—Seguid —rogó Dana con voz quebrada. Comenzaba a entender por qué Brian lo había arriesgado todo por ella. Hizo lo que no pudo hacer con su madre: le curó las heridas de la vergüenza y la humillación, las mismas que Gwid arrastró hasta la muerte, pero en su caso sin consuelo.
—Garcés, desolado, dispuso que el huérfano Brian fuera criado alejado de su familia, que reprobaba la adquisición de aquella extranjera y el amor que arrasaba su alma. Tras aportar un generoso donativo, Brian fue acogido en el monasterio de Santo Toribio de Liébana. A partir de ese momento el pequeño recibió un nombre hispano, Alonso, pero su padre adoptivo confió a los monjes el nombre irlandés que Gwid reservaba para él y unos pocos documentos que había logrado conservar después de tantas penurias, con el ruego de que le fueran entregados cuando Brian tuviera entendimiento. Gwid los había ocultado entre sus ropajes con la esperanza de denunciar a Cormac algún día. Entre ellos había planos de la biblioteca del monasterio y parte de una crónica de los viajes de su progenitor. Años después, el joven novicio los leyó y descubrió que su padre había formado parte del Espíritu de Casiodoro. Aquello cambió su vida y alentó el ansia de seguir los pasos del valeroso Patrick.
»Cuando contaba dieciocho años, fue ordenado monje según la regla benedictina y decidió recuperar el nombre con el que su madre le llamaba, Brian, pues era el último vestigio de su noble linaje. Obtuvo permiso del abad para marchar a la abadía de Cluny y, desde allí, los testimonios de algunos monjes le condujeron hasta Italia, al monasterio de Bobbio, donde lo conocí. —En ese momento su gesto se agrió, como si aquella parte de la historia le molestara profundamente—. Atento a las señales divinas, lo tomé a mi cargo y pude comprobar enseguida que compartía con Patrick un alma noble y leal, la valentía de los guerreros celtas y cierta inconsciencia que le llevaba a asumir riesgos y a meterse en problemas. Me hice cargo de su formación, y así fue como pasó a ser uno más del círculo del Espíritu de Casiodoro. Estudió griego, copto, hebreo y árabe, básicos para desentrañar los manuscritos, y lo inicié en el arte de las armas. Su sangre de guerrero celta pronto le hizo destacar entre el resto de los iniciados. Cuando estuvo preparado, le revelé lo que sabía de su padre y afloró en él el deseo de recuperar su pasado.
»Cuando los
strigoi
regresaron, no me resultó fácil aceptar su voluntad de traer a Irlanda el Códice de San Columcille y los manuscritos y códices más valiosos de entre los recuperados por los hermanos durante años. Pretendía continuar la obra de su progenitor: erigir de nuevo este monasterio y su prodigiosa biblioteca y convertirla en la mayor colección del saber que conservamos de la Antigüedad. No obstante, ambos sabíamos que al venir aquí también quería encontrar la verdad. Finalmente acepté la decisión del capítulo general con la condición de participar en esta misión, que intuyo será la última para mí. Mi intención era protegerle, algo que no pude hacer con su padre. —Esta vez una minúscula lágrima se deslizó en su rostro acerado—. Como ves, Dana, he fracasado.
Las brumas se disipaban en la mente de la mujer: Brian se había enfrentado a la peor prueba de su vida y a un dolor tan intenso que finalmente perdió el control…, trató de obtener por su cuenta las evidencias que demostraran el crimen contra su padre y la venta de su madre. Se expuso de modo imprudente y acabó en las garras del monarca.
Pero aún quedaba un interrogante, y en cuanto los ojos azules de Dana se posaron en Morann, él supo cuál era la pregunta que rondaba su mente. No quedaba rastro de su arrogancia, era un hombre abatido que buscaba enmendar su pecado con un acto de expiación definitivo. Dio un paso adelante y habló.
—Fui yo quien os sorprendió en la noche cuando Brigh y tú salisteis del monasterio —confesó—. Con la capucha echada, había deambulado discretamente por el monasterio con el propósito de averiguar cómo iba a reaccionar la comunidad tras las revelaciones de Osgar. Al ver las intenciones de Brian, salí por la gruta y tomé mi caballo. El pánico que me embargaba era tal que no hubiera dudado en mataros para extender el terror y desatar el caos. Después pensé en convertirme en una víctima más, de ese modo todo lo que hubiera revelado ese maldito vikingo quedaría invalidado.
—El odio… —susurró Brigh. Su rostro mostraba dos regueros de lágrimas. Aquel ambicioso obispo le había arrebatado a Galio antes de que ambos pudieran interpretar por qué sus corazones palpitaban desbocados al verse y el rubor brotaba en sus mejillas.
—Por fortuna, Ultán apareció de pronto y os apartó del camino —siguió explicando Morann con un hilo de voz—. Luego me refugié en mi abadía y mientras reflexionaba acerca de cómo desaparecer hasta que la pesadilla acabara, llegó Michel. Interpreté su venida como una señal del cielo. Dios me brindaba la oportunidad de salir indemne. Cormac acabaría con Brian, yo me encargaría del hermano Michel y nuestro pecado quedaría enterrado para siempre. Lo ataqué en la oscuridad, por la espalda, ni siquiera cruzamos una palabra.
