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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (73 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Brian abrazó a Guibert con fuerza.

—¡Me alegro de verte, muchacho, doy gracias a Dios de que estés vivo!

El novicio apenas podía contener las lágrimas y no supo qué decir.

—¡Has mantenido el monasterio a salvo! —le animó Brian, aunque el dolor asomaba a sus facciones.

—Vlad…

—Lo sé. Noto su presencia…

—El hermano Michel ha ido solo hacia la biblioteca.

—¿Dónde está Brigh? —preguntó la druidesa en tono imperioso cuando llegó acompañada de Eber. Intuyendo el peligro en el que podía encontrarse su protegida, había exigido ir con ellos y adelantarse al resto de los druidas, que venían a pie con Finn.

Guibert señaló el monasterio. Una columna de humo brotaba del herbolario.

—Me temo que ha ido al encuentro del
strigoi
. Esta noche he visto de lo que es capaz.

—¡Rápido! —exigió la anciana a Eber, agitándose alterada.

—¡No! —ordenó el abad, consciente de que estaban a punto de perder el monasterio—. Expulsad a esos desdichados de Limerick y salvad a cualquiera de los nuestros que aún resista. Yo trataré de detener a Vlad con el hermano Michel. En cuanto os hayáis librado de los atacantes, acudid en nuestra ayuda. —A pesar del fuego que brotaba de los ojos de la druidesa, Brian no cejó. Era un rey irlandés, y Eithne contuvo la réplica—. Hemos sufrido mucho, no podemos perder más vidas ni el monasterio.

—¡Vamos! —indicó Adelmo agitando su espada—. El tiempo también es nuestro enemigo.

Brian montó en su corcel y tendió la mano a Guibert.

—Acompáñame, hermano Guibert de Saint-Omer —dijo en tono respetuoso como si se dirigiera a un monje—. Ya eres del Espíritu de Casiodoro. Necesitamos tu ayuda más que nunca.

El pecho del novicio se hinchó de orgullo mientras subía a la grupa del corcel, detrás del abad. De manera oficiosa, Brian de Liébana lo había consagrado hermano de la orden, aunque la perspectiva de enfrentarse a Vlad le ponía los pelos de punta.

La comunidad atravesó la puerta y ascendió al galope el camino hasta el monasterio. Ante aquel nuevo obstáculo para entrar en el Paraíso, los fugitivos de Limerick salieron en tropel del refectorio y las cocinas para enfrentarse a los monjes. Eran ocho y atacaron sin valorar el peligro. Adelmo, Eber y Berenguer cubrieron el paso del abad, que se adentró en el
scriptorium
.

Por el suelo, entre los edificios, yacían los cuerpos de druidas y jóvenes iniciados; tanta crueldad heló el corazón de los monjes que, olvidando la orden del abad de expulsarlos, respondieron con letal eficacia. Guibert se distanció de la reyerta con Eithne. Ella parecía ajena al caos allí reinante, no dejaba de mirar el oscuro edificio de la biblioteca mientras susurraba plegarias incomprensibles para el novicio.

Los de Limerick formaban un grupo caótico, se herían incluso entre ellos y lentamente fueron víctimas de las certeras estocadas de los monjes. Cuando el último hombre del ejército de Vlad profirió un alarido antes de caer, los monjes se miraron con tristeza. Sus hábitos estaban cubiertos de sangre.

Tras el espeso silencio, de algunos lugares surgieron sombras vacilantes, temerosas aún tras la pesadilla. Eithne pronunció el nombre de cada uno de los supervivientes para tratar de calmarlos y asegurarles que todo había terminado. Tres druidas y cinco aprendices se acercaron: no estaban heridos pero sí aterrorizados.

El hermano Eber se acercó entonces a los caídos de Limerick; aunque eran los causantes de tantas desgracias, habían sido víctimas de la crueldad del
strigoi
. Musitando el
Kyrie eleison
, levantó la mano y dibujó en el aire el signo de la cruz.

