—Y así ha sido en efecto —confirmó Rosalind—. No tengo ni la más ligera duda de ello.
—Debe haber algún error —intervine—. Probablemente Petra le diera la impresión de que somos gente de los Bordes. En cuanto a…
Fui deslumbrado momentáneamente por la súbita e indignada negación de mi hermana. Hice lo que pude para no tomarla en consideración y continué:
—En cuanto a la ayuda, debe haber también un error. Esa extranjera se encuentra en alguna parte del sudoeste, y todo el mundo sabe que en esa dirección no hay más que kilómetros y kilómetros de Malas Tierras. Aun suponiendo que esté en el límite más cercano, ¿cómo va a poder socorrernos?
Rosalind no quiso discutir ese asunto. Simplemente sugirió:
—Esperemos. Además, lo único que deseo yo ahora es dormir.
Como yo tenía asimismo sueño y Petra había dormido casi todo el rato en el cuévano, la dijimos que se mantuviera alerta y nos despertara en seguida si oía o veía algo sospechoso. Tanto Rosalind como yo nos quedamos dormidos casi antes de acostarnos.
Al despertarme Petra moviendo mi hombro, observé que el sol se estaba ya poniendo.
—Michael —me indicó mi hermana.
Hice un esfuerzo para aclarar mi mente y recibirle.
—Han vuelto a descubrir vuestro rastro —me explicó—. Por lo visto en una pequeña granja a orillas de Tierra Agreste. Pasasteis por allí, ¿recuerdas?
Lo recordaba, en efecto. Por su lado agregó:
—Ahora mismo hay una partida camino de ese lugar. Empezarán a seguir vuestras huellas en cuanto haya un poco de luz. Mejor será que es pongáis rápidamente en marcha. No sé lo que os aguarda, pero es muy posible que en este momento existan unas cuadrillas avanzando desde el oeste para cortaros el paso. Si son ciertas mis predicciones, apuesto a que se juntarán en grupos pequeños para pasar la noche. No pueden arriesgarse a formar un cordón de centinelas solos teniendo a gente de los Bordes por el territorio. Por tanto, con un poco de suerte creo que podréis escurriros.
—De acuerdo —convine fatigado.
Luego me vino a la mente una pregunta que ya antes había estado a punto de hacer:
—¿Qué sabéis de Sally y Katherine?
—Nada. Yo no he recibido ningún contacto. Por otro lado, el alcance ahora es más bien remoto. ¿Se ha enterado alguien de algo?
Rachel, dificultada por la distancia, intervino:
—Katherine estaba inconsciente. Desde entonces no hemos recibido nada comprensible. Mark y yo nos tememos…
Resistiéndose evidentemente a proseguir, la comunicación se desvaneció. Michael tuvo que insistirla:
—Vamos, termina…
—Bueno Katherine está inconsciente desde hace tanto tiempo que nos hemos preguntado si no… habrá muerto.
—¿Y Sally?…
En esta ocasión hubo todavía más resistencia.
—Pensamos… En realidad, tememos que algo irreparable le haya ocurrido a su mente.
No hemos recibido más que una o dos comunicaciones muy confusas… muy débiles, sin ninguna coherencia; por eso nos tememos que…
Volvimos a notar que se desvanecía, esta vez evidenciando gran tristeza. Hubo una pausa antes de que Michael enviara formas duras y ásperas:
—Ya entiendes lo que eso significa, ¿verdad, David? Los tenemos espantados. Si nos cogen, están dispuestos a destrozarnos con tal de saber más de nosotros. No permitas que capturen a Rosalind o Petra…; es mucho mejor que las mates tú mismo antes de consentir que eso suceda, ¿comprendes?
El rojo de la puesta del sol resplandecía en el pelo de Rosalind, dormida a mi lado, y pensé en la angustia que Katherine nos había hecho experimentar. La posibilidad de que ella o Petra sufrieran del mismo modo me hacia estremecer.
