Estaba terriblemente cansada.
Brian, cubierto de cadenas, se balanceaba con el traqueteo del carruaje; debilitado por la escasez de alimentos y el maltrato sufrido, apenas se tenía en pie. Buscó con la mirada a sus
frates
, pero Cormac había preferido retenerlos dentro de la fortaleza.
La condena para ellos había sido el destierro de Clare. Con la aquiescencia del abad, habían aceptado la decisión del tribunal, pero el monarca recordaba sus rostros coléricos al escuchar la condena a muerte impuesta a Brian de Liébana por el delito de lesa majestad. Temía la reacción de los monjes y, consciente de sus habilidades guerreras, no deseaba acciones heroicas que pudieran estropear el espectáculo.
Solamente Finn y Eithne —encargados de la defensa de los monjes—, los tres jueces Brehon y algunos sacerdotes que entonaban con voces graves el
miserere nobis
, seguían el lúgubre carro. Bajo la lluvia, la comitiva llegó a la entrada de la plaza y el clamor se elevó de la multitud allí reunida. Los niños lanzaban piedras al reo y sus padres gritaban insultos y levantaban los puños con agresivos gestos.
Cormac alzó los brazos a la espera de una ovación que no llegó. Su gobierno sólo le había granjeado súbditos irritados que a duras penas contenían el ansia de sublevarse. El carácter irlandés no tenía espacio para la hipocresía y nadie le mostró la menor gratitud. Estaba cumpliendo su obligación: proteger a su pueblo, nada más. Encolerizado, exigió que aceleraran la marcha hacia el patíbulo.
Pero en ese momento la plaza enmudeció y por el pasillo que se había abierto entre la masa hacinada vieron avanzar con paso firme al obispo Morann. Le seguía el monje Michel, que miraba a un lado y a otro como si percibiera algún tipo de amenaza.
Dentro de la fortaleza, en el patio, el repentino silencio que se había instalado en Mothair extrañó a los monjes.
—Algo está ocurriendo —musitó Eber aguzando el oído.
Bajo la vigilancia de varios soldados, oteó a través del ventanuco enrejado de la puerta de entrada.
—Se acerca alguien… —prosiguió el monje irlandés—. ¡Dios bendito! ¡Es el obispo Morann y le sigue nuestro hermano Michel!
Sorprendidos, los otros dos monjes se precipitaron hacia donde estaba Eber.
—¿Qué hace Cormac? —preguntó Adelmo. Hablaban en gaélico con demasiada rapidez.
—Parece iracundo. Discuten… El hermano Michel observa grave unos pasos atrás.
—Esto es muy extraño… —dijo Adelmo—. Si el juicio ha terminado, nada nos retiene aquí. Hay que saber qué ocurre ahí fuera. Nuestro abad y el hermano Michel nos necesitan.
Los desprevenidos soldados, más interesados en lo que ocurría extramuros que en vigilar a los monjes, no los vieron acercarse. Eber, Berenguer y Adelmo actuaron con rapidez y contundencia. En un instante los seis soldados fueron abatidos a golpes y arrastrados hasta las cuadras.
Sin demorarse, abrieron el portón y abandonaron la fortaleza.
—¿Qué estáis diciendo? —gritó Cormac con los ojos como platos.
—¡Pido perdón a Dios, Nuestro Señor, por mi alma negra y pecadora! —exclamó Morann a voz en grito para que la gente reunida no perdiera detalle. Cada palabra era un paso hacia su condenación, pero no parecía temer el destino, ya no—. ¡Y lo hago ante este hombre, Brian O’Brien, hijo de Patrick O’Brien!
—¡Habéis perdido la razón! —espetó el monarca, contraído por la ira.
Una exclamación de sorpresa se elevó entre los congregados. Aquella inaudita revelación daba un giro inesperado a la oscura tragedia que había marcado el destino del reino de Clare, que muchos recordaban y a menudo comentaban.
—¡Hablad al pueblo de nuestro pacto, Cormac! ¡Decidles que acordasteis con el vikingo Osgar de Argyll el fin de vuestro hermano y del monasterio!
El monarca esbozó una sonrisa taimada. El pánico le impedía medir las palabras.
—Vos fuisteis la mano traidora que les franqueó la entrada. Yo no tuve nada que ver.
—¡Me ocultasteis que habíais vendido a la noble Gwid y a su hijo!
Una exclamación de estupor se esparció por la plaza.
—¡Mentís! —clamó el rey, retrocediendo.
