Las crisálidas (25 page)

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Authors: John Wynham

Tags: #Ciencia Ficcion

BOOK: Las crisálidas
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Ahora que ya estaba resuelto aquel asunto, me notaba contento de haberme puesto a salvo, y así se lo dije. Parece ser que no le gustó. Me miró pensativamente mientras declaraba:

—¿No tienes valor para luchar por lo que te corresponde como derecho?

—Si le pertenece a usted por derecho —indiqué—, no puede ser mío por la misma causa.

Pero lo que yo he querido decirle es que ya tenía bastante con vivir oculto.

—Todos vivimos aquí ocultos —observó.

—Quizás —repliqué—. Pero ustedes pueden vivir según su calidad. No tienen que disimular. No tienen que estar vigilándose a cada momento, y pensárselo dos veces antes de abrir la boca.

Movió la cabeza lentamente en sentido afirmativo, al señalar:

—Nos dijeron lo vuestro. Tenemos contactos… Lo que no comprendo es esa persecución tan enconada.

—Creemos —expliqué— que les hemos preocupado más que las habituales aberraciones porque no tienen ningún medio de identificarnos. Imagino que deben sospechar de la existencia de muchos más como nosotros a los que no han descubierto, y quieren apresarnos para que los denunciemos.

—Una razón más que poderosa para que no os cojan —comentó.

Me había dado cuenta de que Michael se había puesto en contacto y que Rosalind le estaba respondiendo, pero como yo no podía atender las dos conversaciones a la vez me despreocupé de ellos.

—Así que han penetrado en los Bordes en busca vuestra… —observó pensativo—.

¿Cuántos son?

—No estoy seguro —contesté, tratando de sacar ventaja a la situación.

—Sin embargo, me han dicho que vosotros tenéis medios de saberlo —indicó.

Me pregunté sobre lo que sabría acerca de nosotros y si se había enterado también de lo de Michael… aunque esa posibilidad parecía ser improbable. Con los ojos un poco más cerrados, continuó:

—Será mejor que no hagas el tonto con nosotros, muchacho. Vienen detrás vuestro y has metido el problema en nuestra tierra. ¿Por qué íbamos a preocuparnos de lo que os ocurriera? Es muy fácil dejaros donde os puedan ver.

Petra captó la implicación de sus palabras y se asustó. Por eso se apresuró a informar:

—Son más de cien hombres.

El hombre araña se volvió hacia ella por un instante. Luego, en tanto asentía con la cabeza, declaró:

—Así que viene uno de los vuestros con ellos… Ya me lo había supuesto. Cien hombres son muchos para ir en busca de únicamente tres personas… Demasiados… Ya veo…

Se dirigió de pronto hacia mí para preguntarme:

—¿Ha habido por allí rumores últimamente en el sentido de esperar problemas de los Bordes?

—Si —admití.

—Se echó a reír diabólicamente.

—Conque los tenemos encima… Por primera vez han decidido tomar la iniciativa e invadirnos… y de paso, claro, capturaros a vosotros. Naturalmente, seguirán vuestro rastro. ¿A cuánta distancia se hallan?

Consulté con Michael y me informó que al grueso de la expedición todavía le faltaban varios kilómetros para juntarse con la partida que nos había disparado y asustado los grandes caballos. La dificultad radicó en descubrir la forma de comunicar la posición exacta al hombre que yo tenía enfrente. El apreció mis esfuerzos y no pareció inquietarse mucho.

—¿Viene tu padre con ellos? —me preguntó.

Aquella era una cuestión que ya antes había procurado no hacer a Michael. Tampoco se la transmití ahora. Me limité simplemente a hacer una breve pausa y a contestarle:

—No.

Por el rabillo del ojo observé que Petra había querido intervenir y que Rosalind se lo había impedido.

—Es una pena —comentó el hombre araña—. Hace mucho tiempo que aguardo encontrarme con tu padre en igualdad de condiciones. Por lo que me han dicho, creí que venía en el grupo. Quizás no sea tan valiente campeón de la verdadera imagen como aseguran.

Siguió mirándome firme y penetrante. Noté la simpatía de Rosalind y como un apretón de manos para darme a entender que comprendía por qué no había expuesto la pregunta a Michael.

Entonces, de repente, el hombre apartó de mí su atención y la fijó en Rosalind. Ella le devolvió la mirada. Durante varios segundos permaneció observándole con sus ojos fríos y su aire confiado y libre. Pero de pronto, con gran asombro por mi parte, Rosalind se desplomó. Bajó los ojos. Se puso colorada. Sonrió ligeramente…

Sin embargo, él se equivocó. Porque no era la rendición al carácter más fuerte, al conquistador, sino que se trataba de repugnancia, de un horror que quebrantaba sus defensas desde dentro. De su mente me llegó un reflejo de aquel hombre, horriblemente exagerado. Estallaron los temores que ella había ocultado tan bien, y se exteriorizó su terror; pero no como una mujer disminuida por un hombre, sino como un niño aterrorizado por una monstruosidad. Petra, que asimismo había captado el pensamiento involuntario, soltó un grito.