—Si —le respondí.
Y a los otros les confirmé también:
—Si… lo comprendo.
Durante un rato sentí su simpatía y aliento; luego noté que se habían retirado.
Petra, más desconcertada que alarmada, me estaba observando. Con palabras me preguntó vehemente:
—¿Por qué te ha dicho que debes matarnos a Rosalind y a mí?
Intenté recuperarme antes de contestar:
—Eso es sólo en el caso de que nos cojan.
Había tratado de dar la impresión de que esa era la actuación sensata y habitual en tales circunstancias. Después de considerar candorosamente mis palabras, preguntó:
—¿Por qué?
—Bueno —empecé—. Mira, nosotros somos distintos porque ellos no pueden formar conceptos pensados, y la gente vulgar teme a quien se distingue…
—¿Y por qué tienen que temernos? —insistió—. Nosotros no les hacemos ningún daño.
—No estoy seguro de saber la causa —repliqué—. Pero lo cierto es que nos tienen miedo. Es una sensación, no un razonamiento. Y cuanto más estúpidos son, más creen que todo el mundo debe ser semejante. Y al coger miedo se vuelven crueles y desean perjudicar a los que son diferentes…
—¿Por qué? —repitió Petra.
—Porque si. Y si nos cogieran nos harían mucho daño.
—No veo por qué —porfió mi hermana.
—Pues de ese modo son las cosas. Es complicado y odioso, ya lo sé. Lo entenderás mejor cuando hayan transcurrido unos años. Pero lo que ahora importa es que no deseamos que tú y Rosalind sufráis ningún daño. ¿Te acuerdas de cuando te echaste el jarro de agua hirviendo en el pie? Bueno, sería mucho peor que eso. Es preferible la muerte… una especie de sueño tan profundo que ya no puedan hacerte ningún mal.
Contemplé el suave subir y bajar del seno de Rosalind mientras dormía; tenía sobre su mejilla un pequeño mechón de pelo; se lo quité tiernamente y la besé sin despertarla.
A continuación oí decir a Petra:
—David, cuando nos mates a Rosalind y a mí…
No la dejé continuar. La rodeé con mis brazos y la expliqué:
—Cálmate, guapa. No va a ocurrir nada porque no vamos a dejar que nos atrapen. Ahora vamos a despertarla, pero no la cuentes nada de lo que hemos hablado. Podría preocuparse y, por lo mismo, es preferible que constituya un secreto entre nosotros, ¿vale?
—De acuerdo —convino Petra.
Luego tiró suavemente del pelo a Rosalind.
Decidimos comer de nuevo para principiar la marcha cuando fuese un poco más de noche y poder guiarnos por las estrellas. Petra se mantuvo insólitamente silenciosa durante la comida. A lo primero pensé que estaría rumiando nuestra última conversación; pero más tarde me di cuenta de mi error, ya que al cabo de un rato salió de su estado contemplativo y dijo en tono jovial:
—Tierra del Mar debe de ser un sitio muy divertido. Todo el mundo puede formar allí imágenes pensadas… bueno, casi todo el mundo, y nadie desea por eso perjudicar a los demás.
—¡Vaya! —exclamó Rosalind—. Así que habéis estado charlando mientras comíamos, ¿eh? Tengo que decirte que eso me satisface.
Petra ignoró el comentario. Por su parte, añadió:
—Sin embargo, no todos las forman muy bien, pues la mayoría de ellos las hacen como tú y David. Pero ella es en ese sentido mucho mejor que casi todos los demás, y tiene dos niños que, aunque son todavía pequeños, parece ser que serán también muy buenos.
Con todo, ella no cree que puedan llegar a mi altura. Dice que hago las imágenes pensadas más poderosas que nadie.
Las últimas palabras las había pronunciado con especial complacencia.
