—Tal vez ése fue el error —replicó ella desde las tinieblas.
En la iglesia, los demás se miraron y, en silencio, se encaminaron tras sus pasos. Una vez que hubieron descendido el tramo de escalera excavada a pico desde la base del altar, continuaron por una amplia galería que se bifurcaba en varios corredores. La roca rezumaba humedad y hacía frío. Entonces Dana vaciló. Como bien había dicho Guibert, era un dédalo intrincado y peligroso. Brigh miraba con fijeza uno de los corredores que descendía abruptamente y Dana confió en su habilidad. Uno tras otro se internaron por la resbaladiza pendiente.
—¿Cómo sabes que aquí está la respuesta? —preguntó el novicio, desconcertado. Al fondo se oía el rugido de las olas cincelando aquel averno de negra roca.
—Debemos remontarnos al principio, Guibert, pues todos los misterios que acechan a San Columbano están relacionados. —Quería seguir adelante, pero comprendía que los que la acompañaban necesitaban una explicación—. Hace treinta años, uno de los monjes del monasterio traicionó a su abad, Patrick O’Brien, revelando este acceso, que ya existía desde los tiempos en que el edificio era una fortaleza. Ese monje ha permanecido entre nosotros, vigilante, sin hacer nada que impidiera el resurgir de San Columbano, confiando en que su secreto estaría a salvo. Pero cuando hallamos el cuerpo de Patrick en el túmulo, el dolor y la culpa del pasado regresaron a su conciencia. Como dedujiste, Guibert, no fue la abertura del
sid
sino el hallazgo del cuerpo de Patrick lo que desató la oleada de desgracias.
Dana retomó la marcha. Con ella caminaban Guibert, Brigh, Rodrigo y Muhammad, acompañados por varios druidas e iniciados que no salían de su asombro. Se sentía segura, pero ignoraba el peligro que podría permanecer agazapado en las tinieblas. Sintió la mano de la joven en la suya y recogió su fuerza. Brigh estaba tan ansiosa como ella por avanzar, deseaba que cesaran por fin las sensaciones ominosas que percibía desde que habían entrado en la iglesia.
Guiados por su intuición, siguieron tomando bifurcaciones y sorteando desniveles hasta que Brigh levantó la mano a modo de advertencia. Tras un recodo se divisaba el tenue resplandor anaranjado de una vela. Dana asintió y avanzaron con sigilo.
Al girar la esquina, todos se detuvieron de repente y permanecieron mudos. Ante ellos la galería se ampliaba en una cámara natural de grandes dimensiones y de planta casi circular. Aunque buena parte permanecía en la penumbra, creyeron estar frente al ábside de una catedral de dimensiones reducidas. Sobre una capa de estuco que cubría parte del muro de roca, había frescos con escenas bíblicas y un enorme Pantocrátor hierático que se inclinaba sobre ellos con la curvatura de la gruta. Bajo sus pies desnudos, unos monjes a tamaño natural lo adoraban con las manos alzadas. El realismo de las expresiones y los detalles revelaban que eran retratos de hombres reales. Los
frates
que fundaron San Columbano, pensó Dana. Y entonces su corazón latió con fuerza: una de las figuras tenía el pelo rojizo y lacio.
En medio de la cámara había una pequeña mesa de madera con la única vela que alumbraba la caverna y un montón de tarros de arcilla y fragmentos de pergamino. En el centro reposaba un hermoso códice abierto, con las páginas centrales rasgadas. Un monje de hábito negro, con la cabeza inclinada y la capucha ocultándole el rostro, estaba sentado a la mesa, inmóvil.
Brigh lo llamaba «odio»…, pero Dana lo conocía por otro nombre.
—Saludos, Cara de Gato —comenzó tratando de contener el temblor de su voz. La pose estática le impresionaba—. Sin duda hace tiempo que no escuchabais ese nombre.
El monje se agitó. Tenía las manos encima de la mesa, cerró los dedos y arrugó los pergaminos. A la derecha vieron un brillante
scramax
. De pronto se levantó e hizo ademán de escapar a través de una grieta disimulada en una escena que recreaba un acantilado frente a los monjes, pero las palabras de Dana lograron detenerlo.
—Hace años aprendí en los bosques la leyenda del rey usurpador Cairpre, Cara de Gato. —Al ver que el otro se detenía, prosiguió—: Fue un hombre de carácter miserable que llegó a apoderarse de la realeza de Irlanda, sus faltas han quedado retenidas en los mitos irlandeses. Debía su apelativo a que su boca y su nariz se asemejaban a las de un gato. Todos sus hijos nacían con deformidades y él los hacía matar sin piedad. Entonces su esposa, de noble linaje, le propuso que celebrasen el festín de Tara y lo anunciaran a los hombres de Irlanda para que orasen a los dioses y les fuesen concedidos hijos hermosos. Así se hizo, y con el tiempo la mujer trajo al mundo un niño sin boca. Cairpre, cobarde y cruel, ordenó que fuera ahogado en el pantano, pero esa noche la esposa recibió la visita de un espíritu del
sid
que le dijo: «Es al mar adonde debes conducir a tu hijo. Su cabeza debe ser colocada sobre el agua hasta que la novena ola pase sobre él. El niño será noble, será rey. Su nombre será Morann…».
