Jezal tragó saliva mientras repasaba mentalmente el trayecto que habían recorrido. El tullido tenía razón. Ni escalones ni rampas, en ningún momento habían subido ni bajado. Y, sin embargo, ahora se encontraban muy por encima de la torre más alta de Agriont. Volvía a sentir náuseas. La vista ahora le parecía mareante, repulsiva, obscena. Se apartó del pretil con paso tambaleante. Lo único que deseaba era volver a casa.
—Le seguí en medio de la oscuridad, yo solo, y aquí mismo me enfrenté a él. Sí, aquí estaba Kanedias, el Maestro Creador. Aquí luchamos. Fuego, acero, carne. Aquí mismo estábamos. Arrojó a Tolomei al vacío ante mis propios ojos. Lo vi, pero no pude hacer nada para impedirlo. Su propia hija. ¿Se lo imaginan? Nadie se lo merecía menos que ella. Jamás existió un espíritu más inocente —Logen frunció el ceño. Le faltaban las palabras.
—Aquí luchamos, sí —masculló Bayaz apretando sus gruesos puños contra la piedra desnuda del pretil—. Yo le lanzaba zarpazos de fuego, de acero, de carne, y él me los devolvía. Por fin conseguí arrojarle al vacío. Cayó envuelto en llamas y se estrelló contra el puente. Así fue cómo el último de los hijos de Euz abandonó este mundo, llevándose para siempre consigo muchos de sus secretos. No quedó ninguno de los cuatro hermanos, se destruyeron entre sí. Qué absurdo.
Bayaz miró a Logen.
—Pero, bueno, todo eso ocurrió hace mucho tiempo, ¿eh, amigo? Hace mucho tiempo —luego hinchó los carrillos y encogió los hombros—. Vámonos ya de aquí. Este lugar se parece demasiado a una tumba. De hecho, eso es lo que es. Volvamos a sellarlo una vez más, junto con todos sus recuerdos. Todo esto pertenece ya al pasado.
—Hummm —musitó Logen—. Mi padre solía decir que las semillas del pasado dan sus frutos en el presente.
—Y así es —Bayaz estiró lentamente una mano y deslizó sus dedos por la fría superficie del metal oscuro de la caja que Logen tenía sujeta—. Así es. Su padre era un hombre sabio.
La pierna de Glokta ardía y un río de fuego le recorría la columna desde el trasero hasta el cráneo. Tenía la boca más seca que el serrín, la cara sudorosa y palpitante, y la nariz le silbaba al respirar, pero, a pesar de todo, siguió adelante en medio de la oscuridad, alejándose del inmenso vestíbulo donde se encontraban el orbe negro y el extraño artilugio, hasta que por fin llegó a la puerta abierta.
A la luz
.
Allí, junto al arranque del angosto puente que había delante de la estrecha puerta, se quedó quieto, con la cabeza echada hacia atrás y la mano temblando sobre el mango del bastón, parpadeando, frotándose los ojos, tragando bocanadas de aire fresco, disfrutando de la gozosa caricia de la brisa.
¿Quién hubiera pensado que el viento pudiera ser algo tan delicioso? Quizás haya sido mejor que no hubiera escaleras. Si llega a haberlas a lo mejor no salgo nunca de ahí
.
Luthar iba ya por la mitad del puente y avanzaba a toda velocidad, como si un demonio le pisara los talones. Nuevededos le seguía de cerca, respirando entrecortadamente y farfullando una y otra vez unas palabras en la lengua del Norte —«Sigo vivo», le pareció entender a Glokta—. Sus gruesas manos apretaban con fuerza la caja cuadrada de metal y los tendones se destacaban en sus brazos como si la caja aquella fuera tan pesada como un yunque.
Según parece, el propósito de esta excursión no se limitaba a hacer una pequeña demostración. ¿Qué es lo que han sacado de ese lugar? ¿Qué puede pesar tanto?