—Eso no me sorprende en absoluto —indicó Rosalind—. Pero lo que debes apreciar es la formación de buenas imágenes pensadas en vez de conceptos únicamente ruidosos.
—Dice que mejoraré incluso si me aplico —contestó sin ningún rubor—, y que cuando crezca tendré hijos que igualmente harán poderosas imágenes pensadas.
—¡Ah, claro, claro que sí! —observó Rosalind—. Sin embargo, la impresión que hasta aquí tengo de las imágenes pensadas es de que traen sobre todo problemas.
—No en Tierra del Mar —atajó Petra moviendo la cabeza—. Ella dice que allí todo el mundo quiere formarlas, y que la gente que no es capaz de hacerlas bien se esfuerza por mejorarlas.
Reflexionamos sobre aquel asunto. Yo recordé las historias de tío Axel respecto a los lugares de más allá de las Costas Negras en donde las aberraciones creían ser la verdadera imagen, y todos los demás eran mutaciones.
—Ella dice —amplificó Petra— que a la gente que sólo puede hablar con palabras le falta algo. También observa que deberíamos sentir lástima por esas personas, ya que, no obstante lo mayores que puedan ser, nunca podrán entenderse mutuamente como es debido. Siempre serán pensadores únicos, nunca conjuntos.
—Sin embargo —recalcó Rosalind—, en estos momentos yo no puedo sentir ninguna lástima por esa gente.
—Pero como por lo visto esas personas llevan vidas estúpidas y obtusas en comparación con las nuestras —empezó a sentenciar Petra—, ella insiste en que debemos sentir lástima por ellas.
La dejamos que se despachara a gusto. Era muy difícil encontrar el sentido a muchas de las cosas que relataba, y posiblemente fuera porque ella no las había captado bien; sin embargo, había algo que sobresalía con claridad, y es que estos habitantes de Tierra del Mar, cualquiera que fuese su identidad y su lugar de asentamiento, no se subestimaban en absoluto. Empezaba a resultar más que probable la exactitud de la opinión expresada por Rosalind al haber interpretado el término «primitiva» como aplicado a la gente común de Labrador.
A la diáfana luz de las estrellas principiamos a marchar de nuevo, serpenteando todavía entre arbustos y espinos en dirección sudoeste. Alertados por el aviso de Michael, avanzábamos tan silenciosamente como podíamos, prestos a captar cualquier indicio de obstáculo. Durante varios kilómetros no oímos otra cosa sino el constante y amortiguado ruido de los pesados cascos de las grandes caballerías, el ligero crujido de las cinchas y los serones, y de vez en cuando débiles sonidos provocados por los pequeños animales que huían a nuestro paso.
Al cabo de las tres horas o más empezamos a percibir a lo lejos una línea de oscuridad más tenebrosa, y pronto nos encontramos al borde de otro bosque que se alzaba ante nosotros como una negra pared.
En medio de aquella sombra era imposible notar su densidad. Nos pareció lo mejor continuar en línea recta, y si luego no resultaba fácil la penetración, volveríamos a la orilla hasta que descubriéramos un lugar adecuado por el que entrar.
Así lo hicimos, y cuando llevábamos recorridos unos cien metros alguien nos disparó sin advertirnos desde atrás y la bala pasó silbando cerca de nosotros.
Ambos caballos se asustaron y botaron. Yo estuve a punto de salir arrojado del cuévano. Los espantados animales rompieron con sus brincos la cuerda que les enlazaba. El otro caballo salió disparado hacia el interior del bosque, pero luego se desvió instintivamente a la izquierda. El nuestro se lanzó tras él. No se podía hacer otra cosa sino apretarse en el cuévano y agarrarse bien a él mientras sufríamos una verdadera lluvia de tierra y piedras provocada por los cascos del animal que abría camino.
A nuestras espaldas volvimos a oír otro tiro, y la velocidad de los caballos aumentó aún más…
Durante un buen rato padecimos la violencia de un pesado y estremecedor galope.
