Szilard engulló su filete y devolvió su atención a Robbins.
—Coronel, ¿ha oído hablar del sistema Esto? No lo busque, sólo dígame si lo conoce.
—No lo conozco —dijo Robbins.
—¿Y Krana? ¿Mauna Kea? ¿Sheffield?
—Conozco la Mauna Kea de la Tierra. Pero supongo que no es ésa de la que está hablando.
—No lo es —Szilard indicó de nuevo con su tenedor, agitándolo para abarcar un punto más allá del extremo oriental de Fénix—. El sistema Mauna Kea está por ahí, cerca del horizonte de impulso de salto de Fénix. Hay una nueva colonia allí.
—¿Hawaianos? —preguntó Robbins.
—Por supuesto que no —dijo Szilard—. Según mis datos, son casi todos tamiles. No le pusieron nombre al sistema, tan sólo viven allí.
—¿Qué tiene tan interesante ese sistema?
—El hecho de que hace menos de tres días un crucero de las Fuerzas Especiales desapareció en él —dijo Szilard.
—¿Fue atacado? ¿Destruido?
—No.
Desapareció.
No llegó contacto alguno una vez entró en el sistema.
—¿Saltó a la colonia? —preguntó Robbins.
—No habría hecho eso —contestó Szilard, en un tono frío que le sugirió a Robbins que no debería preguntar más detalles.
No lo hizo.
—Tal vez le sucedió algo a la nave cuando reentró en espacio real —dijo, en cambio.
—Lanzamos un sensor. No había nave. Ni caja negra. Ni restos a lo largo del rumbo de vuelo proyectado. Nada. Desapareció.
—Qué extraño —dijo Robbins.
—No. Lo que es extraño es que era la cuarta nave de las Fuerzas Especiales a la que le sucede lo mismo este mes.
Robbins se quedó mirando a Szilard, aturdido.
—¿Han perdido cuatro cruceros? ¿Cómo?
—Bueno, si supiéramos eso, coronel, estaríamos pisándole ya el cuello a alguien —respondió Szilard—. El hecho de que en vez de eso esté comiéndome un filete delante de usted debería indicarle que estamos tan a oscuras como cualquiera.
—Pero piensan que hay alguien detrás de esto —dijo Robbins—. Y no es sólo cosa de las naves ni de sus impulsores de salto.
—Pues claro que lo pensamos. Que una nave desaparezca es un incidente al azar. Que desaparezcan cuatro en un mes es una jodida tendencia. No se trata de un problema de las naves ni de los impulsores.
—¿Quién creen que está detrás?
Szilard soltó sus utensilios, irritado.
—Cristo, Robbins —dijo—. ¿Cree que estoy charlando con usted porque no tengo
amigos?
Robbins sonrió amargamente, a su pesar.
—Los obin, entonces —dijo.
—Los obin. Sí. Los que tienen a Charles Boutin escondido en alguna parte. Todos los sistemas donde desaparecieron nuestras naves están cerca del espacio obin o son planetas por los que los obin pelearon en un momento u otro. Es sólo un hilo muy fino, pero es todo lo que tenemos por ahora. Lo que no tenemos es el cómo ni el por qué, y ahí es donde esperaba que usted me arrojara algo de luz.
—Quiere saber dónde estamos con el soldado Dirac —dijo Robbins.
—Si no le importa —contestó Szilard, y volvió a coger sus utensilios.
—La cosa va lenta —admitió Robbins—. Creemos que el incidente se produjo a causa de la tensión y los impulsos sensoriales. No podemos crearle la misma tensión que hizo el combate, pero le hemos estado presentando partes de la vida de Boutin poco a poco.
—¿Sus archivos? —preguntó Szilard.
—No. Al menos no los archivos e informes sobre Boutin que fueron escritos o registrados por otras personas. Ésos no son del propio Boutin, y no queremos introducir un punto de vista ajeno. Cainen y el teniente Wilson están trabajando con fuentes primarias, las notas y grabaciones de Boutin, y con sus cosas.
—¿Quiere decir cosas que fueron de Boutin?
—Cosas que fueron suyas, cosas que le gustaban (recuerde las gominolas) o cosas de gente que conoció. También hemos llevado a Dirac a sitios donde Boutin vivió y creció. Era originario de Fénix, ya sabe. El viaje en lanzadera es corto.
—Está bien que lo lleven de excursión —dijo Szilard, dándole poca importancia—. Pero ha dicho que el progreso era lento.
—Boutin empieza a asomar —dijo Robbins—. Pero parece hacerlo en su personalidad. He leído el perfil psicológico del soldado Dirac; hasta ahora ha sido un personaje pasivo. Le pasaban cosas en vez de hacer él que las cosas pasaran. Y durante la primera semana más o menos se ha comportado con nosotros de esa forma. Pero en las tres últimas semanas se ha vuelto más enérgico y más centrado. Y eso está más en consonancia con quién era Boutin, psicológicamente hablando.
—Se está volviendo más como Boutin. Bien —dijo Szilard—. ¿Pero recuerda algo?
