—¿Quién te has creído que soy, tu padre? —inquirió el comandante. Kaspa soltó una risa maliciosa.
—¡Tarde otra vez! —dijo Jalenhorm con un resoplido—. ¡El Lord Mariscal no estará muy contento que digamos!
Jezal agarró a toda prisa los trastos de esgrima y salió corriendo hacia el extremo opuesto del césped. El comandante West lo siguió andando tranquilamente.
—Vamos —gritó Jezal.
—Le sigo, capitán —dijo—. Le sigo.
—¡Pinche, Jezal, pinche, pinche! —gritó el Lord Mariscal Varuz, y, acto seguido, le atizó un golpe con su vara.
—¡Ay! —aulló Jezal, y de nuevo trató de alzar la pesada barra de metal.
—¡Quiero ver cómo mueve ese brazo derecho, capitán, quiero verlo salir disparado como una serpiente! ¡Quiero que me ciegue la velocidad de esas manos!
Jezal ejecutó torpemente dos nuevos ataques con aquel armatoste de hierro. Era una auténtica tortura. Los dedos, las muñecas, el antebrazo, los hombros, todo le ardía. Tenía la piel empapada y gruesas gotas de sudor le resbalaban por el rostro. El Mariscal Varuz desbarató sus torpes intentos con un par de movimientos de su vara.
—¡Ahora un tajo, un tajo con la izquierda! —Jezal trató de descargar el enorme mazo de herrero sobre la cabeza del anciano con toda la fuerza de su brazo izquierdo. Ni siquiera estando en su mejor momento le habría resultado fácil levantar aquel maldito trasto. El Mariscal Varuz se echó con soltura a un lado y le cruzó la cara con la vara.
—¡Au! —gimió Jezal trastabillando hacia atrás. El mazo se le fue de las manos y le cayó encima de un pie—. ¡Aaargh! —La barra de hierro golpeó el suelo con un seco ruido metálico mientras Jezal se doblaba y se cogía los pies, que estaban en un grito. De pronto, sintió un dolor punzante en el trasero; el golpe seco que acababa de propinarle Varuz retumbó en el patio y Jezal cayó de bruces al suelo.
—¡Esto es lamentable! —gritó el anciano—. ¡Me está usted dejando en ridículo delante del comandante West! —El comandante había echado hacia atrás su silla y se retorcía intentando contener la risa. Jezal permanecía tumbado en el suelo contemplando las inmaculadas botas del comandante y sin las más mínimas ganas de levantarse—. ¡Arriba, capitán Luthar! —gritó Varuz—. ¡No sé el suyo, pero mi tiempo tiene mucho valor!
—¡Está bien! ¡Está bien! —Jezal se levantó con dificultad y se quedó de pie bajo el achicharrante sol, bamboleándose, jadeando, sudando a mares.
Varuz se le acercó y le olió el aliento.
—¿Ya ha estado usted bebiendo? —le interpeló, mientras su bigote gris se ponía de punta—. ¡Y seguro que la noche pasada también! —Jezal permanecía mudo—. ¡Peor para usted! ¡Hay trabajo que hacer, capitán Luthar, y no puedo hacerlo yo solo! ¡Sólo quedan cuatro meses para el Certamen, cuatro meses para hacer de usted un maestro de la espada!
Varuz parecía esperar una respuesta. Pero a Jezal no se le ocurría ninguna, sólo hacía aquello por tener contento a su padre, aunque sospechaba que ésa no era la respuesta que quería oír el viejo soldado, y no tenía ningún interés en que le volviera a soltar un golpe.
—¡Bah! —le ladró Varuz a la cara. Luego se dio la vuelta sujetando firmemente la vara a la espalda con ambas manos.
—Mariscal Var... —empezó a decir Jezal, pero, antes de que pudiera continuar, el viejo soldado se volvió y le dio una estocada en la barriga—. Gargh —soltó Jezal cayendo de rodillas. Varuz se alzaba sobre él.
—Le voy a poner a correr un poco, capitán.
—Aaargh.
