Gay Flower, detective muy privado

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Authors: PGarcía

Tags: #Intriga, Humor

BOOK: Gay Flower, detective muy privado
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Gaylor Rose "Gay R." Flower es investigador privado en Los Ángeles en los años 40.

Se define a si mismo como un hombre duro, limpio, elegante y puntual. Viste de punta en blanco: traje ligero color crema tostada, camisa blanca, corbata con dibujos de hierbabuena, zapatos a dos tonos... A causa de su belleza arrebatadora es perseguido por mujeres que sólo buscan seducirle, pero él casi siempre se resiste: no es gay sólo de nombre...

PGarcía

Gay Flower, detective muy privado

ePUB v1.2

evilZnake
19.08.12

Título original:
Gay Flower, detective muy privado

©1978, José García Martinez-Calín

©1978, Sedmay

Diseño/retoque portada: Preferido

Editor original: evilZnake

Corrección de erratas: othon_ot

ePub base v1.0

A Ray Chandler,

donde quiera que esté.

1

En la planta cuarta de los Sausalito Apartments de Yucca Avenue, Laurel Canyon, Los Ángeles, California, hay un largo pasillo con una alfombra tan desgastada como si sobre ella se hubieran entretenido desfilando en su retirada los diez mil de Jenofonte. A ambos lados pueden verse puertas que permiten la entrada a los negocios más variados. Es un edificio usado, que fue moderno en los años en que los cuartos de baño con bidé se convirtieron en el epítome del progreso. Al final del pasillo se halla una de esas puertas de cristal esmerilado con un letrero rococó anunciando:

GAYLOR R. FLOWER

INVESTIGACIONES PRIVADAS CRIMINALES.

Detrás se encuentra un antedespacho minúsculo, vacío, en espera de que un día marchen las cosas lo suficientemente bien como para pagar el sueldo de un secretario joven, esbelto y atractivo que lo ocupe (tipo Rudy Valentino sería mi ideal) y luego viene mi oficina, lo único montado con personalidad en toda la planta. Una puerta lateral lleva a una habitación tan minúscula como el antedespacho, con un catre, un frigorífico y algo que, con mucha imaginación, podría denominarse cocina.

Era una fría mañana de enero, cuando por el valle que cruza Hollywood se puede ver nieve en las altas montañas, cuando los comercios de pieles hacen su negocio y en Beverly Hills los jacarandaes aguardan la primavera. Aquella mañana, aunque entonces lo ignorara, los engranajes del Destino se pusieron en marcha para atraparme en una historia espeluznante de sexo y muerte, que se desarrollaría en tres etapas bien definidas jamás relacionadas entre sí por la Policía y que ha quedado en sus archivos recogida como el Misterio del Vampiro Seminal de Pasadena, tan sin resolver como la peripecia de Jack el Destripador en los de Scotland Yard.

Oficinas como la mía pueden aparecer vacías porque el director, el propietario, los agentes, la administración y los botones andan atareados por la calle, investigando; o rebosantes de personal, porque se aguarda a que el Teléfono o la Visita pongan en actividad la vasta maquinaria de su organización. Aquella mañana se encontraba en la segunda de las alternativas, como casi siempre: es decir, con el propietario, el director, los agentes y el chico de los recados (o sea, Gay Flower, servidor de ustedes) a la espera de que el Teléfono o la Visita dieran la voz de: "¡Acción!"; el Teléfono o la Visita que significarán Trabajo y Dólares para ir tirando.

Organizaciones ambiciosas de un solo individuo, como la mía, dependen sustancialmente de esos dos factores. También está el Correo, pero el correo suele traer facturas y reclamaciones de impagados más que el encargo de una investigación.

Estaba con los pies sobre la mesa y un libro en las manos, cuando sonó el teléfono. Dirigí la mirada hacia él en muda plegaria de que fuese una sonora voz masculina brindando el Trabajo y la Aventura para sacar de un grave aprieto a un muchacho en apuros. Dejé que sonara tres veces antes de descolgarlo.

