico con un estruendo sonoro. Dana desmontó con agilidad, pero una vez en el suelo las piernas le fallaron y el novicio tuvo que sostenerla.
—¡Estás agotada! —exclamó, preocupado—. ¿Cuánto tiempo hace que no descansas?
Ella, aturdida, sonrió y acarició el rostro del joven, que al punto se turbó visiblemente.
—¡Creo que el Altísimo me ha favorecido, Guibert! ¡No hay tiempo que perder!
Se acercó a Brigh y la abrazó con fuerza.
—Estaba segura de que regresarías —dijo la joven con lágrimas en los ojos—. Sabía que no me abandonarías.
—¡Nunca!
Brigh tomó el rostro de Dana entre sus manos y la observó fijamente.
—Una dicha arde con fuerza en tu alma. —Luego le puso una mano en el pecho y su boca dibujó una dulce sonrisa—. Incluso llega a ocultar el dolor…
Dana asintió conmovida. Deseaba contarles sin más demora lo que había descubierto.
—Está cerca, ¿verdad? —preguntó a Brigh—. Ese al que llamas el «odio»…
—Así es. Ha permanecido todo este tiempo en el monasterio, oculto. Ahora no está solo…
—¡Pero no ha ocurrido nada! —exclamó Guibert, desconcertado—. Dana, ¿dónde has estado?
En ese momento llegó Rodrigo jadeando por la carrera.
—¡Apenas te tienes en pie! —dijo el hispano con expresión de disgusto—. Deberías descansar.
Dana sabía que, si bien Rodrigo tenía razón, ese momento debía posponerse.
—He viajado a la abadía de Kells. —Observó los rostros sorprendidos a su alrededor—. Allí descubrí un detalle revelador, pero ha sido durante los días de regreso cuando todo se ha aclarado en mi mente.
—Debes saber que el juicio Brehon ha comenzado —indicó el druida Naoise con gravedad.
Ella asintió. Lo suponía, pues habían pasado cinco días desde que se marchó.
—Entonces no queda mucho tiempo. Venid.
Todos creían que se dirigiría a la biblioteca, pero ella encaminó sus pasos a la iglesia.
—Tenemos que abrir el altar —indicó con seguridad.
A su lado, Brigh asintió en silencio.
Guibert recordó las continuas visitas de la joven al templo y miró a las dos, desconcertado. Tras el asalto de los vikingos, el hermano Berenguer lo había bloqueado con gruesos sillares, pero el semblante circunspecto de Dana era inapelable, y él había aprendido a confiar en la intuición innata de aquella muchacha. Los más jóvenes de los iniciados se aprestaron a apartar las piedras.
Dana tomó una antorcha y se agachó. Su corazón latía con fuerza. Cabía la posibilidad de que lo que había deducido fueran absurdas elucubraciones producto de la tensión y el bebedizo de los druidas, pero la conformidad de Brigh le hacía pensar que había acertado el camino. Nadie podía esconderse en el túmulo sin ser descubierto, pero en las cavernas…
—Por aquí accedieron los vikingos que arrasaron el monasterio en tiempos de Patrick O’Brien —comenzó a explicar—. Pero ellos no fueron los únicos que usaron este pasaje. Aquí se inició el dolor y el odio del responsable de aquella matanza.
Con el espíritu enardecido se internó en la oscuridad.
—Los hermanos Berenguer y Adelmo la exploraron —explicó Guibert, que no se decidía a seguirla—. La galería excavada en tiempos de Patrick desemboca en un complejo laberinto de galerías naturales y simas. Uno de los corredores llega hasta los pies del acantilado, pero el resto se pierde en la oscuridad. Era demasiado peligroso y acabaron desistiendo.