La voz de las espadas (70 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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El Archilector frunció los labios.

—¿De veras pretende que nos fiemos de su palabra?

—Por supuesto que no. Su obligación es desconfiar de todo el mundo, y debo reconocer que lo hace usted admirablemente bien. Pero, como ya se ha hecho un poco tarde, me parece que esperaré a mañana para abrir la Casa del Creador —en ese momento una cuchara se estrelló contra el suelo con un estrépito metálico—. Como es natural, tendrá que haber testigos para que se aseguren de que no haya trampa ni cartón. ¿Qué le parecen... —los gélidos ojos verdes de Bayaz recorrieron la mesa—... el Inquisidor Glokta y... nuestro flamante campeón de esgrima, el capitán Luthar?

Al oír su nombre, el tullido torció el gesto. Luthar, por su parte, estaba absolutamente perplejo. El Archilector permanecía sentado: su mueca desdeñosa se había trocado en un gesto hierático. Sus ojos se posaron en el semblante risueño de Bayaz, luego en la varilla de metal, que oscilaba en el aire, y de nuevo en Bayaz. Acto seguido, volvió la vista hacia una de las puertas e hizo un leve gesto con la cabeza. Las oscuras siluetas desaparecieron en la oscuridad. Logen dejó de apretar sus doloridos dientes y lentamente devolvió el cuchillo a su sitio.

Bayaz sonrió de oreja a oreja.

—Verdaderamente es usted un hombre muy difícil de contentar, maese Sult.

—Me parece que el tratamiento adecuado es
Eminencia
—siseó el Archilector.

—Cierto, muy cierto. En fin, está visto que no se va a quedar usted contento hasta que no haya roto algún mueble. Pero como no me hace ninguna gracia tener que derramarles la sopa a todos los presentes... —se oyó un estruendo y la silla del Archilector se desmoronó. Mientras se precipitaba hacia el suelo en medio de un amasijo de maderos sueltos, Sult lanzó una mano y agarró el mantel, luego soltó un gemido y se desplomó sobre los restos de la silla. El Rey pegó un bote y se despertó. Sus invitados soltaron una exclamación, parpadearon y se quedaron mirando con la boca abierta. Bayaz se desentendió de todos ellos.

—Esta sopa tiene una pinta estupenda —dijo, y acto seguido dio un ruidoso sorbo a la cuchara.

La Casa del Creador

El día amenazaba tormenta, y a lo lejos, recortada sobre jirones de nubes, se alzaba la lúgubre y adusta silueta de la Casa del Creador. El viento que se colaba entre los edificios barría las plazas de Agriont y hacía ondear los faldones del gabán negro de Glokta mientras renqueaba detrás del capitán Luthar y del presunto Mago, que llevaba al norteño de las cicatrices caminando a su lado. Sabía que los estaban vigilando.
No nos han quitado ojo durante todo el trayecto. Tras las ventanas, en los portales, en los tejados
. Había Practicantes por todas partes, sentía sus ojos.

Glokta había pensado, casi lo había deseado, que Bayaz y sus acompañantes aprovecharían la noche para salir huyendo, pero no había sido así. Al anciano calvo se le veía tan tranquilo, como si simplemente fuera a abrir un almacén de frutas. A Glokta aquello no le hacía ninguna gracia.
¿Cuándo se va a terminar esta farsa? ¿Cuándo tirará la toalla y reconocerá que el juego ha terminado? ¿Cuando lleguemos a la Universidad? ¿Cuando crucemos el puente? ¿Cuando nos encontremos en las mismísimas puertas de la Casa del Creador y se compruebe que su llave no encaja en ninguna parte?
No obstante, en algún rincón de su mente le rondaban otras ideas:
¿Y si no se termina?¿Y si abre la puerta? ¿Y si realmente es quien dice ser?

