—¡Hombre, Harriet! —Exclamó mi madre con voz de sorpresa, aunque no enteramente de aprobación—. ¡Qué pronto! No me digas que has hecho un viaje tan largo con una criatura tan pequeña.
—Ya lo sé —replicó tía Harriet, aceptando la reconvención que se advertía en el tono de mi madre—. Pero tenía que venir, Emily. Tenía que venir. He oído que tu niña había llegado con antelación, así que… ¡Oh, la tienes ahí! Es preciosa, Emily. Es una niña preciosa.
Se hizo un silencio que volvió a romper mi tía:
—La mía también es preciosa, ¿verdad? ¿No es encantadora?
Siguió un intercambio de felicitaciones que no me interesó demasiado. Para mí, los recién nacidos no se diferenciaban gran cosa entre sí.
—Estoy muy contenta, querida —oí decir a mi madre—. Y Henry debe estar loco de alegría.
—Desde luego —manifestó tía Harriet, si bien en la manera de decirlo se notó que algo no marchaba como es debido.
Hasta yo me di cuenta de ello. Mi tía se apresuró a añadir:
—Nació hace una semana. No sabía qué hacer. Entonces, cuando supe que tu niña era prematura y del mismo sexo, lo interpreté como la respuesta de Dios a mis rezos.
Volvió a hacer una pausa antes de agregar de modo evidente como por casualidad:
—¿Te han dado su certificado?
—Naturalmente —contestó mi madre con tono cortante y ofendido.
Conocía perfectamente la expresión que había acompañado a la voz. Al hablar de nuevo en tono exigente se palpó su inquietud:
—¡Harriet, no me digas que no has conseguido el certificado!
Aunque mi tía no respondió, creo que pude captar el ruido de un contenido sollozo. Mi madre, imperiosa, añadió con frialdad:
—Harriet, déjame ver esa niña… debidamente.
A lo largo de unos segundos no pude oír otra cosa sino un par de sollozos procedentes de mi tía. Luego observó sin ninguna firmeza:
—Es tan poca cosa, ves. Nada importante.
—¡Nada importante! —estalló mi madre—. ¡Y tienes el descaro de traer tu monstruo a mi casa y de decirme que no es nada importante!
—¡Monstruo! —exclamó mi tía, como si la hubieran abofeteado—. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!…
Y se puso a gemir sordamente. Al cabo del rato mi madre señaló:
—No es necesario preguntar que no te has atrevido a llamar al inspector, ¿verdad?
Tía Harriet continuó llorando. Hasta que no se hubo serenado un poco, no volvió a intervenir mi madre:
—Me gustaría saber por qué has venido aquí, Harriet. ¿Por qué la has traído contigo?
Mi tía se sonó la nariz. Cuando habló, lo hizo con voz torpe y baja:
—Cuando di a luz…, cuando la vi, quise matarme. Sabía que nunca la darían la aprobación, aunque es tan poca cosa. Pero no llamé al inspector porque pensé que quizás podría salvarla de alguna manera. La quiero. Es una criatura encantadora…, aparte de eso. ¿No es cierto?
Mi madre no replicó. Tía Harriet continuó:
—Aunque no sabía cómo, abrigaba alguna esperanza. Sabía que podía conservarla un tiempo antes de que se la llevaran…, el mes que te dan de plazo para notificarlo. Decidí que debía tenerla conmigo por lo menos ese tiempo.
—¿Y Henry? ¿Qué dice él?
—El…, él dice que debía haberlo comunicado en seguida. Pero no pude, Emily, no pude.
¡Dios mío, no una tercera vez! La guardé y recé y recé, y me puse a esperar. Entonces, cuando me dijeron que tu niña había nacido tan rápido, pensé en que quizás Dios respondía a mis rezos.
—Verdaderamente, Harriet —indicó mi madre de modo frío y cortante—, dudo de que una cosa tenga que ver con la otra. Y tampoco entiendo lo que quieres decir.
—Pensé —continuó mi tía sin fuerza, aunque violentándose para pronunciar las palabras— que si tú podías quedarte con mi niña y prestarme la tuya…
Mi madre exhaló un suspiro de incredulidad. Parecía que se había quedado sin voz.
Por su parte, tía Harriet agregó tenazmente:
—Sería sólo por un día o dos; justo el tiempo que tardara en obtener el certificado. Eres mi hermana, Emily…, mi hermana y la única persona en el mundo que puede ayudarme a conservar mi niña.
Volvió a llorar otra vez. Se hizo un nuevo silencio, roto en esta ocasión por mi madre:
—En toda mi vida había escuchado nada tan ultrajante. Venir aquí para sugerirme que participe en una conspiración inmoral y criminal… Tú debes estar loca, Harriet. Mira que pensar en que te iba a prestar…
Se cortó al oír el pesado paso de mi padre por el corredor.
—Joseph —le dijo en cuanto apareció por la puerta—, échala de aquí. Dila que salga de esta casa… y que se lleve eso con ella.
—Pero —protestó mi padre, desconcertado—, si es Harriet, cariño.
