A decir verdad, se sentía un poco decepcionado. Había esperado un lugar de aspecto más intelectual y con una presencia mucho más nutrida de barbas. Aquellas gentes no tenían pinta de ser excesivamente sabias. Tenían la misma pinta que suelen tener en todas partes los campesinos. De hecho, el aspecto del lugar recordaba bastante al que tenía su propia aldea antes de que se presentaran los Shanka. Logen empezaba a preguntarse si no se habría equivocado de sitio. Entonces doblaron un recodo del camino.
Empotradas en la montaña, unidas por la base pero separadas a medida que ascendían, se alzaban tres gigantescas torres puntiagudas cubiertas de hiedra oscura. Parecían aún más antiguas que el viejo puente y el camino, tan viejas como la propia montaña. A sus pies se amontonaba un abigarrado conjunto de edificios, que se distribuían desordenadamente en torno a un amplio patio en el que había varias personas afanándose en sus tareas cotidianas. Una mujer delgada batía leche en un portal. Un fornido herrero probaba una herradura a una yegua que se revolvía inquieta. Un viejo carnicero calvo, con un mandil salpicado de manchas, acababa de descuartizar a algún animal y se estaba lavando los antebrazos en un abrevadero.
Y en lo alto de una amplia grada que había delante de la más alta de las tres torres se encontraba sentado un anciano de porte majestuoso. Iba vestido todo de blanco, tenía la barba larga, la nariz ganchuda, y sus blancas guedejas sobresalían por debajo del casquete blanco que cubría su cabeza. Logen, por fin, estaba impresionado. Tenía que reconocer que el Primero de los Magos daba la talla. Mientras Logen avanzaba hacia él con paso vacilante, el hombre levantó la vista, se puso de pie de un salto y se le acercó corriendo con los faldones de su toga blanca ondeando en el aire.
—Póngale aquí —susurró, señalando un trozo de hierba que había junto a un pozo. Logen se arrodilló y soltó al aprendiz en el suelo con toda la suavidad de que fue capaz, considerando lo mucho que le dolía la espalda. El anciano se inclinó y posó su nudosa mano sobre la frente de Quai.
—Le he traído a su aprendiz —murmuró muy gratuitamente Logen.
—¿Mi aprendiz?
—¿No es usted Bayaz?
El anciano soltó una carcajada.
—Oh, no, yo soy Wells, el mayordomo mayor de la Biblioteca.
—Yo soy Bayaz —dijo una voz a su espalda. El carnicero se les acercaba lentamente, limpiándose las manos en un paño. Parecía tener unos sesenta años, pero era de complexión fuerte, tenía un rostro enérgico, surcado de arrugas, y en torno a su boca crecía una barba gris corta. Tenía la cabeza completamente pelada y su calva resplandecía bajo la luz del atardecer. No era ni bien parecido ni majestuoso, pero, a medida que se acercaba, se apreciaba que aquel hombre tenía algo especial. Transmitía firmeza, un aire de autoridad. Un hombre acostumbrado a dar órdenes y a ser obedecido.
El Primero de los Magos agarró la mano izquierda de Logen entre sus manos y la estrechó cordialmente. Luego se la dio la vuelta y examinó el muñón del dedo que le faltaba.
—Logen Nuevededos, pues. También conocido como el Sanguinario. Incluso encerrado aquí en mi biblioteca me han llegado historias sobre usted.
Logen torció el gesto. Podía imaginarse el tipo de historias que habría oído el anciano.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Naturalmente. Todos tenemos un pasado, ¿eh? No tengo por costumbre fundar mis juicios en habladurías —Bayaz sonrió. Era una sonrisa amplia, cristalina, radiante. Su semblante se iluminó con unas cordiales arrugas, pero en el color verde brillante de sus ojos rehundidos persistía una expresión dura. Dura como la piedra. Logen le devolvió la sonrisa, pero ya había llegado a la conclusión de que no le gustaría tener a aquel hombre por enemigo.
