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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (56 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Se volvió lentamente y, sobre el repecho del camino recién andado, vio una oscura silueta montada sobre un caballo y envuelta en el pálido fulgor lunar. Esa imagen espectral le arrebató las fuerzas y el miedo se apoderó de ella.

—Es él… —susurró Brigh con una voz escalofriante—. El odio. El monje es el odio…

Dana reconoció la forma del hábito del jinete e hizo un esfuerzo por calmarse.

—¿Quién eres? —gritó a la figura aún lejana.

No obtuvo respuesta.

—Dana, tengo miedo.

El siniestro jinete levantó un brazo y advirtieron un fugaz destello. La hoja de un
scramax
trazó un arco en el aire, revelando el fatídico final que les aguardaba.

Dana, sintiendo que las piernas le flaqueaban, trató de arrastrar a Brigh. El bosque las protegería. Entonces el jinete espoleó a su montura y se lanzó en un frenético galope hacia ellas.

—¡Corre, Brigh, corre! —gritó Dana.

Cogió con fuerza a la muchacha y ambas echaron a correr; detrás, el golpear de los cascos contra el suelo les anunciaba que la bestia se acercaba inexorablemente. Un aullido sobrecogedor, inhumano, resonó en la foresta cuando la imparable bestia se situó a sus espaldas. Dana gimió al notar el acre aliento del oscuro caballo, pero un momento después una fuerza brutal la lanzó hacia un lado del camino. Rodó por la pendiente, las piedras golpearon sus piernas y ásperas raíces rasgaron su piel. No sabía qué había ocurrido, pero cuando quedó inmóvil, tendida en la hojarasca, con cada miembro de su cuerpo gritando de dolor, oyó los cascos del caballo alejándose por el camino.

Aturdida, se incorporó y miró hacia arriba.

—¿Brigh?

—¡Dana! —respondió la muchacha, a su lado—. ¡Un hombre nos ha salvado!

Ambas tenían el pelo enmarañado y manchado de fango. De pronto otra forma descendió junto a ellas y Dana gritó y retrocedió. El rostro demacrado de Ultán también lucía unas cuantas heridas recientes.

—Ha faltado poco —musitó con voz cascada.

—Pero… ¿tú?

El hombre se acercó y ella retrocedió manoteando.

—¡Cálmate, mujer! Si quisiera hacerte daño, no me habría interpuesto al monje.

Ella trató de serenarse pero no se acercó.

—Escucha, Dana… Hace mucho tiempo me juré que no volvería a hacerte daño. Aunque estas últimas semanas he sido los ojos y los oídos de Cormac en el monasterio, he guardado la distancia, como tú querías. Lamento haberte hecho sufrir tanto.

Su tono apremiante resultaba extraño, casi conciliador, lo que aumentó su desconfianza.

—¿Qué quieres? ¿Qué hacías en el bosque?

Ultán miró nervioso a su alrededor y luego volvió a posar sus ojos en ella.

—He estado esperando que salieras del monasterio. Sé que los monjes interrogaron a Osgar y que ya sabes dónde está… tu hijo.

—¿Ahora quieres contármelo? —reprochó ella con infinita amargura.

—Jamás me creerás, pero sólo quise salvarle la vida. Cormac no deseaba ofender a su esposa con un bastardo y me dio a escoger entre matarlo o venderlo como esclavo. La segunda opción le daba una oportunidad.

—Al parecer, no es la primera vez que Cormac trata con los vikingos…

—Lo entregamos a una familia de granjeros.

—¡Querrás decir que lo vendiste!

La ira se concentraba en el estómago de Dana; apenas podía contener el impulso de saltar sobre él.

—Como te he dicho, aguardaba a que salieras en busca de Calhan para darte una explicación. Al verte con la muchacha, he salido al camino y… he presenciado el ataque. —Trató de sonreír—. Parece que Dios me reservaba esta ocasión para redimirme.

—¿Sabes quién era el encapuchado? —preguntó ella con voz queda.

Ultán se encogió de hombros.

—Para ser hombres de Dios, esos monjes manejan bien las armas —dijo con desprecio.

Dana comenzó a ascender por el resbaladizo terreno y tiró de la silenciosa Brigh.

—Jamás hemos tenido nada de que hablar, Ultán. Tú has resuelto tus problemas y yo los míos. He tardado años en cerrar las heridas que me hiciste.

—¡Ahora eso no importa! ¡Atiéndeme, por favor! ¡Sólo una vez! —Su voz implorante la desconcertó. Dana se volvió y en sus ojos vio una sinceridad que la sobrecogió—. Hay un demonio cerca. ¡Yo… yo lo traje desde Liébana! Pretende…

En ese momento se escuchó un zumbido y Ultán se quedó rígido. Dana tardó en advertir la negra flecha que atravesaba el cuello del hombre. Un chorro de sangre salió disparado mientras Brigh gritaba horrorizada.

—Tu hijo… te utilizará…

Se desplomó y Dana corrió junto a él.

Ultán, con los ojos muy abiertos, comenzó a convulsionarse; una espuma sanguinolenta borboteaba de su boca.