Mientras cruzaban el patio desierto en dirección a la Universidad, Bayaz no paraba de hablarle a Luthar.
Con la misma naturalidad que un abuelo que estuviera charlando con su nieto favorito, e igual de pesado
.

—... hay que ver lo que ha crecido esta ciudad desde la última vez que la visité. Aún me acuerdo de cuando ese barrio tan populoso al que ahora llaman Tres Granjas no lo formaban más que ¡tres granjas! ¡Vaya si me acuerdo! ¡Estaba lejísimo de las murallas de la ciudad!

—Mmm... —masculló Luthar.

—¿Y esa nueva sede que se ha hecho construir el Gremio de los Especieros? Jamás había visto semejante ostentación...

Mientras renqueaba detrás de ellos, la mente de Glokta trabajaba febrilmente, intentando pescar algún significado oculto en aquel mar de naderías, esforzándose por descubrir un orden en aquel caos.
¿Por qué me ha elegido a mí como testigo? ¿No habría sido más lógico elegir al propio Archilector? ¿Pensará el tal Bayaz que soy más fácil de engañar? ¿Y por qué a Luthar? ¿Porque ha ganado el Certamen? ¿Pero cómo lo ha ganado? ¿No será que él también está metido en el ajo?
Pero si Luthar estaba complicado en un siniestro plan, lo cierto es que no lo aparentaba. Glokta no había advertido ni el más mínimo indicio de que fuera algo distinto de lo que parecía ser: un joven idiota y ególatra.

Y luego está ese otro enigma
. Glokta miró de reojo al gigante del Norte. Tras aquel rostro cubierto de cicatrices no se adivinaba ningún funesto propósito; de hecho, no parecía haber nada ahí dentro.
¿Es muy estúpido o es muy listo? ¿Se le puede ignorar o hay que temerlo? ¿Es el sirviente o es el señor?
Ninguna de esas preguntas tenía respuesta. Por el momento.

—Vaya, este lugar no es más que una sombra de lo que fue —dijo sorprendido Bayaz deteniéndose ante la puerta de la Universidad y contemplando la descoyuntada y mugrienta pareja de estatuas. Acto seguido, descargó un par de puñetazos sobre la madera carcomida, y la puerta giró sobre sus goznes. Para gran sorpresa de Glokta, se había abierto casi de inmediato.

—Les están esperando —dijo el anciano portero. Le rodearon y se internaron en la oscuridad—. Les conduciré hasta... —comenzó a decir el anciano mientras cerraba la chirriante puerta con un forcejeo.

—¡No se moleste, conozco el camino! —le dijo Bayaz girando la cabeza y poniéndose a andar a buen paso por el polvoriento pasillo. Glokta se esforzó por seguirlo. Pese al frío que hacía ahí dentro, sudaba a mares y la pierna le estaba martirizando. El esfuerzo que tenía que hacer para mantener aquel ritmo apenas le dejaba tiempo para plantearse cómo era posible que aquel maldito calvo conociera tan bien el edificio.
Pero está claro que lo conoce
. Avanzaba raudo por el pasillo como si se hubiera pasado allí toda la vida, expresando de vez en cuando su disgusto por el estado del lugar con un chasquido de la lengua y sin parar de parlotear en ningún momento.

—¿Había visto alguna vez tanto polvo junto, capitán Luthar? ¡No me extrañaría nada que no hubieran limpiado desde la última vez que estuve aquí! ¡No llego a comprender cómo es posible que alguien pueda pensar en semejantes condiciones! No llego a comprenderlo... —Los Adeptos fallecidos y merecidamente olvidados a lo largo de los siglos les contemplaban con expresión sombría desde los lienzos como si se sintieran molestos por el ruido que estaban metiendo.