—Ya veo que ha traído a nuestra oveja perdida de vuelta al rebaño —Bayaz miró a Malacus Quai, que permanecía inmóvil sobre la hierba, y frunció el ceño—. ¿Cómo está?
—Creo que vivirá, señor —dijo Wells—, pero deberíamos resguardarlo del frío.
El Primero de los Magos chasqueó los dedos y el eco de aquel crujido seco resonó entre los edificios del patio. El herrero se acercó rápidamente, cogió a Quai de los pies, y entre Wells y él metieron al aprendiz por la puerta que conducía a la biblioteca.
—Bueno, maese Nuevededos, le he llamado y usted ha acudido, lo cual indica que tiene usted buenos modales. Es posible que los buenos modales estén pasados de moda en el Norte, pero quiero que sepa que yo, al menos, sí que los valoro. Siempre he pensado que a la cortesía hay que responder con cortesía. Pero, bueno, ¿qué pasa ahora? —el anciano guardián, todo sofocado, se les acercaba corriendo por el patio—. Dos visitas en un día. ¿Qué será lo siguiente?
—¡Maestro Bayaz! —resolló el guardián— ¡Hay jinetes en la puerta, cabalgan buenas monturas y están bien armados! ¡Dicen que traen un mensaje urgente de parte del Rey de los Hombres del Norte!
Bethod. No podía ser otro. Los espíritus habían dicho que se había otorgado a sí mismo un sombrero de oro, ¿quién sino él iba a tener la osadía de proclamarse Rey de los Hombres del Norte? Logen tragó saliva. Del último encuentro que tuvo con él había salido con poco más que su vida, y, a pesar de eso, había salido mejor parado que la mayoría, mucho mejor parado.
—¿Qué hago, Maestro, les digo que se vayan? —preguntó el guardián.
—¿Quién los manda?
—Un joven muy emperifollado con cara de vinagre. Dice que es el hijo del Rey y no sé qué historias.
—¿Era Calder o Scale? Los dos son bastante avinagrados.
—El más joven, creo.
Calder, pues. Era preferible. Los dos eran unos malos bichos, pero Scale era con mucho el peor. Vérselas con los dos a la vez era una experiencia que convenía evitar. Bayaz pareció pensárselo durante unos instantes.
—El Príncipe Calder puede pasar, pero sus hombres permanecerán al otro lado del puente.
—Al otro lado del puente, sí, señor —el guardián se alejó resoplando. A Calder no le haría demasiada gracia. Logen se divirtió imaginándose al presunto príncipe desgañitándose inútilmente delante de la rejilla.
—¡El Rey del Norte, hay que ver! —Bayaz lanzó una mirada distraída al valle—. Conocí a Bethod cuando no se daba tantas ínfulas. Usted también, ¿no es así, maese Nuevededos?
Logen torció el gesto. Había conocido a Bethod cuando era un don nadie, un jefe de clan como tantos otros. Logen había acudido a él en busca de ayuda contra los Shanka, y Bethod se la había dado a cambio de un precio. Por aquel entonces, el precio parecía llevadero y digno de ser pagado. Lo único que había que hacer era luchar. Matar a unos cuantos hombres. A Logen siempre le había resultado fácil matar, y Bethod parecía un hombre por el que valía la pena luchar: osado, orgulloso, implacable, brutalmente ambicioso. Todas ellas cualidades que Logen admiraba por aquel entonces, todas ellas cualidades que él mismo creía poseer. Pero el tiempo les había cambiado a los dos, y el precio había subido.
—Solía ser mejor persona —caviló Bayaz en voz alta—. Pero hay gente a la que no le sientan bien las coronas. ¿Conoce a sus hijos?
—Más de lo que quisiera.
Bayaz asintió.
—Son una calamidad ¿verdad? Y me temo que ahora ya no mejorarán nunca. ¿Se imagina a ese cabeza de chorlito de Scale convertido en rey? ¡Puag! —el Mago se estremeció—. Casi entran ganas de desearle larga vida al padre. Pero sólo casi.
