Glokta volvió la cabeza y miró hacia el portillo que habían dejado atrás. ¿Qué era eso que se veía entre las almenas de la muralla?
¿Un Practicante vigilando?
Perfecto, así verían cómo el anciano fracasaba en su intento de abrir la puerta. Cuando regresaran, le estarían esperando para apresarlo.
Pero entre tanto tengo que arreglármelas yo solo
. No era un pensamiento demasiado tranquilizador.
Y Glokta estaba muy necesitado de algo que le tranquilizara un poco. A medida que proseguía su renqueante marcha por el puente, se iba sintiendo invadido por el miedo. No se debía sólo a la altura, a la extraña compañía o a la torre que se alzaba imponente ante ellos. Era un miedo primigenio e irracional. El terror animal de las pesadillas. Con cada paso vacilante que daba, el miedo se incrementaba un poco más. Ya distinguía la puerta, un cuadrado de metal oscuro inserto en las lisas piedras de la torre. En su centro tenía grabado un círculo formado por una serie de letras. Por alguna extraña razón, al verlas, tuvo ganas de vomitar, pero a pesar de ello se aproximó para contemplarlas más de cerca. Eran dos los círculos: uno de letras grandes y otro de letras más pequeñas, escritas en un alfabeto de finos caracteres que le era desconocido. Glokta empezaba a sentir un nudo en el estómago. Le pareció ver muchos círculos: una infinidad de letras y trazos demasiado intrincados para poder captarlos. Bailaban ante sus ojos, que empezaban a picarle y a llenársele de lágrimas. No pudo seguir avanzando. Se quedó quieto, apoyado en su bastón, empleando hasta la última gota de su voluntad en refrenar sus deseos de doblar las rodillas, darse media vuelta y alejarse de allí a rastras.
Nuevededos tampoco lo llevaba mucho mejor. Respiraba ruidosamente por la nariz y en su semblante se dibujaba una expresión del más absoluto espanto y repulsión. Pero el estado de Luthar era aún peor: tenía los dientes apretados, la cara pálida y parecía estar paralizado. Mientras Glokta pasaba renqueando a su lado, hincó lentamente una rodilla y se quedó jadeando en el suelo.
Bayaz, en cambio, no parecía sentir ningún temor. Se dirigió directamente a la puerta y pasó los dedos por los símbolos de mayor tamaño.
—Once guardas a un lado y otras once en sentido inverso —luego palpó el círculo de los caracteres más pequeños—. Y once veces once —finalmente, recorrió con un dedo la fina línea que los bordeaba por fuera.
¿Es posible que esa línea esté formada también por unas letras minúsculas?
— ¿Quién sabe cuántos cientos habrá aquí? ¡Un conjuro verdaderamente poderoso!
La atmósfera de sobrecogimiento sólo se vio parcialmente aliviada por el ruido que hizo Luthar al vomitar desde el puente.
—¿Qué es lo que dice? —graznó Glokta, que también había tenido que tragar algo de bilis.
El anciano le dirigió una mirada risueña.
—¿Es que no lo siente, Inquisidor? Dice: dense media vuelta. Dice: largo de aquí. Dice: ...nadie ...podrá ...pasar. Pero el mensaje no está dirigido a nosotros —acto seguido, se metió la mano por el cuello de la camisa y sacó la varilla. Estaba hecha del mismo metal oscuro que la puerta.
—No deberíamos estar aquí —gruñó Nuevededos a sus espaldas—. Este lugar está muerto. Sería mejor que nos fuéramos —pero Bayaz no pareció oírle.
—La magia ha desaparecido del mundo —le oyó susurrar Glokta—, y todos los logros de Juvens yacen en ruinas —calibró un instante la llave en la mano y luego la fue alzando poco a poco—. Pero las obras del Creador se mantienen tan firmes como el primer día. El tiempo no ha conseguido menoscabarlas... y nunca lo conseguirá. —Aunque no se apreciaba que hubiera ninguna apertura, la llave se introdujo lentamente en la puerta. Despacio, muy despacio, justo en el centro de los dos círculos. Glokta contuvo el aliento.
