—No entiendo —dijo la jerarca al cabo de un momento, aturdida ella misma.
—He dicho «cállate». Si eres lista escucharás lo que tengo que decirte y ahorrarás a nuestros dos pueblos incontables sufrimientos. Jerarca, no declararás la guerra a la Unión Colonial porque ya lo has hecho. Vosotros, los raey y los obin.
—No tengo ni la menor idea… —empezó a decir la jerarca.
—Vuelve a mentirme y le cortaré la cabeza a tu hija.
Más chasquidos. La jerarca se calló.
—Bien —dijo Sagan—. ¿Estáis en guerra con la Unión Colonial?
—Sí —respondió la jerarca, después de un largo instante—. O lo estaremos, dentro de poco.
—Creo que no —dijo Sagan.
—¿Quién eres tú? ¿Dónde está la embajadora Hartling? ¿Por qué estoy negociando con alguien que amenaza con matar a mi hija?
—Imagino que la embajadora Hartling estará ahora mismo en su despacho, tratando de descubrir qué está pasando —dijo Sagan—. Como no sentiste la necesidad de informarla de tus planes militares, tampoco lo hicimos nosotros. Estás negociando con la persona que ha amenazado con matar a tu hija porque tú has amenazado con matar a
nuestros
hijos, jerarca. Y estás negociando conmigo porque en este momento soy la negociadora que te mereces. Y puedes estar segura de que en este asunto no podrás volver a negociar con la Unión Colonial.
La jerarca volvió a guardar silencio.
—Enséñame a mi hija —dijo, cuando volvió a hablar.
Sagan asintió a Roentgen, quien se volvió y mostró a Vyut Ser, quien una vez más se había vuelto a echar a llorar. Jared vio la reacción de la jerarca, que había pasado de ser la líder de un mundo a verse reducida simplemente a una madre que sentía el dolor y el temor de su propia criatura.
—¿Cuáles son tus exigencias? —dijo simplemente la jerarca.
—Cancela tu guerra.
—Hay otros dos grupos más —dijo la jerarca—. Si nos echamos atrás, querrán saber por qué.
—Entonces continuad preparándoos para la guerra. Y luego atacad a uno de vuestros aliados en cambio. Yo sugeriría los raey. Son débiles, y podríais tomarlos por sorpresa.
—¿Y qué hay de los obin?
—Nosotros nos encargaremos de los obin.
—¿Ah, sí? —dijo la jerarca, escéptica.
—Sí —respondió Sagan.
—¿Estás sugiriendo que ocultemos sin más lo que ha ocurrido aquí esta noche? Los rayos que usasteis para destruir mi palacio pudieron verse en cien kilómetros.
—No lo ocultéis, investigadlo —dijo Sagan—. La Unión Colonial ayudará alegremente a sus amigos eneshanos en su investigación. Y cuando se descubra que los raey están detrás de esto, tendréis vuestra excusa para la guerra.
—Tus otras exigencias —dijo la jerarca.
—Hay un humano, llamado Charles Boutin. Sabemos que os está ayudando. Lo queremos.
—No lo tenemos. Lo tienen los obin. Podéis pedírselo a ellos, por lo que a mí respecta. ¿Qué más queréis?
—Queremos garantías de que cancelaréis vuestra guerra —dijo Sagan.
—¿Queréis un tratado?
—No. Queremos un nuevo consorte. Uno de nuestra elección.
Esto generó los chasquidos más fuertes de toda la corte.
—
¿Asesináis
a mi consorte y luego exigís escoger al siguiente? —dijo la jerarca.
—Sí.
—¿Con qué fin? —imploró la jerarca—. ¡Mi Vyut ha sido consagrada! Es la heredera legal. Si satisfago tus exigencias y dejas marchar a mi hija, seguirá siendo del clan Hio y, según nuestras tradiciones, seguirán teniendo influencia política. Tendríais que matar a mi hija para quebrar su influencia —la jerarca se detuvo, inquieta, luego continuó—. Y si hacéis eso, ¿por qué iba yo a cumplir ninguna de vuestras demandas?