La niña a la que Logen había visto jugar se acercó correteando hasta ellos. Llevaba en la mano una cadenilla de flores amarillas, y se la ofreció al anciano Mago.
—Mira lo que he hecho —dijo. Logen oyó el apresurado retumbar de unas pezuñas que venían por el camino.
—¿Es para mí? Qué preciosidad —Bayaz cogió las flores—. Un trabajo espléndido, cariño. El Maestro Creador no lo habría hecho mejor.
El jinete irrumpió en el patio, detuvo violentamente su montura y saltó de la silla. Calder. Los años le habían tratado mejor que a Logen, eso saltaba a la vista. Estaba primorosamente vestido con un tejido negro ribeteado con pieles oscuras. Había crecido y estaba más relleno; no era más que la mitad de grande que Scale, aunque no por ello dejaba de ser un hombre corpulento. Pero su cara, pálida y orgullosa, seguía siendo tal y como la recordaba Logen, y sus finos labios parecían congelados en un gesto permanente de desdén.
Arrojó las riendas a la mujer que estaba haciendo mantequilla y luego avanzó por el patio a grandes zancadas, lanzando miradas despectivas a diestro y siniestro, con su melena ondeando al viento. Cuando se encontraba a unos diez pasos, reconoció a Logen. La boca se le abrió. Sorprendido, retrocedió medio paso y acercó la mano a su espada. Luego sus labios dibujaron una sonrisa, una leve y gélida sonrisa.
—No sabía que ahora te dedicaras a la cría de perros, Bayaz. Yo que tú tendría cuidado con ése. Tiene fama de ser de los que muerden la mano de su amo —sus labios se retorcieron un poco más—. Puedo encargarme de sacrificarlo, si quieres.
Logen se encogió de hombros. Sólo los idiotas y los cobardes recurren a las palabras gruesas. Puede que Calder fuera lo uno y lo otro, pero Logen desde luego no era ninguna de las dos cosas. Si de lo que se trata es de matar a alguien, hay que hacerlo sin más en lugar de ponerse a hablar del tema. Lo único que se consigue hablando es que el otro hombre tenga tiempo de prepararse, y eso es lo último que se desea. Logen no dijo nada. Si Calder lo tomaba como un signo de debilidad, tanto mejor. Las peleas salían al encuentro de Logen con deprimente asiduidad, pero hacía ya mucho tiempo que él había dejado de buscarlas.
El segundo hijo de Bethod desvió su desdén hacia el Primero de los Magos.
—¡Esto no le va a hacer ninguna gracia a mi padre, Bayaz! ¡Hacer esperar a mis hombres fuera es una falta de consideración!
—Me temo que es una de las muchas cosas que me faltan, Príncipe Calder —dijo tranquilamente el Mago—. Pero te ruego que no te desanimes. Al último mensajero que enviaste ni siquiera se le permitió cruzar el puente. Como ves, vamos progresando.
Calder torció el gesto.
—¿Por qué no has respondido a los mensajes de mi padre?
—Son tantas las cosas que requieren mi tiempo... —Bayaz le mostró la cadenilla de flores—. Una cosa así no se hace sola, ¿sabes?
Al Príncipe no pareció hacerle ninguna gracia.
—¡Mi padre, Bethod, Rey de los Hombres del Norte —tronó—, te ordena que te reúnas con él en Carleon! —Calder carraspeó— No tolera... —soltó una tos.
—¿Cómo? —inquirió Bayaz— ¡Habla más alto, muchacho!
—Ordena que... —el Príncipe volvió a toser, resopló, se atragantó. Luego se llevó la mano a la garganta. El aire parecía haberse quedado completamente inmóvil.
—Conque me ordena, ¿eh? —Bayaz frunció el entrecejo—. Tráeme si puedes al gran Juvens de la tierra de los muertos. Él sí que puede ordenarme. Él y nadie más —su ceño se acentuó, y Logen tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir un extraño deseo de echarse hacia atrás—. Tú no. Ni tampoco tu padre, por muchos nombres que se ponga.