—¿Míster Flowerrr...?

—Aguarde un minuto.

Una vez más la plegaria había quedado sin respuesta. Nada de muchachos. Se trataba de una voz de tía, tan ardiente como el siroco, solo que sin arena.

Una tía ardiente en la fría mañana invernal. En el Departamento de Plegarias la deberían tener tomada conmigo. Rara vez me escuchaban.

Cerré el tomo de Wilde (me pirra el viejo Óscar, tan delicado y sensible él), poniendo como señal la tarjeta de Lou Sommers, que me lo acababa de regalar como recuerdo del primer aniversario de nuestro encuentro; desplegué la boquilla telescópica de marfil finamente trabajado (regalo de Slim Hench, el día de la inauguración del "Dorian Gray", su club en Palos Verdes) y prendí un cigarrillo turco, dejando la cerilla en el cenicero de cristal tallado, una pocholada con que me obsequió Jimmy Hill, después de nuestra inolvidable semana en Acapulco; puse los pies en el suelo, recompuse la raya impecable de mis pantalones color frambuesa enloquecida, y sólo entonces volví al auricular.

—Hable.

—¿Míster Flowerrr...?

—Flower. Con una sola erre al final, por favor. El mismo, al aparato.

—Al
aparato,
al
aparato...
—repitió, ronca y equívoca, como si la imaginación se le desbocara por los senderos del Kama Sutra—. Ustedes, los detectives, tienen un modo de ir al grano que eriza.

—No sé qué quiere dar a entender, señora o señorita.

—Señora. Digo que pronuncia
aparato
de forma totalmente fálica y prometedora.

—Oiga: sin confundirse, que uno no es de esos.


Lo veremos...

Había tal fuego en aquellas dos simples palabras que por un instante consideré seriamente la posibilidad de acercarme al refrigerador a comprobar si se había derretido la mantequilla.

—¿Está usted libre? —preguntó la señora.

—Depende para qué... —repliqué, porque no me gusta comprometerme, y menos con tías que se ponen lascivas antes del aperitivo.

—Para un caso.

—Se lo advierto: nada de espionajes a maridos descarriados. Nada de divorcios. Es el lema de la casa.

Mentí. Flower coge lo que le echen, pero tiene sus principios y no le gustan las aspirantes a cliente que telefonean con aires de maníaca sexual.


Lo veremos...
—repitió arrastrando las palabras, repulsivamente segura de sí misma—. Estoy en una cabina, a cinco manzanas de su despacho. Dentro de poco le visitaré. Y, Míster Flower, se lo advierto: soy una mujer que resulta
terriblemente
persuasiva.

Colgó.

Reí hasta que se me saltaron las lágrimas. ¡A mí, con esas! Arreglé el pantalón para que no se me formaran rodilleras, que me ponen enfermo, y me dispuse a esperar, ya que no tenía mejor cosa que hacer.

Ahora vendría la Visita. No un joven tembloroso y asustado, sino una pájara con complejo de superioridad. Pues a lo mejor, mira, se llevaba una sorpresa.

Llegó diez minutos después.

Entró sin llamar.

Tenía las tres emes. Era
mórbida, maciza
y
millonaria.
Llevaba un visón que vendido a bajo precio habría servido para comprar Sausalito Apartments, sobrando dinero para obras de caridad. Avanzó hacia mi mesa, toda sexo flameante. Ni por un instante me miró al rostro, que lo tengo divino y no es por presumir, y si no pregunten a quien me conozca. Clavaba los ojos verdosos con chispitas amarillas, bajo mi cinturón. En la bragueta, para ser exactos.

Suspiré.

Siempre la misma canción. La historia se repite, en cada Visita. La vida de los detectives privados es así. Uno puede tomarla o dejarla, pero así es.

