Las crisálidas (21 page)

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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

BOOK: Las crisálidas
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Michael soltó el equivalente a un «¡Puf!» cuando Petra redujo la intensidad del contacto, exclamación a la que la niña replicó con un «¡Cállate!» parejo al anterior. Se produjo una pausa, y después otro breve intermedio deslumbrante. Al desvanecerse, Michael quiso saber:

—¿Dónde está?

—Por allí —respondió Petra.

—Por amor del cielo…

—Está señalando al sudoeste —le expliqué.

—¿Le has preguntado el nombre del sitio donde está, guapa? —medió Rosalind.

—Sí —contestó mi hermana con palabras que se oscurecieron al añadir—, pero no ha significado nada para mí; lo único que he entendido es que consta de dos partes y de mucha agua. Por otro lado, ella tampoco ha comprendido dónde estoy yo.

—Dila que te lo describa en forma de letras —sugirió Rosalind.

—Pero yo no sé leer las letras —objetó Petra sollozante.

—¡Oh, querida, qué torpeza la mía! —exclamó Rosalind—. Vamos a hacer una cosa. Yo te doy una por una las formas de las letras, y tú se las transmites a ella con el pensamiento. ¿Qué te parece?

Petra, vacilante, estuvo de acuerdo en probar.

—Bien —comentó Rosalind—. ¡Atentos todos! Establecemos contacto de nuevo.

Formó una «L», que Petra reprodujo con fuerza devastadora. Rosalind continuó con una «A», etc., hasta completar la palabra. Petra nos informó:

—Ella lo entiende, pero no sabe dónde está Labrador. Dice que intentará descubrirlo.

Ha querido enviarnos la descripción de sus letras, pero la he contestado que no va a resultar.

—Claro que va a resultar, guapa. Tú las recibes de ella y luego nos las muestras a nosotros… sólo que suavemente, para que podamos leerlas.

En seguida recibimos la primera. Era una «Z». Nos sentimos chasqueados.

—¿Qué sitio es ese de la tierra? —preguntaron a una todos.

—Ha debido equivocarse —decidió Michael—. Tiene que ser una «S».

—No es una «S» —replicó Petra llorosa—. Es una «Z».

—No te preocupes —la tranquilizó Rosalind—. Tú sigue.

Quedó completado el resto de la palabra.

—Bueno, las demás letras son adecuadas —admitió Michael—. Tiene que ser Sealand…

—No es una «S» —repitió obstinadamente Petra—. Es una «Z».

—Pero, guapa, con «Z» no significa nada. Sin embargo, Sealand quiere decir sin duda una tierra en el mar.

—Si eso os sirve de algo… —dudé—. Según mi tío Axel, hay mucho más mar de lo que nadie piensa.

En aquel momento, la conversación de tono indignado que Petra reanudó con la desconocida lo eclipsó todo. Al final anunció triunfalmente:

—Es una «Z». Dice que es distinta de la «S», que suena como el zumbido de una abeja.

—De acuerdo —concilió Michael—. Pero pregúntala si hay mucha cantidad de mar.

Mi hermana no tardó mucho en contestar:

—Sí. Hay dos partes de tierra con grandes cantidades de agua a su alrededor. Desde donde está ella se ve el sol brillando sobre el mar a lo largo de kilómetros y kilómetros, y todo es azul…

—¿En plena noche? —observó Michael—. Está loca.

—Es que donde está ella no es de noche —replicó Petra—. Me lo ha mostrado. Se trata de un lugar con muchas, muchísimas casas diferentes de las de Waknuk, pues son bastante más grandes. Y por las carreteras circulan un montón de carruajes muy divertidos, sin caballos. Y por el aire hay unos objetos con cosas muy curiosas encima…

Sentí como una sacudida al reconocer en lo que describía el cuadro de mis sueños infantiles que casi había yo olvidado. Intervine para repetir la descripción con más claridad que Petra: un objeto en forma de pez, todo blanco y brillante.

—Si, eso es —asintió mi hermana.

—Hay algo muy raro en todo esto —medió Michael—. David, ¿cómo demonios sabías tú…?

No le dejé terminar.

—Permite que Petra obtenga ahora todo lo que pueda —le sugerí—. Ya hablaremos de lo otro después.

Nuevamente hicimos cuanto nos fue posible para levantar una barrera entre nosotros y el aparente intercambio unilateral que mi hermana dirigía excitadísima.

Avanzamos lentamente a través del bosque. La misma preocupación que sentíamos por no dejar huellas en caminos y veredas nos impedía progresar de modo ostensible.

Además de llevar los arcos dispuestos para su utilización inmediata, teníamos que ir con cuidado a fin de que no se nos cayeran de las manos y agacharnos mucho para no tropezar con las colgantes ramas. Aunque el riesgo de encontrarnos alguna partida no era excesivo, si que había posibilidades de que nos saliera al paso alguna alimaña. Por fortuna, las veces que vimos estos animales fueron siempre en huida. Quizás les amedrentara el tamaño de los caballos gigantes; pensamos que si era así, contábamos al menos con una ventaja frente a la reconocible huella que íbamos dejando.

