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Authors: Juan Francisco Ferrándiz

Tags: #Histórico, Relato

Las horas oscuras (55 page)

BOOK: Las horas oscuras
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Dana, sorprendida, levantó la cabeza. Esos escritos hablaban de las tribulaciones del final de los tiempos, una siniestra coincidencia. Se arrebujó en la capa, pues el frío le había calado hasta los huesos, y acercó más la lámpara para leer el último fragmento del escrito.

Llevarnos aquel saber era lo único que deseábamos, y el régulo de Petra no se opuso a que cargáramos las ánforas, de nuevo selladas, en nuestras alforjas. De hecho, le pareció un extraordinario negocio cambiar aquellos rollos por unos puñados de monedas y se mofaba de nuestra falta de habilidad comercial.

Mientras copiábamos con esmero los textos, celebramos los funerales de nuestro querido hermano Juan, mártir del Espíritu de Casiodoro, y depositamos su cuerpo en el nicho inviolado. Allí reposará su cuerpo hasta que Dios, en su infinita bondad, lo levante revestido de carne inmortal para acudir a su presencia.

Aún permanecimos dos días más en Petra, durante los cuales vivimos hechos extraordinarios que no narraré, pero llegamos a saber que, según una vieja leyenda, oculto en la fachada de uno de los templos existe un tesoro de ingentes riquezas. Eso explicaba que los beduinos lanzaran sin descanso grandes piedras contra un pináculo inaccesible: tenían la esperanza de que en cualquier momento se abriría una grieta por la que verían refulgir el oro.

Pero no son los bienes terrenales los que mueven nuestra alma. Colmados nuestros deseos y dichosos por haber admirado la perdida Petra, nos disponíamos a enfilar la estrecha garganta cuando nos topamos con un grupo de beduinos que, al vernos, mostraron gran alborozo. Eran parientes de los que habitaban la ciudad, y a través de los guías habían averiguado nuestro destino. Portaban un mensaje para mí. La recompensa por entregármelo y la promesa de un pago generoso había sido tal que no se demoraron en enjaezar sus camellos e internarse por el desierto siguiendo nuestras huellas.

Detrás de aquel encuentro veo la bondadosa mano de la Divina Providencia, que parecía premiar mi sacrificio tras tantos miles de millas de viaje; las cicatrices que cubrían mi piel, las fiebres, las picaduras de escorpiones y serpientes, los azotes durante los amargos días de cautiverio en Sumatra y Corfú, y otros tantos suplicios descritos en otras partes de esta crónica, todo quedó olvidado en cuanto reconocí la oronda letra usada en mi patria y el grácil pulso de mi amada esposa Gwid. Por eso, antes de comenzar a leer, las lágrimas cargadas de nostalgia recorrían ya mi rostro reseco. La nota era concisa y clara, como el alma pura de quien empuñó la pluma. Había sido escrita muchos meses antes, exactamente doce, pues quince eran los que llevaba alejado de su cálido regazo.

Di gracias a Dios y a él me encomendé para tener un rápido y venturoso regreso. Si así lo había dispuesto finalmente el Altísimo, un niño de tres meses rezongaba inquieto muy lejos de allí, solicitando el pecho fértil de su madre a la espera de sentir cerca el aliento de su padre.

Mi primogénito había nacido.

Capítulo 65

Dana dejó el escrito en su regazo y levantó la cabeza lentamente. Tenía la mirada perdida. Su corazón latía tan fuerte que le zumbaban los oídos. No tenía derecho a recriminar nada, pero sentía que una fría aguja de hierro se le había clavado en el pecho. Una oleada de cólera y frustración la invadió mientras maldecía su ingenuidad. Muchos monjes vivían fieles a Dios y en santo matrimonio con sus esposas, educaban en el Evangelio a su prole sin por ello desatender el voto monacal. Brian había renunciado a Dana, y Dana a él, había aceptado sus votos de benedictino, su responsabilidad con los
frates
. Creía que así debía ser con un monje no irlandés, pero él se había entregado a otra en el pasado. Todo lo que a ella se le había negado —sus ojos tiernos, sus cálidas manos, su pasión, su bondad— había pertenecido a otra mujer.