A través de las paredes del cuarto se filtraban los compases de
How i'd like to be with you in Bermuda
por Glenn Miller and his orchestra. Flossie Vagina, que usufructúa el apartamento vecino pone a Glenn Miller para acallar los chirridos del somier mientras trabaja. Podría poner aceite en el somier, pero prefiere poner a Mr. Miller en el pic-up porque le queda más melódico. Como si no supiera yo lo que está haciendo Flossie cuando Miller empieza a sonar. Como si no lo supiéramos todos los inquilinos, y Frank, el portero, y Sammie, el ascensorista. Flossie me repele. Es puro clítoris. Suele trabajar desde mediada la tarde, pero estábamos en enero, y en enero Flossie realiza su campaña de "oportunidades". Ofrece orgasmos a mitad de precio y el pic-up tiene a Miller a 45 r.p.m. desde las 9 a.m. hasta las 2 p.m. que es cuando Flossie hace un alto en el trabajo, se da una ducha y marcha al
drugstore
de la esquina a fortalecerse con un par de hamburguesas embadurnadas en salsa de tabasco.

Mientras Flossie sudaba el dólar, Triple M venía a mi encuentro. Fuera estaba la fría mañana invernal; dentro, Triple M, envuelta en visón, deslizándose como un incendio sensual sobre la moqueta salmón. Era alta, de cabellos trigueños cuidadosamente cortados en media melena, con las puntas partidas, que los peluqueros, como te descuides, lo destrozan todo. La boca carnosa se abría en una sonrisa obscena, haciendo brillar los incisivos grandes y voraces. Llevaba sobre la cabeza un gorrito de pelo de macho cabrío. No tenía más allá de veintidós años.

A mitad del camino se detuvo apoyando todo el peso del cuerpo en la pierna izquierda, al tiempo que adelantaba la otra rodilla. La mano, con estudiado ademán, agarrando los bordes del abrigo.

"Ya está —dije para mis adentros, resignado—. Ahora lo abre y aparece desnuda".

Pues me equivoqué. O era menos indecente, o todavía no juzgaba llegado el momento. Abrió el abrigo con brusquedad, exhibiendo lo que había dentro. Vestía un traje sastre gris, blusa de seda blanca, collar de ocho vueltas de perlas gordas como garbanzos de San Bernardino, medias color humo y zapatos de cocodrilo egipcio. La falda le llegaba justo a la rodilla y se ceñía de tal modo a los muslos llenos y poderosos, que me pregunté cómo se las arreglaba para moverse sin reventarla.

—Soy Mistress Connally —se presentó, sin dejar de sonreír a mi bragueta.

Tiró el visón, sobre una silla, de cualquier manera.

—La esposa de Teo Connally.

Dio un paso y se despojó de la chaqueta.

—El propietario de la Connally Oil Company.

Dio otro paso y arrojó las perlas al suelo como quien echa migas a las palomas.

—Está podrido de millones, pero con millones solamente no se complace a una mujer como yo.

Dio un tercer paso y se desabotonó la blusa hasta el ombligo, presumiendo de no usar sujetador.

—El muy bastardo no quiere darme el divorcio.

Dio el paso número cuatro, se arrancó el sombrerito de un manotazo y apoyó la parte delantera de los muslos contra mi escritorio Luis XV, comprado a Nick Mondale, que es un cielo y tiene virguerías en su tienda de antigüedades de Huntington Beach.

—Usted va a ayudarme, Míster Flower...

Su mirada era tan penetrante que producía la impresión de estar atravesándome el pantalón con Rayos X. Se inclinó sobre la mesa de tal guisa que un pecho tieso como un melón de tamaño mediano escapó de la blusa desabotonada como si, de pronto, acabase de escoger la libertad. Pegó con la teta en el florero del escritorio, y el florero y las rosas salmón entonando con la moqueta fueron a hacer puñetas.

—Vaya si me ayudará, muchacho —insistió sin dejar de sonreír, viciosa, a la bragueta.

Así inclinada, con una teta semioculta y la otra apuntando como una pistola, como mi bragueta no le contestaba, lanzó los dedos ávidos con la intención de aflojar la correa y bajarme los pantalones.

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