—Bueno, ése es el tema. Tiene muy pocos recuerdos. Lo que vuelve son sobre todo cosas de su vida familiar, no de su trabajo. Le pasamos grabaciones de Boutin, expresando sus proyectos, y él las escucha sin pestañear. Le mostramos una foto de la hija de Boutin, y se inquieta un instante, pero luego te pregunta qué era esa foto. Es frustrante.
Szilard masticó durante un momento, pensando. Robbins aprovechó la pausa para disfrutar de su agua. No era tan refrescante como había comentado.
—¿Los recuerdos de esa niña pequeña no provocan que aparezcan otros recuerdos tangenciales? —preguntó Szilard.
—A veces —dijo Robbins—. Una foto de Boutin y su hija en alguna base de investigación donde estuvo destinado le hicieron recordar algo del trabajo que realizó allí. Una investigación primaria sobre almacenamiento de conciencia, antes de regresar a la Estación Fénix y empezar a trabajar en ella usando la tecnología que obtuvimos de los consu. Pero no recordó nada útil, en términos de por qué Boutin decidió convertirse en traidor.
—Muéstrele otra foto de la hija de Boutin.
—Le mostramos todas las que pudimos encontrar —dijo Robbins—. No hay muchas. Y tampoco quedan muchas cosas físicas suyas: ni juguetes, ni dibujos, ni nada por el estilo.
—¿Por qué no? —preguntó Szilard.
Robbins se encogió de hombros.
—Ella murió antes de que Boutin regresara a la Estación Fénix. Supongo que no quiso traer sus cosas consigo.
—Eso sí que es interesante —dijo Szilard. Pareció como si sus ojos se concentraran en algo lejano, un signo de que estaba leyendo algo en su CerebroAmigo.
—¿Qué? —preguntó Robbins.
—He recuperado el archivo de Boutin mientras usted hablaba —dijo Szilard—. Boutin es un colonial, pero su trabajo para la Unión requirió que estuviera destinado en varias instalaciones de Investigación Militar. El último lugar donde trabajó antes de venir aquí fue en la Estación de Investigación Covell. ¿Ha oído hablar de ella?
—Me resulta familiar, pero no logro situarla.
—Dice que es una instalación investigadora capaz de cero-g. Hicieron trabajo biológico, y por eso Boutin estuvo allí, pero sobre todo investigaron armas y sistemas de navegación. Esto es interesante: la estación estaba situada directamente sobre un sistema planetario de anillo. A un kilómetro sobre el plano de los anillos. Usaba los restos de anillos para probar sus sistemas de navegación cercanos.
Ahora Robbins lo entendió. Los planetas rocosos con sistemas de anillo eran raros, y los que tenían colonias humanas más raros todavía. A la mayoría de los colonos no les hacía gracia la idea de vivir en un lugar donde trozos de roca del tamaño de un estadio podían abrirse paso a través de la atmósfera cada dos por tres en vez de una vez cada milenio. Uno que tuviera una estación de Investigación Militar orbitando encima…, eso sí que era muy singular.
—Omagh —dijo Robbins.
—Omagh —reconoció Szilard—. Que ya no es nuestro. Nunca pudimos demostrar que los obin atacaran la colonia ni la estación. Es posible que fueran los raey cuando quedaron debilitados tras luchar contra nosotros y antes de poder reforzarse. Uno de los motivos por los que nunca fuimos a la guerra contra ellos. Pero sabemos que decidieron reclamar el sistema para sí muy rápidamente, antes de que pudiéramos prepararnos para recuperarlo.
—Y la hija de Boutin estaba en la colonia —dijo Robbins.
—Estaba en la estación, por lo que dice la lista de bajas —respondió Szilard, enviando la lista a Robbins para que la viera—. Era una estación grande. Albergaba a muchas familias.
—Jesús —dijo Robbins.
—¿Sabe? —dijo Szilard de manera casual, pinchando con el tenedor el último pedazo de filete y metiéndoselo en la boca—, cuando la Estación Covell fue atacada, no resultó destruida del todo. De hecho, tenemos datos fiables que sugieren que la estación está casi intacta.
—Bien —dijo Robbins.
—Incluyendo las viviendas familiares.
—Oh, vaya —dijo Robbins, comprendiendo—. Creo que ya sé adonde va a ir a parar esto.
—Ha dicho usted que la memoria de Dirac responde con más fuerza a la tensión y los impulsos sensoriales —dijo Szilard—. Llevarle al lugar donde murió su hija, y donde es probable que estén todas sus cosas físicas, entraría en la categoría de impulso sensorial significativo.
—Existe el pequeño problema de que ahora el sistema pertenece y está patrullado por los obin.
Szilard se encogió de hombros.
—Ahí tenemos la tensión —dijo. Colocó los utensilios en posición «terminado» en el plato y lo retiró.
—El motivo por el que el general Mattson se quedó con el soldado Dirac es porque no quería que muriera en combate —repuso Robbins—. Dejarlo caer en el espacio de Omagh parece ir en contra de ese deseo, general.
