—Excelente —dijo Glokta. El Practicante Frost dio la vuelta al documento—. Supongo que ésta es la lista de tus cómplices, ¿no? —los ojos de Glokta repasaron con parsimonia los nombres.
Unos cuantos Sederos subalternos, tres capitanes de barco, un oficial de la guardia urbana, un par de oficiales de aduanas de poca monta. Una receta bastante insulsa, desde luego. Veamos si se le puede añadir alguna especia
. Glokta volvió a dar la vuelta al pliego y lo empujó por la mesa—. Añade el nombre de Sepp dan Teufel a la lista, Rews.
El gordo parecía confundido.
—¿El Maestre de la Ceca? —musitaron sus labios abotargados.
—Exacto.
—Pero si yo no conozco a ese hombre.
—¿Y qué? —le espetó Glokta—. Haz lo que te digo —Rews permanecía en silencio con la boca entreabierta—. Escribe de una vez, cerdo seboso —el Practicante Frost hizo crujir sus nudillos.
Rews se humedeció los labios.
—Sepp... dan... Teufel —masculló mientras escribía.
—Estupendo —Glokta bajó cuidadosamente la tapa sobre su fastuoso y horrible instrumental—. Me alegro mucho por los dos de que hoy no vayamos a necesitarlo.
Frost soltó los grilletes que sujetaban las manos del prisionero, le levantó y lo condujo hacia la puerta que había al fondo de la sala.
—¿Y ahora qué? —gritó Rews por encima del hombro.
—Angland, Rews, Angland. No olvides incluir ropa de abrigo en el equipaje. —La puerta se cerró a sus espaldas con un crujido.
Glokta echó un vistazo a la lista de nombres que tenía entre las manos. Sepp dan Teufel figuraba el último.
Un nombre. A fin de cuentas, igual que los demás. Teufel. Un simple nombre. Sólo que especialmente peligroso
.
Severard aguardaba en el pasillo, sonriendo como de costumbre.
—¿Tiro el gordo al canal?
—No, Severard. Mételo en el próximo barco que salga para Angland.
—Tenéis un día compasivo, Inquisidor.
Glokta soltó un resoplido.
—Lo compasivo sería el canal. Ese cerdo no durará ni seis semanas en el Norte. Olvidémosle. Esta noche tenemos que arrestar a Sepp dan Teufel.
Severard alzó las cejas.
—¿No se referirá al Maestre de la Ceca?
—Ni más ni menos. Órdenes expresas de Su Eminencia el Archilector. Al parecer, ha estado aceptando dinero de los Sederos.
—Oh, qué vergüenza.
—Saldremos tan pronto como se haga de noche. Dile a Frost que esté listo.
El flaco Practicante asintió con la cabeza haciendo ondear su melena. Glokta se dio la vuelta y comenzó a renquear por el pasillo, descargando el bastón sobre las mugrientas losas y con su pierna izquierda ardiendo de dolor.
¿Por qué lo hago?
Volvió a preguntarse.
¿Por qué lo hago?
Logen despertó con una dolorosa sacudida. Estaba tumbado en una postura muy incómoda: la cabeza retorcida sobre una superficie dura, las rodillas encogidas contra el pecho. Medio adormilado, entreabrió los ojos. Estaba oscuro, pero desde algún lugar le llegaba una tenue claridad. Como de una luz filtrada por la nieve.
De pronto, le acometió el pánico. Ya sabía dónde estaba. Había amontonado nieve a la entrada de aquella minúscula cueva para tratar de preservar un poco el calor. Debía de haber nevado mientras dormía y se había quedado atrapado. Si la nevada había sido copiosa, podía haberse acumulado mucha nieve fuera. Montones de nieve de una profundidad superior a la altura de un hombre. Tal vez no pudiera volver a salir. Había logrado realizar toda la ascensión, había llegado a los valles altos y ahora resultaba que iba a perecer en una oquedad tan angosta que ni siquiera le permitía estirar las piernas.