Yo me arrojé sobre el hombre haciéndole caer del taburete. Los dos guardianes que estaban detrás de nosotros saltaron sobre mí, pero pude pegar a su jefe un buen puñetazo antes de que consiguieran sujetarme.

El hombre araña se sentó y se acarició la mandíbula. Me sonrió, pero sin ninguna alegría.

—Esto te acredita —concedió, mientras se levantaba sobre sus larguiruchas piernas—, pero no mucho más. No has visto a las mujeres que hay por aquí, ¿verdad, muchacho?

Échales un vistazo cuando te vayas. Quizás lo entiendas mejor. Además, ésta puede tener hijos. Hace tanto tiempo que deseo tener hijos…, aunque se parezcan algo a su padre.

Volvió a sonreír brevemente; luego frunció el entrecejo y se dirigió a mí:

—Mejor será que lo aceptes como es, muchacho. Sé juicioso. Yo no doy segundas oportunidades.

Retiró de mí su vista y ordenó a los hombres que me sujetaban:

—Echadle de aquí. Y si parece no entender que eso significa quedarse fuera, matadle.

Los dos me empujaron para que me volviera y empezara a andar. Al borde del claro uno de ellos me pegó una patada al tiempo que me urgía:

—Sigue por ese camino.

Yo pegué un salto y me volví, pero uno de ellos me apuntaba ya con su arco. Hizo una indicación con la cabeza para que continuara. Me avine a su mandato y seguí andando durante unos metros, porque cuando me aproximé a los árboles traté de ocultarme en ellos.

Eso era precisamente lo que estaban esperando. Sin embargo, no me dispararon; se limitaron a golpearme y a arrojarme entre las malezas. Me acuerdo de que crucé el aire, pero no puedo memorizar el momento del aterrizaje…

Alguien me estaba arrastrando. Había unas manos en mis axilas. Unas ramas pequeñas me golpeaban y rozaban el rostro.

—Chis —susurró una voz detrás de mí.

—Déjeme un momento —musité por mi parte—. Me recuperaré en seguida.

Cesó el arrastramiento. Permanecí un rato tendido para recobrarme, y luego me di la vuelta. Una mujer, joven además, estaba sentada sobre sus talones observándome.

El sol se encontraba ya bajo y entre los árboles había oscuridad. No podía verla bien.

Si que noté que a ambos lados de su curtida cara colgaban mechones de cabello moreno, y que sus ojos resplandecían al mirarme ansiosamente. Su andrajoso vestido, de indescriptible color oscuro, tenía diversas manchas. Era sin mangas, pero lo que más me desconcertó es que no tuviera cruz. Nunca antes había tenido frente a mí a una mujer que no llevara sobrepuesta en su ropa la protectora cruz. Me pareció raro, casi indecente.

Cruzamos nuestras miradas durante varios segundos.

—No me conoces, David —afirmó con tristeza.

En efecto, hasta entonces no la había conocido. Fue por la forma en que dijo «David» que descubrí quién era.

—¡Sophie! —exclamé—. ¡Oh, Sophie!…

Se sonrió.

—Querido David —me musitó—. ¿Te encuentras malherido?

Traté de mover los brazos y las piernas. Los notaba rígidos y que me dolían en varios sitios, lo mismo que el cuerpo y la cabeza. Se me había pegado la sangre en la mejilla izquierda, pero no parecía tener nada roto. Al intentar levantarme, Sophie extendió una mano y la puso sobre mi brazo.

—No, todavía no. Espera un poco, hasta que oscurezca más.

Después continuó mirándome fijamente mientras me explicaba:

—Os vi traer. A ti, y a la niña y a la otra chica… ¿Quién es, David?

Aquellas palabras me hicieron volver en mi sobresaltado. Frenéticamente me puse a buscar a Rosalind y a Petra, pero no pude establecer contacto con ellas. Michael sintió mi pánico y medió a toda prisa. Le noté aliviado.

—Gracias al cielo —me indicó—. Estábamos preocupadísimos por ti. Tómatelo con calma. Las dos se encuentran bien, aunque cansadas y exhaustas; ahora duermen.

—¿Está Rosalind…? —empecé.

—Se encuentra muy bien, ya te lo he dicho. ¿Qué te ha ocurrido a ti?

Se lo referí. Todo el intercambio de comunicaciones se desarrolló en segundos, pero fue suficiente para que Sophie me observara con curiosidad.

—¿Quién es ella, David? —repitió.

La expliqué que Rosalind era mi prima. Estuvo mirándome mientras yo hablaba, y luego asintió lentamente con la cabeza.

—El la desea, ¿verdad? —me preguntó.

—Eso es lo que dijo —admití ásperamente.

—¿Podría darle hijos? —insistió ella.

—¿A dónde me quieres llevar? —indiqué por mi parte.

—Así que estás enamorado de ella, ¿eh? —comentó.

De nuevo una palabra… Cuando las mentes han aprendido a mezclarse, cuando ningún pensamiento es ya enteramente de uno y cada cual ha tomado tanto del otro que es imposible estar por completo solo; cuando han llegado al principio de ver con un solo ojo, amar con un solo corazón, gozar con una sola alegría; cuando pueden haber momentos de identidad y nada está aparte salvo los cuerpos que se anhelan mutuamente… Cuando se trata de eso, ¿dónde está la palabra para describirlo? No queda otra cosa sino la inconveniencia de la palabra que existe.

