—Yo solía llevar una en mi vestido. Pero tampoco me sirvió de nada.
Rosalind, aún con dudas, me miró a mí. Yo asentí con la cabeza, al tiempo que indicaba:
—En estos sitios no gusta mucho la insistencia en la verdadera imagen. Más bien es peligroso.
—En efecto —convino Sophie—. No es sólo una identificación, sino un desafío.
Rosalind, con evidente mala gana, empezó por fin a descoser la cruz.
—¿Y ahora qué? —pregunté por mi parte a Sophie—. ¿No crees que sería mejor alejarnos tanto como pudiéramos antes de que amanezca?
Mi amiga, ahora lavándose la chambra, movió negativamente la cabeza al tiempo que explicaba:
—No. En cuanto descubran el cadáver empezarán a buscaros. Pensarán que habéis sido vosotros los autores de su muerte y que os habéis metido en el bosque. Jamás se les ocurrirá buscaros aquí, claro. Pero no dejarán ningún rincón del bosque sin escudriñar.
—¿Quieres decir que debemos permanecer aquí? —insistí.
—Si —asintió—. Durante dos o quizás tres días. Entonces, cuando se hayan dado por vencidos, os sacaré de aquí.
Rosalind, que estaba ya terminando de descoser la cruz, preguntó pensativa:
—¿Por qué razón haces esto por nosotros?
En menos tiempo del que hubiera empleado con palabras, la expliqué lo de Sophie y el hombre araña. Sin embargo, no pareció quedar muy satisfecha. A la trémula luz, ella y Sophie siguieron mirándose fija y cuidadosamente.
Sophie metió la chambra de un golpe en el agua. Con mechones de oscuro pelo sobre sus senos desnudos y los ojos semicerrados, se dirigió lentamente hacia Rosalind:
—¡Maldita seas! —exclamó con rencor—. ¡Déjame en paz, maldita!
Rosalind se puso tensa, dispuesta a afrontar la situación. Yo me situé estratégicamente por si era necesario intervenir y ponerme entre las dos. La escena duró largos segundos.
Sophie, sin ningún recato, medio desnuda, en actitud peligrosa; Rosalind, con parte de la cruz descosida colgando de su vestido parduzco, su bronceado cabello brillando a la luz de la velas, sus finos rasgos desencajados, los ojos alerta. Por último, cedió la crisis y disminuyó la tensión. Aunque desapareció la violencia de los ojos de Sophie, no por eso se movió. Su boca se contrajo y ella tembló. Con dureza y amargura, volvió a hablar:
—¡Maldita seas! ¡Vamos, ríete de mí! ¡Dios maldiga tu agradable rostro! Ríete de mí porque yo si le quiero, ¡yo!
Soltó una carcajada extraña antes de añadir:
—¿Y de qué me sirve? ¡Oh, Dios! ¿De qué me sirve? Aunque él no te quisiera a ti, ¿qué podría darle yo?
Permaneció un instante inmóvil, de pie y con las manos cubriéndose la cara; luego se volvió y se arrojó sobre el mugriento petate.
Miramos hacia el oscuro rincón. A Sophie se le había caído un mocasín. Contemplé la marca característica de su pie con la huella de los seis dados. Dirigí mi vista hacia Rosalind. Sus ojos se encontraron con los míos, y vi en ellos arrepentimiento y horror. Se levantó instintivamente. Yo moví la cabeza en sentido negativo y ella, vacilando, se sentó de nuevo.
Los únicos sonidos de la cueva eran los desesperados y tristes sollozos de Sophie, y el plop-plop-plop de las gotas.
Petra, expectante, nos miró primero a nosotros, luego a la figura tendida en el catre, y después otra vez a nosotros. Como ninguno de nosotros se movió, decidió ella tomar la iniciativa. Se acercó al catre y se arrodilló junto a él. Con suavidad, puso una mano sobre el oscuro pelo.
