—¿Y usted?
—Oh, yo vengo de un lugar todavía más al sur, más allá de Kanta, más allá del desierto, incluso más allá del Círculo del Mundo. Mi tierra natal no aparece en sus mapas, amigo. Me llamo Yulwei —y le tendió una mano, oscura, larga.
—Collem West —Ferro los miró con recelo mientras se estrechaban las manos.
—¡Éste se llama West! ¡Y luchó contra los gurkos! ¿Hará eso que confíes en él? —A juzgar por su tono de voz, Yulwei no tenía muchas esperanzas de que fuera así, y, de hecho, la mujer seguía con los hombros tan encorvados y tensos como antes, y tampoco daba la impresión de que hubiera disminuido la fuerza con que empuñaba su daga. En ese momento, uno de los soldados tuvo la peregrina idea de adelantarse un paso y agitar su lanza en el aire. La mujer soltó un gruñido, volvió a escupir y luego profirió una retahíla de insultos ininteligibles.
—¡Ya está bien! ¡Levanten esas malditas lanzas! —se oyó West a sí mismo gritándole a los guardias. Los soldados, sorprendidos, le miraron parpadeando, y West trató de recuperar el control de su voz— No me parece que esto sea una invasión a gran escala, ¡Levántenlas!
Las puntas de las lanzas se apartaron con renuencia de la mujer. West avanzó hacia ella con paso firme, mirándola a los ojos y haciendo acopio de toda la autoridad de que era capaz. Que no parezca que tienes miedo, se dijo para sus adentros, aunque su corazón latía a toda velocidad. Estiró un brazo con la mano abierta y se acercó hasta casi tocarla.
—Dame ese cuchillo —dijo con firmeza en su pésimo kantic—. Por favor. No se te hará ningún daño, tienes mi palabra.
Ella clavó en él sus ojos amarillos, después miró a los guardias de las lanzas y luego volvió a mirarle a él. Se lo estaba tomando con mucha calma. West permanecía inmóvil, con la boca reseca y la cabeza a punto de estallarle, pensando en lo tarde que era, sudando a mares bajo su uniforme y tratando de ignorar la peste que desprendía la mujer. El tiempo iba pasando.
—¡Por los dientes de Dios, Ferro! —soltó de pronto el anciano—. ¡Ya estoy muy viejo! ¡Compadécete de mí! ¡Puede que no me queden muchos años de vida! ¡Entrégale el cuchillo a ese hombre antes de que me muera!
—Chisss —siseó ella frunciendo la boca. Durante un instante eterno, mareante, el cuchillo permaneció en el aire, luego aterrizó sobre la palma del comandante por el lado de la empuñadura. West se permitió expresar su alivio dando un trago con su boca reseca. Hasta el último momento había estado convencido de que el cuchillo vendría del lado del filo.
—Gracias —dijo con una calma que no se correspondía con su verdadero estado de ánimo. Luego entregó el cuchillo al sargento—. Ponga las armas a buen recaudo y escolte a nuestros huéspedes a Agriont. Si le pasa algo a cualquiera de ellos, en especial a la mujer, le haré a usted responsable, ¿entendido? —Dicho aquello, le lanzó una mirada fulminante y, acto seguido, se apresuró a atravesar la puerta y a entrar en el pasadizo antes de que volvieran a torcerse las cosas, desentendiéndose del anciano y de la mujer apestosa. La cabeza le retumbaba todavía más que antes. Mierda, se le había hecho tardísimo.
—¿Por qué demonios me tiene que tocar siempre a mí? —refunfuñó.
—Lo siento pero la armería ya está cerrada por hoy —dijo con desdén el comandante Vallimir mirando a West por encima de la nariz, como si su colega fuera un pordiosero que le mendigara unas monedas—. Hemos cubierto el cupo antes de lo previsto y esta semana ya no se volverán a encender las fraguas. Tal vez si hubiera llegado a tiempo... —el martilleo que resonaba en la cabeza de West cada vez iba a peor. Se forzó a respirar de forma más reposada y a hablar sin levantar la voz. No le serviría de nada perder los estribos. Nunca servía de nada.
—Lo comprendo, comandante, pero no olvide que estamos en guerra —dijo pacientemente West—. Muchas de las levas que hemos recibido apenas disponen de armas y el Lord Mariscal Burr ha solicitado que se enciendan las fraguas para que se les pueda dotar de un equipo adecuado.
No era del todo cierto, pero desde que había entrado a formar parte del estado mayor del Mariscal había optado por no contar nunca toda la verdad. Haciéndolo, no se llegaba a ninguna parte. Recurría a una mezcla de halagos, bravatas y flagrantes mentiras, salpicadas de humildes súplicas o veladas amenazas. A esas alturas ya era un auténtico experto a la hora de evaluar cuál era la estrategia más adecuada a cada caso.
Por desgracia, aún no le tenía tomada la medida al comandante Vallimir, el Superintendente de las Armerías Reales. El hecho de que tuvieran la misma graduación no hacía sino complicar aún más las cosas: no podía tratar de avasallarle, pero tampoco podía rebajarse a suplicarle.
