En ese momento un soldado anunció la precipitada llegada del obispo. El monarca arrebató el pergamino a Donovan y les advirtió:
—Sellad vuestros labios y viviréis un poco más.
El obispo Morann entró ansioso por escuchar las nuevas de Ultán y sus ojos refulgieron al ver la extraña reunión, pero el tesorero efectuó al instante una reverencia y se retiró en silencio.
—¿Y bien? —preguntó el prelado, impaciente.
El antiguo soldado, tratando de que la mirada amenazante del monarca no le trabara la lengua, se limitó a repetir los detalles del viaje pero no mencionó la existencia de la carta.
Morann entrecerró los ojos; era consciente de que se le ocultaba algo, pero no era prudente increpar al alterado Cormac.
—Parece entonces que la Providencia ha conducido a los benedictinos hasta este lejano lugar.
—Eso parece —concluyó el rey—, pero Donovan recomienda que no los perdamos de vista.
Intrigado, Morann se volvió hacia Cormac, pero éste tenía la mirada puesta en Ultán. Una extraña desazón parecía corroer al antiguo soldado, que miraba las tinieblas del fondo de la fría cámara como si temiera descubrir una presencia oculta.
—¿Hay algo más que quieras decirnos? —preguntó el obispo.
Ultán, hecho un manojo de nervios, se retorcía las manos.
—Tal vez Brian de Liébana trata de esconderse —respondió al fin. Su cuerpo se estremeció repentinamente, presa de los recuerdos—. Alguien busca al monje. Lo encontré una noche lluviosa, como ésta, en un solitario sendero cerca del monasterio de Liébana… —La seca garganta emitía una voz áspera y cavernosa—. Me preguntó directamente por Brian. No sé qué pretendía, pero el monasterio trataba de protegerse de aquel hombre… —Las siguientes palabras apenas se oyeron, parecía estar hablando para sí—: ¡No logro olvidar sus ojos casi blancos! Durante meses su recuerdo me ha arrebatado las fuerzas…
—¿Quién era? —preguntó el obispo, que estudiaba con interés el miedo del antiguo soldado, más intenso que la pestilente mugre que lo cubría.
—¡El mismo diablo!
El eco de sus palabras quedó suspendido sobre ellos. Cormac lo miraba con una sonrisa burlona. Morann, en cambio, se estremeció como si una ráfaga de aire gélido se hubiera colado bajo su oscura túnica. Se acercó a la ventana, abrió los postigos y dejó que el húmedo aire purificara el espeso ambiente. En el exterior reinaba una oscuridad absoluta; la densa bruma era como un muro que devolvía el resplandor rojizo del hogar mientras gotas dispersas de lluvia destellaban en su rápido descenso. El obispo extendió las manos y dejó que se mojaran durante un tiempo. Cuando se volvió de nuevo hacia el antiguo capitán de la guardia, sus ojos irradiaban una intensa ira.
—¡No blasfemes, Ultán! No tienes ni idea de lo que estás diciendo.
—No… no sé quién era, ¡por Dios lo juro! Pero era… horrible. ¡La cabeza blanca, sin un cabello! Había algo maligno en su mirada… ¡Ni siquiera me atreví a decirle que Brian estaba en este
tuan
para evitar que algún día viniera!
—¿No pudo ser una pesadilla provocada por el vino? —demandó el prelado.
—Durante todo este tiempo he rogado a Dios que así fuera, pero el frío que aún siento me dice que ese encuentro fue real. No me extrañaría que la enfermedad me la provocara él…
—¡Las tabernas hispanas recordarán tu nombre durante mucho tiempo! —dijo, sarcástico, Morann—. Ha pasado un año y tres meses desde que te marchaste y, aparte de los monjes, nadie ha venido a Clare. ¡Más te vale olvidar esos absurdos temores de pobre borracho!
Ultán se encogió; temblaba de rabia. Jamás podrían imaginar sus padecimientos, presa de extrañas fiebres que a punto estuvieron de hacerle perder el juicio, en la hospedería de un pobre monasterio cercano al de Liébana. Pero había cumplido su misión y se mordió la lengua para no irritarlos. Su recompensa estaba en juego.
Cormac se acercó a Ultán y trató de componer una expresión afable.
—Has hecho un buen trabajo, pero tu tarea aún no ha concluido. Donovan tiene razón, será mejor vigilarlos. Tienes la oportunidad de redimirte.
—Deseo recuperar a mi esposa Dana.
El obispo lo miró horrorizado y el rey sonrió.
—Ahora formas parte de mis hombres en calidad de informante. Todo llegará, Ultán. De momento, ese monje, Brian de Liébana, la tiene bajo su protección, pero eso podría cambiar pronto…
Ultán apretó los puños en el intento de contener una ira enfermiza. Cerca del monarca sentía que sus fuerzas renacían. Le habría gustado conocer el contenido de aquella carta que casi formaba parte de su piel, pero el monarca se había reservado el secreto y lo había velado incluso al influyente obispo Morann, algo del todo intrigante.