A medida que se iban sucediendo los pasillos, cada vez estaba más claro que la Universidad no era más que un edificio abandonado, vetusto y polvoriento, donde lo único que había eran cuadros mugrientos y libros enmohecidos. A Jezal los libros nunca le habían interesado demasiado. Había leído algún que otro manual de esgrima y de equitación, un par de tratados sobre campañas militares famosas y en cierta ocasión había abierto las tapas de un grueso volumen sobre la historia de la Unión que encontró en el despacho de su padre, pero, tras leer tres o cuatro páginas, lo había dejado, muerto de aburrimiento.

Bayaz seguía con su perorata:

—Aquí fue donde nos enfrentamos a los seguidores del Creador. Jamás podré olvidarlo. No paraban de gritar pidiendo a Kanedias que acudiera en su auxilio, pero él ni se molestó en bajar. Aquel día estas salas se inundaron de sangre, retumbaron con gritos de terror, se llenaron de humo.

Jezal no tenía ni idea de por qué aquel viejo idiota le había escogido a él para hacerle partícipe de sus batallitas, y, encima, no se le ocurría nada que decir.

—Debió de ser bastante... violento —aventuró.

Bayaz asintió:

—Lo fue. Y no me siento orgulloso de ello. Pero también los hombres buenos tienen que recurrir a veces a la violencia.

—Ajá —apostilló el norteño. Jezal ni se había dado cuenta de que estaba siguiendo la conversación.

—En fin, eran otros tiempos. Tiempos violentos. Por aquel entonces, sólo las gentes del Viejo Imperio habían salido del estado de barbarie. Lo crea o no, Midderland, el corazón de la Unión, era poco más que una pocilga. Una tierra baldía habitada por tribus primitivas que se pasaban todo el tiempo guerreando unas con otras. Los más afortunados entraron al servicio del Creador. Pero el resto no eran más que unos salvajes con la cara pintarrajeada que carecían de escritura y de ciencia y que apenas se distinguían de las fieras salvajes.

Jezal lanzó una mirada furtiva a Nuevededos. No resultaba difícil imaginarse un estado de barbarie como ese con aquel bruto al lado, pero era absurdo pretender que su hermoso país había sido en tiempos una tierra baldía y que él descendía de unos seres tan primitivos. Aquel viejo calvo era un mentiroso compulsivo o un demente, pero por la razón que fuera había mucha gente importante que parecía tomárselo en serio.

Y Jezal consideraba que siempre era preferible seguir el criterio de la gente importante.

Siguiendo a los demás, Logen accedió a un patio destartalado, ceñido en tres de sus lados por los ruinosos pabellones de la Universidad y en el cuarto por la cara interna de uno de los imponentes lienzos de las murallas de Agriont. Todo estaba cubierto de musgo, de gruesas matas de hiedra, de zarzas secas. En medio de la maleza, sentado en una silla desvencijada, había un hombre que los miraba acercarse.

—Les estaba esperando —dijo mientras se ponía de pie con cierta dificultad—. Dichosas rodillas. Ya no estoy para muchos trotes —un tipo común y corriente, algo entrado en años, que vestía una camisa raída con varias manchas en la pechera.

Bayaz le miró con el ceño fruncido.

—¿Es usted el Jefe de los Guardianes?

—Así es.

—¿Y dónde está el resto de la guardia?

—Mi esposa está preparando el desayuno, pero, quitándola a ella, aquí no hay más guardia que yo. Hoy hay huevos —dijo alegremente dándose unas palmadas en el estómago.

—¿Cómo?

—Me gusta tomar huevos para desayunar.

—Que a usted le sienten bien —repuso Bayaz con un tono un tanto destemplado—. En tiempos del Rey Casamir, los cincuenta soldados más valientes de la Guardia Real eran nombrados Guardianes de la Casa y se ocupaban de custodiar sus puertas. No había honor más alto que ése.

—De eso hace ya mucho —dijo el único guardián mientras se arreglaba un poco la camisa—. En mis años mozos éramos nueve, pero todos acabaron dedicándose a otros menesteres, o se murieron, y nunca fueron reemplazados. No sé quién se ocupará de esto cuando yo ya no esté. No parece que haya muchas solicitudes.