Logen se retorció en el estrecho espacio y se puso a escarbar con las manos entumecidas, luchando, forcejeando con la nieve, tratando de abrir un hueco a golpes mientras se increpaba profiriendo entrecortadas maldiciones. De pronto la luz irrumpió con un brillo cegador. Apartó a empujones la nieve que quedaba y reptó hacia el exterior.
El cielo era de un azul brillante y en lo alto fulguraba el sol. Le dio en la cara, cerró sus ojos escocidos y se dejó bañar por la luz. El aire le entraba en la garganta con un frío doloroso. Un frío cortante. Tenía la boca más seca que el polvo y su lengua era como un trozo de madera estriado. Se agachó para recoger un puñado de nieve y se lo metió en la boca. Cuando se derritió, lo tragó. Estaba helado, le daba dolor de cabeza.
Desde algún lugar le llegaba una especie de hedor a muerto. No era sólo su propio olor agridulce a humedad, aunque eso ya era bastante malo de por sí. Era la manta, que había empezado a pudrirse. Llevaba dos trozos atados con bramante a las muñecas, envolviéndole las manos como si fueran mitones, y otro enroscado a la cabeza, a modo de una sucia y maloliente capucha. También llevaba algunos trozos dentro para que las botas no se le salieran. El resto estaba ceñido al cuerpo bajo la zamarra. Tal vez oliera mal, pero la noche anterior le había salvado la vida y, en opinión de Logen, una cosa compensaba con creces la otra. Llegaría a apestar bastante más antes de que pudiera permitirse el lujo de desprenderse de ella.
Tambaleándose, se puso de pie y echó un vistazo alrededor. Era un valle angosto de empinadas laderas sepultado bajo un manto de nieve. Tres grandes picos lo bordeaban, tres montones de roca gris y de nieve recortados sobre el cielo azul. Los conocía. Eran viejos amigos. Los únicos que le quedaban. Se encontraba en las Altiplanicies. En el techo del mundo. Estaba a salvo.
—A salvo —gruñó sin excesiva alegría. A salvo de la comida, ciertamente. A salvo del calor, sin lugar a dudas. Ninguna de esas dos cosas le iba a causar problemas allí arriba. Tal vez hubiera escapado de los Shanka, pero aquel lugar era la morada de los muertos y, si permanecía allí, no tardaría en hacerles compañía.
De momento, ya tenía un hambre feroz. Su barriga era un enorme y doloroso agujero que le llamaba con gritos desgarradores. Revolvió en el macuto buscando su última tira de cecina. Un trozo rancio, marrón y grasiento, que parecía un palo seco. Difícilmente le serviría para llenar aquel hueco, pero no tenía otra cosa. Desgarró con los dientes la carne, correosa como una suela de bota, y se la tragó acompañándola con un poco de nieve.
Logen se protegió los ojos con un brazo y miró hacia el norte, hacia el valle que había más abajo; por esa ruta había llegado el día anterior. El terreno descendía paulatinamente; la nieve y las rocas daban paso a las lomas cubiertas de pinos de los valles altos, los árboles a una rugosa franja de pastos y, finalmente, las lomas de hierba al mar, una línea que centelleaba en el horizonte. Su hogar. Sólo de pensar en ello se ponía enfermo.
Su hogar. Allí era donde estaba su familia. Su padre: sabio, fuerte, un buen hombre, un buen jefe de su pueblo. Su esposa, sus hijos. Una buena familia. Se merecían un hijo mejor, un mejor marido, un mejor padre. También estaban allí sus amigos. Los viejos y los nuevos. Estaría bien volver a verlos a todos, muy bien. Hablar con su padre en la gran sala del clan. Jugar con sus hijos, sentarse con su esposa a la orilla del río. Charlar de táctica con Tresárboles. Ir de cacería con el Sabueso en los valles altos y correr por el bosque riéndose como un loco.
