El comandante West, embutido en su uniforme de gala, sudaba a mares. Llevaba dos horas de pie en la misma posición, las manos a la espalda, los dientes apretados, mientras Lord Hoff obsequiaba a los solicitantes y a todos los presentes con un despliegue de gruñidos, refunfuños y bramidos. West deseó fervientemente, y no por primera vez aquella tarde, encontrarse tumbado a la sombra de un árbol del parque con una bebida bien cargada. O tal vez debajo de un glaciar, sepultado en el hielo. Con tal de no estar allí, daba igual el lugar.
Montar guardia en esas insufribles audiencias no era precisamente una de las obligaciones más gratas de West, pero lo cierto es que podía haber sido aún peor. No había más que pensar en los ocho soldados que se distribuían a lo largo de la pared en posición de firmes: llevaban la armadura al completo. West estaba convencido de que tarde o temprano alguno de ellos acabaría por desmayarse y se estrellaría contra el suelo provocando un estruendo similar al de un aparador repleto de cacerolas, un hecho que, a no dudarlo, causaría un profundo enojo al Lord Chambelán, pero de momento parecía que se las estaban arreglando para mantenerse en pie.
—¿Se puede saber por qué esta maldita sala nunca tiene una temperatura adecuada? —inquirió Hoff como si el calor fuera una afrenta dirigida exclusivamente contra su persona— ¡Durante la mitad del año hace demasiado calor y durante la otra mitad demasiado frío! ¡No sopla el aire, no sopla ni una brizna de aire! ¿Por qué no se pueden abrir esas ventanas? ¿Por qué no se puede disponer de una sala más grande?
—Mmm... —musitó abrumado el subsecretario, subiéndose los anteojos por su sudorosa nariz—, las peticiones de audiencia siempre se han celebrado aquí, Milord Chambelán —al toparse con la furibunda mirada de su superior se interrumpió—. Mmm... es... ¿la tradición?
—¡Ya lo sé, maldito imbécil! —tronó Hoff con el rostro púrpura de calor y de ira— ¿Le ha pedido alguien su maldita opinión?
—Sí, señor, no, señor —se trabó Morrow—. Quiero decir que tiene usted mucha razón, Milord.
Hoff sacudió la cabeza frunciendo el entrecejo de forma imponente y echó un vistazo a la sala buscando algún otro motivo de enojo.
—¿Cuántos más tenemos que soportar hoy?
—Mmm... cuatro más, Excelencia.
—¡Maldita sea! —rugió el Chambelán, revolviéndose en su inmensa silla y abanicándose con las solapas de su cuello de piel— ¡Esto es insoportable! —West asintió en silencio. Hoff agarró una copa dorada y sorbió un buen trago de vino. Lo de beber no se le daba nada mal; de hecho, no había parado de hacerlo en toda la tarde. No puede decirse que aquello hubiera contribuido a mejorar su humor— ¿Quién es el siguiente idiota? —inquirió.
—Mmm... —Morrow se caló los lentes y escudriñó un extenso documento, recorriendo con su dedo entintando la enojosa caligrafía—. El siguiente es el labriego Heath. Un campesino de...
—¿Un campesino? ¿Un campesino ha dicho? ¿Nos va a tocar permanecer sentados con este calor demencial escuchando cómo un maldito plebeyo se lamenta de los perniciosos efectos del mal tiempo en sus ovejas?
—Verá, Milord —musitó Morrow—, parece que el tal Heath tiene una queja justificada contra su... mmm... arrendador y...
—¡Que se vayan todos al cuerno! ¡Estoy harto de oír quejas! —el Lord Chambelán tomó otro trago de vino—. ¡Que hagan pasar a ese idiota!
Se abrieron las puertas y Heath fue conducido a su presencia. Para recalcar el equilibrio de poder que reinaba en la sala, la mesa del Chambelán se alzaba sobre una tarima, de tal modo que, aun estando de pie, el pobre hombre tenía que alzar la vista para mirarle. Era un rostro honesto, aunque bastante demacrado. Sus manos temblorosas sostenían por delante un sombrero raído. West alzó incómodo los hombros al sentir que una gruesa gota de sudor le resbalaba por la espalda.