—No llores —pidió—. Por favor, no llores.
Se produjo una repentina sacudida en el sollozo. Hubo una pausa; luego, un brazo moreno rodeó los hombros de Petra. El sonido se hizo menos angustioso…, ya no rompía el corazón, aunque si seguía causando dolor…
Me desperté de mala gana, rígido y frío por estar acostado sobre el duro suelo rocoso.
Casi inmediatamente se puso Michael en contacto:
—¿Piensas dormir todo el día?
Me incorporé y vi que por debajo de la cortina de pellejo entraba un poco de luz.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Supongo que alrededor de las ocho. Ya han transcurrido tres horas de luz y hemos librado incluso una batalla.
—¿Qué ha pasado? —quise saber.
—Como nos barruntábamos una emboscada, enviamos una avanzada de flanqueo. Se tropezó con la fuerza de reserva que apoyaría la emboscada. Por lo visto, creyeron que se trataba del grueso de nuestro ejército; bueno, el resultado fue una victoria a favor nuestro, con sólo dos o tres heridos como precio.
—¿Así que seguís avanzando?
—En efecto. Supongo que la gente de los Bordes se volverá a reunir en alguna otra parte, pero de momento se han desperdigado por ahí. No encontramos ninguna oposición.
Eso no era desde luego lo que deseábamos. Le expliqué nuestra situación y que ciertamente no había ninguna posibilidad de salir de la cueva a la luz del día sin ser vistos. Por otro lado, si nos quedábamos allí y tomaban el lugar, habría indudablemente una búsqueda, y nos encontrarían.
—¿Y qué pasa con los amigos de Petra, los de Tierra del Mar? ¿Creéis que podéis contar con ellos realmente?
Fue la propia amiga de mi hermana la que intervino molesta por las dudas de Michael.
—Podéis contar con nosotros.
—¿Sigue siendo el mismo el horario calculado? —preguntó Michael—. ¿Están seguros de que no se retrasarán?
—El mismo —afirmó ella—. Aproximadamente dentro de ocho horas y media.
Notamos de pronto que se desvanecía el tono ligeramente impertinente, y que proseguía sus pensamientos como amedrentada:
—Este es un país verdaderamente espantoso. Ya habíamos visto antes las Malas Tierras, pero ninguno de nosotros hubiera imaginado jamás nada tan terrible como lo que vemos ahora. Hay kilómetros y kilómetros de terreno como fundido y transformado en vidrio negro; no hay otra cosa sino el cristal semejante a un helado océano de tinta…; después, las extensiones de las Malas Tierras…; luego, otro desierto de vidrio negro. Y así a lo largo de kilómetros y kilómetros… ¿Qué pasó aquí? ¿Qué hicieron para crear tan espantoso lugar?… No es extraño que ninguno de nosotros viniera antes por aquí. Es como bordear el mundo para penetrar en los aledaños del infierno…; esto está más allá de toda esperanza, excluido a cualquier tipo de vida desde siempre… Pero ¿por qué?… ¿por qué?… ¿por qué?… Sabemos que el poder de los dioses estuvo en las manos de los niños; pero ¿estaban locos esos niños?, ¿todos ellos?… ¡Al cabo de los siglos las montañas siguen siendo ceniza y las llanuras cristal negro!… Es tan lúgubre…, tan lúgubre…; una demencia monstruosa… Es espantoso pensar en que toda una raza se volvió loca… Si no supiéramos que vosotros os encontráis en la otra parte, hubiéramos regresado a toda prisa…
Petra, con brusquedad y produciéndonos su característica angustia, no la dejó terminar. No sabíamos que estaba ya despierta. Aunque ignoraba si había captado todo desde el principio, era evidente que sí había recibido el pensamiento indicador de que nuestros amigos se hubieran vuelto atrás. Traté en seguida de apaciguarla, ayudado inmediatamente por la mujer de Tierra del Mar, que también la transmitió confianza. Cesó la alarma y Petra pudo controlarse. Por su parte, Michael preguntó:
—David, ¿qué pasa con Rachel?