Volvió la vista hacia la oscuridad que había dejado atrás y se estremeció. No estaba muy seguro de querer averiguarlo.
Caminando tranquilamente, con su habitual expresión de suficiencia, Bayaz apareció por el pasadizo y salió al aire libre.
—Bueno, Inquisidor —preguntó en tono jovial—, ¿qué le ha parecido nuestra pequeña visita a la Casa del Creador?
Una extraña, enrevesada y horrenda pesadilla. No estoy muy seguro de si no hubiera preferido regresar durante un par de horas a las mazmorras del Emperador.
—Una buena forma de emplear la mañana —respondió con brusquedad.
—Me alegro mucho de que le haya resultado amena —dijo entre risas Bayaz, mientras se sacaba de debajo de la camisa la varilla de metal oscuro—. Pero, dígame, ¿todavía piensa que soy un farsante? ¿O al fin se han disipado sus sospechas?
Glokta dirigió una mirada torva a la llave. Luego al anciano. Y finalmente a la abrumadora oscuridad de la Casa del Creador.
Mis sospechas crecen a cada minuto que pasa. No se disipan jamás. Sólo cambian deforma
.
—Para serle honesto, no sé qué pensar.
—Estupendo. Reconocer la propia ignorancia es el primer paso hacia la luz. Pero, entre usted y yo, creo que debería de pensar alguna otra cosa para cuando tenga que hablar con el Archilector —Glokta sintió una palpitación en un párpado—. En fin, Inquisidor, qué tal si empieza a cruzar, ¿eh? Yo ya voy a cerrar.
La caída hasta las frías aguas de abajo ya no le parecía tan temible como antes.
Si me cayera, al menos moriría a cielo abierto
. Durante todo el recorrido Glokta sólo miró para atrás cuando oyó un leve
clic
: las puertas de la Casa del Creador habían vuelto a cerrarse, los círculos habían regresado a su posición original.
Todo vuelve a estar como al principio
. Giró su dolorida espalda, se chupó las encías al sentir cómo regresaban las viejas náuseas de siempre y, soltando una maldición, reemprendió su renqueante marcha por el puente.
Luthar se encontraba al otro extremo aporreando con desesperación el vetusto portillo.
—¡Ábranos!
Cuando Glokta llegó a su altura, su tono de voz rozaba el pánico y parecía hallarse al borde de las lágrimas.
—¡Ábranos!
El portillo osciló un poco y finalmente se abrió. El Guardián les miraba desde el otro lado con cara de asombro.
Una lástima. Apuesto lo que sea a que el capitán Luthar estaba a punto de romper a llorar. El orgulloso vencedor del Certamen, el más bravo de los jóvenes hijos de la Unión, la flor de la virilidad, lloriqueando de rodillas. Una visión como ésa hubiera bastado para hacer que esta maldita excursión valiera la pena
. Luthar cruzó la puerta como un rayo y Nuevededos, con gesto serio, le siguió rodeando con los brazos la caja de metal.
El Guardián entrecerró los ojos y miró a Glokta, que se acercaba renqueando a la puerta.
—¿Cómo es que han vuelto tan pronto?
Viejo imbécil.
—¿Pronto? ¿Qué quiere decir?
—Ni me ha dado tiempo a acabarme los huevos fritos. Han estado ahí menos de media hora.
Glokta soltó una tétrica carcajada.
—Medio día, querrá decir —pero al mirar hacia el patio, se le torció el gesto. Las sombras se encontraban prácticamente en la misma posición que cuando entraron.
Todavía estamos en las primeras horas de la mañana, ¿cómo es posible?
—En cierta ocasión el Creador me dijo que el tiempo no era más que una percepción mental —Glokta hizo un gesto de dolor al girar la cabeza. Bayaz le había alcanzado y se encontraba detrás de él dándose golpecitos en la calva con uno de sus gruesos dedos—. Podría ser peor, créame. Lo verdaderamente preocupante es haber salido sin llegar a entrar —sonrió, y sus ojos, iluminados por la luz que venía de la puerta, lanzaron un destello.