En aquella zona no son muy largas las noches de verano. Marchábamos sin parar hasta que empezaba a amanecer, y luego buscábamos algún claro para descansar. De haber desensillado las caballerías, hubiéramos corrido un gran riesgo; para levantar las pesadísimas sillas y cuévanos hubiéramos tenido necesidad de utilizar una especie de polea colgada de una rama, lo que hubiera eliminado cualquier probabilidad de una rápida escapada. Nos limitábamos, pues, a trabar los caballos como anteriormente.

Mientras comíamos hablé a Petra de las cosas que la había mostrado su amiga.

Cuanto más me contaba, más me excitaba yo. Todo era casi idéntico a lo que yo había visto en mis sueños de pequeño. El conocimiento de que aquel sitio existía de verdad representó como una súbita inspiración, ya que eso suponía que mis sueños no habían sido simplemente sobre el Viejo Pueblo, sino que eran una realidad ahora y estaban en alguna parte del mundo. Sin embargo, como Petra estaba cansada no quise interrogaría con la intensidad que yo hubiera deseado, y dejé que ella y Rosalind se acostaran.

Acababa prácticamente de salir el sol, cuando Michael se puso en contacto de modo agitado.

—Han descubierto vuestro rastro, David. El perro de aquel hombre que mató Rosalind ha encontrado su cuerpo, y van tras las huellas de los grandes caballos. Nuestra cuadrilla se dirige ahora hacia el sudoeste para participar en la caza. Mejor será que aligeréis.

¿Dónde estáis?

Todo cuanto pude decirle fue que calculábamos estar a pocos kilómetros de Tierra Agreste.

—Entonces poneos en marcha —me aconsejó—. Cuanto más tardéis, más tiempo tendrán para adelantar una partida que os corte el paso.

Me pareció una advertencia saludable. Desperté a Rosalind y la expliqué la situación.

Diez minutos después estábamos de nuevo en camino, con Petra todavía medio dormida.

Cogimos más velocidad que cuando teníamos que ir ocultos, echamos por la primera senda que encontramos hacia el sur y urgimos a los caballos para que alcanzaran un pesado trote.

El camino serpenteaba de acuerdo con las irregularidades del terreno, pero su rumbo general era exacto. Después de continuar por él a lo largo de casi veinte kilómetros sin tropezarnos con ningún obstáculo, al doblar una curva nos dimos de cara con un jinete que se hallaba de nosotros a unos cincuenta metros.

Por lo visto, el hombre no dudó un momento de nuestra identidad, porque en cuanto nos vio soltó las riendas y echó mano del arco que llevaba colgado al hombro. No obstante, nosotros efectuamos nuestros disparos mientras él colocaba aún una saeta en la cuerda.

Sin embargo, como no estábamos familiarizados con el movimiento del enorme animal, nuestras flechas marraron mucho el blanco. Él lo hizo mejor, pues su saeta, aunque pasó por entre medias de nosotros, desolló antes la cabeza de nuestro caballo. Yo volví a fallar de nuevo, pero el segundo disparo de Rosalind se clavó en el pecho de la cabalgadura de nuestro enemigo. El animal levantó las manos desequilibrando casi al hombre, dio media vuelta y se alejó de nosotros como una centella. Yo le disparé otra flecha que se le clavó en el anca. Del brinco que pegó, el jinete salió lanzado para ir a caer entre los arbustos, en tanto que el caballo iniciaba una loca carrera por el camino que había venido.

Pasamos junto al hombre caído sin mirarle. Por su parte, al ver acercarse los enormes cascos de nuestras cabalgaduras se echó a un lado, consiguiendo no ser pisoteado en la cabeza por unos centímetros de distancia. Cuando nos volvimos a observarle se hallaba sentado y examinándose las magulladuras. Pero lo menos satisfactorio del incidente era la existencia ahora de un caballo herido y sin jinete que iría provocando la alarma delante de nosotros.

Unos tres kilómetros más allá se acabó bruscamente el bosque, y nos encontramos frente a un valle estrecho y cultivado. Hasta alcanzar el comienzo de nuevo de los árboles en la otra parte habría unos dos kilómetros y medio de espacio abierto. La mayoría del terreno estaba dedicado a pastos, y detrás de cercas y talanqueras vimos ovejas y vacas.

A nuestra izquierda teníamos uno de los pocos campos sembrados que había. Las jóvenes plantas parecían ser de avena, pero eran tan aberrantes que en nuestra casa hubieran sido quemadas mucho tiempo atrás.

Su visión nos alentó, por cuanto sólo podía significar que habíamos llegado casi a Tierra Agreste, país en donde no era necesario mantener pura la estirpe.

El camino nos condujo a una suave cuesta que bajaba hasta una granja, cuyo aspecto era poco mejor que un apiñamiento de cabañas y barracas. En el claro que entre éstas servía de patio vimos cuatro o cinco mujeres que, junto a un par de hombres, rodeaban un caballo. Como lo estaban examinando, dudamos poco qué caballo era. Evidentemente, el bruto acababa sólo de llegar porque estaban discutiendo sobre él. Decidimos continuar nuestra marcha sin darles tiempo a coger las armas y salir en nuestra persecución.