Dana, presa de una ira incontenible, se acercó a Morann y le plantó una sonora bofetada.
—Errasteis al interpretar la voluntad divina según vuestros deseos mundanos —adujo Michel con ironía, complacido ante la reacción de la mujer—. Pero no contabais con la audacia de Dana. —La muchacha en ese momento se alejaba del prelado con la respiración agitada. Michel posó su mirada en ella y dijo—: Siempre he sostenido que el amor mal disimulado que Brian te profesa es una debilidad para nuestra misión; sin embargo, ese sentimiento ha logrado sacar a relucir este sórdido pecado del pasado. —Se encogió de hombros—. Nuestra voluntad de ser discretos poco importa si la vida del abad está en juego. Ha llegado el momento de que el pueblo de Clare conozca la verdad. Dios te bendiga, mujer.
Llegados a este punto, Dana lloraba en silencio: las piezas que durante tantos meses habían flotado sin sentido ante sus ojos por fin encajaban. Pero el tiempo apremiaba.
—¡El hijo de vuestro abad pronto será sentenciado a muerte! —exclamó volviéndose de nuevo hacia Morann—. Si tanto lo amabais y si queréis demostrar vuestro arrepentimiento, el Altísimo os ha puesto la solución en el camino.
Naoise se adelantó.
—La justicia Brehon os reclama, obispo. Sois cristiano, pero también sois irlandés. Debéis someteros a un juicio justo según nuestras leyes. ¿Daréis testimonio?
Morann recorrió su pétreo templo con la mirada y se fijó en el rostro grave de Patrick O’Brien pintado sobre el muro. Hacía años que había elaborado aquel fresco, al poco tiempo de regresar a Mothair. Ahora el pasado se le antojaba absurdo, un error por el que ardería eternamente en el averno. Apretó las mandíbulas y sus ojos refulgieron.
—Mi vida por la de todos estos monjes, por la del hijo de Patrick, Brian O’Brien…
Los druidas asintieron y se dispusieron a abandonar la cámara sin demora. El trayecto hasta Mothair era largo, y Finn y Eithne debían conocer aquel secreto cuanto antes.
La tensión reinante era tanta que nadie advirtió que el
scramax
había desaparecido.
Sacando fuerzas de flaqueza, Dana montó de nuevo a Negro. Michel, Morann y el druida Naoise sacaron las demás monturas de las cuadras y emprendieron la marcha hacia Mothair. Michel insistió en que Guibert, Rodrigo, Muhammad, con el resto de los druidas e iniciados, permanecieran en el monasterio. Sabía que existía un peligro mucho mayor que el rey, y lo sentía cada vez más cerca, al acecho. San Columbano debía permanecer sellado. Si la voluntad divina les era propicia, los monjes pronto regresarían.
En cuanto penetraron en Mothair, las sombras del atardecer se habían apoderado de la mísera urbe. La muchedumbre se hacinaba en la plaza, ajena a la débil lluvia y al viento. La tarima del tribunal estaba vacía. La sentencia había sido dictada. Las ramas que arderían en la pira permanecían hacinadas a los pies de un tronco desnudo. El fuego arrancaría los malos espíritus del cuerpo del abad. El resto de la comunidad sería expulsada, San Columbano sería derruido y el
sid
se sellaría definitivamente.
Mientras se acercaban, resonó un cuerno y las puertas de la fortaleza se abrieron. Una comitiva encabezada por un carruaje descubierto descendió lentamente por el embarrado camino hasta la plaza. La gente estalló en vítores y comenzaron empujarse para acercarse al patíbulo.
—Ha llegado el momento… —musitó Morann—. Hermano Michel, acompañadme.
El obispo, seguido de cerca por el monje, se abrió paso entre el gentío a codazos. Los habitantes de Mothair lo reconocieron al instante y pronto el silencio se instaló en la plaza. Ante el prelado se formó un pasillo y los dos hombres avanzaron sin dificultad. Dana tuvo deseos de seguirlos, pero se quedó inmóvil observando, pávida, el carruaje con el reo encadenado. Los insultos enardecidos y las promesas de eterna condenación se habían acallado. Contemplar a Brian quemó su corazón como un hierro al rojo vivo y, ajena a las réprobas miradas de los que la rodeaban, lloró. Era uno de ellos, irlandés, hijo y sobrino de reyes. Cormac lo había sospechado desde el primer momento y había tratado de deshacerse de él ocultándoselo al obispo.
—Su destino está en vuestras manos, Cara de Gato —susurró.
Decidió entonces liberar su anhelo, acercarse al carruaje y besarle las manos. Hacerle saber por fin lo que sentía por él. Apretando los dientes, trató de abrirse pasó entre la multitud, que atribuía a un milagro el regreso de su querido obispo.
Quería llegar hasta Brian.
