Nos encontrábamos dentro de uno de los espacios en donde los árboles se cerraban sobre nuestras cabezas y formaban un oscuro paso que obligó a nuestros caballos a marchar lenta y cuidadosamente. De pronto algo cayó sobre mí haciéndome perder la conciencia. No había sido advertido, y tampoco había tenido oportunidad de utilizar el arco. Primero noté como un peso que me cortaba la respiración, luego una especie de explosión chispeante en mi cabeza, y después nada.
Volví en mí lentamente, saliendo de lo que parecía ser un largo sopor sólo advertido a medias.
Me estaba llamando Rosalind; la Rosalind real, la íntima, la que se manifestaba muy pocas veces. La otra la práctica, la capaz, era creación de su propio convencimiento, no ella misma. Yo la había visto formarse desde el principio, cuando todavía era niña sensible, temerosa, pero decidida. Quizás antes que ninguno, y por instinto, ella se había dado cuenta de que se hallaba en un mundo hostil, y por lo mismo se aprestó deliberadamente a hacerle frente. Pieza a pieza, la armadura había ido incorporándose despacio a su persona. Yo la había visto descubrir sus armas y adiestrarse en ellas, la había observado durante la labranza de un carácter tan entero y tan constante que a veces casi se engañaba a sí misma.
Yo amaba a la chica que se veía. Amaba su figura alta y esbelta, el equilibrio de su cuello, sus pequeños y puntiagudos senos, sus largas y delgadas piernas; y el modo en que se movía, y la seguridad de sus manos, y sus labios cuando sonreía. Amaba su cabello de tonos bronceados y dorados que en las manos parecía ser pesada seda, sus hombros de piel suave, sus mejillas de terciopelo; y la calidez de su cuerpo, y el perfume de su aliento.
Todo esto era fácil de amar… demasiado fácil: todo el mundo tenía que amarlo.
Por eso había desarrollado unas defensas, como, por ejemplo, la cubierta de la independencia y la indiferencia, una apariencia práctica, una seguridad en las decisiones, un interés inadvertido, unos modales cautelosos. Las cualidades no trataban de encantar, y había ocasiones en las que herían; pero aquel que conocía su génesis y su desarrollo podía admirarlas, aunque sólo fuese por constituir un triunfo del arte sobre la naturaleza.
Sin embargo ahora era la Rosalind intima la que me llamaba suave y lastimeramente, sin armaduras, con el corazón en la mano.
Y de nuevo no existen palabras.
Hay palabras que, utilizadas por un poeta, describen un cuadro monocromo y oscuro del amor corporal, pero nada más.
Mi amor se escapaba hacia ella, y el suyo corría hacia mí. El mío la mimaba y calmaba.
El suyo era acariciador. La distancia —y la diferencia— que existía entre nosotros se amenguaba y desaparecía. Podíamos encontrarnos, mezclarnos y confundirnos. Ninguno de nosotros existía ya durante un tiempo había un solo ser que era los dos. Nos fugábamos de la célula solitaria; se producía una breve simbiosis, con participación de todo el mundo…
Nadie más conocía a la oculta Rosalind. Ni siquiera Michael o los otros podían captar otra cosa aparte de reflejos de ella. Ninguno de ellos sabía lo que había costado forjar la Rosalind exterior. Ninguno conocía a mi amada, mi tierna Rosalind, anhelosa de huida, de dulzura, de amor; ahora con miedo de lo que había edificado para protegerse; pero con más temor aún de afrontar la vida sin esa protección.
La duración no es nada. Quizás fuera sólo un instante lo que volvimos a estar juntos.
La importancia de un punto radica en su existencia, ya que no tiene dimensiones.
Nos encontrábamos separados, y yo me estaba dando cuenta de las cosas mundanas: un cielo gris oscuro, una considerable molestia y, de pronto, Michael preguntándome ansiosamente qué me había pasado. Luego de esforzarme, conseguí hacer acopio de mis ideas.
—No lo sé —le respondí—, algo me golpeó. Pero creo que me encuentro bien ahora…, si acaso con un poco de dolor de cabeza y bastante molesto.
Fue al contestar cuando noté que aún seguía en el cuévano, como encogido, y que el serón continuaba moviéndose.
A Michael no le satisfizo demasiado la explicación. Por eso apeló a Rosalind.
—Saltaron sobre nosotros desde los árboles —contestó ella—. Cuatro o cinco de ellos.
Uno cayó justamente encima de David.
—¿Ellos? —subrayó Michael.
—Sí, gente de los Bordes.
Sentí un gran alivio. Se me había ocurrido pensar en que quizás fueran otros los atacantes. Estaba a punto de preguntar acerca de lo que estaba sucediendo en aquel momento, cuando Michael quiso saber:
—¿Fue a vosotros a quienes dispararon anoche?
Admití que alguien había hecho fuego sobre nosotros, pero también podría tratarse de alguna otra escaramuza.
—No —replicó Michael disgustado—. Sólo hubo una alarma. Yo confiaba en que se hubieran equivocado y fueran tras una pista falsa. Ahora nos han convocado a todos.