Guibert fue el único que atisbó el leve movimiento en el suelo e intuyó lo peor.

—¡Hermano! —gritó despavorido, pero estaba demasiado lejos.

La advertencia llegó tarde. Una estaca puntiaguda salió del amasijo de cuerpos y se clavó profunda entre los riñones del monje. Berenguer y Adelmo corrieron hacia él y lo alejaron del moribundo que maldecía retorciéndose en el suelo. El
frate
aún dio unos pasos y sonrió a sus hermanos, pero en su rostro, pálido y contraído por el dolor, ya era visible la sombra de la muerte.

—¡Dios mío, hermano Eber! —exclamó el veneciano.

La sangre manaba profusamente de la herida.

—Reposaré en mi amada Irlanda… ¡Loado sea el Señor! —susurró el monje con su último aliento—. ¡Las varas de Filí, hermanos, guardad la memoria de mi gente…!

La luz se apagó en su mirada, sus pupilas observaban la oscuridad del brioso mar que lamía la costa de su patria.

—Así será, hermano… —susurró Adelmo con lágrimas en los ojos—. Que Dios te acoja en su seno y perdone tus faltas —dijo al tiempo que le cerraba los párpados.

Los dos monjes se miraron desolados, y a ellos se acercó Guibert. Esa noche eran muchos los que habían muerto bajo el filo de sus espadas y ninguno había lavado su alma en confesión. Sin embargo, habían salvado el monasterio. Si lograban detener a Vlad, aquella biblioteca perdida en el último rincón de Irlanda se convertiría en el lugar más preciado de los hermanos del Espíritu y la fuente del saber para el futuro.

Aferrándose a la idea de que nada había sido en vano, se dirigieron hacia la biblioteca junto con la sombría Eithne.

Capítulo 93

El edificio de la biblioteca pareció temblar cuando el movimiento de los contrapesos hizo vibrar el muro y un fino polvo se derramó de las junturas. Una sección junto al Pantocrátor se desplazó y dejó a la vista una oscura entrada.

—Hemos llegado —susurró Vlad Radú.

La luz del pequeño candil iluminó una reducida estancia cuadrada. Al fondo, un anaquel contenía casi medio centenar de libros y algunos objetos. Dana observó intrigada una vieja copa de calcedonia que se hallaba junto a un cofre con fragmentos de huesos y madera ennegrecida. Sobre la balda inferior había extraños objetos: una cabeza metálica, un artilugio con varias esferas sostenidas por varillas que podían girar en círculos, y otros de formas aún más insólitas, la mayoría de ellos corroídos por el paso de los años. Valiosas reliquias y tesoros que los monjes conservaban en el reducto más oculto de la biblioteca. Probablemente eran objetos diseñados por antiguos sabios cuyos huesos ya eran polvo y que el mundo creía perdidos o jamás fabricados. Deseó conocer el origen de todo ello, pero al valaco sólo parecían importarle los libros.

—Llevo años esperando este momento.

Dana se estremeció al ver la oscura piel que cubría los libros, sin inscripciones, ajados por el tiempo, con bordes ennegrecidos y siniestras manchas en las tapas. Una fugaz visión cruzó su mente… Pudo verlos humeando sobre piras incendiarias, rodando por el suelo ensangrentado en incontables guerras y saqueos, pero ni las llamas lograron convertirlos en cenizas ni la sangre, que había dejado en ellos su impronta, había desteñido la tinta. Desafiaban al tiempo de un modo milagroso.

Vlad la miró exultante y en ese momento a Dana le pareció terriblemente bello. Vibraba de energía, casi al borde de un éxtasis místico. Luchó contra sus instintos, la mirada de sus iris casi blancos le aceleraba el pulso de un modo indecoroso. Apretó a Calhan con más fuerza y recordó el atroz final de Rodrigo.

—¿Sois el diablo?