—Madre…
Había docenas de niños que lloraban exigiendo ser aupados para ver el espectáculo; sin embargo, había oído esa palabra con toda claridad y sus piernas se paralizaron. Un frío intenso la recorrió de arriba abajo.
—Madre…
Contuvo el aliento y se volvió lentamente.
Tras ella, apartada de la muchedumbre, se alzaba una figura encapuchada. Entre sus piernas tenía a un niño sucio y de mirada vacía. Una fina cadena de plata asía su muñeca a la del adulto. Contempló, a pesar de la mugre, los reflejos rubios del cabello del pequeño, la intensa mirada azul, sin brillo, y su carita contraída por el miedo.
—Madre —dijo una vez más el pequeño con la mirada fija en ella y como si obedeciera una orden.
Dana creyó que iba a desfallecer. El pequeño sólo repetía lo que el hombre le había indicado, pero ella siempre supo que, si volvía a verlo, lo reconocería aunque hubiera transcurrido una eternidad.
—¿Calhan? —dijo con un hilo de voz. Nada más tenía importancia en aquel preciso instante.
Vlad levantó la cabeza y la miró. Ella, al contemplar aquella mirada terrible y fascinante bajo la capucha, dio un paso atrás. El
strigoi
sonrió mostrando sus afilados dientes y ella abrió la boca para gritar, pero no pudo. La gente parecía apartarse de ellos de manera inconsciente.
—Como ves, siempre hay esperanzas… —dijo Vlad.
—¡Tú quemaste la granja de Rathlin! —exclamó Dana.
El hombre puso su sarmentosa mano sobre la cabeza del niño, que se encogió al sentir el frío tacto de su captor.
—Ultán, tu esposo, me dio detalles concretos del paradero de tu hijo. Pero al final se arrepintió y quiso advertirte en el bosque. Algo muy loable por su parte… —se burló con desdén—. Tuve que matarlo. ¡Este niño es muy valioso para mí!
—¿Por qué?
—¡Es la llave de San Columbano!
Dana hizo amago de acercarse hasta el pequeño pero el
strigoi
dio un fuerte tirón a la cadena y lo situó detrás. Habría deseado ver a Calhan llorar desesperado, patalear, defenderse, pero se movía como falto de voluntad, pálido e inexpresivo. La ira se apoderó de su razón.
—¡Maldito seáis,
strigoi
! ¿Qué le habéis hecho?
—Nada. Su mundo se ha venido abajo, pero es un niño fuerte y, junto a su verdadera madre, si así lo deseas, lo superará.
Dana comenzó a temblar. A su espalda el silencio era cortante. Morann había alcanzado a la comitiva. El rostro de Vlad compuso una mueca taimada y se tensó como el acero.
—Parece que te has tomado muchas molestias para salvar a Brian. Eso cambia las cosas, el tiempo apremia.
—¿Qué queréis de mí?
—¡Vendrás conmigo y me permitirás entrar en el monasterio!
—La única entrada es la del pórtico de la muralla… —se excusó—. La que usaron los vikingos ha sido sellada de nuevo.
—De acuerdo —dijo Vlad mientras en su mano aparecía una fina daga y la acercaba al cuello del pequeño—. Es una pena que después de tanto tiempo tengas que contemplar esto… ¡Has elegido!
Calhan gimió por primera vez cuando el filo cortó la piel y la sangre comenzó a manar.
—¡Esperad! —gritó Dana.
Nadie parecía reparar en ellos. Todos observaban lo que ocurría en el extremo de la plaza.
Vlad apartó la mano ligeramente. El corte era superficial, pero la mujer lloraba y extendía las manos con intención de cobijar al pequeño. Toda su fortaleza se había venido abajo, incluso la imagen de Brian se desdibujó ante la expresión de pánico y dolor de su hijo. Sus miradas se cruzaron y vio que los ojos de Calhan imploraban ayuda. Era más de lo que una madre podía resistir.
—Hay un acceso por el túmulo. Todos creen que fue derruido tras encontrar a Patrick, pero no es así.
—¡Llévame hasta allí, ahora!
—Pero…
Vlad apretó el estilete contra el cuello del niño. Sus ojos ardían con tal fuerza que Dana tembló de manera incontrolada. Sentía el fuerte magnetismo del siniestro Vlad y luchó por contenerlo. Era inconcebible que ante tanta crueldad su feminidad se viera arrastrada hacia esa sensual oscuridad.
—Si cumples, te entregaré a Calhan y nunca más sabrás de mí.
Dio media vuelta y se encaminó, con el niño a su lado, hacia la salida de Mothair. Dana gimió impotente, con los hombros caídos, derrotada. Miró fugazmente hacia el extremo de la plaza, pero había tanta gente que no alcanzó a ver qué estaba ocurriendo. Si no cumplía, Vlad no tendría piedad, de eso estaba segura. El precio para que su hijo siguiera vivo era muy alto.
Traición.
Con las lágrimas empañando sus ojos, comenzó a andar en pos de la erguida espalda del
strigoi
y, a su lado, el paso corto y torpe de su hijo renacido de las cenizas.
—San Columbano ha caído —musitó notando hiel en su boca.