—Siempre he sido un cobarde… —logró articular, moribundo.

—Shhh —respondió Dana mientras cogía su cabeza entre sus manos y veía cómo la vida se apagaba en sus ojos oscuros.

Durante un instante permaneció ensimismada, ajena al peligro que las acechaba. No oía los gritos lastimeros de Brigh. Sólo miraba el rostro inerte de su esposo, el hombre que había hundido su existencia. Jamás había imaginado que moriría entre sus manos, tratando de redimir su culpa con una advertencia que finalmente no había podido expresar. La cálida sangre de Ultán, símbolo del final de aquella oscura etapa de su vida, manchó sus manos, pero no sintió consuelo alguno.

—Yo no puedo perdonarte, Ultán —susurró mientras dejaba suavemente la cabeza en el suelo—. Mil veces te he maldecido, pero… —dijo mientras sellaba sus párpados para siempre— espero que Dios se apiade de tu pobre alma.

Se levantó lentamente, aún dolorida por la caída, y tomó contacto de nuevo con la realidad. Aquella flecha de fuste negro había volado certera desde lo alto de la cuesta con la única intención de sellar a tiempo los labios de Ultán, pero la sensación de peligro aún flotaba en el sombrío bosque. Miró alrededor y no vio a Brigh. Peleándose con su túnica, ascendió por el resbaladizo terraplén mientras la llamaba desesperada.

Ya en el camino, el terror la paralizó. La muchacha andaba completamente rígida por el centro del sendero: sus pasos eran lentos, como guiados por una voluntad externa. Más allá, atisbó una negra sombra agazapada entre los árboles. Al principio pensó que era el monje, pero su indumentaria era distinta; podía ver el reflejo carmesí de una gema engastada en la empuñadura de una espada. Permanecía en cuclillas y tenía las manos extendidas hacia Brigh, invitándola a acercarse. La luna iluminaba unos dedos sarmentosos y pálidos que se movían como pequeñas serpientes. Recordó entonces la advertencia de Ultán: «Hay un demonio».

La sombra susurraba incomprensibles palabras que volaban entre la arboleda con una cadencia hipnótica y sensual. Dana quiso llamar a Brigh, pero su garganta se había secado y apenas logró exhalar un gemido áspero. Presa de aquella atracción diabólica, la muchacha seguía avanzando. A su alrededor, Dana sentía el dolor del bosque, rebelándose contra esa fuerza maligna. Las lágrimas se deslizaron por su rostro, y sus piernas, entumecidas por el frío o paralizadas por una voluntad siniestra, no se movieron mientras veía impotente cómo Brigh se acercaba a aquellas manos huesudas.

Al poco, el susurro comenzó a embotar sus sentidos y anheló emprender ella también la lenta marcha a su encuentro, arrojarse en los poderosos brazos del hombre oscuro. Cuando un rayo de luna reveló su pálido rostro, se vio hechizada. En sus albos ojos atisbó una inesperada insinuación. Vio las vidas que había sesgado, las mujeres que había tomado, la crueldad y la pasión, el dolor y el éxtasis. Todo convergía en sus pupilas y deseó fluir por sus venas. El calor de imágenes turbadoras que jamás había imaginado la hizo estremecer. Fue consciente de su feminidad como nunca antes y paladeó como un dulce licor lo que su cuerpo podía proporcionarle.

—¡No eres bien recibido en este bosque! —gritó una voz imperiosa.

Dana dio un respingo y notó una fuerte punzada en la cabeza, como si la hubieran despertado de un sueño con demasiada brusquedad. Brigh se estremeció y gritó; sólo se hallaba a unos pasos de aquella maléfica silueta, que, de pronto, se levantó en toda su estatura. El ensalmo se había roto y Dana tomó conciencia del peligro que albergaba esa sombra.

—¡Brigh, aléjate!

—¡Ven! —le ordenó el hombre.

La muchacha dudó un instante, pero en ese momento los árboles se agitaron: una multitud se aproximaba.

—¡Finn! —exclamó Dana sintiendo un inmenso alivio.

La comunidad de druidas había percibido los lamentos de su amado bosque, al que estaban unidos con un vínculo profundo.

La sombra se escabulló al instante hacia la profundidad del robledal y algunos jóvenes habrían corrido tras ella de no ser porque tanto Finn como Eithne se opusieron con rotundidad; ellos eran los únicos que comprendían el peligro que encarnaba ese ser.

Dana les relató lo ocurrido desde que salieron de San Columbano. Nadie dijo nada respecto de la identidad del enigmático jinete; la sospecha que anidaba en su interior era cada vez más dolorosa… Sin embargo, ella sí sabía en las garras de quién habían estado a punto de caer al final…, recordaba perfectamente el miedo de Guibert al hablar de él.


Strigoi
apuntó Finn mientras se envolvía con su gruesa capa de lana.

Dana se sintió sucia. Cálidas corrientes fluían por las intimidades de su cuerpo y se maldijo.

Eithne se acercó a la muchacha, que miraba encandilada a los legendarios habitantes del robledal. No parecía tan afectada como el resto.