—¡No existe ninguna maldición en San Columbano! —gritó el obispo volviéndose hacia la multitud para que ningún oído de Mothair se quedara sin escucharlo—, ¡sólo dolor, pecado y culpa! ¡Yo soy la maldición! ¡Cometí con mis manos los crímenes que han aterrorizado a la región! ¡Me poseyeron los demonios del remordimiento y la cobardía! Pero vuestra falta —dijo entonces señalando a Cormac— es también grande: escondisteis al pueblo la existencia del legítimo rey de estas tierras. ¡El vástago de Patrick O’Brien sobrevivió! ¡Sangre de su sangre! —Murmullos de asombro recorrían la plaza. Los jueces Brehon se miraron entre ellos, pálidos, y luego miraron avergonzados a los dos líderes de la comunidad druídica del bosque. Pero el prelado no había terminado—: No siempre me llamé Morann, pero eso ya no importa. Yo fui novicio en San Columbano, y en ese tiempo revelé a Cormac la entrada secreta al monasterio; el rey informó a los vikingos y de ese modo el éxito del ataque quedó asegurado. Cormac ocultó la carta del rey de Munster exigiendo su destronamiento. ¡Eso, entre otros documentos redactados por el tesorero Donovan, era lo que Brian trataba de encontrar en sus aposentos! ¡La prueba de su linaje, del crimen contra nuestro legítimo rey Patrick y su familia! —Sus ojos encendidos se volvieron hacia el monarca—. ¡Yo sobreviví al ataque! Pero no fui el único: la noble Gwid y su hijo, al que desde entonces llamó Brian, fueron capturados en el bosque y vendidos como esclavos en tierras hispanas. ¡Detestable transacción que vos mismo ordenasteis para alejar cualquier riesgo!
—¡Basta ya! —clamó el rey con los ojos desorbitados por el terror—. ¡Prendedlo!
Los soldados que guardaban la comitiva vacilaron.
—¡Brian quiso matarme! —adujo Cormac recordando a todos el delito de lesa majestad.
—¡No es cierto! —gritó Morann—. ¡Sólo buscaba una verdad oculta en vuestros archivos desde hace treinta años!
—Así es… —confirmó Brian hablando por primera vez. Apenas había pronunciado palabra en el juicio ante los Brehon pues aquellos graves hechos debían sustentarse en pruebas que no había obtenido. Ahora la situación había cambiado—. Soy culpable de allanar vuestra morada y vuestros aposentos. La muerte cruel de Donovan sólo podía significar que él sabía lo que habíais hecho, y todos saben que era un tesorero meticuloso, amigo de la pluma y el pergamino. ¡Tenía que probar las circunstancias que me llevaron a ser recluido en un monasterio de Hispania cuando apenas tenía tres años! —Sus ojos brillaron como si las energías regresaran—. Tan sólo conservaba retazos de una pesadilla y unos pocos pergaminos que mi madre pudo llevarse ocultos y que años después me pusieron sobre la pista de mi verdadero origen. Finalmente Dios ha hecho justicia: con el testimonio del obispo Morann, esta historia verá la luz en un nuevo juicio Brehon, rey.
Había escupido aquella última palabra, y Cormac, pálido, comenzó a retroceder. Los fantasmas de un remoto pasado flotaban a su alrededor y le susurraban al oído el terrible crimen. Comenzó a agitar las manos tratando de apartar la ominosa visión que sólo él podía ver. El pánico ofuscaba su mente.
De repente, Eber y Berenguer se apostaron a su espalda y le cortaron la huida, mientras Adelmo exigía la llave de las cadenas a un soldado.
—¡He sido injuriado! —gritó entonces Cormac con voz atiplada. Sus labios temblaban visiblemente—. ¡Matad al obispo!
Los hombres de Cormac no movieron un músculo por su señor. Eran hijos de Irlanda, hombres de honor y con sentido de la justicia; la legitimidad de su monarca había sido puesta en tela de juicio por un prelado de la Iglesia de Iona y la situación debía esclarecerse antes de tomar partido. El reo al que habían estado a punto de ejecutar podía ser el legítimo rey de esos valles… La correosa duda no invitaba a la acción.
Cormac destilaba culpa por cada poro de su piel. Sus aspavientos, sus facciones contraídas, su mirada errante y esquiva eran argumentos inculpatorios ante aquella comunidad sencilla y pragmática. Mientras el monje veneciano saltaba a la carreta, el rey reaccionó. Sabiéndose perdido, en su mente sólo cabía la venganza. Puñal en mano, se abalanzó sobre Morann. En un instante los gritos de alarma dieron paso al silencio. Abrazado al prelado, quedó inmóvil con gesto de sorpresa. Cuando retrocedió con un traspié, de su vientre surgía la empuñadura del
scramax
.
—Éste es nuestro destino, rey —susurró Morann con las manos manchadas de sangre. Su ataque había sido más rápido y letal.
Los soldados redujeron al obispo mientras Cormac caía de rodillas. Su rostro se contrajo. Miró a Brian y abrió los labios, pero se desplomó muerto antes de pronunciar palabra. Eber se acercó, le cerró los párpados y murmuró una oración por su perdida alma.
Morann, en un último gesto que la gente recordaría durante generaciones, pidió perdón y encomendó su alma a Dios. Tomó las cadenas que habían mantenido prisionero a Brian y se las echó encima: él era el verdadero reo. A su lado, Brian se masajeaba los brazos. A pesar del cansancio, permanecía tenso y lúcido tras aquel inesperado desenlace.
Algunos ancianos se acercaron para estudiar los rasgos del monje y no tardaron en asentir con ojos húmedos.
—Posee el rostro anguloso de su padre y los ojos de la bella Gwid…
La cólera se desató entre la muchedumbre. La druidesa Eithne avanzó con las manos alzadas y logró imponer su autoridad.