—En fin, me deja usted pasmado —acto seguido, Bayaz se aclaró la garganta—. ¡Oh, Jefe de los Guardianes! Yo, Bayaz, el Primero de los Magos, solicito su permiso para ascender por las escaleras que conducen al quinto portillo, para traspasar el quinto portillo y acceder al puente, y para cruzar el puente y llegar hasta la puerta de la Casa del Creador.

El Jefe de los Guardianes le miró entornando los ojos.

—¿Habla usted en serio?

Bayaz estaba empezando a perder la paciencia.

—Sí. ¿Por qué?

—Aún recuerdo al último tipo que lo intentó, fue cuando yo no era más que un chaval. Un tipo importante, uno de esos sabios, supongo. Subió por esas escaleras acompañado de diez fornidos obreros provistos de cinceles, piquetas, martillos y no sé cuantas cosas más. Nos dijo que iba a abrir la Casa y a sacar todos sus tesoros. A los cinco minutos ya estaban de vuelta. Se fueron sin decir palabra y con la misma cara que si hubieran visto caminar a los muertos.

—¿Qué les ocurrió? —susurró Luthar.

—Ni idea, pero le puedo asegurar que no llevaban ningún tesoro.

—Un relato bastante desalentador, sin duda, pero de todos modos iremos —sentenció Bayaz.

—En fin, ustedes verán —y, dicho aquello, el anciano se dio media vuelta y, con la espalda encorvada, comenzó a caminar por el destartalado patio. Ascendieron por una angosta escalera, cuyos peldaños estaban bastante desgastados por el centro, accedieron a un pasadizo que había en lo alto de las murallas de Agriont, y, tras recorrerlo, llegaron a un estrecho portillo envuelto en sombras.

Cuando se descorrieron los cerrojos, Logen sintió un extraño ramalazo de inquietud. Encogió los hombros y trató de desembarazarse de aquella sensación. El Guardián le miró y le dirigió una sonrisa.

—¿Ya lo siente, eh?

—¿El qué?

—El aliento del Creador, así es como lo llaman —luego empujó suavemente la puerta. Se abrieron las dos hojas y la luz rasgó la oscuridad—. El aliento del Creador, sí señor.

Glokta renqueaba por el puente con los dientes apretados contra las encías y el ánimo embargado por la dolorosa conciencia del inmenso abismo que se abría bajo sus pies. Se trataba de una elegante construcción de un solo arco, que arrancaba de la parte alta de las murallas de Agriont y desembocaba en la puerta de la Casa del Creador. Más de una vez lo había admirado desde la ciudad, al otro lado del lago, preguntándose cómo era posible que hubiera aguantado en pie tantos años. Una obra notable, espectacular y hermosa.
Aunque ahora, desde luego, no me parece tan hermosa
. Su anchura, apenas superior a la de un hombre tumbado, no daba ninguna seguridad, sobre todo considerando que a ambos lados se abría un vertiginoso precipicio que terminaba en el agua. Peor aún, no tenía pretil. Ni siquiera una mísera barandilla de madera.
Y hoy sopla un aire muy fresco
.

Luthar y Nuevededos tampoco parecían tenerlas todas consigo.
Y eso que ellos pueden usar las dos piernas sin que les duela
. Sólo Bayaz realizaba el largo recorrido sin dar ninguna muestra de inquietud; caminaba con un paso tan seguro como si estuviera dando un paseo por un sendero campestre.

Sobre ellos se alzaba en todo momento la imponente sombra de la Casa del Creador. Cuanto más se aproximaban a ella, más descomunal parecía; incluso su pretil más bajo se encontraba bastante por encima de la muralla de Agriont. Una adusta montaña negra que emergía de las aguas del lago y ocultaba la luz del sol. Un edificio de otras épocas, construido según las escalas de otros tiempos.

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