Tan absortos estaban en la inspección del animal, que recorrimos la mitad de la distancia desde los árboles sin que ninguno de ellos nos notara. En aquel momento uno levantó la vista y los otros se volvieron también a mirarnos. Como nunca antes habían visto un caballo gigante, la contemplación de dos aproximándoseles a medio galope con ruidos semejantes a truenos les sobresaltó momentáneamente. Pero fue el caballo examinado el que cortó la escena inmóvil y silenciosa, porque se levantó sobre sus patas, pegó un par de relinchos y apretó a correr con la misma celeridad anterior.

No hubo necesidad de disparar. Todo el grupo desapareció tras los refugios de diversas puertas, y nosotros pudimos atravesar su patio sin molestias.

Aunque el camino torcía hacia la izquierda, Rosalind mantuvo en línea recta la marcha del animal hasta alcanzar la siguiente extensión boscosa. Las talanqueras saltaron a nuestro paso como ramitas, y después de nuestro pesado medio galope a través de los campos dejamos atrás un rastro de cercas rotas.

Al llegar a los primeros árboles volví la cabeza. La gente de la granja había abandonado sus refugios y se encontraba mirándonos y gesticulando en nuestra dirección.

Cinco o seis kilómetros más adelante salimos de nuevo a campo abierto, pero éste no se asemejaba en nada a las regiones que habíamos visto hasta entonces. Estaba plagado de matojos, helechos y espinos. La mayor parte de la hierba era ordinaria y de grandes hojas: en algunos sitios tenía aspecto monstruoso, pues había desarrollado gigantescas bases de donde salían delgadísimos tallos de dos metros y medio o tres de alto.

Serpenteamos entre los arbustos manteniendo generalmente la dirección sudoeste a lo largo de un par de horas más. Luego penetramos en un soto de árboles raros, pero de parejo tamaño. Parecía ser un buen escondite, y en el interior encontramos varios claros en donde crecía una hierba más común que consideramos como apropiado forraje.

Decidimos descansar y dormir un rato.

Después de que yo trabara los caballos y Rosalind extendiera las mantas, nos pusimos a comer hambrientos. Todo transcurrió tranquilo hasta que Petra, con una de sus clásicas comunicaciones bruscas, me hizo morder la lengua.

Por su lado, Rosalind apretó los párpados y se llevó una mano a las sienes al protestar:

—¡Por amor del cielo, niña!

—Lo siento —se disculpó mi hermana—. Lo había olvidado.

Se sentó con la cabeza inclinada durante un minuto. Luego nos hizo saber:

—Quiere hablar con uno de vosotros. Dice que tratéis todos de oírla, porque piensa dar al contacto el máximo volumen.

—De acuerdo —convinimos—. Pero tú mantente al margen o nos dejarás ciegos.

Por mi parte abrí al máximo mi sensibilidad y me concentré cuanto pude, pero no capté nada… o, mejor dicho, casi nada, porque sí que noté una especie de trémula lucecita.

Nos relajamos de nuevo.

—No resulta —comenté yo—. Tendrás que decirla que no podemos recibirla, Petra.

¡Atentos todos!

Después de soportar como nos fue posible el intercambio de comunicaciones que continuó, Petra redujo la fuerza de sus pensamientos para no deslumbrarnos y comenzó a reproducir los conceptos que estaba recibiendo. Con el fin de que, aun sin entenderlos, mi hermana pudiera copiarlos, la forma de tales conceptos debía de ser muy sencilla; consecuentemente, a nosotros nos llegaron como balbuceos de niño y con muchas repeticiones para asegurarnos de que los comprendíamos. Resulta casi imposible expresar con palabras las dificultades implicadas en tal interpretación, pero como lo que importaba era la impresión del conjunto, nos cercioramos de que éste nos llegaba con claridad suficiente.

El hincapié más sobresaliente se hacía en la importancia…, pero no de nosotros, sino de Petra. Había que protegerla a toda costa. Contaba con un poder de proyección inimaginable en una persona sin adiestramiento especial; ella era un descubrimiento de la máxima importancia. Ya estaba en camino una unidad de socorro, pero hasta que pudieran llegar a nosotros debíamos ganar tiempo y seguridad…, seguridad para Petra, se entiende, no tanto para nosotros, y ello por todos los medios.

Aunque había mucho más que estaba menos claro, e incluso muy confuso, esa cuestión principal era inequívoca.

—¿Lo habéis cogido? —pregunté a los otros, cuando terminó la transmisión.

Me dijeron que si. Michael añadió además:

—Esto es muy confuso. No hay duda de que, en comparación con el nuestro, el poder de proyección de Petra es notable; pero a mí me ha parecido entender que esa extranjera se ha sorprendido muchísimo al encontrar tal poder «entre gente primitiva». ¿Os habéis dado cuenta de eso? Me ha dado casi la impresión de que se estaba refiriendo a nosotros.

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