Clic.
No pasó nada. La puerta no se abrió.
Ya está. El juego ha terminado
. Glokta sintió un ramalazo de alivio mientras se giraba hacia Agriont para hacer una seña a los Practicantes que había distribuidos a lo largo de la muralla.
No hace falta ir más allá, no hace falta
. Pero, entonces, desde las profundidades del edificio se oyó un eco.
Clic.
Glokta notó que su cara palpitaba al unísono con aquel ruido.
¿Me lo he imaginado?
Deseaba con todas sus fuerzas que fuera así.
Clic.
Otra vez.
No hay error posible
. De pronto, ante su mirada atónita, los círculos de la puerta se pusieron a girar. Glokta, asombrado, retrocedió un paso, y su bastón arañó las losas del puente.
Nada permitía suponer que el metal no fuera de una sola pieza, no había grietas, ni ranuras, ni ningún mecanismo, y, sin embargo, los círculos giraban, cada uno a un ritmo distinto.
Clic, clic, clic.
Cada vez más rápido. Glokta sintió que se mareaba. El círculo interno, el de las letras más grandes, giraba con extremada lentitud. Pero el círculo externo, el más fino, se movía a tal velocidad que sus ojos eran incapaces de seguirlo.
...Clic, clic, clic.
Mientras los símbolos se sucedían unos a otros, comenzaron a aparecer unas formas: líneas, cuadrados y triángulos de una complejidad inimaginable bailaban un instante ante la mirada de Glokta y luego se desvanecían debido al continuo girar de las ruedas.
Clic.
Los círculos se detuvieron en una disposición distinta a la original. Bayaz se irguió y retiró la llave de la puerta. Entonces se oyó un tenue rumor, como un ruido de agua lejana, y, de pronto, en el centro de la puerta apareció una rendija. Poco a poco, muy suavemente, las dos hojas comenzaron a separarse. El espacio entre ellas se iba ampliando cada vez un poco más.
Clic.
Las hojas se insertaron en los lados del arco de entrada. La puerta estaba abierta.
—A esto le llamo yo una obra bien hecha —dijo en voz baja Bayaz.
Del interior no llegaba ningún aire fétido, ningún hedor a podredumbre y descomposición, nada que indicara el largo tiempo transcurrido, sólo una leve brisa de un aire fresco y seco.
Y, sin embargo, la sensación es de haber abierto un ataúd
.
Exceptuando el ruido del viento que rozaba las oscuras piedras, el susurro del aliento de Glokta en su garganta reseca y el rumor del agua abajo a lo lejos, reinaba el más absoluto silencio. El terror sobrenatural había desaparecido. Lo único que sentía Glokta mientras miraba el arco de entrada era una profunda inquietud.
Pero no mayor que la que siento cuando espero fuera del despacho del Archilector
. Bayaz se dio la vuelta y los miró con semblante risueño.
—Muchos años han pasado desde que sellé este lugar y, a lo largo del lento transcurrir del tiempo, ningún hombre ha traspasado este umbral. Deben sentirse muy honrados los tres —pero Glokta no se sentía honrado. Se sentía enfermo—. Hay peligros ahí dentro. No toquen nada y sigan en todo momento mis pasos. No se separen de mí, porque los caminos cambian.
—¿Cambian? —inquirió Glokta—. ¿Cómo es eso posible?
El anciano se encogió de hombros.
—Soy el portero —dijo mientras volvía a meterse la llave y la cadena debajo de la camisa—, no el arquitecto —y se internó en aquel mundo de sombras.