—Acércate y escucha con atención. —Cormac tomó la jarra y la agitó para que se oyera el chapoteo del licor—. Después podrás dejar que el vino embote tus sentidos…
Al llegar la medianoche, Santa Brígida tañó por segunda vez, anunciando el nacimiento del Señor. Congregados en el interior de la pequeña capilla y en sus alrededores, una muchedumbre escuchaba en silencio los suaves cánticos de los monjes. Situados alrededor del altar, sostenían pequeños códices de cuyos extraños signos redondos parecían extraer la melodía. Roger dirigía las antífonas y los responsos, y el abad celebró la Eucaristía bajo la intensa luz de decenas de velones dispuestos para la ocasión. La ceremonia finalizó con una bendición que Brian elevó a Dios tras acercarse a los congregados.
Casi dos horas más tarde, los habitantes del campamento, aliviados tras la dispensa de trabajar el día de Navidad, abandonaban el recinto. Dana sintió un escalofrío cuando oyó que Brian anunciaba que al día siguiente recibirían la visita del rey Cormac y el obispo Morann y que contaba con que todos se adecentaran y limpiaran el campamento para causar buena impresión.
La falta de emoción en su tono la intrigó. El rey había intentado asesinarlo fríamente y ahora él lo acogía en el monasterio… Supuso que no tenía alternativa si quería seguir adelante con su proyecto. Pero ella no pensaba acercarse, no deseaba cruzarse de nuevo con la acuosa mirada del monarca.
Mientras veía a los obreros retirarse, dudó qué dirección tomar. Los artesanos cruzaban el pórtico de la muralla hacia la planicie saludando con una leve reverencia al risueño Adelmo. En ese momento el hermano Eber la vio y abrió los brazos.
—Bienvenida seas en esta santa noche —la saludó con afecto.
Ella asintió y cruzó el umbral.
Un pequeño fuego iluminaba el refectorio recién restaurado. Dos filas de pilares sostenían las gruesas vigas del techo, taladas y secadas sólo unos meses antes. Dos mesas de madera dispuestas paralelamente, unos bancos y un atril para leer las Sagradas Escrituras durante las comidas —realizadas siempre en estricto silencio excepto por la monótona lectura— constituían todo el mobiliario. Pero en las ocasiones especiales, como la fiesta del patrón o esa noche, el abad autorizaba una hora de esparcimiento.
Sentados alrededor de una de las mesas, cada monje asía un cuenco de madera rebosante de hidromiel destilado, obsequio del monasterio de Kells. Cuando Adelmo confirmó que las puertas del monasterio estaban cerradas, el hermano Michel rezó una breve bendición e invitó a los monjes a tomar asiento. A Dana le sorprendió la ausencia de Brian y de Berenguer, pero nadie le dio explicación y ella no quiso incordiar con su insaciable curiosidad.
Como había imaginado, los monjes aguardaban que Dana les relatara alguna de aquellas viejas historias que había aprendido de los druidas. No era la primera vez. Incluso el severo Michel permanecía atento, como si tratara de escrutar su alma. Dana se estremeció al cruzar su mirada con la de él, pero ante los gestos de impaciencia, suspiró y apartó de sí esos pensamientos. El joven Guibert tomó un punzón y lo apoyó en una tablilla de cera. Le gustaba transcribir las viejas narraciones que escuchaba en noches especiales como aquélla. Dana, viendo sus rostros serenos, sintió que su corazón se aceleraba. Cada día transcurrido en San Columbano restañaba las heridas del pasado y recorría un trecho del camino hacia la luz que había perdido años antes. El vínculo con la comunidad se estrechaba lentamente; cada vez conocía mejor a sus miembros, y sus facetas no dejaban de sorprenderla. Disfrutaba de la charla del hermano Roger en las cocinas, poco dado a cumplir la regla de silencio; cuando no ejercía sus funciones de sacristán, solía relatar hilarantes anécdotas y extrañas costumbres de los monjes de Reims, cuyos relajados hábitos nada tenían que ver con la austeridad de los cenobios irlandeses. El hombre, cuando recibía con orgullo cualquier halago por sus guisos, la miraba con ojos claros y limpios y, sin dejar de lamentar su delgadez, la obligaba a acometer la triple ración de comida.
Admiraba el carácter desenfadado de Adelmo, su humor y su manera de afrontar los problemas. Le divertían los picantes comentarios de las mujeres jóvenes del campamento mientras hacían la colada en el arrollo, y le sorprendía verlo negociar con los proveedores usando su astucia de comerciante y un encanto innato que desconcertaba a los irlandeses. Nunca habría imaginado que un hombre así pudiera consagrarse a una regla tan estricta como la benedictina.
A pesar de los recelos, con frecuencia se quedaba embelesada escuchando discretamente las complejas discusiones entre el erudito Michel y Guibert sobre los más diversos temas. El novicio aún la evitaba con el rubor encendido en sus pálidas mejillas; sus palabras atropelladas y sus movimientos torpes en su presencia despertaban en Dana la nostalgia por aquel pasado perdido en la lejana Dyflin, cuando se abría a la pubertad.