Una súbita punzada de añoranza acometió a Logen. El dolor fue tan intenso que casi le asfixió. Había un pequeño problema: todos estaban muertos. Su hogar era un círculo de astillas chamuscadas, el río una cloaca. Jamás olvidaría la visión de las ruinas calcinadas del valle al bajar por la colina. La desesperación con que se arrastró entre las cenizas, buscando algún indicio de que alguien había logrado huir, mientras el Sabueso le tiraba del hombro y le decía que lo dejara. Sólo había cadáveres putrefactos, irreconocibles. Qué indicios pretendía encontrar. Estaban todos muertos; tan muertos como hubieran querido los Shanka, que era como decir irremisiblemente muertos. Escupió sobre la nieve; su saliva tenía el color marrón de la cecina. Muertos, fríos, podridos o reducidos a ceniza. Habían vuelto al barro.
Logen encajó la mandíbula y apretó los puños bajo los pútridos jirones de la manta. Podía regresar a las ruinas de aquella aldea junto al mar por última vez. Podía lanzarse a la carga, profiriendo su grito de guerra, como había hecho en Carleon, cuando perdió un dedo y se ganó su reputación. Podía mandar a unos cuantos Shanka al otro mundo. Abrirlos en canal, desde los hombros a la barriga para que se les salieran las tripas, como hizo con Shama el Cruel. Podía vengar a su padre, a su esposa, a sus hijos, a sus amigos. Sería un fin adecuado para alguien a quien llamaban Nueve el Sanguinario. Morir matando. Sería una canción digna de ser cantada.
Pero en Carleon era joven y fuerte, y contaba con el apoyo de sus amigos. Ahora estaba débil, hambriento y completamente solo. Había acabado con Shama el Cruel con una larga espada, afilada como pocas. Logen contempló su cuchillo. Tal vez fuera un buen cuchillo, pero difícilmente le iba a servir para cobrarse venganza. Y, además, ¿quién cantaría su canción? Los Shanka no tenían buenas voces, y de imaginación andaban aún más escasos, eso si es que reconocían a aquel mendigo envuelto en una manta apestosa después de haberlo llenado de flechas. Quizá fuera preferible dejar la venganza para más adelante, hasta que tuviera un acero de mayor tamaño al menos. Después de todo, hay que ser realista.
Hacia el sur, pues, a convertirse en un vagabundo. Siempre habría trabajo para un hombre dotado de sus habilidades. Un trabajo penoso y oscuro probablemente, pero trabajo al fin y al cabo. El asunto no dejaba de tener cierto atractivo, había que admitirlo. Sólo tendría que ocuparse de sí mismo, sus decisiones carecerían de importancia, no tendría en sus manos la vida o la muerte de nadie. En el sur tenía enemigos, de eso no cabía duda. Pero el Sanguinario estaba acostumbrado a hacer frente a sus enemigos.
Volvió a escupir. Ya que había recuperado la saliva, era mejor sacarle el máximo partido. A fin de cuentas, era prácticamente lo único que tenía: saliva, un viejo puchero y los restos apestosos de una manta. Muerto en el norte o vivo en el sur. Ésas eran las dos únicas opciones, que era como decir que no tenía elección.
Seguiría adelante. Eso era lo que siempre había hecho. En eso consiste sobrevivir, tanto si se merece seguir con vida como si no. Se recuerda a los muertos lo mejor que se puede. Se pronuncian unas cuantas palabras en su memoria. Y luego se sigue adelante, esperando que las cosas vayan mejor.
Logen aspiró una bocanada de aire frío y luego la expulsó.
—Adiós, compañeros —masculló—. Adiós.
A continuación, se echó el macuto a la espalda, se dio la vuelta y comenzó a caminar pesadamente sobre la profunda capa de nieve. Hacia abajo, hacia el sur, lejos de las montañas.