¿Se hace el tonto? ¿O trata de hacer que yo lo parezca? Sea como sea, estos jueguecitos empiezan a cargarme
.
—¿Por qué no se deja de acertijos y me dice de una vez qué es lo que pretende? —le espetó Glokta.
La sonrisa del Primero de los Magos, si es que lo era, se ensanchó.
—Me gusta usted, Inquisidor. De veras. No me sorprendería que fuera usted el único hombre honesto que queda en este maldito país. Llegado el momento, usted y yo deberíamos tener una pequeña charla. Una charla sobre lo que yo pretendo y sobre lo que usted pretende —la sonrisa se le borró de la cara—. Pero no hoy.
Y, dicho aquello, traspasó el umbral, dejando a Glokta solo entre las sombras.
—¿Por qué a mí? —dijo West entre dientes mientras miraba en dirección a la Puerta del Sur, que se alzaba al otro lado del puente. La tontería aquella de los muelles le había llevado más de lo esperado, mucho más. Claro que últimamente ¿había algo que no llevara más de lo esperado? A veces tenía la impresión de que era la única persona en la Unión que se estaba preparando en serio para la guerra, y que encima tenía que ocuparse de todos los detalles, incluso de contar los clavos que se necesitaban para las herraduras de los caballos. Iba a llegar tarde a la reunión con el Mariscal Burr, y sabía que, dada la hora que era, habría un centenar de cosas que ya no le daría tiempo a hacer ese día. Siempre quedaban cosas por hacer. Lo último que le faltaba era verse retenido en las mismas puertas de Agriont debido a un absurdo incidente.
—¿Por qué me tiene que tocar siempre a mí? —La cabeza empezaba a dolerle de nuevo. Ahí estaba otra vez esa dichosa palpitación que sentía detrás de los ojos. Cada vez le venía antes y acababa peor.
En atención al calor que había estado haciendo durante los últimos días, se había permitido que los soldados hicieran la guardia sin llevar la armadura al completo. West tenía la impresión de que al menos dos de ellos tenían buenos motivos para lamentarlo. Uno estaba doblado en el suelo, con las manos entre las piernas, gimiendo ruidosamente. Agachado junto a él, se encontraba su sargento; un chorro de sangre le manaba de la nariz y caía formando unas gotas de color rojo oscuro que tamborileaban sobre las losas del puente. Los otros dos soldados tenían las lanzas bajadas: sus hojas apuntaban a un escuálido joven de piel morena. Cerca había otro sureño, un viejo de melena gris, que permanecía apoyado contra la barandilla contemplando la escena con una expresión de honda resignación.
De pronto, el joven lanzó una mirada furtiva por encima del hombro, y West se llevó una monumental sorpresa. Era una mujer: su pelo negro, bastante corto, formaba un revoltijo de pinchos grasientos. Una de las mangas de su camisa estaba rota a la altura del hombro, dejando al descubierto un brazo moreno y nervudo, acabado en un puño que apretaba con fuerza el mango de una daga curva. La hoja relucía como un espejo y tenía un filo mortífero; era la única cosa limpia que tenía aquella mujer. Una fina cicatriz gris que tenía en el lado derecho de la cara se extendía desde una de sus cejas negras hasta sus labios fruncidos. Pero lo que más sorprendió a West fueron sus ojos: rasgados, contraídos en un gesto de profunda hostilidad y desconfianza, amarillos. Cuando estuvo combatiendo en Gurkhul durante la guerra, tuvo ocasión de ver todo tipo de Kantics, pero era la primera vez que veía unos ojos como ésos. Aquel color amarillo dorado, intenso y cálido, recordaba un poco al del...