—Va a ir corriendo de aquí a la Torre de las Cadenas. Y luego va a subir corriendo a la torre hasta llegar al parapeto. Sabremos cuándo ha llegado porque, entretanto, el comandante y yo estaremos jugando tranquilamente a los cuadros en esa azotea —dijo señalando a un edificio de seis plantas que se alzaba a su espalda—, desde donde se ve perfectamente la parte alta de la torre. ¡Me resultará muy fácil verle con mi monóculo, así que esta vez no podrá hacer usted trampas! —Y, dicho aquello, le descargó un varazo en la cabeza.
—Aug —gritó Jezal, que de inmediato se puso a frotarse el cuero cabelludo.
—Una vez que haya aparecido en lo alto de la torre, regresará corriendo. Correrá todo lo rápido que pueda, y no dude que sabré que ha sido así, porque si no está usted de vuelta para cuando nosotros hayamos acabado nuestra partida, tendrá que empezar de nuevo —en el semblante de Jezal se dibujó un rictus de dolor—. El comandante West es un consumado jugador de cuadros, así que puede que tarde una media hora en derrotarlo. Le sugiero que empiece de inmediato.
Jezal se levantó trabajosamente y trotó en dirección al pasadizo que había al otro extremo del patio, mascullando maldiciones.
—Más vale que corra usted más rápido —le gritó Varuz. Aunque las piernas le pesaban como el plomo, Jezal avivó el paso.
—¡Arriba esas rodillas! —gritó divertido el comandante West.
El pasadizo retumbó con la carrera de Jezal, que, tras superar al sonriente portero que se encontraba sentado a la puerta, desembocó en la amplia avenida que había al otro lado. Pasó por delante de los muros tapizados de hiedra de la Universidad, maldiciendo entre dientes a Varuz y a West, y luego frente al Pabellón de los Interrogatorios, una mole sin apenas ventanas, cuya verja se encontraba cerrada a cal y canto. Sólo se cruzó con unos cuantos funcionarios anodinos que pululaban de acá para allá, pues a esa hora de la tarde el Agriont solía ser un lugar bastante tranquilo, y hasta que no entró al parque no vio a nadie interesante.
Tres muchachas vestidas a la última se encontraban sentadas junto al estanque bajo la frondosa sombra de un sauce, acompañadas de una anciana carabina. Inmediatamente, Jezal apretó el paso y sustituyó su expresión torturada por una despreocupada sonrisa.
—Señoritas —dijo pasando delante de ellas como una exhalación. Las oyó intercambiar risitas a su espalda y se felicitó en silencio. No obstante, en cuanto se dio cuenta de que ya no podían verle, redujo a la mitad su velocidad—. Al carajo con Varuz —se dijo, ya casi andando, mientras doblaba hacia la Vía Regia, pero al instante tuvo que apretar de nuevo la marcha. Ladisla, el Príncipe Heredero, se encontraba a menos de veinte zancadas de él, soltándole una perorata a su vistoso y muy nutrido séquito.
—¡Capitán Luthar! —gritó Su Alteza, cuyos estrafalarios botones dorados destellaban al sol—. ¡Corra cuanto pueda! ¡He apostado mil marcos a que ganará usted el Certamen!
Jezal sabía de muy buena tinta que el Príncipe había apostado dos mil marcos por Bremer dan Gorst, pero aun así hizo una reverencia todo lo pronunciada que pudo, sin dejar de correr. La comitiva de petimetres que acompañaba al Príncipe prorrumpió en vítores y desganados gritos de ánimo mientras su figura se iba perdiendo en la distancia.
—Hatajo de imbéciles —masculló Jezal, aunque en realidad le habría encantado ser uno de ellos.
Dejó a su derecha las enormes efigies en piedra de los Grandes Reyes de los últimos seiscientos años, y, a su izquierda, las estatuas, algo más pequeñas, de sus leales servidores. Luego, justo antes de doblar hacia la Plaza de los Mariscales, saludó con una inclinación de cabeza al gran Mago Bayaz. El mago, no obstante, le respondió con su habitual mirada desaprobatoria, cuyo efecto sobrecogedor sólo lograba paliar levemente la cagada de paloma que adornaba su pétrea mejilla.