Recordé su ansiedad de la noche anterior.
—Petra, guapa —le pedí—, la distancia nos impide a cualquiera de nosotros establecer contacto con Rachel. ¿Quieres tú hacerle una pregunta?
Mi hermana asintió.
—Queremos saber si se ha enterado de algo respecto a Mark desde la última vez que habló con Michael.
Petra trasladó la cuestión a Rachel. Luego movió negativamente la cabeza al tiempo que indicaba:
—No. No se ha enterado de nada. Creo que se siente muy desdichada. Quiere saber si Michael se encuentra bien.
—Comunícale que está perfectamente…, que todos nos encontramos muy bien. Dile que nos acordamos muchísimo de ella, y que estamos muy apesadumbrados porque se encuentra sola, pero que debe ser valiente… y prudente. No debe dar la impresión de que está preocupada.
—Dice que lo comprende —nos informó en seguida mi hermana—. Y que intentará mostrar un aspecto feliz.
Inmediatamente, Petra permaneció pensativa a lo largo de unos segundos. Después, en palabras, me confesó:
—Rachel tiene miedo. Llora por dentro. Quiere a Michael.
—¿Te lo ha manifestado ella así? —la pregunté.
—No —contestó meneando la cabeza—. Fue una especie de pensamiento reservado, pero yo lo vi.
—Será mejor que no comentemos nada —decidí—. Al fin y al cabo, no es asunto nuestro.
Los pensamientos reservados de una persona no significan nada en realidad para otras, por lo que debemos dar la impresión de no advertirlos.
—De acuerdo —convino mi hermana.
Confié en que todo fuera bien. Cuando volví a reflexionar sobre aquella cuestión, no estuve muy seguro de que me gustara eso de detectar los «pensamientos reservados».
Representaba una inquietud ante una exhibición no deseada…
Sophie se despertó unos minutos más tarde. Parecía tranquila y capaz otra vez, como si la tormenta de la noche pasada se hubiera desvanecido. Nos envió al fondo de la cueva y corrió la cortina para que entrara la luz del día. A continuación encendió el fuego. La mayor parte del humo salía por el tiro; el resto servía al menos para oscurecer el interior de la cueva de modo que resultaba imposible su observación desde fuera. Del contenido de dos o tres bolsas sacó unas cucharadas, las echó en una olla de hierro, le añadió agua y lo puso a cocer.
—Vigílalo —ordenó a Rosalind, antes de desaparecer por la escala abajo.
Alrededor de veinte minutos después apareció de nuevo su cabeza. Depositó un par de duros panes circulares sobre el borde de la cueva y terminó de subir los últimos peldaños.
Se acercó a la olla, movió su contenido y lo olfateó.
—¿Algún problema? —la pregunté.
—No respecto a vosotros —replicó—. Encontraron el cadáver. Creen que fuiste tú quien lo mató. Esta mañana, temprano, salieron a buscaros. Pero no han podido hacerlo minuciosamente, como hubiera sido de haber contado con más hombres. Sin embargo, existe ahora otras cosas que preocupan más. Los que fueron a la batalla regresan de dos en dos y de tres en tres. ¿Qué ha ocurrido? ¿Lo sabéis?
La informé de la emboscada y de su fracaso, así como de la consiguiente desaparición de resistencia.
—¿Qué distancia les separa ahora de nosotros? —quiso saber ella.
Se lo consulté a Michael.
—Por primera vez hemos salido a campo abierto, y nos hallamos en un terreno escabroso.
Se lo comuniqué a Sophie, quien asintió con la cabeza al decir:
—Tres horas, o quizás menos, hasta la orilla del río.