Seguía lloviendo. Una llovizna que lo cubría todo con una fría película de rocío que, tras acumularse en las ramas, en las hojas y en las agujas de los pinos, caía formando unos goterones que se colaban entre las ropas empapadas de Logen y acababan sobre su piel mojada.
Estaba en cuclillas, inmóvil y silencioso, en medio de un matorral chorreante. El agua le corría por la cara y el acero húmedo de su cuchillo refulgía. Sentía el palpitar del bosque, oía sus mil y un ruidos. El pulular de incontables insectos, el ciego corretear de los topos, el tímido rumor de un ciervo entre los matojos, el lento palpitar de la savia en los troncos de los ancianos árboles. Cada uno de los seres vivos del bosque andaba a la búsqueda del alimento que le era propio, y lo mismo hacía él. Fijó su mente en un animal que se movía cautamente en el tramo de bosque que tenía a su derecha. Delicioso. Exceptuando el constante gotear de las ramas, el bosque quedó en silencio. El mundo se redujo a Logen y a su próximo almuerzo.
Cuando le pareció que ya estaba lo bastante cerca, pegó un salto y lo derribó sobre la tierra húmeda. Un ciervo joven. Pataleó, se resistió, pero Logen era fuerte y rápido; le hundió el cuchillo en el cuello y lo degolló. Un chorro de sangre caliente se vertió sobre la mano de Logen y luego cayó sobre la tierra mojada.
Levantó el cuerpo del animal y se lo echó al hombro. Quedaría bien estofado, tal vez con setas. Muy bien. Luego, cuando ya hubiera comido, pediría consejo a los espíritus. Sus consejos solían ser bastante inútiles, pero no le vendría mal un poco de compañía.
Cuando llegó a su campamento el sol ya estaba a punto de ponerse. Era una morada digna de un héroe de la talla de Logen: dos grandes palos sujetando un haz de ramas húmedas que cubría un hoyo excavado en la tierra. Al menos ahí dentro ya estaba casi seco, y, además, había parado de llover. Esa noche haría un fuego. Hacía mucho tiempo que no se daba un homenaje así. Un fuego sólo para él.
Algo más tarde, tras haber comido y descansado un poco, Logen se preparó una pipa con un pedazo de chagga. Lo había encontrado hacía unos días; unos discos amarillos, grandes y jugosos, que crecían en la base de un árbol. Había arrancado un buen trozo, pero hasta hoy no se había secado lo bastante para poder fumarlo. Cogió una rama encendida de la hoguera y la introdujo en la cazoleta, dando enérgicas caladas hasta que el hongo se prendió y empezó a quemarse, despidiendo su característico aroma dulzón a tierra.
Tosió, exhaló una bocanada de humo marrón y se quedó contemplando la danza de las llamas. Su mente voló a otros tiempos, a otras hogueras y campamentos. Ahí estaba el Sabueso con una sonrisa que mostraba sus dientes puntiagudos iluminados por el resplandor del fuego. Justo enfrente se sentaba Tul Duru, grande como una montaña, riéndose con sus atronadoras carcajadas. También Forley el Flojo, lanzando miradas nerviosas a su alrededor, un poco asustado, como siempre. Y también Rudd Tresárboles, y Hosco Harding, sin decir palabra. Por eso le llamaban Hosco.
Allí estaban todos. No, no estaban. Estaban muertos, habían vuelto al barro. Logen vació la pipa en la hoguera y la dejó a un lado. Ya no le apetecía. Su padre tenía razón. Nunca se debe fumar a solas.
Desenroscó el tapón de su cascada petaca, echó un trago y luego lo escupió formando una lluvia de gotas diminutas. Una pequeña llamarada ascendió por el aire gélido. Logen se limpió los labios, saboreando aquel gusto picante y amargo. Luego se recostó en el nudoso tronco de un pino y se dispuso a esperar.
Tardaron un rato en llegar. Eran tres. Surgieron silenciosos de entre las sombras danzantes de los árboles y se acercaron lentamente al fuego, cobrando forma a medida que se aproximaban a la luz.