—Ha percibido la fuerza de Brigh —anunció Eithne con gravedad—. Casi logra encontrar una poderosa aliada.

—Deberíamos esconderla en el lugar más inaccesible —sugirió uno de los druidas.

Finn y Eithne se miraron sombríos.

—No hay rincón ni cueva que pueda contener su fulgor —concluyó la anciana pasando su mano por los lacios cabellos negros de la muchacha—. Se han mirado a los ojos… Ambos han quedado conectados por un sutil lazo.

—¡La defenderemos! —gritó con valentía uno de los aprendices.

La druidesa sonrió triste, consciente de que no eran capaces de comprender las implicaciones de ese encuentro fugaz entre Vlad Radú y Brigh.

—Ese demonio no le causará ningún daño, y eso es precisamente lo que más temo.

Capítulo 68

Brian levantó la cabeza mientras susurraba una oración. Esa noche no asistiría al rezo de completas, pero necesitaba la protección de Dios más que nunca. Contempló el perfil de la fortaleza de Cormac iluminado por la mortecina claridad lunar. Había recorrido el recóndito Sendero de las Brumas y luego había cruzado Mothair con el mayor de los sigilos. El temor de encontrarse con Vlad Radú le había acompañado durante todo el trayecto; en lo más hondo de su ser sabía que aquel encuentro, aunque no se había producido, era inexorable.

En la soledad del páramo que se extendía ante la fortaleza pensó en Dana, en la decepción que llevaba escrita en sus ojos. Al día siguiente viajaría con Eber hacia la isla de Rathlin en busca de su hijo, y al menos una parte de su corazón saltaría pronto de felicidad. Él, en cambio, si esa noche fracasaba, seguiría envuelto en brumas. Se aferró a la esperanza de que en algún lugar del castillo de Cormac acabaría todo. La luz disiparía su secreto por fin.

—Así que al final vas a entrar…

Dio un respingo y se volvió aferrando la empuñadura de su espada aún envainada. En cuanto vio el hábito oscuro, su cuerpo se relajó. Sólo el hermano Michel podría haberlo seguido con tal sigilo que ni su instinto entrenado de rastreador había logrado descubrirlo. Ambos se ocultaron bajo las sombras del muro para evitar que los vieran desde las aspilleras.

—Así es —musitó Brian, lacónico. Era inútil enzarzarse en una nueva discusión.

—En ese caso no debes estar solo —dijo Michel, cansado de luchar contra la obstinación del abad—. Supongo que todo confluye aquí. He de reconocer que yo haría lo mismo en tus circunstancias. —Al acercarse, Brian vislumbró su expresión de amargura bajo la capucha—. Lo único que lamento es que el destino se está engarzando de un modo siniestro para facilitarle las cosas a Vlad.

El abad asintió pensativo.

—Deberíais regresar al monasterio y proteger el Códice de San Columcille.

—¡No! —replicó Michel con firmeza—. El libro ya está oculto en la región superior de la biblioteca, en la Jerusalén celeste. La cámara ha sido sellada y confío en que nadie ajeno al monasterio logre detectar su existencia. Que Dios proteja a nuestros hermanos si es ésa su voluntad. Es hora de que esto termine… —concluyó con aspecto cansado—. ¿Sabes por dónde entrar?

Pegados al muro, avanzaron con cautela y rodearon la fortaleza hasta el barranco. El hedor los obligó a protegerse la nariz con la manga del hábito. Michel asintió en silencio, conocía lo sucedido en aquel lugar.

—Yo vigilaré el acceso para cubrirte la retirada. Que Dios te guarde.

Brian cogió al otro por los codos y lo miró con profundo agradecimiento. Acto seguido, el abad saltó por la pendiente y se acercó hasta la negra abertura que comunicaba con las cocinas. Recordó con horror el rostro hinchado y mutilado de Deirdre. Demasiadas almas clamaban justicia. Su plan era desesperado, pero tras el ataque fallido de los vikingos, los hechos se precipitarían en San Columbano. Si finalmente la comunidad tenía que abandonar aquella tierra, jamás podría conocer la verdad.

Asfixiado por el olor a podredumbre y conteniendo las náuseas, alcanzó la portezuela que comunicaba con las cocinas. Sabía que sólo tenía una oportunidad; no podía desperdiciarla. Pensó en la cocinera, en Donovan y en otros muertos cuyos rostros no tenían rasgos en su mente, sintió que la fuerza de sus espíritus le acompañaba, pidió perdón a Dios y, de un empujón, abrió la madera putrefacta que bloqueaba la entrada. Se fió de su instinto y, en cuanto intuyó un leve movimiento entre las sombras, sin detenerse a apuntar, descargó la pequeña ballesta que llevaba asida a su brazo. Un cuerpo cayó al suelo. El ataque había resultado certero: la ponzoña actuó con rapidez y el soldado dormiría durante un buen rato.

Se levantó y, en la oscuridad de la estancia, estudió cada una de las puertas recordando las dos veces que había estado en la fortaleza. No sabía el lugar exacto, pero sería en los aposentos privados del monarca. Sin demora, arrastró al soldado hacia un rincón y se quitó el hábito.

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