Orina. Al acercarse un poco más, comprobó que también olía a eso. Aquella mujer olía a orina, a suciedad, a sudor rancio. Era un olor que recordaba muy bien de cuando la guerra, el característico hedor de los hombres que llevan mucho tiempo sin lavarse. West avanzaba hacia ella tratando de refrenar el impulso de arrugar la nariz y respirar por la boca o la tentación de trazar un amplio círculo para mantenerse lo más alejado posible de la refulgente hoja de la daga. Cuando se trata de desbaratar una situación peligrosa es fundamental no mostrar que se tiene miedo, por mucho que se tenga. Su propia experiencia le había enseñado que quien consigue aparentar que todo está bajo control, ya tiene recorrido la mitad del camino.
—¿Qué demonios pasa aquí? —gruñó dirigiéndose al sargento del rostro ensangrentado. No le hizo falta fingir su enojo; a cada segundo que pasaba se le hacía más tarde y su enfado crecía proporcionalmente.
—¡Estos pordioseros querían entrar en Agriont, señor! ¡Les he impedido el paso, señor, pero al parecer tienen unas cartas!
—¿Unas cartas?
El anciano de aspecto extraño dio una palmada a West en el hombro y luego le entregó un pliego con los bordes un tanto sucios. Conforme lo leía, el ceño de West se iba acentuando.
—Es un salvoconducto firmado por el propio Lord Hoff. Hay que dejarlos pasar.
—¡Pero no armados, señor! ¡Ya les dije que no podían pasar con las armas! —el sargento alzó las manos: en una tenía un extraño arco de madera oscura y en la otra una espada curva del tipo que solían emplear los gurkos—. Bastante trabajo nos costó ya arrebatarle esto, y, luego, cuando traté de cachearla... esta perra gurka... —Ferro soltó un bufido y se lanzó un paso adelante; el sargento y los dos guardias, alarmados, retrocedieron en formación cerrada arrastrando los pies.
—Calma, Ferro —suspiró el anciano en lengua kantic—. Por amor de Dios, cálmate —ella escupió en las losas del puente, soltó una maldición, que West no consiguió comprender, y movió la daga de atrás a delante para dar a entender que sabía cómo usarla y que estaba dispuesta a hacerlo.
—¿Por qué a mí? —dijo West entre dientes. Estaba claro que no iba a poder hacer nada hasta dejar aquel asunto resuelto. Como si no tuviera ya bastantes preocupaciones. Respiró hondo e hizo todo lo posible por ponerse en el lugar de aquella mujer apestosa: una extranjera, rodeada de tipos de aspecto extraño que hablaban en una lengua que no comprendía, que la apuntaban con sus lanzas y que trataban de cachearla. No le extrañaría nada que en ese preciso momento ella estuviera pensando que era él quien apestaba. Seguramente no era tan peligrosa, lo que pasaba es que estaba desorientada y asustada. Aunque, a decir verdad, tenía toda la pinta de ser peligrosa y no parecía estar en absoluto asustada.
El anciano parecía, con mucho, el más razonable de los dos, así que West optó por dirigirse a él en primer lugar:
—¿Son ustedes de Gurkhul? —preguntó en mal kantic.
El viejo volvió sus ojos fatigados hacia West.
—No. En el Sur hay más pueblos aparte de los gurkos.
—¿De Kadir entonces? ¿De Taurish?
—¿Conoce el Sur?
—Un poco. Luché ahí en la guerra.
El anciano volvió bruscamente la cabeza hacia la mujer, que los observaba con desconfianza con sus ojos amarillos.
—Ella viene de un lugar llamado Muntaz.
—Nunca he oído hablar de él.
—No es de extrañar —el anciano encogió sus huesudos hombros—. Es un pequeño país, está en la costa, bastante al este de Shaffa, al otro lado de las montañas. Los gurkos lo conquistaron hace ya algunos años. Dispersaron a una parte de sus habitantes y al resto los tomaron como esclavos. Al parecer, desde entonces está de un humor de perros —la mujer les lanzó una mirada asesina sin quitar ojo a los soldados.