Jezal no se sentía bien, nada bien. No se trataba sólo de las incontenibles náuseas que por alguna razón le habían provocado las letras de la puerta, era algo más. Un súbito acceso de espanto y repulsión, como si hubiera cogido una copa y se la hubiera bebido pensando que contenía agua y hubiera resultado ser otra cosa. En este caso, seguramente, orina. La sensación de asco era similar, sólo que daba toda la impresión de que no iba a pasarse al cabo de unos minutos, ni siquiera al cabo de varias horas. De forma súbita, muchas cosas que antes le habían parecido meras sandeces, o simples cuentos de viejos, se presentaban ante sus ojos como hechos incuestionables. El mundo se había vuelto un lugar muy distinto a como era el día anterior, un lugar extraño y perturbador, y le gustaba infinitamente más como era antes.
No entendía qué pintaba él ahí. Jezal apenas sabía nada de historia. Kanedias, Juvens, incluso el propio Bayaz, no eran más que unos nombres que había oído de niño y que ni siquiera entonces le habían interesado en lo más mínimo. Lo suyo era mala suerte, nada más. Había ganado el Certamen y, sin embargo, ahí estaba, deambulando por una absurda y vetusta torre. Porque no era más que eso. Una torre absurda y vetusta.
—Bienvenidos a la Casa del Creador —dijo Bayaz.
Jezal alzó la vista del suelo y se quedó boquiabierto. La palabra «casa» proporcionaba una descripción muy pobre de la inmensidad de aquel ámbito sumido en penumbra. La Rotonda de los Lores habría cabido entera sin ningún problema, e incluso habría sobrado espacio. Los muros estaban compuestos por unas piedras bastas, colocadas a hueso, que se apilaban desordenadamente unas sobre otras y se perdían en las alturas. Sobre el centro de la sala, a bastante altura, había algo colgado. Un objeto enorme, fascinante.
A Jezal le hizo pensar en una reproducción a escala gigantesca de un instrumento de navegación. La estructura estaba compuesta por dos inmensos anillos metálicos entrelazados, que brillaban en medio de la penumbra, y muchos otros anillos más pequeños que se insertaban en ellos o los rodeaban. Debía de haber varios centenares, y en su superficie se distinguían una especie de marcas: un tipo de escritura tal vez o quizás simples muescas carentes de sentido. En medio de todo colgaba una gran bola negra.
Los pasos de Bayaz resonaban en las alturas mientras avanzaba hacia el centro del vasto espacio circular. El suelo se hallaba surcado por unas intrincadas líneas de un metal brillante que se engastaba en la piedra negra. Jezal le seguía andando muy lentamente. Caminar por un espacio tan vasto como aquél producía una especie de sensación de temor, de mareo.
—Esto es Midderland —dijo Bayaz.
—¿Cómo?
El anciano señaló al suelo. De pronto, las enmarañadas líneas comenzaron a cobrar sentido. Representaban costas, montes, ríos, tierras, mares. La silueta de Midderland, que Jezal había visto representada en innumerables mapas, se extendía bajo sus pies.
—La totalidad del Círculo del Mundo —Bayaz hizo un gesto señalando el suelo interminable—. En esa dirección se encuentra Angland y, un poco más allá, el Norte. Gurkhul está a ese otro lado. Ahí están Starikland y el Viejo Imperio; por allí, las ciudades estado de Estiria y, tras ellas, Suljuk y la lejana Thond. Kanedias se dio cuenta de que las tierras del mundo conocido formaban un círculo, cuyo centro se encontraba aquí, en esta misma Casa, y cuyos límites exteriores pasaban por la isla de Shabulyan, en el lejano oeste, más allá del Viejo Imperio.
—Los confines del Mundo —se dijo el norteño, asintiendo lentamente con la cabeza.
—Valiente arrogancia pensar que la casa de uno es el centro de todas las cosas —observó en tono despectivo Glokta.
—Sí, sí —Bayaz recorrió con la mirada la vasta sala—. El Creador nunca anduvo escaso de arrogancia. Y sus hermanos tampoco.