En Eber había hallado el vínculo de la patria y de un interés común. El herbolario los había unido hasta convertir al afable monje en su confidente y en el hombro sobre el que apoyarse. Eber siempre hallaba tiempo para ayudarla con la lectura del complejo
Dioscórides
y le ampliaba la información describiendo plantas y remedios que había visto en sus viajes. Por él Dana supo que aquellos
frates
habían recorrido ignotas partes del orbe, aunque el monje siempre callaba los detalles con una discreta sonrisa.
Le impresionaba el celo del silencioso Berenguer, siempre concentrado en las obras, así como su actitud humilde y servicial con el resto de los monjes e incluso con ella, algo tanto más desconcertante teniendo en cuenta que por sus venas corría sangre de los condes catalanes, cuyo poder haría palidecer a Cormac y tal vez al propio Brian Boru.
En cuanto a Brian…, pensar en él le producía sensaciones encontradas. La había arrancado del abismo y su actitud firme, alejada de prejuicios, la había ayudado a respetarse a sí misma, pero seguía siendo un misterio para ella. El recuerdo de su cuerpo desnudo saliendo del mar seguía tan vívido como aquella soleada mañana. A veces lo buscaba ansiosa por el monasterio y en cuanto lo veía, ante la iglesia o contemplando el acantilado, daba media vuelta, turbada, y se maldecía a sí misma. Después de vísperas seguía acercándose a hurtadillas al borde del risco para escuchar la dulce melodía que brotaba de la flauta y que era rápidamente engullida por el barullo del cercano campamento. En ocasiones el deseo de saber más de él la reconcomía por dentro, y cuando se daba cuenta de su obsesión y de lo que podía implicar…, se asustaba.
Sabía que su nueva situación pendía de un hilo, que podría romperse si se implicaba más con esa enigmática partida de clérigos, el miedo de verse defraudada permanecía agazapado, y cada día lloraba la ausencia de Calhan. Sin embargo, mantenía la esperanza de encontrar un indicio que le permitiera iniciar la búsqueda, había recuperado la paz, y las noches como aquélla tenían un halo mágico y se sentía más que nunca parte de tan singular comunidad. Se sentía profundamente dichosa.
Respiró hondo y esbozó una sonrisa misteriosa para crear expectación.
—Hoy recordaremos lo que los bardos titulan la saga de Finn y los Fionna, aquel legendario grupo de guerreros que recorrieron estas tierras en un pasado muy remoto y vivieron un sinfín de fantásticas aventuras… —Ante las soslayadas miradas de los monjes, asintió satisfecha—. Puede que Eber la conozca… —Su voz enmudeció de pronto: la puerta se había abierto de golpe sobresaltando a la comunidad.
La llama de las lámparas osciló; una fría ráfaga de viento atravesó el refectorio. Brian se hallaba en el umbral con rostro exultante. Berenguer, detrás, respiraba agitado, la cara le brillaba por el sudor y no había duda de que estaba profundamente emocionado.
—¡Lo hemos encontrado! —exclamó el abad mientras entraba en el refectorio. Sus ojos se posaron un instante en Dana, como si fuera una de las respuestas a las cuestiones aún no satisfechas.
Todos se levantaron de un salto. Sólo Michel permaneció en el banco; miraba fijamente a Brian.
—Entonces era cierto… —musitó el monje de Reims haciendo caso omiso a los alegres comentarios de los más jóvenes.
El abad se limitó a asentir y sus pupilas brillaron con un fulgor que impresionó a Dana. Le pareció que en cualquier momento vería caer una lágrima por su rostro.
—¡El viejo plano no era una invención! ¡Existe una biblioteca secreta!
Dana intuyó que se refería a uno de los pergaminos ocultos en la Virgen. El abad se situó en el centro del refectorio e impuso silencio. Hacía mucho tiempo que aguardaba ese momento.
—La noche en que nació Jesucristo, una estrella señaló el lugar a los pastores. Era un presagio de la Buena Nueva. —Esperó a que se serenaran—. Todos sabéis que era esencial iniciar la restauración del monasterio cuanto antes para preservar la nueva biblioteca, pero eso no implicaba que debiéramos renunciar a la búsqueda de lo que pudo salvarse años atrás. —Miró a Berenguer con muestras de reconocimiento—. Desde hace unas semanas ciertos indicios cambiaron la perspectiva de nuestras pesquisas, pero preferimos silenciarlos hasta estar seguros. En esta noche santa, el enigma se ha iluminado por fin y debemos entenderlo como un mensaje de Dios. Nos encontramos en el lugar y en el momento adecuados.
Sin añadir nada más, Brian avanzó hacia la puerta y los demás lo siguieron. Dana quiso acercarse a Adelmo para rogarle que le abriera las puertas de la muralla, pero antes de que pudiera decir nada, el abad se detuvo y la miró con una amplia sonrisa.
—Dana, si has estado presente es porque no debes ser excluida —dijo con solemnidad—. Acompáñanos.