La muda presencia de Brigh aplacó la fuerza del valaco. Liberó a la mujer de su influjo y Dana se encogió agotada, incapaz de levantar el rostro mientras él tomaba uno de los códices lentamente, como si temiera lastimarlo con sus largas uñas.

Entonces una inesperada voz cavernosa habló desde la entrada del cubículo:


Apophasis Megale
, de Simón el Mago. Sólo Hipólito en
Philosophumena
menciona esta obra de la que nada se conoce. Sin embargo, como puedes ver, una parte se ha conservado.

Por un instante Dana creyó estar delirando. El tono le resultaba demasiado familiar.

—Gracias, maestro —indicó el
strigoi
sin inmutarse.

Dana se volvió lentamente. El hermano Michel observaba la escena apoyado en el vano de la puerta; respiraba agitadamente. Ella se sintió desfallecer; la tez pálida y las facciones angulosas del monje cobraban un nuevo sentido. Observó los dientes, demasiado pequeños, y los imaginó largos y afilados. Casi pudo verlo en su juventud, envuelto en un halo de misterio, atractivo y sobrecogedor al mismo tiempo. De pronto su semejanza con el propio Vlad la conmocionó. Éste le había llamado «maestro».

—Un texto absurdo, casi incomprensible —dijo Michel.

Vlad sonrió.

—¿Absurda la obra de quien fue comparado con el propio Cristo? Se sabe que aprendió su magia de los egipcios. Es uno de los pocos magos mencionados en los Hechos de los Apóstoles y llegó a enfrentarse al propio san Pedro.

—Y perdió.

—Eso es lo que cuentan —espetó el valaco con desprecio.

El monje se acercó hasta un anaquel situado junto a la puerta y sacó un grueso volumen guardado con disimulo entre varios de lomo similar. Dana lo reconoció al instante y su pecho latió aún con más fuerza.

—¿Es esto lo que estás buscando, Vlad? —indicó Michel levantando el grueso códice. Sus ojos brillaban con la misma fuerza que los de su adversario. Con la otra mano asía una cimitarra con un rubí en la empuñadura. Gemela a la de Vlad, ambas hijas de la misma forja—. Deberías contemplar sus imágenes, tal vez entonces lo entenderías todo, percibirías las sombras de tu alma…

—Hace mucho tiempo que no nos vemos, maestro. Habéis envejecido…

Dana no pudo contenerse.

—¿Ma… maestro?

El
strigoi
se volvió hacia ella con una sonrisa envenenada.

—¿Por qué no se lo habéis contado? ¡Creía que ella también formaba parte de vuestra absurda cruzada! Es admirable lo que ha hecho por salvar el gaznate del hermano Brian. Pocos hombres habrían tenido el valor de cruzar Irlanda en busca de un asesino. Sería una buena discípula para la Scholomancia, no os parece, ¿maestro?

Dana interrogó con la mirada a Michel, pero Vlad, que parecía disfrutar enormemente de su desconcierto, prosiguió.

—Ante ti tienes al
strigoi
en torno al cual se forjó la leyenda que conoces. Yo te resumiré la vergonzosa historia del que se hace llamar ahora Michel de Reims. Siendo un muchacho, la Academia lo rescató de una caravana de esclavos mientras cruzaban el Danubio. Dicen que nació entre jaurías de lobos, en los sombríos Cárpatos. La oscuridad es innata en él. —En ese momento clavó los ojos en Brigh—. Fue un alumno aventajado y uno de los mejores maestros que se recuerdan. Yo fui su pupilo, me acogió con trece años, con él aprendí latín, griego, hebreo… y también a batirme con el sable, el arte de la tortura, de engendrar terror, de dominar y seducir… ¡Él me convirtió en un hombre en todos los sentidos! —Su sonrisa se tensó mientras el monje parecía envejecer por la inmensa culpa que había arrastrado durante décadas—. ¿Recordáis el ritual de iniciación? ¡Me sosteníais la mano mientras aullaba de dolor al afilarme los dientes! ¡Tan puntiagudos y terribles como los que lucíais vos, maestro de las sombras! —Su mirada destilaba la ira acumulada durante años. Jamás le había perdonado la vergüenza y la traición—. Pero finalmente eligió el bando equivocado… ¡Que el demonio torture a Patrick O’Brien hasta la eternidad! El monje irlandés le mostró un libro, ¡ese que ahora sostiene y que ha custodiado desde entonces! Sus imágenes le nublaron la razón y creyó encontrar un camino luminoso que derrotó su indómita alma.