Brian la había rescatado del lóbrego pozo sin confesiones ni promesas, siempre envuelto en misterio, callando la causa de sus silencios, siempre con vagas alusiones a un secreto oculto cuando los sentimientos afloraban. Se sentía rechazada. Con ella no había tomado el sendero que había hollado antes, hasta el extremo de tener un hijo. Cada palabra de la última parte de la crónica destilaba un profundo amor. El que ella deseaba. Se arrepintió de haber dejado abiertas las puertas de su alma.

Luchó por no llorar y fracasó. Se guardó el legajo en la túnica; lo guardaría de nuevo donde debía estar. Al leerlo, había violado el secreto del abad y se había herido a sí misma profundamente.

Descendía de la torre cuando Eber la llamó y se acercó con una amplia sonrisa.

—¡Brian me ha autorizado a acompañarte hasta la isla de Rathlin! El viaje durará algunos días, iremos bordeando la costa.

Dana se esforzó por centrarse en Calhan, en su rostro abotargado de recién nacido, el único recuerdo que conservaba de él, aunque tan vívido como si lo hubiera contemplado esa misma mañana. La esperanza de recuperarlo era su único asidero, pero aun así su rostro no irradió la alegría que debiera haber acompañado a la noticia y el monje la miró extrañado.

—Dana, ¿te encuentras bien?

—Sí, sí…, sólo estoy cansada… —Intentó disimular su desasosiego—. ¿Cuándo saldremos?

—¡Mañana mismo! Tras el rezo de laudes, partiremos para cruzar los roquedales de El Burren hasta Galway, donde buscaremos una embarcación. No es buena época para navegar, y Rathlin está en el extremo norte de Irlanda, pero si la Providencia nos regala buen tiempo, en pocos días avistaremos su contorno. A Osgar no se le permitió salir de aquí hasta que dio señas precisas de dónde se ubicaba la granja del llamado Oswio. —Sonrió abiertamente—. Recemos, hermana; pronto podrás abrazar a tu hijo. Estoy seguro de que llegaremos a un acuerdo con el criador de cerdos.

Dana lo miró emocionada y agradecida, pero no tenía fuerzas para mostrarse efusiva. El monje no quiso indagar.

—Si partimos mañana, esta noche llevaré a Brigh con los druidas —dijo ella.

—Es lo mejor. Esa niña necesita guías para aprender a controlar su capacidad. Tú podrías cuidar su cuerpo, pero es su alma la que precisa protección y tutela. —En comentarios como ése dejaba traslucir el espíritu irlandés que a ella tanto la reconfortaba—. Los druidas sabrán guiarla.

Dana asintió, comprendía perfectamente a qué se refería Eber.

—Antes quisiera hablar con Brian —dijo en tono amargo.

El monje se puso serio.

—Tal vez no sea buena idea…

Dana lo miró intrigada, y él sintió que debía explicarse.

—El encuentro con Osgar lo ha trastornado profundamente. —Sus labios traicionaban lo que no debía revelar—. Brian es fuerte, ha superado las duras pruebas que Dios le ha puesto delante: batallas, viajes, cautiverios, oscuros secretos… Sin embargo esta vez parece superado por algo que le retuerce el alma.

—Pero ¿qué ocurre? —preguntó ella con sentimientos encontrados. Al deseo inicial de alejarse de Brian se anteponía el anhelo de conocer el resto de su historia.

—Sólo Michel conoce la respuesta, pero está atado por el sacramento de la confesión, y aunque no fuera así probablemente tampoco lo diría.