Las rodillas de Calder cedieron y se derrumbó lentamente con el rostro congestionado y los ojos llenos de lágrimas. Bayaz lo miró de arriba abajo.
—Qué atavío más solemne, ¿quién es el muerto? Toma —y arrojó la cadenilla de flores sobre la cabeza del Príncipe—. Un poco de color te alegrará el ánimo. Dile a tu padre que venga él en persona, no pierdo mi tiempo con idiotas ni con niños pequeños. Puede que esté un poco chapado a la antigua. Pero me gusta hablarle a la cabeza del caballo, no al culo. ¿Me has oído, muchacho? —Calder estaba reclinado sobre un costado con los ojos rojos y desorbitados. El Primero de los Magos sacudió una mano—. Puedes irte.
El Príncipe lanzó una arcada, tosió y se puso de pie tambaleándose. Luego se dirigió dando tumbos hacia su caballo y se aupó a la silla con bastante menos gallardía de la que había empleado antes para desmontar. Mientras se dirigía hacia la puerta, lanzó una mirada asesina por encima del hombro, pero aquella cara roja que parecía un trasero que acabara de recibir una azotaina restó bastante fuerza a su gesto. Logen se descubrió a sí mismo sonriendo de oreja a oreja. Hacía mucho que no se divertía tanto.
—Tengo entendido que puede hablar con los espíritus.
Las palabras del Mago le pillaron desprevenido.
—¿Eh?
—Hablar con los espíritus —Bayaz sacudió la cabeza—. Un don nada común en los tiempos que corren. ¿Cómo están?
—¿Quién, los espíritus?
—Sí.
—Disminuyendo.
—Pronto todos dormirán, ¿eh? La magia está desapareciendo del mundo. Es el curso natural de las cosas. Con los años, mis conocimientos han ido aumentando y, sin embargo, mi poder ha disminuido.
—Calder parecía bastante impresionado.
—Bah —Bayaz agitó la mano quitándole importancia al asunto—. Es una nadería. Un pequeño truco de aire y carne de muy fácil ejecución. No, créame, la magia retrocede. Es un hecho. Una ley natural. Lo cual no quita para que siga habiendo muchas otras maneras de cascar un huevo, ¿eh, amigo mío? Si nos falla una herramienta, siempre podemos probar con otra —Logen ya no estaba muy seguro de lo que estaban hablando, pero se sentía demasiado cansado para hacer preguntas.
—En efecto —murmuró el Primero de los Magos—. Hay muchas maneras de cascar un huevo. Y ya que hablamos de ello, ¿tiene hambre?
La boca de Logen se inundó de saliva al oír la palabra hambre.
—Sí —masculló—. Sí... no me vendría mal comer algo.
—Naturalmente —Bayaz le palmeó cordialmente la espalda—. ¿Y qué tal si luego se da un baño? No es que su olor nos desagrade, desde luego, pero encuentro que hay pocas cosas más reconfortantes que un buen baño caliente después de una larga caminata, y sospecho que se ha dado usted una caminata bien larga. Acompáñeme, maese Nuevededos, aquí está a salvo.
Comida. Un baño. A salvo. Mientras acompañaba al anciano a la biblioteca, Logen tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le saltaran las lágrimas.
Fuera hacía un calor infernal y por los ventanales se colaba un sol radiante que proyectaba un entramado de sombras sobre el entarimado de la cámara de audiencias. Era media tarde y la sala estaba caldeada como una sopa y con un ambiente tan cargado como el de una cocina.
Embutido en un traje de ceremonias con ribetes de pieles, Fortis dan Hoff, el Lord Chambelán, tenía la cara roja, sudaba copiosamente y se encontraba de un humor que no había parado de empeorar a medida que avanzaba la tarde. Harden Morrow, el Subsecretario de las Audiencias, parecía encontrarse aún más incómodo, pues, en su caso, además del calor, tenía que soportar el terror que le producía Hoff. Aunque cada uno a su manera, ambos parecían enormemente fastidiados, pero ellos al menos estaban sentados.