Luego se produjo otro disparo hacia nuestra izquierda. Al oír el chasquido, nuestro caballo brincó a un lado, torció a la derecha y se precipitó camino del bosque. Nos agachamos todavía más en los serones cuando sentimos que nos golpeábamos contra los árboles.
Por verdadera suerte penetramos a través de un espacio en el que los grandes troncos tenía suficiente separación pero aparte de eso, la carrera estaba siendo de pesadilla, con ramas que aporreaban o arañaban los cuévanos. El enorme caballo iba sencillamente lanzado; evitaba, si, los árboles mayores, pero se arrojaba por entre los restantes, abriéndose paso a base de fuerza y dejando detrás un rastro de ramas y arbolillos rotos.
Aunque el bruto redujo como era de esperar su velocidad, apenas notamos sin embargo la mengua de su determinación de huir de los disparos. Para evitar quedar hecho cachitos en el serón, formé un ovillo con todo el cuerpo, y por supuesto no me atreví a sacar la cabeza para echar un rápido vistazo, no fuera a ser que una rama me la rompiera.
No podía decir si nos perseguían, si bien se me antojaba improbable. Porque no sólo había más oscuridad bajo los árboles, sino que cualquier caballo de tamaño corriente hubiera quedado destripado en el intento de cruzar los tallos quebrados que íbamos dejando como estacas a nuestro paso.
El animal empezó por fin a apaciguarse; disminuyó la violencia de la andadura y pronto noté que ya iba eligiendo el camino en vez de forzarlo. Vimos también que a nuestra izquierda los árboles se aclaraban. Rosalind se agachó desde el cuévano, cogió de nuevo las riendas y dirigió al animal hacia aquella parte. En seguida llegamos a un estrecho espacio abierto desde el que pudimos contemplar de nuevo las estrellas. No obstante, era imposible afirmar si se trataba de una senda artificial o de un claro natural. Nos detuvimos un momento para considerar sus riesgos, decidimos que la marcha más fácil compensaría la desventaja de simplificar a nuestros enemigos la persecución, y tomamos aquel camino hacia el sur. El chasquido de unas ramas al romperse hizo que nos volviéramos a un lado con los arcos dispuestos, pero se trataba únicamente del otro gran caballo. Salió de entre las sombras dando un relincho de placer, y se colocó a nuestra zaga como si fuese unido todavía por la cuerda.
El suelo era ahora más accidentado. El camino tenía muchas curvas, obligándonos a rodear grandes salientes rocosos y a bajar por torrenteras para cruzar pequeños arroyos.
Encontrábamos a veces amplios espacios abiertos, y en otras ocasiones los árboles se cerraban sobre nuestras cabezas. Nuestro avance era inevitablemente lento.
Consideramos que debíamos estar ya en los Bordes, si bien nos resultaba imposible saber si nuestros perseguidores se arriesgarían a penetrar en este territorio. Cuando intentamos consultarlo con Michael no obtuvimos respuesta, por lo que creíamos que estaría durmiendo. Además nos desconcertaba el hecho de ignorar si había llegado el momento de desembarazarnos de los grandes caballos, dejándoles seguir solos por la senda mientras que nosotros nos íbamos andando por otra dirección. Era difícil tomar una decisión así sin contar con más conocimientos. Porque hubiera sido estúpido desembarazarnos de las enormes criaturas sin estar seguros de que nuestros perseguidores iban a arriesgarse a penetrar en los Bordes en busca nuestra, si al final determinaban correr el peligro, era indudable que nos alcanzarían en seguida al poder conseguir a la luz del día una velocidad mayor que la que llevábamos nosotros ahora. Por otro lado, estábamos cansados, y la perspectiva de continuar el viaje a pie no nos atraía nada. Volvimos a intentar establecer contacto con Michael, pero sin éxito. Un instante después alguien decidía por nosotros.