—Nos amamos recíprocamente —convine.

Sophie movió afirmativamente la cabeza. Arrancó algunos tallos de hierba y observó cómo los rompían sus dedos. Al poco rato dijo:

—Él se ha ido… a luchar. Ahora ella está a salvo.

—Está durmiendo —repliqué—. Las dos están durmiendo.

Desconcertada, clavó sus ojos en los míos.

—¿Cómo lo sabes?

Se lo expliqué tan breve y sencillamente como pude. Mientras me escuchaba continuó rompiendo tallos de hierba. Luego asintió:

—Ya recuerdo. Mi madre me dijo algo… algo sobre el modo en que tú a veces parecías entenderla antes de que hablara. ¿Era eso?

—Creo que sí. Pienso que, sin saberlo, tu madre contaba con un poco de ese poder.

—Debe ser algo maravilloso tenerlo —comentó medio convencida—. Es como poseer más ojos, y dentro de ti.

—Algo parecido —admití—. Es difícil de explicar. Pero no es del todo maravilloso. A veces perjudica.

—Ser cualquier tipo de aberración perjudica… siempre.

Siguió en cuclillas, contemplándose las manos que había puesto en su regazo, pero sin ver nada.

—Si ella le diera hijos —manifestó por fin—, él no me querría más.

Aún quedaba bastante luz para ver un resplandor en sus mejillas.

—Sophie, cariño —empecé—, ¿estás enamorada de ese… ese hombre araña?

—¡Oh, no le llames así… por favor! Ninguno de nosotros puede remediar ser lo que es.

Su nombre es Gordon. Es bueno conmigo, David. Me quiere. Uno ha de llegar a tener tan poco como yo tengo para saber lo que eso significa. Tú no has conocido nunca la soledad. Tú no puedes comprender el horrible vacío que nos aguarda aquí a todos. Yo le hubiera dado hijos gozosa si hubiera podido… Yo… ¡Oh! ¿Por qué tienen que hacernos eso? ¿Por qué no me mataron? Hubiera sido más generoso que esto…

Se sentó al fin en el suelo sin hacer ruido. Las lágrimas se abrían paso por entre los cerrados párpados y rodaban por su rostro. Cogí su mano entre las mías.

Me recordé mirando. Al hombre con el brazo unido al de la mujer, a la pequeña figura montada en el caballo y haciéndome señas de despedida mientras iba desapareciendo en la oscuridad de los árboles. Me vi a mi mismo, desolado, con el beso aún palpitando en mi mejilla, un rizo de pelo y una cinta amarilla en mi mano. Al contemplarla ahora, me dolía el corazón.

—Sophie —la dije—. Sophie, cariño. No va a suceder. ¿Me entiendes? No va a suceder.

Rosalind no permitirá nunca que ocurra. Lo sé.

Abrió nuevamente los ojos y me miró a través de las abundantes lágrimas.

—Tú no puedes saber una cosa así sobre otra persona. Tratas simplemente de…

—No, Sophie —corté—. Yo lo sé. Tú y yo sabemos muy poco de nosotros. Pero entre Rosalind y yo es distinto; eso forma parte de lo que significa pensar conjuntamente.

Consideró, dudosa, lo que le decía.

—¿Es eso cierto? No comprendo…

—¿Y cómo ibas a comprenderlo? Pero es la verdad. Noté lo que ella sentía por el hombre ara… por aquel hombre.

Continuó observándome intranquila. De pronto, con tono de ansiedad me preguntó:

—¿No puedes ver lo que pienso?

—No, igual que tú tampoco puedes ver lo que pienso yo. No se parece a una actividad de espía. Es algo más, como si pudieras referir todos tus pensamientos si te apetece… y no hablar de ellos si los quieres mantener en secreto.

Aunque me estaba resultando más difícil explicárselo a Sophie que a tío Axel, seguí intentando simplificárselo en palabras hasta que de repente noté que había desaparecido la luz y que estaba hablando a una figura que apenas veía. Corté para preguntar:

—¿Hay ya suficiente oscuridad?

—Si —replicó—. Tendremos más posibilidades si andamos con cuidado. ¿Puedes caminar? No está lejos.

Me puse de pie, notando la rigidez y las magulladuras, pero ninguna otra cosa peor.

Por lo visto, Sophie se orientaba mejor en la oscuridad que yo, porque me cogió la mano y me condujo sin tropezar. Nos mantuvimos próximos a los árboles, pero como a mi izquierda vi centellear algunos fuegos, deduje que estábamos orillando el campamento.

Seguimos rodeándolo hasta que llegamos al corto peñasco que cerraba la parte noroeste, y luego continuamos caminando en las sombras a lo largo de otros cincuenta metros más o menos. Por fin se detuvo Sophie y colocó mi mano en una de las toscas escalas que había visto en el frente rocoso.

—Sígueme —me susurró, mientras iniciaba el ascenso.

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