Consideran que es demasiado arriesgado penetrar más en los Bordes en grupos pequeños. Se supone que dentro de cuatro horas más o menos se habrá juntado toda la gente y podremos reanudar la persecución. Piensan reunir alrededor de cien personas.
Han decidido que si nos encontramos con tropas de los Bordes y les damos una buena zurra, después de todo tendremos más tarde menos problemas. Mejor será pues que os desembaracéis de esos grandes caballos… si no, nunca podréis ocultar vuestras huellas.
—Es un poco tarde ya para eso —comentó Rosalind—. Yo voy con las muñecas atadas en un cuévano del primer caballo, y David va en un serón del segundo.
—¿Dónde está Petra? —preguntó Michael ansioso.
—¡Ah, ella está bien! —observó Rosalind—. Se encuentra en el otro cuévano de este caballo, fraternizando con el jefe de la partida.
—¿Qué pasó exactamente? —pidió Michael.
—Bueno, después de que cayeran sobre nosotros, surgieron muchos más de entre los árboles y sujetaron los caballos. Nos hicieron bajar al suelo y sacaron a David del serón.
Luego discutieron entre ellos y decidieron volvernos a cargar de nuevo en los cuévanos para que continuáramos la marcha… en la misma dirección que seguíamos. No obstante, viene un hombre de ellos en cada uno de los caballos.
—¿Así que estáis penetrando más en los Bordes?
—Sí.
—Bien, al menos esa es la mejor dirección —comentó Michael—. ¿Qué actitud muestran?
¿Amenazadora?
—¡Oh, no! Lo único que quieren es que no huyamos. Por lo visto tenían alguna idea de quiénes éramos, pero no estaban muy seguros sobre qué hacer con nosotros. Lo discutieron un poco, pero creo que lo que realmente les interesaba eran los caballos grandes. El hombre que va con nosotras parece ser inofensivo. Está hablando a Petra con una solicitud… No estoy segura de que no sea un poco simplón.
—¿Sabéis ya lo que piensan hacer con vosotros?
—Se lo he preguntado, pero creo que lo ignora. A él le han dicho únicamente que nos lleve a alguna parte.
—Bueno… —empezó Michael indeciso—. Bueno, supongo que sólo nos queda esperar y ver… Sin embargo, no creo que os perjudique si les hacéis saber que nosotros vamos en busca vuestra.
Lo dejamos así por el momento.
Me retorcí y esforcé hasta que, con bastante dificultad, logré ponerme de pie en el balanceante cuévano. El hombre que iba en el otro serón se volvió hacia mí amigablemente.
—¡So! —gritó al caballo, al tiempo que tiraba de las riendas.
Descolgó de su hombro una botella revestida de cuero y me la alargó por encima del lomo del gran animal. La destapé, bebí agradecido y se la devolví. Continuamos la marcha.
Ahora podía echar una ojeada a mí alrededor. Nos encontrábamos en un terreno accidentado, en medio de un bosque, aunque no muy espeso, y mi primera impresión fue la de que mi padre tenía razón cuando decía que en este país se hacía burla de la normalidad. Apenas pude identificar con certeza un solo árbol. Vi troncos familiares que servían de base a formas defectuosas, ramas conocidas que surgían de cortezas impropias y que producían hojas distintas a las que les correspondían. Durante un buen trecho vi a nuestra izquierda una fantástica valla de madera formada con enormes troncos zarzosos cuyas espinas eran como palas. En otra parte del terreno que parecía ser el lecho seco de un río había muchos y grandes guijarros…, sólo que los guijarros resultaron ser hongos curvados que crecían tan juntos como podían. Observé unos árboles de tronco tan flojo, que en vez de mantenerse erectos se caían y se desarrollaban a lo largo del suelo. Aquí y allá había parcelas con árboles de miniatura, encogidos y nudosos, y que parecían tener siglos.
Miré de reojo al hombre que iba en el otro cuévano. No parecía haber nada de anormal en él, con excepción de que su aspecto era sucísimo, iba vestido andrajosamente y cubierto con un sombrero ajado. Se dio cuenta de que le estaba observando.
—¿No habías estado nunca en los Bordes, muchacho? —me preguntó.
—No —repliqué—. ¿Es todo como esto?
Sonrió y meneó la cabeza al contestar:
—Ninguna comarca es como las demás. Por eso los Bordes son los Bordes; aquí casi nada crece de acuerdo con su especie, todavía.
—¿Todavía…? —repetí.
—Exacto. Pero se normalizará a su tiempo. Hubo un periodo en que Tierra Agreste era los Bordes; sin embargo, ahora es menos variable. De la misma forma, la región de donde tú procedes fue en una época Tierra Agreste, si bien en la actualidad está mucho más normalizada.
Aunque reconozco que para Dios debe ser un pequeño entretenimiento de paciencia, al final ejercerá su control sobre todo el territorio.