Bajo el hábito, el hombre se estremeció como si le hubieran golpeado.
—El niño nació sano —prosiguió Dana—, algunos dicen que era alto y hermoso, otros que no tenía rostro, pero todas las crónicas coinciden en que con el tiempo se convirtió en un juez justo y recto, uno de los hombres más honorables de la isla esmeralda, según la tradición de los druidas. Vos, obispo Morann, sois un hombre culto y, como dijo vuestro antiguo maestro, el monje Seán de Kells, os arrepentisteis de las terribles faltas del pasado y quisisteis redimiros. Él, emulando el viejo mito, os llamaba Cara de Gato por vuestra indignidad; tal vez vuestro verdadero nombre sea Cairpre… Y vos, creyendo haber alcanzado finalmente el perdón, os redimisteis bajo una nueva identidad, justa y honorable, adoptando el nombre del hijo de Cara de Gato: Morann.
El monje se retiró la capucha lentamente.
Dana sintió un escalofrío al ver confirmada su hipótesis. Había recordado la narración tradicional tras hablar con el viejo Seán. La relación entre el apelativo que el anciano había empleado, Cara de Gato, con Morann, su hijo, el juez justo, no podía ser una casualidad. Durante su regreso a San Columbano se sumaron otras evidencias. Si Morann era el traidor, probablemente conocía el acceso secreto al monasterio a través de la iglesia. Eso explicaba que pudiera rondar por San Columbano cuando las puertas estaban cerradas. Todo cobraba sentido, lo que no entendía era el porqué.
Morann tenía los ojos inyectados en sangre, febriles. Su aspecto era casi irreconocible. Sus lunáticas pupilas la pusieron nerviosa, pero Dana no se amilanó, quería provocarlo para que se explicara.
—¡El querido obispo de este reino es el monje que ha alimentado la siniestra leyenda en San Columbano!
Morann la miraba con ojos enardecidos. Había sido descubierto y una parte de él deseaba descargar por fin su alma.
—Durante treinta años he luchado cada día por redimirme —comenzó con voz gutural y con vívida tristeza—. Acepté con entusiasmo la llegada de un monje extranjero, Brian de Liébana, y de sus
frates
pensando que si este lugar volvía a estar consagrado gracias a mi intercesión, Dios no dudaría en concederme el perdón por mis faltas. Por eso salvé la vida del monje e intercedí por él ante Cormac. Sólo un temor me reconcomía…, pero entonces lo intuía lejano e improbable.
—Que hallaran los restos de Patrick O’Brien —dijo Dana.
—¡Le advertí a Brian que no abriera el túmulo!
—Es lógico que un prelado trate de mantener sellado un lugar pagano —prosiguió ella—, pero en este caso teníais otro motivo mucho más oscuro para que el lugar no fuera encontrado…
Morann agitó las manos como si sombras invisibles le asediaran con furia.
—Cuando hallasteis el cadáver, supe que el camino hacia la verdad había quedado despejado. Ahora soy un hombre distinto a aquel ser despreciable, todos me respetan. ¡El pánico me dominó!
—Es hora de que aliviéis el peso de vuestra alma, obispo Morann —dijo Dana. En su mente aparecieron los rostros del hermano Roger, del pobre Galio y de los artesanos que habían muerto en los ataques. Extrajo los fragmentos del Apocalipsis y los bocetos originales, se acercó y los dejó sobre la mesa. Era evidente que los pedazos iluminados habían sido arrancados del bello códice que descansaba en el centro. Dana señaló los bosquejos y dijo—: Los dibujasteis hace años en este mismo monasterio. La mano muerta de Patrick aún los señalaba.
Prodictor…
Morann se encogió al escuchar aquello. Regresó hasta la mesa y se dejó caer pesadamente sobre el tocón que hacía las veces de silla. Sus manos rozaron el mancillado códice del Apocalipsis, luego tomó los pergaminos amarillentos. Las fuerzas parecían abandonarlo. Demasiados años soportando aquella culpa insidiosa.
—Era joven y ambicioso —comenzó en voz baja—. Vine a San Columbano en los tiempos de Patrick O’Brien; pensaba que al ser una comunidad reducida mi habilidad pronto despuntaría. Era el más joven, pero mis manos superaban la habilidad de los maestros copistas más veteranos. Mi ímpetu y mi soberbia exasperaban al recién nombrado abad, Patrick, quien me exigió humildad como primer paso para mi consagración como monje. —Su voz se tiñó de amargura—. ¡Merecía el honor, pero él me lo negaba! Me imponía trabajos físicos en los cultivos, me reprendía y castigaba por la falta más nimia. Llegué a odiarle, pues era un obstáculo que me impedía elevarme como el más sublime iluminador de Irlanda y tal vez del orbe. Cuando comprendí que sólo trataba de combatir con rigor mi vanidad ya era demasiado tarde: el diablo había emponzoñado mi alma. —Elevó las manos hacia los monjes pintados en el muro de la caverna y gritó—: ¡Patrick!