—¡Serenemos nuestros espíritus, hermanos! —clamó varias veces hasta que el silencio se impuso de nuevo—. Es hora de constituir un nuevo tribunal y escuchar el relato completo del obispo Morann.
—Que así sea —convino el obispo irlandés con gesto grave, encorvado bajo el peso de las cadenas.
Si bien las Leyes Brehon eran demasiado justas para que saliera bien parado, tras treinta años aplastado por el peso de la culpa, el obispo parecía aliviado. La muerte avanzaba hacia él y la saludó con anhelo de libertad.
El
strigoi
tenía dos monturas preparadas y cabalgaron a través del bosque sin detenerse. Dana ignoraba lo que estaba ocurriendo en ese momento en Mothair, pero una débil esperanza había germinado en su pecho. En los ojos del obispo había visto la sinceridad de sus intenciones y el valor para no arredrarse. Si Brian se salvaba, tal vez regresara para defender el monasterio…, pero jamás podría perdonarla. Ella, que tanto se había sacrificado por salvarlo, acababa de romper para siempre el vínculo que los unía.
El pequeño Calhan, al que Vlad asía como si fuera un fardo, era el único motivo para seguir adelante y a él se aferró. Su hijo vivía y no podía perderlo una vez más; no lo soportaría.
De pronto, el eco del clamor de una muchedumbre en la lejanía quebró la paz del bosque.
—Parece que la suerte de tu amado Brian ha cambiado —dijo Vlad—. Debemos apresurarnos.
Dana echó la vista atrás, hacia el sombrío sendero que llegaba hasta Mothair. El valaco sonrió siniestro y acercó su montura a la suya. Avanzaban al trote. Ella pensó en las revelaciones de Michel sobre la infancia de Brian y sintió una oleada de culpa y remordimiento. Cuánto hubiera deseado compartir con él aquella verdad, consolarle y estar a su lado. Ahora había perdido toda oportunidad. Él la había salvado y ella iba a destruir todo lo que él amaba.
La noche se había cernido sobre ellos cuando alcanzaron el límite del bosque. Al fondo, bajo la fría llovizna, se recortaba el negro contorno de San Columbano. El resplandor de las antorchas advertía que los druidas y sus fieles iniciados estaban en guardia. La angustia regresó con virulencia. Había imaginado volver al cenobio colmada de dicha y, sin embargo, estaba a punto de cometer el mayor de los agravios.
Ataron los caballos en el tronco retorcido de un roble y Vlad soltó a Calhan. El niño se sentó en el húmedo suelo y se acurrucó; estaba aterido. Dana tuvo la visión repentina del pequeño Brian solo y aterrorizado en el borde de la mina mientras esperaba el regreso de su madre. No podía permitir que aquella pesadilla le ocurriera a su hijo. No esperaba la comprensión de los monjes, pero tal vez Dios la perdonara algún día. Con el alma sangrante de pena, rezó en silencio para que todo pasara pronto y pudiera abrazar a su pequeño.
Respiró profundamente y luego habló:
—La entrada al túmulo se encuentra en el interior de una cabaña que hay cerca del camino. Es la entrada original, orientada al sol naciente. Una trampilla da al corredor. En el centro del
sid
, una escalera de mano permite alcanzar la entrada a la biblioteca, justo encima de la bóveda. Si os aproximáis sin ser advertido, nada os impedirá entrar, los druidas que montan guardia no temen que el peligro pueda venir del interior.
Ya estaba hecho. Había consumado su traición sin apartar la mirada del cuerpo escuálido y encogido de Calhan. Pero entonces el
strigoi
se interpuso entre ella y su hijo.
—Ambos vendréis conmigo.
Dana levantó la cabeza y, a pesar del terror, resistió la fuerza de su mirada.
—¡Sólo seríamos un estorbo! Dejad que me marche con mi hijo —imploró—. ¡Miradlo! Necesita cuidados…
Vlad la tomó por el brazo con fuerza.
—Quiero que estés presente.
El corazón de Dana latía al galope.
—Queréis que sepan quién los ha traicionado…, ¿es eso? —concluyó en un hilo de voz.
—En realidad, desde que los
frates
se fueron, el monasterio ha quedado a mi merced. —Mostró sus dientes puntiagudos. En la noche su presencia era imponente y aterradora—. Los druidas no podrían preservarlo, pero deseo que los monjes comprendan su error y que la necedad de su abad se extienda como una leyenda para vergüenza y humillación de los hermanos del Espíritu. Comprenderán que la deferencia que han tenido contigo ha sido el error que ha propiciado su fracaso, por eso siempre serán inferiores a los Scholomantes. —Como si leyera el fugaz pensamiento que había cruzado la mente de la mujer, sonrió y añadió—: Sin duda el hermano Michel ya es demasiado viejo. En otro tiempo jamás habría permitido una presencia femenina tan deseable entre los monjes. El precio por esa debilidad será muy alto. ¡Mil veces te maldecirán! ¡A ti y a Brian de Liébana! ¡Durante generaciones! Casi puedo sentir cómo se rasga el corazón de Brian por tu traición.