Peor aún, desde un punto de vista social, eran todo menos iguales. Vallimir era un miembro de la vieja nobleza, pertenecía a un linaje muy poderoso y su arrogancia no conocía límites. Comparado con él, Jezal dan Luthar parecía un tipo humilde y desinteresado, y su absoluta falta de experiencia en el campo de batalla sólo servía para empeorar las cosas: para contrarrestarlo se comportaba de una forma doblemente estúpida. Pese a que las órdenes de West emanaban directamente del Mariscal Burr, recibían la misma consideración que si vinieran de un porquero.
Aquel día no era una excepción.
—El cupo de este mes ya está cubierto,
comandante West
—Vallimir se las había arreglado para pronunciar su nombre con un inconfundible tono de desdén—, así que las fraguas están cerradas. Así son las cosas.
—¿No pretenderá que le vaya con eso al Lord Mariscal?
—El armamento de las levas es responsabilidad de los lores que las reclutan.
Yo
no tengo la culpa de que
ellos
no cumplan con
sus
obligaciones —recitó con retintín—. Simplemente, no es problema nuestro,
comandante West
, dígaselo
así al
Lord Mariscal.
Siempre lo mismo. Se pasaba el día entero yendo de un lado para otro: de las oficinas de Burr a los distintos departamentos de intendencia, a los jefes de las compañías, de los batallones, de los regimientos; a los almacenes que había repartidos por Agriont y por la ciudad; a las armerías, los cuarteles y los establos; a los muelles donde dentro de unos pocos días empezarían a embarcar los soldados y sus equipos; a otros innumerables departamentos, y, luego, vuelta a empezar tras haber recorrido decenas de kilómetros sin apenas haber sacado nada en limpio. Todas las noches caía exhausto en la cama y a las pocas horas volvía a estar en pie y tenía que empezar de nuevo.
Su misión como jefe de un batallón consistía en enfrentarse al enemigo con el acero desnudo. Como oficial de estado mayor, en cambio, su misión parecía consistir en enfrentarse con los de su propio bando armado simplemente con un fajo de papeles; más que un soldado parecía un burócrata. Se sentía como un hombre que tratara de subir una piedra gigantesca por una colina. Por más que empujaba, nunca llegaba a ninguna parte, pero no podía dejar de hacerlo por temor a que la roca le aplastara. Y, entretanto, unos arrogantes hijos de puta que corrían tanto peligro como él haraganeaban en las laderas y le decían: «A mí no me mires, que esa roca no es mía».
Ahora comprendía por qué durante la guerra de Gurkhul hubo veces en que faltó comida para los hombres, o ropas, o carromatos para transportar los suministros, o caballos para tirar de los carromatos, o muchas otras cosas igualmente importantes cuya necesidad habría sido muy fácil de prever.
No estaba dispuesto a que un descuido suyo diera lugar a una situación como aquéllas. Y menos aún a ver morir a sus hombres por carecer del armamento adecuado. De nuevo trató de sosegarse, pero cada vez le dolía más la cabeza y su voz comenzaba a quebrarse debido al esfuerzo que estaba haciendo.
—¿Y si nos quedamos empantanados en Angland al frente de una multitud de campesinos inermes y desarrapados, qué haremos entonces, eh, comandante Vallimir? ¿De quién será el problema? ¡Suyo no, desde luego! ¡Usted seguirá aquí tan tranquilo en compañía de sus fraguas frías!
Nada más decirlo, West se dio cuenta de que se había pasado: el tipo aquel se había erizado literalmente.
—¡Cómo se atreve, señor! ¿Está poniendo en entredicho mi honor? ¡Sepa que nueve generaciones de mi familia han servido en la Guardia Real!
West se frotó los ojos. No sabía si reír o llorar.
—Le puedo asegurar que en ningún momento he pretendido poner en duda su valor —trató de ponerse en el lugar de Vallimir. Al fin y al cabo, no sabía a qué tipo de presiones estaría sometido aquel hombre: probablemente habría preferido tener soldados bajo su mando en vez de herreros, probablemente... era inútil. Aquel tipo no era más que un cabrón, no lo soportaba—. Lo que aquí está en juego no es su honor ni el de su familia. ¡De lo que se trata es de si estamos preparados o no para entrar en guerra!
Una expresión glacial asomó a los ojos de Vallimir.
—¿Con quién se cree usted que está hablando, maldito plebeyo? Toda su autoridad se la debe a Burr, que no es más que un palurdo provinciano que ha alcanzado su rango por una simple cuestión de suerte —West pestañeó con incredulidad. Daba por sentado que la gente murmuraría a sus espaldas, pero que se lo dijeran a la cara era cosa bien distinta—. ¿Qué será de usted cuando ya no esté Burr? ¿Eh? ¿Dónde estaría usted si no lo tuviera a él para esconderse detrás? ¡No tiene usted sangre, ni familia! —Los labios de Vallimir se retorcieron en un gesto de gélido desdén—. Aparte de
esa hermana
suya, que por lo que he oído...
Casi sin darse cuenta, West se abalanzó hacia él.
