Dana asintió, recordaba la noche en que el novicio y Galio le narraron esa historia con voces emocionadas. Guibert se detuvo en una de las páginas y pasó su mano sobre la imagen, sin tocarla.
—Dos letras griegas: XP. Cristo en esa lengua. Cualquier hoja es tan sorprendente como ésta.
Admiraron los motivos geométricos, florales, las intrincadas curvas que recordaban los símbolos de los antiguos monolitos envolviendo las letras. Una figura de mirada misteriosa yacía sentada sobre una de ellas. A Dana la precisión y los detalles le resultaban familiares y frunció el ceño, pero Rodrigo se adelantó:
—Dicen que es mágico…, que guarda poderes sorprendentes.
—Eso forma parte de la leyenda —señaló Guibert, pensativo.
Dana no pudo contenerse.
—¿Para qué nos cuentas todo esto, Guibert? —preguntó buscando los ojos del novicio—. ¿Por qué es ahora tan importante?
—Desde el primer momento, los hermanos Brian, Michel y yo advertimos que los fragmentos del Apocalipsis que han ido apareciendo tras cada ataque al monasterio podían haber sido iluminados también con esa particular técnica. —Sus ojos se posaron en Brigh, que no podía apartar la vista del códice—. De hecho, creemos que el estilo está inspirado en este códice. Intenté recrear alguna escena, como viste aquella noche, pero aún estoy muy lejos de lograrlo.
—¿Y en qué puede ayudarnos esa observación? —intervino Muhammad, quien tampoco podía zafarse de la atracción de las imágenes.
El novicio se dirigió al banco que utilizaba el hermano Michel, tomó unas planchas de madera y regresó.
—Aquí está la causa.
Levantó la madera y dejó al descubierto una serie de pergaminos amarillentos de baja calidad que parecían sin usar, pero siguiendo el dedo de Guibert apreciaron garrapateados en carbón los esbozos de un futuro códice que jamás llegó a iluminarse. Dana miró al novicio inquisitiva.
—Se trata de una serie de vitelas que Brian encontró en uno de sus registros del túmulo —explicó Guibert con una sonrisa—. Estaban dentro del cofre de las reliquias celtas en el que el abad moribundo había escrito la palabra
«Prodictor
». —Golpeó las pieles con el dedo—. Brian cree que esto era lo que en realidad señalaba el difunto. Indicaba la identidad de alguien que pudo sobrevivir a la tragedia. —Su sonrisa desapareció—. Michel quiso hacerse cargo personalmente del hallazgo pero no compartió sus conclusiones conmigo.
—¿Quieres decir que alguien se salvó del ataque de Osgar? —quiso saber Dana—. Sigo sin comprender qué pretendes decirnos.
El novicio alzó las manos y agitó las vitelas.
—A raíz del comentario de Brigh sobre el abad asesinado en este monasterio, se me ha ocurrido comparar los fragmentos del Apocalipsis con estos bocetos.
—Estás sugiriendo que…
—¡Estos esbozos también son imágenes del Apocalipsis! —Guibert no disimulaba su desazón. Estaba seguro de que a Michel no se le habría escapado aquella evidencia, pero jamás la mencionó en su presencia—. La similitud de las imágenes es sorprendente.
—¿Estás seguro? —repuso Dana, incrédula.
—La piel de los fragmentos del Apocalipsis es más reciente que la de los bocetos. —Los acercó a una de las velas para que apreciaran su aspecto amarillento y quebradizo—. Los bocetos han perdido parte de la tersura. —Apenas podía contener la emoción—. ¡Pero todo indica que aquél es la culminación de esos primeros trazos! ¡Las particulares formas y el estilo personal revelan que se trata de la misma mano en ambos casos!
—¿El mismo iluminador? —preguntó Rodrigo, sorprendido y admirado—. ¿Cuándo se pintó el Apocalipsis?
El novicio agitó la cabeza y frunció el ceño.
—Un iluminador experto en la técnica, como la monja Ende, nos diría cuándo e incluso dónde se realizó. ¡Pero lo importante es que nuestro misterioso
prodictor
conocía la técnica empleada siglos antes en el Códice de San Columcille y que la usó para crear el Apocalipsis años después de arrasado el monasterio!
—¡Lo que significaría que alguien sobrevivió al ataque! —exclamó Muhammad.
—Hizo una obra portentosa que ahora ha sido mutilada y uno de sus fragmentos acompaña a cada muerte —afirmó entonces Rodrigo, horrorizado.
—Alguien, tres décadas después del ataque, está dispuesto a frustrar la fundación de un nuevo convento —prosiguió Guibert, consciente de que su hipótesis iba calando en los demás—. Podría ser el mismo monje o alguien que ha conseguido ese Apocalipsis y sigue sus pasos por algún motivo.
—
Prodictor
. De nuevo alguien traiciona a San Columbano —musitó Dana—. Entonces, el monje negro del que hablaban los artesanos…
—No ha habido ni posesión demoníaca ni fuerza maligna irradiada por el antiguo
sid
—la interrumpió Guibert—. Un monje experto en la asombrosa técnica que se usaba en Kells tiene la clave de este misterio.