Mi madre le puso al corriente de la situación minuciosamente. No se oyó ni un suspiro de tía Harriet. Al final mi padre, incrédulo, quiso saber:
—¿Es eso cierto, Harriet? ¿Has venido aquí por eso?
Lenta y fatigosamente replicó la aludida:
—Esta es la tercera vez. Se llevarán de nuevo a mi niña, como hicieron con los otros.
No puedo soportarlo…, ya no. Creo que Henry me echará de casa. Encontrará otra esposa que pueda darle hijos cabales, y no tendré nada…, nada en el mundo. He venido aquí esperando contra la esperanza, en busca de simpatía y de ayuda. Emily es la única persona que puede ayudarme. Ahora…, ahora me doy cuenta de lo estúpida que he sido por haber confiado…
Nadie hizo ningún comentario. Con voz apagada, agregó tía Harriet:
—De acuerdo…; ya comprendo. Me iré…
Mi padre no era hombre que pudiera dejar sin precisar su actitud. Por eso dijo:
—No entiendo cómo te has atrevido a venir aquí, a un hogar temeroso de Dios, con esa pretensión. Y, lo que es peor, veo que no muestras ni una pizca de vergüenza o de remordimiento.
La voz de tía Harriet fue haciéndose más firme al contestar:
—¿Y por qué? No he hecho nada de lo que deba avergonzarme. No estoy avergonzada… Únicamente hundida.
—¡No está avergonzada! —repitió mi padre—. ¡No estás avergonzada por haber creado una burla de tu Hacedor!… ¡No estás avergonzada por tratar de que tu hermana fuera cómplice de una conspiración criminal!
Luego de respirar hondo, continuó en el estilo que acostumbraba a exhibir en el púlpito:
—Los enemigos de Dios nos asedian. A través nuestro pretenden dañarle a él. Trabajan de forma incesante para trastornar la verdadera imagen; por medio nuestro, vasos más débiles de elección, intentan corromper la raza. Tú has pecado, mujer; examina tu corazón y conocerás que has pecado. Tu pecado ha enervado nuestras defensas y el enemigo ha golpeado a través tuyo. Aunque llevas la cruz sobre tu vestido para protegerte, no la has tenido siempre en tu corazón. No has mantenido una constante vigilancia contra la impureza. Por eso ha habido una aberración; y la aberración, cualquier aberración de la imagen verdadera, es blasfemia…, nada menos que eso. Has creado una corrupción.
—¡Sólo un pobre niño!
—Un niño que, si por ti fuera, crecería para reproducirse, y al reproducirse extendería la contaminación a nuestro alrededor hasta lograr que no hubieran más que mutaciones y abominaciones. Eso es lo que ha ocurrido en lugares en donde ha sido débil la voluntad y la fe. Aquí eso no sucederá jamás. Nuestros antecesores fueron de la verdadera estirpe, la cual nos confiaron. ¿Y vas tú a traicionarnos a todos? ¿Vas a hacer que la vida de nuestros antecesores fuera en vano? ¡Avergüénzate, mujer! ¡Y ahora vete! Vete a tu casa con humildad y no con espíritu desafiante. Da cuenta de tu hija, según la ley. Luego haz penitencias para que puedas quedar limpia. Y reza. Tienes mucho por lo que rezar.
Porque no sólo has blasfemado al crear una falsa imagen, sino que arrogantemente te has opuesto a la ley y has pecado de intento. Yo soy un hombre misericordioso; no te voy a denunciar. Tendrás la oportunidad de ser tú la que limpies tu conciencia; arrodíllate y reza, reza para que tu pecado de intención, así como el resto de los otros, pueda serte perdonado.
Oí dos ligeros pasos. La niña exhaló un gemido cuando tía Harriet la tomó en sus brazos. Se dirigió hacia la puerta, levantó el picaporte y se detuvo para afirmar:
—Rezaré, sí, claro que rezaré…
Luego de hacer una corta pausa, agregó con voz más firme y dura:
—Rezaré a Dios con el fin de que a este horrible mundo envíe caridad y simpatía para los débiles, así como amor para los infelices y desgraciados. Le preguntaré si de verdad es su voluntad que un niño sufra y sea condenada su alma por una pequeña tacha de su cuerpo… Y le rezaré también para que se rompan los corazones de aquellos que se tienen por justos…
Inmediatamente se cerró la puerta y oí sus lentos pasos a lo largo del corredor.
Cuando volví con cautela a la ventana, la vi salir de la casa y depositar suavemente el paquete blanco en el carruaje. Se quedó observándolo durante unos segundos; luego desató al caballo, se subió al asiento y se puso en el regazo el paquete arrebujándolo con la capa.
Al volverse, ofreció una imagen que quedó fija en mi mente. La niña acostada en su brazo, la capa medio abierta, mostrando la parte superior de la cruz marrón y galoneada sobrepuesta en su vestido ocre; los ojos, en una cara endurecida como el granito, parecían no ver nada al mirar hacia la casa…
Después movió las riendas y se alejó.