Dana miró al
strigoi
. Era imposible calcular su edad, pero intuyó que al menos tendría cuarenta y cinco años, quizá más. Sin embargo, resplandecía de fortaleza y vitalidad.

—El Códice de San Columcille —dijo Michel alzando el libro para reafirmarse—. El libro del monasterio de Kells.

—¡Abrazasteis la fe cristiana! —Las palabras de Vlad estaban cargadas de amargura y reproche—. ¡Pusisteis vuestra inteligencia y vuestra espada al servicio de Dios y de esos monjes!

Michel asintió con gesto grave.

—Dios permitió que los hombres pintaran como ángeles para que su contemplación nos liberara, Vlad. Sus láminas me susurraron el error de mi vida y el camino de la redención. Un minuto compartiendo el camino con Patrick y ahora con Brian colman mi corazón como nunca lo hizo la Scholomancia.

Vlad encajó mal la confesión del monje. Sentía desprecio pero al mismo tiempo no podía sustraerse a la admiración que aún le profesaba.

—Decidme, maestro, ¿no añoráis la pasión de nuestra búsqueda? ¿Las supersticiones y leyendas tejidas a nuestro alrededor? ¿El placer que causa contemplar el pavor incontrolable en las miradas ajenas? ¿El calor de las jóvenes de nuestro harén? ¿El humo embriagador de las hierbas del desierto? ¿La sangre aún caliente en los labios?

—¿El temor en los ojos de víctimas indefensas? —replicó Michel con idéntica pasión, revelando aún más la similitud entre ambos—. ¿El regusto acre de la tortura, el dolor, la maldad? ¡Un manto de oscuridad cubre tu corazón, Vlad, y lo sabes! ¡La Scholomancia fue antaño una escuela de filosofía, como la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles! Un lugar para reflexionar y comprender los misterios del orbe sin los límites impuestos por la religión y sus ministros. Pero todo se corrompe… Ahora sólo sois mercenarios envueltos en un aura de malignidad y de poder demoníaco que alentáis con vuestra imagen.

—Os equivocáis. Seguimos buscando las respuestas que vuestro altivo e inmisericorde Dios nos niega. Por eso estoy aquí.

—¡Has venido a destruir el Códice de San Columcille! Sus imágenes podrían lavar el alma de cualquiera de vosotros, como hizo con la mía. Es vuestro mayor adversario.

Abrió sus páginas y le mostró una de ellas. Vlad sonrió con gesto de burla, pero sus ojos evitaron contemplarla.

—En parte así es —repuso entonces el valaco alejándose lentamente del libro y de su legendaria influencia—. Jamás un
strigoi
había adjurado, hasta vos. Pero en este lugar hay otras obras que deseamos poseer, por otras razones.

Los ojos de Michel refulgieron.

—El fin del milenio, las sombras…

—Es hora de que se rasgue de nuevo el velo del templo —señaló Vlad recuperando su aplomo, gélido como el hielo.

—¡Lo imaginaba! —dijo el monje—. Dar paso a una nueva era siguiendo las enseñanzas prohibidas y heréticas. —Señaló el anaquel que había despertado el interés del
strigoi
al penetrar en la última cámara—. ¡Sólo son grimorios, textos mágicos, galimatías sin sentido para impresionar al vulgo ignorante! Sabes tan bien como yo dónde radica la magia…

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