—La duda es saber si ese Apocalipsis al que pertenecen los fragmentos estaba en vuestra biblioteca —adujo Dana estudiando detenidamente la expresión de Guibert.
Éste se encogió de hombros.
—Si lo estuvo, los monjes lo mantuvieron oculto, yo jamás lo he visto.
—¿Michel?
—¡No lo sé! —espetó el joven dejando entrever su desazón. De pronto su maestro se había convertido en un desconocido.
—¿Crees que existe alguna relación entre este descubrimiento y el interés de Cormac por deshacerse de Brian? —preguntó la muchacha.
Guibert volvió a encogerse de hombros, abatido. Al compartir su hipótesis había comprendido lo poco esclarecedora que resultaba.
—No lo sé. Sólo son especulaciones, pero intuyo que todo confluye hacia un mismo punto. La cuestión es dónde buscar.
Brigh recorrió la estancia con la mirada y se detuvo en las sombras más allá del círculo de luz de las velas.
—Está cerca, siento su odio y no está solo. Permanece oculto bajo el monasterio. Cree que el final está próximo.
Todos se estremecieron. Dana se acercó y acarició su negra melena. La muchacha se relajó. Las palabras de Brigh ensombrecieron sus ánimos pero Dana no trató de sonsacarle más, sabía que sólo expresaba sensaciones, aunque no era prudente despreciarlas.
—La única posibilidad es encontrar al poseedor del Apocalipsis —opinó Muhammad, reflexivo—. Así se demostraría que la causa de la desgracia que nos asuela no es el
sid
, sino una mano asesina que pertenece a alguien de carne y hueso que oculta un pasado oscuro relacionado con este monasterio.
Guibert asintió.
—El último lugar en el que parece que se usó esta técnica de iluminación es el monasterio de Kells. Todos, incluso Ende de Castilla, pensaban que la técnica se había perdido, pero los esbozos hallados por Brian en el túmulo demuestran que no es así. Esa puede ser la clave que nos conduzca hasta el
prodictor
.
—¡Pero podría llevarnos años! —exclamó Rodrigo con amargura—. ¡No tenemos tiempo!
—Nada escapa a los druidas del bosque —señaló entonces Dana. Sólo los sabios del bosque podrían intuir cuál debía ser el siguiente paso—. Mañana trataré de reunirme con ellos en el claro del roble. Sé que pondrán todo su empeño en ayudarnos.
El novicio la miró con pesimismo. Rodrigo estaba en lo cierto: en escasos días los jueces Brehon iniciarían el juicio a propósito de Brian y del monasterio de San Columbano. Él lo único que podía hacer era devolver el códice de Kells a su escondrijo y rezar para que Dios los mantuviera a todos a salvo.
Dana salió del herbolario y oteó el horizonte. La tenue claridad grisácea que se perfilaba por encima del bosque anunciaba el próximo amanecer. No llovía. Aspiró profundamente el intenso aroma a hierba mojada e intentó serenarse. Por primera vez desde que arribaron los frates no se habían rezado laudes en San Columbano. Se envolvió en la capa y se cubrió la cabeza con la capucha. Había llegado el momento de marcharse.
La noche había sido inquieta. En sus sueños habían visto a Michel empuñando un
scramax
y a Guibert, con expresión vacua, iluminando un códice con su propia sangre bajo la sombra de un monje que ocultaba su rostro. Tenía miedo y estaba agotada. Si finalmente no lograba hallar la clave del misterio, pronto las lágrimas por su hijo se mezclarían con las de otras pérdidas. La angustia de no saber nada de Brian la retorcía de dolor. Se sentía terriblemente sola.
El druida Naoise, con el que había hablado la noche anterior, se acercó portando las riendas de Negro, el mejor corcel de las caballerizas del monasterio. Dana lo había admirado en numerosas ocasiones. Era un caballo de batalla, rápido y resistente, impropio de un cenobio, lo que evidenciaba los temores del abad.
—¿Sabes cabalgar?
—Sí. Debo encontrar a Finn cuanto antes.
—Hay soldados de Cormac apostados en el bosque, vigilando el monasterio. Si te ven, te detendrán.
Ella asintió en silencio. La angustia le escocía en la garganta y no tenía nada que decir. Pasó la mano por el
marsupium
que había tomado.
—Entonces, que los antiguos dioses te protejan —concluyó Naoise mirándola con admiración.
Ella se volvió, miró la iglesia y pensó en la imagen de la Virgen. Iba a necesitar toda la protección posible para llevar a cabo su propósito. Subió a lomos de Negro, la puerta se abrió y ella espoleó al caballo.
—¡Vamos!
Negro trotó raudo hacia la planicie. En la tranquila hora previa al amanecer, los soldados refugiados en las tiendas tardaron en identificar aquel ruido con el galope de un caballo.
—¡A por él! —gritaron despertándose unos a otros.