Detrás de mí, en la habitación contigua, mi padre estaba diciendo:
—¡Y también herejía! El intento de sustitución podría pasarse por alto; a veces las mujeres tienen ideas extrañas en tales ocasiones. Yo estaba dispuesto a pasarlo por alto, siempre que diera cuenta de la niña. Pero la herejía es una cuestión distinta. Además de peligrosa, es una mujer desvergonzada; nunca hubiera imaginado tanta maldad en una hermana tuya. ¡Y llegar a pensar que tú ibas a apoyarla, cuando ella sabe muy bien que has tenido que pasar dos veces por esa penitencia! Hablar asimismo heréticamente en mi casa; eso no se puede permitir.
—Quizás —intervino mi madre con voz vacilante— no se diera cuenta de lo que estaba diciendo.
—Entonces es hora de que sepa lo que dice. Nosotros tenemos el deber de que lo sepa.
Mi madre empezó a replicar, pero le falló la voz. Principió a llorar, cosa que nunca antes la había visto yo hacer. La voz de mi padre continuó explicando la necesidad que había de pureza en el pensamiento, el corazón y la conducta, particularmente en las mujeres. Aún seguía hablando cuando yo me marché de puntillas.
Durante un tiempo sobrellevé de mala manera la gran curiosidad que sentía por saber el defecto que había habido en aquella criatura, y me preguntaba si quizás era un dedo de más en el pie, como Sophie. Sin embargo, no pude satisfacer mi deseo.
Cuando al día siguiente me dieron la noticia de que se había encontrado el cadáver de tía Harriet en el río, nadie mencionó a ningún niño…
Mi padre incluyó el nombre de tía Harriet en las oraciones nocturnas del día que recibimos la noticia, pero después nunca se la volvió a mencionar. Parecía haberse borrado de la memoria de todos menos de la mía. En ella permanecía claramente, y a pesar de que yo sólo la había escuchado a través de la pared, tenía inclusive forma y se mostraba como una figura erecta con un rostro vacío de esperanza, que exclamaba sin tapujos: «No estoy avergonzada… Únicamente hundida». Y también la percibía como la había visto por última vez, mirando la casa.
Aunque nadie me dijo la forma en que había muerto, de algún modo sabía yo que no había sido por accidente. Eran muchas las cosas que yo no entendía de lo que captaba aquí y allá, pero así y todo, se trataba del suceso más perturbador que hasta entonces había conocido… y por algún motivo imperceptible experimenté una sensación de inseguridad mucho más alarmante que la que había padecido en el caso de Sophie.
Durante varias noches soñé con tía Harriet tendida en el río, abrazada todavía al blanco paquete mientras el agua hacía que su pelo rodeara su pálido rostro, y sus ojos, muy abiertos, no veían nada. Y yo estaba espantado.
Una mutación, así lo había denominado mi padre… ¡Una mutación!… Pensé en algunos de los textos grabados a fuego. Recordé la predicación de un clérigo visitante: la detestación que había habido en su voz cuando tronó desde el púlpito: ¡Maldita sea la mutación!
Maldita sea la mutación… La mutación, el enemigo, y no sólo de la raza humana, sino de todas las especies que Dios había creado; la semilla del diablo que, desde dentro, eterna e incansablemente trataba de fructificar para poder destruir el orden divino y transformar nuestro distrito, la fortaleza de la voluntad de Dios sobre la tierra, en un depravado caos como el de los Bordes. Tal semilla intentaba convertirlo en un lugar sin ley al estilo de las regiones del sur de las que hablaba tío Axel, en donde las plantas, los animales y los seres casi humanos producían imitaciones grotescas; en donde la verdadera estirpe había dado lugar a criaturas sin nombre, florecían productos abominables y los espíritus del mal se burlaban del Señor con obscenas fantasías.
Sólo una pequeña diferencia, el «nada importante», era el primer paso…
Todas aquellas noches recé vehementemente:
—¡Oh, Dios; por favor, Dios, permite que yo sea como los demás! No quiero ser distinto.
Deja que cuando me despierte por la mañana sea exactamente igual a los demás, por favor, Dios, por favor.
Pero por la mañana, al hacer la prueba, volvía a comunicarme en seguida con Rosalind o uno de los otros, y me daba cuenta de que el rezo no había alterado nada en absoluto.
Consecuentemente, me levantaba siendo la misma persona que se había acostado la noche anterior, y tenía que ir a la gran cocina y desayunar frente al cuadro que de alguna forma había dejado de ser sólo una mera parte del mueblaje para convertirse en una constante acusación que me repetía: «¡Maldita sea la mutación ante los ojos de Dios y del hombre!».
Y yo seguía asustadísimo.
Después de la quinta noche más o menos en que la oración no había servido para nada, tío Axel me agarró al abandonar la mesa del desayuno y me dijo que sería mejor que le ayudara a arreglar un arado. Cuando llevábamos trabajando un par de horas decretó un descanso y salimos de la herrería para sentarnos al sol, con las espaldas apoyadas en la pared. Me alargó un trozo de torta de harina y estuvimos comiendo durante uno o dos minutos; luego me indicó:
—Bueno, Davie, ahora dímelo.