El peso de los remordimientos lo sojuzgó y no pudo contener las lágrimas. Hablar, lo que más había temido durante años, le resultaba balsámico: la sensación contrarrestaba el miedo a las consecuencias. Todos permanecían expectantes. Entonces Guibert tomó la palabra:
—Tal vez sería mejor que comenzaseis desde el principio.
—Ocho hermanos, además de mí y dos novicios más, fundamos la comunidad de San Columbano sobre las ruinas de esta abandonada fortaleza de los O’Brien. Patrick, imbuido por la fuerza del Espíritu Santo, había viajado durante cinco años por el continente, recorriendo los monasterios que antaño fundaron monjes irlandeses como Columcille o Columbano. En Italia conoció a un particular grupo de benedictinos que profesaban un profundo amor por los libros, por toda clase de obra escrita. Aquellos religiosos, sin apartarse de la austera regla del santo de Nursia, juraban proteger el conocimiento humano y, lo más urgente, rescatarlo del olvido y la destrucción. Su misión era seguir cualquier pista que condujera a las bibliotecas antiguas, ruinas del pasado envueltas de leyendas o lóbregas catacumbas. Muchos códices valiosos se hacinaban en castillos y fortalezas de nobles analfabetos que los exhibían ante obispos y curas con orgullo pero no conocían su verdadero valor. También ésos eran copiados, o sustraídos si su dueño se negaba… —Sus ojos brillaron con malicia—. Su juramento era que ningún libro debía perderse.
—El Espíritu de Casiodoro —dijo Dana.
—¿Sabes de qué hablo? —preguntó Morann, visiblemente sorprendido, pero apenas reparó en el gesto de ella y prosiguió—: Patrick se vio seducido por aquella misión: una mezcla de erudición y aventuras caballerescas. Su sangre celta se enardecía de orgullo al pensar que, siglos después de la muerte de Casiodoro, el respeto por la sabiduría había renacido en Irlanda. Mientras Europa se hundía en una negra noche de hambre y guerras, en la apacible isla esmeralda nuestros antepasados escuchaban a san Patricio y comenzaba el martirio verde. Poco a poco proliferaron los monasterios en entornos aislados, todos con su pequeña biblioteca de textos píos.
Entonces la mirada de Morann se oscureció y Dana intuyó que la historia iba a dar un giro dramático.
—Pero por las venas de Patrick corría la sangre O’Brien. Tras la muerte de su padre, había reinado durante tres años cuando sintió la llamada del Altísimo y, justo antes de abandonar la isla, abdicó en favor de su hermano Cormac. Éste era un joven atolondrado, amante de la bebida y de cualquier placentero exceso. Sabéis bien a qué me refiero… —Al ver la expresión de Dana, abrevió—: No es un buen monarca, el pueblo sufre sus excesos e injusticias. Cuando Patrick regresó de su primer viaje, Cormac se inquietó, pero su hermano no atendió las quejas del clan O’Brien ni las peticiones de que recuperara el trono, sólo reclamó la vieja fortaleza del acantilado, donde fundaría un monasterio dedicado a san Columbano. Allí levantaría una biblioteca para albergar las obras que había recuperado en sus viajes por el orbe, con la bendición de los
frates
del continente y de un joven clérigo llamado Gerberto de Aurillac. Estaba seguro de que Irlanda era el lugar más seguro para conservarlos.
»Pero el deseo de Patrick iba más allá: acordó con los druidas que también plasmarían en vitela la memoria de nuestros mitos. Los sabios del bosque, llenos de entusiasmo, le entregaron su propia biblioteca transcrita en Ogham.
—Las varas de Filí.
Morann asintió.
—Hubo monasterios que copiaron algunos poemas y sagas, pero lo que se guardó en San Columbano es mucho más que eso: ¡es nuestra herencia celta! En esos textos conocí la leyenda de Cara de Gato. —Respiró profundamente, perdido entre una maraña de recuerdos y sensaciones contrapuestas—. Monjes de otros monasterios y novicios deseosos de destacar nos unimos al sueño de Patrick. Yo tenía entonces diecisiete años y llevaba dos de noviciado cuando vine de la comunidad monástica de Armagh, donde ya había aprendido a copiar legajos. Otros llegaron de Kells, Murray, Durrow, incluso de Iona. Todos, incluidos los novicios, nos reunimos en capítulo y juramos fidelidad a Patrick, nuestro abad, y al Espíritu de Casiodoro, como era su voluntad. Él y un silencioso monje venido de Italia supervisaron las obras de remodelación de la fortaleza, que se prolongaron durante dos años. Fue en esa época cuando de la mano del hermano más anciano, venido de Kells, comencé a perfeccionar una antigua técnica casi perdida para alcanzar el máximo detalle y precisión en la elaboración de imágenes.
»Pero mientras nuestra comunidad se afianzaba con firmeza y muchos le auguraban un futuro dichoso, la situación en el reino de Clare se deterioraba rápidamente. Los excesos de Cormac agotaban las arcas reales y los tributos se redoblaban en cada temporada de cosechas. La pobreza se adueñó de muchos clanes y con ella llegó el descontento.