—Recibe usted el nombre de Heath, ¿correcto?
—Sí, Milord —musitó el campesino con su acento rústico— de...
Hoff le cortó en seco.
—Y comparece ante nosotros para solicitar una audiencia de su Augusta Majestad, el Gran Rey de la Unión, ¿no es así?
El labriego se humedeció los labios. West se preguntó si habría sido muy largo el camino que había tenido que recorrer para venir allí a que se rieran de él. Muy largo probablemente.
—Han expulsado a mi familia de nuestras tierras. El hacendado dice que no hemos pagado el arriendo, pero...
El Lord Chambelán le indicó con la mano que se callara.
—Es evidente que este asunto es competencia de la Comisión de Tierra y Agricultura. Su Augusta Majestad, el Rey, se cuida del bienestar de todos sus súbditos, por más baja que sea su condición —West estuvo a punto de hacer una mueca de dolor ante aquella muestra de desprecio—, pero no puede ocuparse en persona de cualquier asunto sin importancia. Su tiempo es muy valioso, como también lo es el mío. Buenas tardes —eso fue todo. Dos de los soldados abrieron las puertas para que Heath saliera.
El rostro del campesino había empalidecido y sus nudillos retorcían el ala de su sombrero.
—Milord —tartamudeó—, ya he estado en la Comisión...
Hoff alzó bruscamente la vista, interrumpiendo de golpe el tartamudeo del granjero.
—¡Buenas tardes he dicho!
Los hombros del campesino se vinieron abajo. Antes de salir echó un último vistazo a la sala. Morrow observaba con gran interés algo que parecía haber en la pared de enfrente y evitaba mirarle. El Lord Chambelán, indignado por aquella imperdonable pérdida de tiempo, le dirigía una mirada feroz. Y West se sentía asqueado de formar parte de todo aquello. Heath se dio media vuelta y, con la cabeza gacha, salió de la sala arrastrando los pies. Las puertas se cerraron tras él.
Hoff descargó un puñetazo sobre la mesa.
—¿Han visto eso? —preguntó paseando sus ojos por la sudorosa concurrencia— ¡Qué desfachatez! ¿Lo ha visto, comandante West?
—Sí, Milord Chambelán, lo he visto todo —repuso West con sequedad—. Es una vergüenza.
Afortunadamente, Hoff no captó el pleno significado de sus palabras.
—¡Eso es, comandante West, una vergüenza! ¿Por qué demonios todos los jóvenes prometedores tienen que acabar en el ejército? ¡Quiero saber quién es el responsable de que se deje entrar aquí a esos pordioseros! —lanzó una mirada asesina al subsecretario, que tragó saliva y clavó la vista en sus papeles—. ¿Quién viene ahora?
—Mmm... Coster dan Kault —balbuceó Morrow—. Es el Maestre del Gremio de los Sederos.
—¡Maldita sea, ya sé quién es! —le espetó Hoff mientras se limpiaba una nueva película de sudor que acababa de formársele en la cara—. ¡Cuando no son los malditos campesinos, son los malditos mercaderes! —rugió dirigiéndose a los soldados que custodiaban la puerta con una voz lo bastante alta para que se oyera desde el pasillo—. ¡Que pase ese maldito sacacuartos!
El aspecto del Maestre Kault contrastaba vivamente con el del anterior suplicante. Era un hombre fornido y relleno, con unas facciones tan suaves como duros eran sus ojos. Las vestiduras púrpura propias de su cargo llevaban un bordado de hilo dorado tan ostentoso que habría hecho enrojecer al mismísimo Emperador de Gurkhul. Venía acompañado de dos notables Sederos, ataviados con unos ropajes casi igual de majestuosos. West se preguntó si las ganancias que obtuviera el labriego Heath en diez años bastarían para comprar uno de esos trajes. Y concluyó que, ni aun en el caso de que hubiera conservado sus tierras, habría podido pagarlo.