—Creía que los monjes no teníais secretos…

—Así era —replicó el monje—. Tal vez San Columbano se pierda por segunda vez. Siempre pensé que la remota Irlanda era el rincón del orbe adecuado para preservar la biblioteca, por eso aplaudí la iniciativa de Brian de venir aquí. Pero ahora comprendo que me equivoqué.

—¿Fue él quien propuso venir a Clare?

—Era como si conociera este lugar. —El monje respiró hondo y logró que un leve brillo de ánimo regresara a sus azuladas pupilas—. Pero eso ahora ya no importa. Tú tienes que resolver tu propia vida. Intentaremos comprar el rescate de Calhan y confiaremos en que Dios proteja el monasterio. ¡Pronto tendrás una familia a la que cuidar!

Capítulo 66

Dana y Brigh caminaban en silencio por el sendero que descendía hasta el portón de la muralla. A mitad de camino, Adelmo las saludó con su sonrisa de siempre. Su rostro mostraba una larga herida que no menguaba en nada su atractivo.

—Tal vez no sea prudente que os marchéis tan tarde…

—Conozco bien los caminos del bosque —alegó Dana devolviéndole la sonrisa—. En dos horas estaré de regreso. —Puso una mano sobre el hombro de la adormilada Brigh—. Eithne cuidará de ella hasta mi regreso.

El veneciano se inclinó y tomó la barbilla de la muchacha. Se había hecho un hueco en el corazón de los monjes.

—Esas ágiles piernas no paran de deambular, pero recuerda que el bosque es peligroso.

—¿Más que el monasterio? —replicó Brigh como despertando.

Adelmo la miró sorprendido y no pudo evitar soltar una risotada.

—¡Te echaremos de menos, nos habíamos acostumbrado a tu vitalidad!

Se dirigieron juntos hacia el pórtico. El veneciano hablaba sin parar, animado ante la perspectiva de que encontraran a Calhan; de buen grado los habría acompañado, pero la situación con los obreros requería su presencia. Antes de llegar a la puerta, unas voces lejanas interrumpieron la conversación.

Dentro de la iglesia, ajenos a quienes pudieran escucharlos más allá de aquellos muros, Michel y Brian mantenían una acalorada discusión.

—¡Cálmate, Brian! —gritó Michel mientras el otro deambulaba por el templo como una fiera encerrada—. ¡Ahora más que nunca debes serenarte!

El abad se detuvo en seco y se volvió hacia el viejo monje.

—¡He esperado mucho tiempo para conocer la verdad! —replicó—. ¡Sabía que lo ocurrido al hijo de Dana no podía ser algo aislado ni casual!

—¡Hay un tiempo para todo!

—Michel, mi corazón lleva años sosegado, en paz con el mundo, pero tengo una cuenta pendiente y debo saldarla. —Entonces señaló la talla de la Virgen y dijo en voz baja—: El manuscrito de Petra no está ahí, lo que significa que hay cosas que Dana ya sabe y que…

—¡Una mujer no puede guardar ese secreto! —le cortó Michel—. ¡Lo que ocurrirá, si llega a saberse, tendrá consecuencias imprevisibles no sólo para San Columbano! ¡Recuerda tu promesa, nos debemos sólo al Espíritu de Casiodoro!

Brian se pasó las manos por el rostro. Había aprendido a confiar en la estrategia y las previsiones del
frate
Michel. Como siempre, su prodigiosa astucia había valorado todos los derroteros en que la situación podía derivar, pero el interrogatorio de Osgar había desatado una tempestad incontenible en su interior.

—¡Tiene derecho! —espetó vehemente—. En realidad, ¡todos tienen derecho!

—¡Brian, escucha!

—Que Dios me perdone, Michel —se lamentó el abad con voz entrecortada, apenas reconocible.