—Jerarca —dijo Sagan—, tu hija es estéril.
Silencio.
—No habréis… —dijo la jerarca, suplicante.
—Lo hemos hecho.
La jerarca frotó sus piezas bucales, provocando un extraño sonido agudo. Estaba llorando. Se levantó de su asiento, desapareció de la imagen, sollozando, y luego reapareció de repente, demasiado cerca de la cámara.
—¡Sois unos monstruos! —gritó.
Sagan no dijo nada.
La Consagración de la Heredera no podía deshacerse. Una heredera estéril significaba la muerte de un linaje jerárquico. La muerte de un linaje jerárquico significaba años de implacable y sangrienta guerra civil donde las tribus competirían por imponer un linaje nuevo. Si las tribus llegaban a saber que la heredera era estéril, no esperarían el lapso natural de su vida para iniciar su guerra interna. Primero la jerarca reinante sería asesinada, para que la heredera ostentara el poder. Entonces ella se convertiría también en un constante blanco de asesinato. Cuando el poder está al alcance, pocos esperan pacientemente a obtenerlo.
Al volver estéril a Vyut Ser, la Unión Colonial había sentenciado al olvido el linaje jerárquico Ser y a Enesha a la anarquía. A menos que la jerarca cediera a sus exigencias y consintiera algo inaceptable. Y la jerarca lo sabía.
Se negó, de todas formas.
—No consentiré que elijáis a mi consorte.
—Informaremos a las matriarcas de que tu hija es estéril —dijo Sagan.
—Destruiré vuestro transporte donde está, y a mi hija con vosotros —gritó la jerarca.
—Hazlo. Y todas las matriarcas sabrán que tu incompetencia como jerarca nos llevó a atacaros y causó la muerte de tu consorte y de tu heredera. Luego tal vez descubras que, aunque puedas elegir a una tribu que te proporcione un consorte, la tribu no quiera entregarlo. Sin consorte, no hay heredera. Sin heredera, no hay paz. Conocemos la historia eneshana, jerarca. Sabemos que las tribus han retenido consortes por menos, y que las jerarcas boicoteadas no duraron mucho después de eso.
—Eso sucederá.
Sagan se encogió de hombros.
—Mátanos, entonces —dijo—. O rechaza nuestras condiciones, y te devolveremos a tu hija estéril. O hazlo a nuestro modo y tendrás nuestra cooperación para extender tu linaje jerárquico y salvar a tu nación de la guerra civil. Esas son tus opciones. Y el tiempo se te está acabando.
Jared vio las emociones dibujarse en el rostro y el cuerpo de la jerarca, extrañas por su naturaleza alienígena pero no menos poderosas por ello. Fue una pugna silenciosa y dolorosa. Jared recordó que en la reunión informativa para la misión, Sagan había dicho que los humanos no podían hundir militarmente a los eneshanos, que había que hacerlo psicológicamente. Jared vio cómo la jerarca se doblegaba y se doblegaba y se doblegaba hasta que ceder.
—Dime a quién tengo que elegir —dijo la jerarca.
—A Hu Geln.
La jerarca se volvió a mirar a Hu Geln, que estaba de pie al fondo, silencioso, y emitió el equivalente eneshano a una risa amarga.
—No me sorprende —dijo.
—Es un buen hombre —dijo Sagan—. Y te aconsejará bien.
—Trata de consolarme de nuevo, humana, y nos enviaré a todos a la guerra.
—Mis disculpas, jerarca —dijo Sagan—. ¿Tenemos un acuerdo?
—Sí —respondió la jerarca, y empezó a gemir de nuevo—. Oh, Dios —sollozó—. Oh, Vyut. Oh, Dios.
—Sabes lo que tienes que hacer —dijo Sagan.