—Sí, bueno, el deseo del general de impedir que Dirac sufra daños tiene que equilibrarse con el hecho de que hace cuatro días cuatro de mis naves y más de mil de mis soldados desaparecieron, como si nunca hubieran existido —dijo Szilard—. Y en el fondo Dirac sigue perteneciendo a las Fuerzas Especiales. Podría forzar el tema.
—A Mattson no le gustaría.
—Ni a mí tampoco. Tengo una buena relación con el general, a pesar de su actitud condescendiente hacia las Fuerzas Especiales y hacia mí.
—No es sólo con usted. Es condescendiente con todo el mundo.
—Sí, es un gilipollas que cree en la igualdad de oportunidades —dijo Szilard—. Y es consciente de ellos, lo que significa que cree que está bien. Sea como sea, aunque no quiero tenerlo en contra, lo haré si es necesario. Pero no creo que sea necesario.
Un camarero llegó para retirar el plato de Szilard. El general ordenó el postre. Robbins esperó a que el camarero se marchara.
—¿Por qué cree que no será necesario?
—¿Qué diría usted si le contara que ya tenemos Fuerzas Especiales en Omagh, haciendo preparativos para recuperar el sistema? —preguntó Szilard.
—Me mostraría escéptico. Ese tipo de actividad se advertiría tarde o temprano, y los obin son implacables. No tolerarían su presencia si lo descubrieran.
—En eso tiene razón —dijo Szilard—. Pero hace mal al mostrarse escéptico. Las Fuerzas Especiales llevan en Omagh más de un año ya. Incluso han estado dentro de la Estación Covell. Creo que puedo meter y sacar al soldado Dirac sin llamar demasiado la atención.
—¿Cómo?
—Con mucho cuidado. Y usando unos cuantos juguetitos nuevos.
El camarero regresó con el postre del general: dos grandes galletas Toll House. Robbins miró el plato. Le encantaban esas galletas.
—¿Se da usted cuenta de que, si se equivoca y no puede colar a Dirac, los obin lo matarán, su proyecto secreto para recuperar Omagh quedará al descubierto y toda la información que Dirac tiene sobre Boutin morirá con él? —dijo Robbins.
Szilard cogió una galleta.
—El riesgo siempre está presente en la ecuación. Si hacemos esto y la cagamos, entonces estaremos bien jodidos. Pero si no lo hacemos, nos arriesgamos a que Dirac no recupere nunca los recuerdos de Boutin, y entonces seremos vulnerables a lo que los obin hayan planeado a continuación. Y entonces también estaremos bien jodidos. Si nos van a joder, coronel, prefiero que me jodan de pie en vez de que me jodan de rodillas.
—Tiene usted un don con las imágenes mentales, general —dijo Robbins.
—Gracias, coronel —respondió Szilard—. Lo intento.
Extendió la mano, cogió la segunda galleta y se la ofreció a Robbins.
—Tome —dijo—. He visto cómo la desea.
Robbins miró la galleta, y luego en derredor.
—No puedo aceptarla.
—Claro que puede.
—Se supone que no puedo comer aquí.
—¿Y qué? —dijo Szilard—. Que les den. Es una tradición ridícula y usted lo sabe. Así que rómpala. Tome la galleta.
Robbins cogió la galleta y la miró sombrío.
—Oh, santo Dios —dijo Szilard—. ¿Tendré que ordenarle que se coma la maldita galleta?
—Podría ayudar.
—Bien —dijo Szilard—. Coronel, le doy una orden directa. Cómase la puñetera galleta.
Robbins se la comió. El camarero se escandalizó.
* * *
—Contempla tu carruaje —le dijo Harry Wilson a Jared mientras entraban en la bodega de carga de la
Shikra.
El «carruaje» en cuestión era un asiento de fibra de carbono construido sobre dos motores de iones extremadamente pequeños de potencia y maniobrabilidad limitada, uno a cada lado del asiento, y un objeto del tamaño de un frigorífico colocado directamente detrás del asiento.
—Vaya carruaje más feo —dijo Jared.
Wilson se echó a reír. El sentido del humor de Jared había mejorado en las últimas semanas, o al menos se había vuelto más del agrado de Wilson: le recordaba al sarcástico Charles Boutin que había conocido. Wilson sentía a la vez placer y precaución ante esto: placer porque su trabajo y el de Cainen estaba creando una diferencia; precaución porque Boutin era, después de todo, un traidor a la humanidad. Jared le caía a Wilson lo bastante bien para no desearle ese destino.
—Es feo, pero de alta tecnología —dijo. Se acercó y dio una palmada al objeto que parecía un frigorífico—. Es el impulsor de salto más pequeño jamás creado —dijo—. Recién salido de la cadena de montaje. Y no sólo es pequeño, sino que además es una muestra del primer avance real que tenemos en la tecnología de impulso de salto desde hace décadas.
—Déjame adivinar —dijo Jared—. Está basado en esa tecnología consu que robamos a los raey.
—Haces que parezca malo.
—Bueno, ya sabes —dijo Jared, dándose un golpecito en la cabeza—. Me encuentro en esta situación por culpa de la tecnología consu. Digamos que no soy neutral respecto a sus usos.