El Consejo Abierto estaba reunido, de modo que la plaza se encontraba casi desierta y Jezal pudo llegar hasta la puerta del Cuartel General del Ejército andando tranquilamente. Un sargento bastante grueso lo saludó cuando pasó junto a él, y Jezal se preguntó si no pertenecería a su propia compañía: todos los soldados le parecían iguales. Lo ignoró y prosiguió su carrera entre los dos imponentes edificios blancos.
—Lo que faltaba —murmuró Jezal. Jalenhorm y Kaspa se encontraban sentados junto a la puerta de la Torre de las Cadenas, fumando sendas pipas y desternillándose de risa. Los muy cabrones debían haberse imaginado que vendría por ahí.
—¡Por el honor y la gloria! —bramó Kaspa, haciendo resonar su espada dentro de la vaina mientras Jezal pasaba corriendo delante de ellos—. ¡No hagas esperar al Lord Mariscal! —gritó luego a sus espaldas. Jezal oyó al grandullón rugir de placer.
—Cretinos de mierda —resolló Jezal. Luego empujó con el hombro la pesada puerta y, casi sin aliento, comenzó a subir la empinada escalera de caracol. Era una de las torres más altas de Agriont: doscientos noventa y un escalones en total—. Mierda de escalones —maldijo. Cuando llegó al que hacía el número cien, las piernas le abrasaban y tenía palpitaciones en el pecho. Cuando llegó al que hacía el número doscientos, estaba hecho una piltrafa. Realizó el resto de la subida andando, viendo las estrellas a cada paso que daba, y finalmente irrumpió en el tejado a través de una torreta y se quedó apoyado en el parapeto, parpadeando por el súbito cambio de luz.
Abajo, hacia el sur, se extendía la ciudad, una interminable alfombra de casas blancas que circundaba la resplandeciente bahía. En la dirección contraria, la vista de Agriont era aún más impresionante si cabe. Una gran confusión de edificios imponentes, apiñados unos sobre otros y separados por verdes extensiones de grandes árboles y prados, que ceñía un amplio foso y una elevada muralla tachonada por no menos de cien esbeltas torres. La Vía Regia cruzaba la ciudadela por el centro y desembocaba en la Rotonda de los Lores, cuya cúpula dorada refulgía al sol. Justo detrás se elevaban los espigados chapiteles de la Universidad y, un poco más allá, se erguía la adusta mole de la Casa del Creador, encumbrándose como una oscura montaña y proyectando su larga sombra sobre los edificios que tenía debajo.
Jezal creyó ver el destello del monóculo del mariscal Varuz en la distancia. Volvió a soltar una maldición y se dirigió a las escaleras.
Cuando por fin llegó a la terraza, sintió un inmenso alivio al ver que todavía quedaban unas cuantas piezas blancas en el tablero.
El mariscal Varuz arqueó las cejas.
—Ha tenido usted mucha suerte. El comandante se ha resistido con uñas y dientes —el semblante de West se desencajó formando una sonrisa—. Debe usted haberse granjeado su respeto, pero el mío aún tiene que ganárselo.
Jezal estaba agachado con las manos apoyadas en las rodillas, resoplando y derramando gruesas gotas de sudor en el suelo. Varuz cogió un estuche alargado que había encima de la mesa, se acercó a Jezal y lo abrió.
—Veamos qué tal hace las formas.
Jezal cogió el acero corto con la mano izquierda y el largo con la derecha. Comparados con el pesado hierro de antes, parecían ligeros como plumas. El Mariscal Varuz dio un paso atrás.
—Adelante.
Adoptó la primera forma; el brazo derecho extendido y el izquierdo pegado al cuerpo. Las hojas de los aceros silbaban y se entretejían en el aire, destellando bajo la luz del atardecer, mientras Jezal iba adoptando las diversas posturas con consumada soltura. Finalmente, terminó y dejó que los dos aceros colgaran a sus costados.
Varuz asintió.
—El capitán tiene unas manos muy rápidas, ¿no cree?