—No puedo. No puedo —lloró la jerarca. Al escuchar su llanto, Vyut Ser, que había guardado silencio, se agitó y lloró llamando a su madre. La jerarca rompió a llorar de nuevo.
—Tienes que hacerlo —dijo Sagan.
—Por favor —suplicó la criatura más poderosa del planeta—. No puedo. Por favor. Por favor, humana. Por favor, ayúdame.
—Dirac —dijo Sagan—. Hazlo.
Jared desenvainó su cuchillo de combate y se acercó a la criatura por la que había muerto Sarah Pauling. Estaba atada a la camilla y se agitaba y lloraba, llamando a su madre, y moriría sola y asustada, lejos de todos los que la habían amado.
Jared rompió a llorar también. No supo por qué.
Jane Sagan se acercó a Jared, le arrebató el cuchillo y lo alzó. Jared se dio la vuelta.
Los llantos cesaron.
Fueron las gominolas negras las que lo provocaron.
Jared las vio mientras curioseaba en la tienda de caramelos de la Estación Fénix, y pasó de largo, más interesado en las chocolatinas. Pero su mirada volvía una y otra vez a ellas, al pequeño contenedor que las separaba del resto de las gominolas, que se ofrecían surtidas.
—¿Por qué las pone aparte? —le preguntó Jared a la vendedora, después de que sus ojos regresaran a las gominolas negras por quinta vez—. ¿Qué hace tan especiales las gominolas negras?
—La gente las adora o las aborrece —respondió la vendedora—. A los que las aborrecen, que son la mayoría, no les gusta tener que ir apartándolas del resto de las gominolas. Los que las adoran quieren tener la bolsa llena de ellas. Así que tengo unas cuantas a mano, pero en su propio espacio.
—¿Y usted de qué tipo es? —preguntó Jared.
—No las soporto —dijo la vendedora—. Pero mi marido nunca tiene suficientes. Y me echa el aliento encima cuando las está comiendo, sólo para molestarme. Una vez lo eché a patadas de la cama por hacerlo. ¿Nunca ha probado una gominola negra?
—No —dijo Jared. La boca se le hizo agua ligeramente—. Pero creo que voy a probar unas cuantas.
—Un tipo valiente —dijo la vendedora, y llenó una bolsita de plástico transparente de caramelos y se la entregó. Jared la cogió y pescó dos gominolas mientras la vendedora anotaba el pedido; como pertenecía a las FDC, Jared no pagó las gominolas (como todo lo demás, eran gratis y formaban parte de lo que los soldados llamaban cariñosamente «el viaje por el infierno con todos los gastos pagados»), pero los vendedores anotaban todo lo que servían a los soldados y enviaban las facturas a las FDC. El capitalismo había llegado al espacio y le iba razonablemente bien.
Jared tomó el par de gominolas y se las metió en la boca, las aplastó con los molares y las retuvo allí, mientras su saliva recubría el sabor a regaliz sobre la lengua y los vapores de su olor llegaban más allá de su paladar y se expandían por su cavidad nasal. Cerró los ojos, y advirtió que sabían tal como recordaba. Cogió un puñado y se lo metió en la boca.
—¿Cómo están? —preguntó la vendedora, observando el entusiástico consumo.
—Están buenas —respondió Jared, con la boca llena de gominolas—. Buenas de verdad.
—Le diré a mi marido que hay otro en su equipo.
Jared asintió.
—Dos —dijo—. A mi hija le encantan también.
—Todavía mejor —dijo la vendedora, pero Jared ya se había marchado, perdido en sus pensamientos, de regreso a su oficina. Dio diez pasos, tragó por completo la masa de gominolas que tenía en la boca, se dispuso a coger más y entonces se detuvo.
«Mi hija», pensó, y un grueso nudo de pena y recuerdo lo golpeó con tanta fuerza que lo hizo convulsionarse, atragantarse y vomitar las gominolas en la acera. Mientras escupía los últimos fragmentos de caramelos que tenía en la garganta, un nombre se formó en su cabeza.