Jezal miraba embobado hacia arriba. La altura de la sala parecía superar incluso a su anchura; su techo, si es que lo tenía, se perdía entre las sombras. A unas veinte zancadas de altura se distinguía una barandilla de hierro que rodeaba las bastas piedras del muro, una galería tal vez. Más arriba todavía, casi indistinguibles, se veía otra y otra y otra. Por encima de todo ello colgaba el extraño artilugio.
De pronto, Jezal pegó un bote. ¡Se estaba moviendo! ¡Todo se estaba moviendo! Lenta, suavemente, sin hacer ruido, los anillos cambiaban de posición, giraban, daban vueltas unos alrededor de los otros. No podía imaginarse qué era lo que los impulsaba. Puede que al girar la llave en la cerradura se hubieran puesto en marcha... ¿o es que no habían parado de dar vueltas durante todos esos años?
Empezaba a marearse. Ahora todo el mecanismo parecía dar vueltas, girando cada vez a mayor velocidad, y lo mismo sucedía con las galerías, que se movían en sentidos opuestos. No parecía que mantener la vista alzada contribuyera a mejorar su estado de desorientación, así que bajó la cabeza y clavó sus ojos doloridos en el mapa de Midderland que tenía bajo los pies. ¡Era aún peor! ¡Ahora parecía que todo el suelo se movía! ¡La cámara entera giraba a su alrededor! Los arcos de los pasadizos, no menos de una docena, le parecían todos iguales. No lograba reconocer por cuál de ellos habían entrado. Se sintió acometido por una intensa sensación de pánico. Lo único que permanecía inmóvil era aquel lejano orbe negro que colgaba en medio del artilugio. Desesperado, fijó en él la vista y se forzó a respirar más lentamente.
La sensación se le fue pasando. La inmensa sala volvía a estar parada, o casi. Aunque de forma casi imperceptible, los anillos continuaban avanzando centímetro a centímetro. Tragó saliva, encorvó los hombros y, manteniendo la cabeza agachada, se apresuró a seguir a los demás.
—¡Por ahí no! —rugió de pronto Bayaz. Su voz rasgó el denso silencio, rebotó contra los muros y su eco se propagó un millar de veces por el cavernoso espacio.
—¡Por ahí no!
—¡Por ahí no!
Jezal dio un salto hacia atrás. El arco, y el oscuro ámbito que se abría al otro lado, parecía idéntico al que habían tomado sus compañeros, pero ahora se dio cuenta de que se encontraban en otro que había un poco más a la derecha. Debía de haberse desviado sin darse cuenta.
—¡Ya le he dicho que me siga a todas partes! —siseó Bayaz.
—¡Por ahí no!
—¡Por ahí no!
—Lo siento —titubeó Jezal con una voz que sonaba miserablemente apagada en medio de aquel inmenso espacio—. Pensé que... ¡todo me parece igual!
Bayaz le posó una mano en el hombro para tranquilizarle y lo empujó suavemente hacia delante.
—No era mi intención asustarle, amigo mío, pero sería una auténtica pena que alguien tan prometedor como usted nos fuera arrebatado a una edad tan temprana —Jezal tragó saliva y volvió la vista hacia el umbral oscuro, preguntándose qué le habría aguardado allí. Su mente le proporcionó un buen número de alternativas, a cual más desagradable.
Los ecos seguían susurrándole al oído mientras se apartaba de allí: ...por ahí no, por ahí no, por ahí no...
A Logen le repugnaba aquel lugar. Las piedras tenían una frialdad de muerte, el aire una inmovilidad de muerte, hasta el ruido de sus propios pasos sonaba apagado y mortecino. No hacía ni frío ni calor, y, sin embargo, tenía la espalda empapada de sudor y sentía en el cuello la picazón de un temor inexplicable. A cada pocos pasos se volvía de golpe asediado por la súbita sensación de que le vigilaban, pero nunca había nadie detrás. Sólo aquel chico, Luthar, y el tullido Glokta, que, a juzgar por su aspecto, debían de sentirse tan inquietos y confundidos como él.