—Milord Chambelán —dijo en tono solemne Kault mientras hacía una alambicada reverencia. Hoff respondió al saludo del presidente del Gremio de los Sederos de la forma más escueta que le fue humanamente posible: alzó una ceja y realizó un imperceptible movimiento con los labios. Durante unos instantes, Kault aguardó en vano a que se produjera un saludo más acorde con su rango. Luego se aclaró ruidosamente la garganta y dijo:
—Vengo a solicitar una audiencia con su Augusta Majestad...
El Lord Chambelán soltó un resoplido.
—El propósito de esta sesión es determinar quién merece recibir la atención de Su Majestad. Si no quiere, se ha equivocado usted de sala.
Estaba claro que aquella entrevista iba a resultar tan infructuosa como la anterior. Aunque de una forma particularmente cruel, aquello era una forma de justicia, supuso West. Los grandes y los humildes recibían exactamente el mismo trato. El Maestre Kault entrecerró levemente los ojos, pero prosiguió:
—El honorable Gremio de los Sederos, del que soy su humilde representante... —Hoff le dio un ruidoso sorbo a su copa de vino y Kault se vio obligado a hacer una pausa—... ha sido objeto de la más infame y perversa agresión...
—Lléneme esto, ¿quiere? —aulló el Lord Chambelán, agitando su copa vacía delante de las narices de Morrow. El subsecretario se apresuró a levantarse y fue a coger el decantador. Kault apretó los dientes mientras el vino caía a borbotones en la copa.
—¡Prosiga, no dispongo de todo el día! —soltó Hoff haciendo un gesto con la mano.
—Una agresión perversa y taimada...
El Lord Chambelán le escrutó con suspicacia.
—¿Ha dicho una agresión? ¡Si no se trata más que de una simple agresión, el caso es competencia de la Guardia Urbana!
El Maestre Kault hizo una mueca de disgusto. Tanto él como sus dos compañeros ya habían empezado a sudar.
—No se trata de una agresión de ese tipo, Milord Chambelán, sino de una agresión insidiosa y taimada, cuyo objetivo es mancillar la intachable reputación de nuestro Gremio y perjudicar nuestros intereses comerciales en la Ciudad Libre de Estiria e incluso en todo el ámbito de la Unión. Una agresión perpetrada por ciertos elementos indeseables de la Inquisición de Su Majestad, y...
—¡Ya he oído bastante! —el Lord Chambelán alzó su enorme mano reclamando silencio—. Si se trata de una disputa comercial, debe ser tratada por la Comisión Mercantil y Comercial de Su Majestad —Hoff hablaba con la puntillosa parsimonia de un maestro que se dirigiera a su alumno menos aventajado—. Si se trata de una cuestión jurídica, entonces debe ser tratada por el departamento del Juez Marovia. Y si afecta al funcionamiento interno de la Inquisición de Su Majestad, entonces debe usted concertar una cita con el Archilector Sult. Pero, en todo caso, no es en absoluto una cuestión que requiera la atención personal de Su Augusta Majestad.
El representante del Gremio de los Sederos abrió la boca para decir algo, pero el Lord Chambelán se le adelantó alzando aún más la voz.
—¡Nuestro Monarca crea una Comisión, elige a un Juez Supremo y nombra a un Archilector para no tener que ocuparse personalmente de cualquier insignificancia! Y, dicho sea de paso, por esa misma razón concede ciertos derechos a algunos gremios de mercaderes, y no para que se llenen los bolsillos... —sus labios se retorcieron en un gesto de desdén—, ¡el estamento de los comerciantes! Buenas tardes —las puertas volvieron a abrirse.
El rostro de Kault había empalidecido de ira al oír aquel último comentario.
—Puede estar seguro, Lord Chambelán —dijo con tono gélido—, de que acudiremos a otras instancias para obtener una reparación, y que lo haremos con la máxima tenacidad.