—¿Dios? —me extrañé—. Siempre me enseñaron que es el diablo quien gobierna en los Bordes.
Volvió a mover la cabeza mientras explicaba:
—Eso es lo que os dicen allí. Pero no es verdad, muchacho. Es en vuestra región donde se asienta el mal y cuida de sus dominios. No es más que arrogancia. Eso de la verdadera imagen, y el resto… Quieren ser como el Viejo Pueblo. La tribulación no les ha enseñado nada…
Hizo una pausa para observar la impresión que estaban haciendo en mí sus palabras.
Luego continuó:
—El Viejo Pueblo se creía también superior. Tenían ideas, aseguraban. Sabían exactamente cómo gobernar el mundo. Todo lo que debían hacer era acomodarlo y mantenerlo en esa orientación. De ese modo todos hubieran vivido estupendamente, ya que sus ideas eran mucho más civilizadas que las de Dios.
Meneó de nuevo la cabeza antes de agregar:
—Pero no resultó, muchacho. Porque no podía resultar. Ellos no eran ni mucho menos la última palabra de Dios, como pensaban. Dios no tiene ninguna palabra última. Si la tuviera estaría muerto. Pero no está muerto; y él cambia y se desarrolla, igual que todo lo que está vivo. Consecuentemente, cuando ellos se esforzaban por ajustarlo y disponerlo todo de acuerdo con los términos eternos que habían fijado de antemano, Dios les mandó la tribulación para quebrantarlos y recordarles que la vida es cambio. Como vio que el juego no marchaba según las reglas, barajó las cartas al objeto de ver si les evitaba un mayor quebranto la próxima vez.
Volvió a hacer una pausa para reflexionar un instante. Después continuó:
—Quizás no las barajara bastante. Al parecer se han producido las mismas consecuencias en diversos sitios a la vez. Por ejemplo, en la región de donde tú vienes.
Ahí los tienes, con idénticas pretensiones, creyéndose aún que son la última palabra, tratando todavía de seguir siendo lo que son y protagonizando la misma serie de casos que dio origen a la pasada tribulación. Un día de estos Dios se va a hartar de que no puedan aprenderse la lección y va a enseñarles uno o dos trucos más.
—¡Vaya! —exclamé vagamente, aunque sin temor.
Me asombraba descubrir cuánta gente parecía poseer información positiva, si bien conflictiva, acerca de las opiniones de Dios.
Por lo visto el hombre no estaba todavía satisfecho con los razonamientos que me había largado, porque continuó dándome explicaciones del mismo estilo. De pronto, al señalar con su mano hacia el aberrante paisaje, noté su propia irregularidad: en la mano derecha le faltaban los tres primeros dedos.
—Algún día —anunció—, todo esto quedará normalizado. Será todo nuevo, y nuevas clases de plantas significan nuevas criaturas. La tribulación fue la sacudida que necesitábamos para empezar otra vez.
—Pero —intervine— allá donde pueden conseguir la verdadera estirpe, destruyen las aberraciones.
—Cierto es que lo intentan —convino—. Y creen que lo logran. Están obsesionados con mantener los principios del Viejo Pueblo, ¿pero de verdad lo consiguen? ¿Pueden acaso lograrlo? ¿Cómo saben que sus cosechas, sus frutas y sus verduras son exactamente las mismas? ¿Es que no hay controversias? ¿Y no sucede casi siempre que al final se acepta la especie de mayores beneficios? ¿No se cruzan las razas para conseguir más robustez, o más producción de leche o más carne? Claro que pueden hacer desaparecer las aberraciones evidentes ¿pero estás seguro de que el Viejo Pueblo reconocería alguna de las actuales especies? Yo no tengo esa certeza, desde luego. Es un proceso imparable.
Se puede ser obstructor y destructor, e inclusive retardar y tergiversar tal proceso con fines egoístas; sin embargo, de alguna manera continúan su desarrollo. Fíjate, por ejemplo, en estos caballos.
—Tienen la aprobación del gobierno —comenté.
—Sin duda —observó—. A eso me refiero precisamente.
—Pero si de todos modos va a seguir el proceso —objeté—, no veo la razón de que haya tribulación.
—El proceso continúa su curso imparable en todo menos en el hombre, y ello debido a que gente como el Viejo Pueblo y tus paisanos hacen lo que pueden para impedirlo. Están contra cualquier cambio, le cierran el paso e inmovilizan la especie porque tienen la arrogancia de considerarse perfectos. Según su punto de vista, ellos, y sólo ellos, están de acuerdo con la verdadera imagen; bien, de ahí se infiere que si la imagen es verdadera, ellos deben ser Dios, y al ser Dios, se consideran autorizados para decretar: «hasta aquí, y no más lejos». Ese es su gran pecado: tratan de quitar la vida a la Vida.
En contraste con el resto de la conversación, en las últimas oraciones creí descubrir un tono que me hizo sospechar un nuevo encuentro de algún tipo de credo. Por consiguiente, decidí llevar a mi interlocutor a un terreno más práctico preguntándole por la causa de habernos apresado.