—¿Cómo? —rugió—. ¿Qué ha dicho? —Su expresión debía de ser verdaderamente feroz: la tez de Vallimir había perdido todo su color.
—Bueno, esto, yo...
—¿Cree usted que necesito a Burr para que me saque las castañas del fuego, maldito gusano cobarde? —Antes de que tuviera tiempo de darse cuenta, había vuelto a avanzar, y Vallimir, tambaleándose, retrocedía de lado hacia la pared con el brazo en alto para protegerse del esperado golpe. Pero era lo mínimo que podía hacer West si no quería que sus manos agarraran a aquel gilipollas y lo zarandearan hasta reventarle la cabeza. Su cráneo parecía estar a punto de estallar. La presión era tan fuerte que temía que los ojos se le fueran a saltar de la cara. Tomó lentamente aire por la nariz y apretó los puños hasta hacerse daño. La furia fue remitiendo hasta encontrarse por debajo del punto en que amenazaba con dominarle por completo. Ahora ya no era más que una especie de palpitación que se le había quedado agarrada al pecho.
—Si tiene algo que decir de mi hermana, dígalo de una vez —susurró mientras dejaba caer su mano izquierda sobre la empuñadura de su espada—. Y podemos arreglar el asunto fuera de los muros de la ciudad.
El comandante Vallimir reculó un paso más:
—No he oído nada —susurró—, absolutamente nada.
—Absolutamente nada —West lanzó una última mirada al pálido semblante de Vallimir y luego se separó de él—. Bien, y ahora, ¿sería tan amable de abrir las fraguas? Tenemos mucho trabajo pendiente.
Vallimir parpadeó unos instantes:
—Desde luego. Ahora mismo las enciendo.
West se volvió sobre sus talones y se alejó, convencido de que el tipo aquel le estaría lanzando una mirada asesina, convencido de que lo único que había conseguido era que una situación ya de por sí mala empeorara aún más. Se había ganado otro enemigo de alta alcurnia. Pero lo peor de todo era que el tipo tenía razón. No era nadie sin Burr. No tenía familia, aparte de
esa hermana
suya. Maldita sea, le iba a estallar la cabeza.
—¿Por qué a mí? —se dijo—. ¿Por qué?
Aún le quedaban muchas cosas por hacer, suficientes para ocuparle el día entero, pero West no podía más. Le dolía tanto la cabeza que casi se le iba la vista. Tenía que tumbarse a oscuras con un paño húmedo en la frente durante una hora al menos, aunque sólo fuera durante un minuto. Apretó los dientes y hurgó en el bolsillo buscando la llave, mientras se cubría con la otra mano sus ojos doloridos. De pronto, desde el otro lado de la puerta, le llegó un ruido. El leve tintineo de un cristal. Ardee.
—No —se dijo en un susurro—. ¡Ahora no! ¿Por qué demonios se le había ocurrido dejarle una llave? Lanzando maldiciones en voz baja, alzó el puño para llamar a la puerta. Llamando a su propia puerta, a eso había llegado. Su puño no llegó a alcanzar la madera. Una imagen sumamente desagradable había comenzado a formarse en algún rincón de su mente: Ardee y Jezal, desnudos y sudorosos, revolcándose sobre la alfombra. Se apresuró a meter su llave en la cerradura y abrió la puerta.
Ardee estaba de pie junto a la ventana, sola, y, para gran alivio suyo, completamente vestida. Menos gracia le hizo ver que tenía el decantador en la mano y que se estaba llenando a rebosar una copa. Al verle entrar bruscamente, alzó sorprendida una ceja.
—Ah, eres tú.
—¿Quién demonios querías que fuera? —le espetó West—. Estos son mis aposentos, ¿no?
—Vaya, parece que hay alguien que no está de muy buen humor esta mañana. —Un poco de vino se derramó desde el borde de la copa y cayó a la mesa. Ardee lo limpió con la mano, se chupó los dedos y luego dio un buen trago a la copa para asegurarse de que no volvía a pasar. Cada uno de sus movimientos irritaba profundamente a West.
Hizo una mueca de disgusto y cerró la puerta de un empujón.
—¿Es necesario que bebas tanto?
—Tengo entendido que las señoritas deben tener un pasatiempo provechoso. —Hablaba con su tono despreocupado de siempre, pero, a pesar de su dolor de cabeza, West se dio cuenta de que ahí pasaba algo raro. Desde que entró, Ardee había estado lanzando miradas furtivas a la mesa y ahora, de pronto, comenzó a avanzar hacia ella. West se le adelantó y agarró un papel que había encima. Tenía algo escrito, una sola línea.
—¿Qué es esto?
—¡Nada! ¡Dámelo!
La mantuvo a distancia con una mano y lo leyó:
Mañana por la noche en el sitio de siempre.
A.
Un doloroso hormigueo recorrió la piel de West.
—¿Nada? ¿Nada? —Agitó la nota delante de la cara de su hermana. Ardee sacudió mínimamente la cabeza, como espantando una mosca, y luego se dio media vuelta, sin decir palabra, pero sorbiendo ruidosamente de la copa. West apretó los dientes.
—Es para Luthar, ¿no?
—Yo no he dicho eso.