Durante unos instantes, Hoff le miró fijamente con una expresión de profunda animadversión.
—Acuda adonde quiera —gruñó—, y con toda la tenacidad que quiera. Pero no aquí... ¡Buenas... tardes! —si hubiera sido posible apuñalar a alguien en la cara con la expresión «buenas tardes», en ese mismo momento la cabeza del presidente del Gremio de los Sederos yacería muerta en el suelo.
Kault parpadeó un par de veces y luego, hecho una furia, se dio media vuelta y salió de la sala con toda la dignidad de la que fue capaz. Sus dos lacayos le siguieron, arrastrando tras de sí los largos faldones de sus trajes. Las puertas se cerraron.
Hoff volvió a dar un puñetazo en la mesa.
—¡Esto es un ultraje! —barboteó— ¡Malditos puercos arrogantes! ¿Qué se ha creído esta gente, que se puede desacatar la justicia de Su Majestad y luego buscar el auxilio del Rey cuando las cosas se ponen feas?
—En fin, no —dijo Morrow—, desde luego que...
El Lord Chambelán hizo caso omiso del subsecretario y se volvió hacia West con una sonrisa sardónica.
—A pesar de lo bajo que es el techo, me parece que ya vislumbro unos cuantos buitres trazando círculos sobre ellos, ¿eh, comandante West?
—Ciertamente, Milord Chambelán —masculló West, que se sentía horriblemente incómodo y estaba deseando que aquella tortura acabara de una maldita vez. Así podría volver con su hermana. Pensar en ella le abatía. Era aún más alocada de como él la recordaba. Cierto que era muy inteligente, puede que incluso demasiado inteligente. Ojalá se casara con un buen hombre que la hiciera feliz. Bastante delicada era ya su propia situación en la corte para que encima fuera ella por ahí dando la nota.
—Buitres, buitres —murmuraba Hoff para sí—. Unos pájaros de un aspecto bastante repulsivo, pero no exentos de utilidad. ¿Quién es el siguiente?
—Tenemos un grupo de... —el sudoroso subsecretario parecía sentirse más incómodo aún que antes mientras trataba de dar con las palabras adecuadas—... ¿embajadores?
El Lord Chambelán se detuvo cuando estaba a punto de llevarse la copa a los labios.
—¿Embajadores? ¿De quién?
—Mmm... de ese al que llaman el Rey de los Hombres del Norte, Bethod.
Hoff estalló en una carcajada.
—¿Embajadores? —dijo con una risa socarrona— ¡Salvajes, querrá decir!
El subsecretario soltó una risita forzada.
—Ah, sí, Milord, ja, ja. Salvajes, por supuesto.
—Pero peligrosos, ¿eh, Morrow? —le espetó el Lord Chambelán, cuyo buen humor se había evaporado como por ensalmo. La risa del subsecretario se quebró con un gorgoteo—. Muy peligrosos. Debemos actuar con suma cautela. ¡Que pasen!
Eran cuatro. Los dos más bajos eran unos hombretones barbudos de aspecto feroz, recubiertos de cicatrices y enfundados en unas armaduras llenas de abolladuras. Como es natural, les habían desarmado en las puertas de Agriont, pero aun así transmitían una sensación de peligro, y West tenía la impresión de que debían de haber entregado una gran cantidad de armas enormes y bastante usadas. Ésta era la clase de gente que se agolpaba ávida de guerra junto a las fronteras de Angland, no lejos de donde se encontraba el hogar de West.
Los acompañaba un hombre más mayor, enfundado también en una armadura, con una larga melena y una poblada barba blanca. Una cicatriz amoratada le cruzaba la cara y atravesaba uno de sus ojos, que estaba completamente blanco. No obstante, el hombre aquel lucía una amplia sonrisa y tenía un aire cordial que contrastaba vivamente con el de sus dos adustos compañeros, y más aún con el del cuarto hombre, que fue el último en entrar.