—Sólo te pido tiempo. ¡Reflexiona! La justicia proviene de las alturas, la que forzamos los mortales sólo es una sombra deforme. Tu alma emponzoñada…

—¡Sé que estoy envenenado, pero no voy a detenerme, ya no! —musitó con voz ahogada por la amargura—. Si consideráis que así debe ser, renunciaré a mi cargo en el monasterio.

Dejando a Michel con la palabra en la boca, Brian abandonó la iglesia. En el exterior, escrutó la oscuridad de la noche y la luz lejana del candil de Adelmo le permitió ver a Dana y a Brigh junto a la muralla.

Brigh asió la mano de Dana.

—Siento su dolor… —dijo sobrecogida, observando al abad acercarse.

En ese momento la figura estilizada de Michel se recortó en la puerta de la iglesia.

—¿Adónde vas? —gritó a Brian, que ya había cubierto la mitad de la distancia.

Entonces el abad se detuvo y miró a Dana. Sabía que había leído el manuscrito que relataba el viaje a Petra, y él debía explicarle la verdad, pero tal vez Michel tenía razón… Aún no era el momento, antes tenía que hacer algo y, si tenía éxito, cada una de sus palabras se vería sustentada por pruebas. Aunque la oscuridad impedía ver los iris azules de la mujer, podía sentir la herida que supuraba su alma. Sintiendo él también un dolor lacerante, se obligó a dejar que la herida sangrara un poco más, sólo lo necesario para concluir su cruzada. Luego se encomendaría al Altísimo y trataría de recuperarla, pues ya no era digno de ser el abad de aquel monasterio.

—¡A concluir algo que empezó hace demasiado tiempo! —respondió.

—¡Espera! —gritó Michel, sin importarle que Adelmo, Dana y Brigh fueran mudos testigos de aquella disputa—. ¡La ira te ciega y te hace vulnerable! ¡Cometerás un error y lo lamentaremos todos!

Entonces Brian se cubrió la cabeza con la capucha, dio media vuelta y se dirigió hacia las celdas, al fondo del claustro. Antes de que las sombras del hábito lo cubrieran, un tenue reflejo de la luna se derramó sobre su faz. Dana se estremeció: el odio deformaba sus bellas facciones. Sintió miedo y a punto estuvo de echar a correr hacia él.

—¡Que el Altísimo os proteja! —dijo Adelmo invitándolas a salir.

—¿Qué va a pasar, Adelmo?

—Vete ya, Dana. Aleja a Brigh y regresa mañana para el viaje con Eber. Pronto verás a tu hijo, el resto ahora no importa.

La mujer suspiró y, con los ojos empañados y el corazón herido, apretó el paso hacia las tinieblas.

Capítulo 67

La argéntea claridad de la luna llena, propicia para secretos rituales en el corazón de los antiguos bosques de la isla, iluminaba el monasterio a sus espaldas. Brigh tiritaba; la noche era fría, pero sus labios no profirieron queja alguna.

—En el bosque vivirás bien —le repetía Dana—. Los druidas son sabios y afables, conocen raíces, bayas y setas comestibles con las que condimentan los asados de liebre y de ave, que cazan con habilidad. Olvidarás lo que es el hambre.

Pensaba que tal vez la paz de aquel santuario natural lograría templar el alma de la muchacha y la ayudaría a controlar la puerta que la unía con el otro mundo. A causa de ese don, del que no lograría desprenderse jamás, se convertiría en una respetada profetisa en los escasos reductos paganos que quedaban en la isla o acabaría ardiendo en alguna pira de fuego purificador, tal y como hacían en el continente.

Antes de abandonar el camino y penetrar en la negra espesura se dio cuenta de que el silencio del bosque era demasiado espeso y tenso. De pronto Brigh se quedó rígida y sus piernas se negaron a avanzar.

—Vamos, vamos… —le rogó Dana.

Cientos de sombras extrañas las rodeaban, pero Dana había vivido años en el robledal y ninguna de ellas le resultaba ajena ni hostil, sin embargo un hormigueo en la nuca le anunció que no estaban solas.

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