—Impresionante, desde luego —dijo el comandante West sonriendo de oreja a oreja—. Un espectáculo bastante más gratificante del que yo haya ofrecido jamás.
El Lord Mariscal no parecía tan impresionado.
—Al ejecutar la tercera forma, dobla en exceso las rodillas, y debe esforzarse por extender más el brazo izquierdo en la cuarta; quitando eso —hizo una pausa—, no está mal. —Jezal suspiró aliviado. Viniendo de quien venía, aquello era todo un elogio—. ¡Ajá! —gritó de repente el anciano propinándole un golpe en las costillas con el extremo del estuche. Jezal se derrumbó con la respiración cortada—. Pero esos reflejos hay que mejorarlos, capitán. Debería estar siempre alerta. Siempre. Tiene unos aceros en las manos, qué hace que no los mantiene en alto.
—Sí, señor —graznó Jezal.
—Y en materia de resistencia es usted un desastre, boquea como una carpa. Sé de muy buena tinta que Bremer dan Gorst corre quince kilómetros diarios y apenas si suda —el Mariscal Varuz se inclinó sobre él—. De ahora en adelante usted hará lo mismo. Ah, sí. Todas las mañanas a las seis recorrerá todo el perímetro de la muralla de Agriont y, luego, entrenará durante una hora con el comandante West, que ha tenido la gentileza de acceder a servirle de sparring. Confío en que él sabrá señalarle todos los puntos débiles de su técnica. —Jezal hizo una mueca de dolor y se frotó sus doloridas costillas—. Ah, otra cosa; se acabaron las juergas. No tengo nada en contra de la diversión, en su debido momento; pero ya habrá tiempo para celebraciones después del Certamen, siempre y cuando, claro está, haya usted trabajado lo bastante para ganarlo. Hasta entonces, vida sana. ¿Entendido, capitán Luthar? —y acercándose un poco más a él, recalcó enfáticamente cada una de las palabras—: Vida. Sana. Capitán.
—Sí, Mariscal Varuz —masculló Jezal.
Seis horas después estaba completamente borracho. Carcajeándose como un lunático y con la cabeza dándole vueltas, se lanzó a la calle. El aire frío le azotó el rostro, las casuchas oscilaron, empezaron a balancearse, y la calle en penumbra se ladeó como un barco que estuviera a punto de irse a pique. Jezal contuvo virilmente las ganas de vomitar, plantó un pie en la calle con gesto altanero y luego se volvió hacia la puerta. Recibió un baño de una luz borrosa y brillante, acompañado de un estruendo de risas y gritos. De pronto, una figura andrajosa salió disparada de la taberna y se estrelló contra su pecho. Jezal forcejeó desesperadamente y luego perdió el equilibrio. Al morder el polvo, le crujieron todos los huesos.
El mundo quedó a oscuras durante unos instantes y, de repente, se descubrió aplastado contra el suelo con Kaspa encima de él.
—¡Me cago en la...!» —farfulló con voz aguardentosa. Se quitó de encima al risueño teniente de un codazo, dio una vuelta en el suelo, se levantó tambaleándose y empezó a dar tumbos tratando de acomodarse al balanceo de la calle. Kaspa, apestando a alcohol barato y a humo rancio, se desternillaba caído de espaldas en el suelo. Jezal hizo un torpe intento de quitarse el polvo del uniforme. Su pechera lucía una gran mancha de humedad con olor a cerveza—. ¡Me cago en la...! —masculló de nuevo. ¿Cuándo demonios se la había hecho?
De pronto creyó oír unos gritos que provenían del otro lado de la calle. Dos hombres forcejeaban en un portal. Jezal entrecerró los ojos para tratar de vislumbrar algo en la oscuridad. Un hombre corpulento tenía agarrado a un tipo bien vestido, al que parecía estar atándole las manos a la espalda. Ahora le estaba metiendo una especie de bolsa por la cabeza. Jezal pestañeó con incredulidad. No podía decirse que el barrio en que estaban se caracterizara por su buena reputación, pero aquello parecía excesivo.