«Zoe —pensó Jared—. Mi hija. Mi hija que está muerta.»
Una mano le tocó en el hombro. Jared retrocedió, casi resbaló en el vómito al volverse, y la bolsa de gominolas escapó volando de su mano. Miró a la mujer que le había tocado, una especie de soldado de las FDC. Ella lo miró con extrañeza y luego hubo un breve y brusco zumbido en su cabeza, como una voz humana pero acelerada diez veces. Sucedió de nuevo y una vez más, como dos bofetadas en el interior de su cabeza.
—¿Qué? —le gritó Jared a la mujer.
—Dirac —dijo ella—. Cálmate. Dime qué te ocurre.
Jared se sintió asustado y desorientado y se apartó rápidamente de la soldado, chocando contra otros peatones mientras se retiraba.
Jane Sagan vio a Dirac marcharse dando tumbos y luego miró el oscuro charco de vómito y el puñado de gominolas en la acera. Se volvió hacia la tienda de caramelos y se dirigió hacia allí.
—Usted —dijo, señalando a la vendedora—. Dígame qué ha pasado.
—Ese tipo vino y compró gominolas negras —dijo la mujer—. Dijo que le encantaban y se metió un puñado en la boca. Luego va, da un par de pasos y vomita.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo. Charlé con él y le dije que a mi marido le encantan las gominolas negras, y él dijo que a su hija le gustan también, compró las gominolas y se marchó.
—Habló de su hija —dijo Sagan.
—Sí. Dijo que tenía una niña pequeña.
Sagan contempló la acera. No había ni rastro de Dirac. Empezó a correr en la dirección donde lo había visto por ultima vez y trató de abrir un canal con el general Szilard.
* * *
Jared llegó a uno de los ascensores de la estación cuando otra gente salía de él. Pulsó el botón para que lo llevara al nivel de su laboratorio y de repente se dio cuenta de que su brazo era verde. Lo retiró con tanta violencia que chocó contra la pared del ascensor, lo que le hizo advertir de manera brusca y dolorosa que era, de hecho, su brazo, y que no iba a poder librarse de él. Las otras personas del ascensor lo miraron extrañadas, y en un caso con verdadera inquina: casi había golpeado a una mujer al retirar el brazo.
—Lo siento —dijo. La mujer hizo una mueca y miró al techo, el gesto típico de los ascensores. Jared hizo lo mismo y vio un reflejo borroso de su yo verde en las bruñidas paredes metálicas del ascensor. La ansiedad y la confusión de Jared se fueron convirtiendo en terror, pero Jared no quería dejarse llevar por el pánico en un ascensor lleno de desconocidos. El condicionamiento social era, por el momento, más fuerte que el pánico que le causaba la confusión sobre su identidad.
Si Jared hubiera podido dedicar un momento a cuestionarse quién era, allí de pie en silencio en el ascensor mientras esperaba llegar a su nivel, habría llegado a la sorprendente conclusión de que no estaba muy seguro. Pero no lo hizo: la gente no suele cuestionarse su identidad en el día a día. Jared sabía que ser verde no era apropiado, que su laboratorio estaba tres niveles más abajo de donde se encontraba, y que su hija Zoe estaba muerta.
El ascensor llegó al nivel deseado, y Jared salió al ancho pasillo. Ese nivel de la Estación Fénix no tenía tiendas de caramelos ni de otros productos: era uno de esos niveles de la estación dedicados principalmente a la investigación militar. Había soldados de las FDC cada treinta metros, vigilando los pasillos que conducían a las profundidades del nivel. Cada pasillo estaba equipado con escáneres biométricos y CerebroAmigos prostéticos que analizaban a todos los individuos que se acercaban. Si a una persona no se le permitía acceder al pasillo, un guardia de las FDC la interceptaba antes de que consiguiera llegar.