Con un cucharón sacó de la olla el potaje y lo distribuyó en sendas escudillas. Sabia mejor de lo que parecía. El pan era menos gustoso. Sophie rompió uno de los panes con una piedra, y para comerlo fue necesario humedecerlo antes. Petra refunfuñó diciendo que no era como la comida que teníamos en casa. Aquello por lo visto hizo que se acordara de algo. Sin advertir a nadie, preguntó:
—Michael, ¿está mi padre ahí?
Al pillarle desprevenido, capté su «sí» antes de que tuviera tiempo de refrenarse.
Miré a Petra con la esperanza de que no se hubiera dado cuenta de lo que eso implicaba. Afortunadamente, así era. Rosalind se puso la escudilla en el regazo y la observó con fijeza.
Resulta curioso que la sospecha aísle tan poco frente al choque del conocimiento.
Pude recordar la voz adoctrinante y despiadada de mi padre. Conocía la expresión que tendría su rostro, como cuando le vi hablar otras veces. Hice memoria de lo que dijo a tía Harriet: «Un niño… Un niño que… crecería para reproducirse, y al reproducirse extendería la contaminación a nuestro alrededor hasta lograr que no hubieran más que mutaciones y abominaciones. Eso es lo que ha ocurrido en lugares en donde ha sido débil la voluntad y la fe. Aquí eso no sucederá jamás».
Y la respuesta de tía Harriet: «¿Rezaré a Dios con el fin de que a este horrible mundo envíe caridad…?».
Pobre tía Harriet, la de las oraciones tan fútiles como sus esperanzas…
¡Un mundo en el que un padre participaba en una cacería semejante! ¿Qué clase de hombre era aquél?
Rosalind puso su mano en mi brazo. Sophie levantó la vista, y al ver mi cara cambió de expresión.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Rosalind se lo explicó. Sus ojos se dilataron horrorizados. Primero me miró a mí, luego a Petra y, por último, otra vez a mí. Aunque abrió la boca para hablar, bajó al fin los ojos sin pronunciar palabra. Yo observé también a mi hermana, después a Sophie, sus andrajos, la cueva en que nos hallábamos…
—La pureza… —comenté—. La voluntad del Señor. Honra a tu padre… ¿Se supone que yo debo perdonarle o matarle?
La respuesta me sobresaltó. Desconocía que mi pensamiento hubiera llegado tan lejos.
—Déjale —me indicó la rigurosa y característica forma de la mujer de Tierra del Mar—. Tu tarea es sobrevivir. Porque ni su especie, ni su tipo de pensamiento sobrevivirán mucho tiempo. Son la corona de la creación, han cumplido su ambición…, no les queda más que hacer. Pero la vida es cambio y en eso difiere de las piedras; el cambio es su misma naturaleza. ¿Quiénes son, pues, esos señores actuales de la creación, que esperan permanecer invariables? La forma viviente se expone al riesgo de desafiar la evolución; si no se adapta, es quebrantada. La idea del hombre acabado es la vanidad suprema, la imagen terminada es un mito sacrílego.
Como las veces anteriores, hizo una pausa como para reflexionar antes de añadir:
—El Viejo Pueblo provocó la tribulación y ésta los hizo pedazos. Tu padre y los de su clase son parte de esos pedazos. Sin saberlo se han convertido en historia. Siguen convencidos de que existe una forma última que defender. Pronto recibirán la estabilidad por la que tanto suspiran, y en la única manera posible: un lugar entre los fósiles…
Sus pensamientos finales habían sido menos ásperos y terminantes. Una corriente más bondadosa los había dulcificado un poco. Al continuar, lo hizo al estilo de los oráculos:
—Aunque hay seguridad en el pecho de una madre, tiene que existir un destete. Tanto para la madre como para el hijo, la consecución de independencia, el rompimiento de los vínculos es, como mínimo, un proceso sombrío. Pero es imprescindible, a pesar incluso de que a uno de ellos le siente mal. El cordón ya ha sido cortado en un extremo; sería absurdo que vosotros no lo cortarais también en el otro.