El animal, como si intuyera la tensión del jinete, resopló y se lanzó en la oscuridad con tal impulso que Dana se vio obligada a asirse al poderoso cuello.
Uno de los soldados alcanzó el sendero pero se echó instintivamente a un lado antes de que la bestia lo arrollara. Otro logró asir la gruesa capa de Dana, pero ella se agarró con más fuerza y el impulso lanzó al hombre sobre el húmedo sendero. Mientras oía el silbido de algunas flechas, cerró los ojos e imploró a las fuerzas del bosque cercano, al que tanto veneraba. En ese momento su vida dependía de Negro.
Cuando sólo oyó el sonido amortiguado de los cascos sobre la tierra fangosa, abrió los ojos y se vio galopando por el camino del bosque. Aún temerosa, se volvió y miró el camino a su espalda. Había sorteado el puesto de guardia y al parecer mantenía una cómoda ventaja.
Como no quería forzar al animal, tomó una estrecha senda que se internaba en el robledal. Negro, con el pelaje sudoroso por el esfuerzo, siguió brioso con un ligero trote cuyo balanceo tuvo un efecto balsámico en el ánimo de Dana. Mientras observaba los recodos más descubiertos de la arboleda tiñéndose de reflejos color malva, el dilema que la había acometido durante la noche regresó con virulencia.
Pensó en Brian. ¿Por qué le interesaba tanto el rapto de Calhan? ¿Por qué no le dijo que estaba casado? Para su mente irlandesa, no era algo inusual ni proscrito. La Iglesia de Iona no despreciaba el amor terrenal, pero, a pesar de los sentimientos y el deseo que ella había visto tantas veces en sus ojos, Brian la había rechazado.
A esas preguntas se sumaban otras aún más oscuras: ¿qué pretendía al penetrar en la fortaleza de Cormac? ¿Matarlo? ¿Buscaba venganza por todos los obstáculos puestos para la fundación del monasterio, o había algo más?
Detuvo el caballo y una vez más las lágrimas rodaron por su cara. Sentía el peso de la responsabilidad sobre sus hombros.
—Ya no puedo más… —gimió.
Negro comenzó a olisquear la hierba mientras ella lloraba sin recato: por los monjes, por Brian condenado, por su hijo muerto, por ella. Lo había perdido todo por el camino, todo… Sabía que el tiempo apremiaba, pero el llanto le purificaba el alma, y ansiaba tanto aquel alivio que permaneció allí hasta que la claridad diurna se filtró entre el tupido ramaje.
La convicción que durante la noche la había llevado a cambiar los planes regresó lentamente. No dijo nada porque temía que entre los druidas e iniciados hubiera algún secuaz del rey Cormac. Todos pensaban que iba en busca de Finn y Eithne para iniciar la inútil búsqueda de un monje fantasma del que no tenían ninguna pista. En plena noche había recorrido de nuevo las sombras del monasterio. En el
marsupium
llevaba los fragmentos del Apocalipsis, los bocetos hallados en el arcón del túmulo y el relato oculto en la Virgen. Se proponía buscar a ese monje y, si la fortuna le era propicia, convencerlo mostrándole la crónica de la ciudad de Petra como prueba de las loables intenciones del abad de San Columbano y de los monjes del Espíritu de Casiodoro.
A su favor tenía el mejor caballo del monasterio y el conocimiento de los intrincados caminos que cruzaban de costa a costa el territorio.
Era una locura, probablemente fracasaría o no llegaría a tiempo, pero sabía de un lugar donde tal vez podrían darle información acerca del misterioso monje iluminador.
«Un iluminador experto en la técnica… nos diría cuándo e incluso dónde se realizó… nuestro misterioso
prodictor
conocía la técnica empleada siglos antes en el Códice de San Columcille y la usó para crear el Apocalipsis años después de arrasado el monasterio.»
Las frases de Guibert la habían tenido desvelada buena parte de la noche y la habían forzado a tomar una determinación.
—Vamos, Negro, nos espera un largo camino.
Dana cabalgaba con la mente lúcida y llena de energía. Sabía que cuando los efectos del brebaje que tomaba cada pocas horas pasaran, caería rendida, tal vez durante días. Sus hermanos del bosque conservaban la antigua receta usada durante siglos para enardecer los ánimos de los guerreros celtas antes de cada batalla, y ella la había conseguido en una recóndita caverna donde sabía que los druidas guardaban algunas mezclas. Llevaba dos noches sin dormir y, a pesar de los roces que la larga cabalgada le estaban causando, no sentía ningún dolor.
Gracias a los peniques de plata y algunos abalorios de oro que guardaba para la búsqueda de Calhan, había podido cambiar de montura en cada taberna y había cubierto la distancia hasta su objetivo en una jornada y media. Una hazaña digna de los héroes de la Antigüedad, como Fionn Mac Cumhaill, que recorrió en tiempos míticos las mismas fértiles tierras, como un auténtico dios. Jamás se había sentido tan viva, aunque sabía que finalmente pagaría con creces tamaño sobreesfuerzo.