Glokta se inclinó con rigidez.
—Procuraré que sea así —dijo y, a continuación, se dirigió a la puerta.
—¡Una cosa más! —el anciano miraba el boquete de la pared—. ¿Sería demasiado pedir que se nos proporcionaran nuevos aposentos? En éstos hay bastantes corrientes de aire.
—Me encargaré de ello.
—Bien. Y a ser posible que no haya que subir tantos escalones. Mis rodillas ya no están para esos trotes. —
¿De veras? Bueno, en eso al menos coincidimos
.
Glokta echó un último vistazo a los tres impostores. El anciano calvo le sostuvo impertérrito la mirada. El joven desgarbado levantó la vista con nerviosismo y de inmediato la apartó. El norteño seguía mirando con expresión ceñuda la puerta de la letrina.
Charlatanes, impostores, espías. Pero ¿cómo demostrarlo?
—Que tengan un buen día, caballeros —y, acto seguido, avanzó renqueando hacia las escaleras con la máxima dignidad posible.
Jezal se rasuró los pocos pelos rubios que le quedaban en la mandíbula y lavó la navaja en el cuenco. Luego la secó con un paño, la cerró y la dejó con cuidado en la mesa, admirando los reflejos nacarados del mango.
Se secó la cara y a continuación —su momento favorito del día— se miró en el espejo. Un espejo bastante bueno, recién importado de Viserine, un regalo de su padre, un óvalo de un cristal liso y brillante con un marco de madera primorosamente tallado. Un marco idóneo para el apuesto joven que le contemplaba sonriente desde la pulida superficie. Aunque, a decir verdad, llamarle apuesto era quedarse corto.
—Eres una belleza, ¿eh? —se dijo Jezal sonriendo mientras se repasaba la lustrosa piel de su mandíbula con los dedos. Una señora mandíbula. Todo el mundo le aseguraba que era su mejor rasgo, aunque eso tampoco quería decir que el resto desmereciera en lo más mínimo. Se volvió a derecha e izquierda para poder admirar mejor su espléndida barbilla. No era demasiado pronunciada, no resultaba animal, pero tampoco demasiado fina, ni femenina ni floja. Una genuina mandíbula masculina, con una leve hendidura en la barbilla que transmitía fuerza y autoridad, confiriéndole a la vez un aire sensible y reflexivo. ¿Existía alguna mandíbula que pudiera comparársele? Es posible que en tiempos remotos un rey o algún héroe legendario tuvieran una mandíbula igual de espléndida. No cabía duda, en cualquier caso, que se trataba de la mandíbula de un noble. Un plebeyo jamás podría tener una mandíbula como ésa.
Debía de venirle de su madre, supuso Jezal. La barbilla de su padre era bastante floja. Y la de sus hermanos, ahora que lo pensaba, también. Daban un poco de pena, la verdad, pero era indudable que él era el guapo de la familia.
—Y también el más inteligente —se dijo alegremente. Se apartó de mala gana del espejo, entró en su cuarto, se puso la camisa y empezó a abotonársela. Tenía que ir de punta en blanco. Al pensar en ello, un leve escalofrío, que parecía arrancar de su estómago, le trepó por la tráquea y se le alojó en la garganta.
A esas alturas, las puertas ya estarían abiertas. Un flujo continuo de gente estaría entrando en Agriont y ocupando sus asientos en los grandes bancos de madera de la Plaza de los Mariscales. Millares de personas. Todas las importantes y muchas otras que no lo eran. En ese momento se estaba congregando una multitud que vociferaba excitada, que se hacía sitio a empujones, esperando a que llegara... él. Soltó una tos y se esforzó por desterrar aquella idea de su mente. Ya se había pasado la mitad de la noche despierto dándole vueltas al tema.
Se acercó a la mesa donde le aguardaba la bandeja con su desayuno. Con gesto ausente, cogió una salchicha entre las puntas de los dedos, arrancó un trozo de un mordisco y lo masticó con desgana. Arrugó la nariz y tiró la salchicha al plato. No tenía apetito. Se estaba limpiando las manos con un trapo cuando de repente se fijó que en el suelo, tirado junto a la puerta, había algo: un trozo de papel. Se agachó, lo cogió y lo desdobló. Sólo contenía una línea, escrita con esmerada caligrafía.
Reúnete conmigo esta noche junto a la estatua de Harod el Grande que hay cerca de las Cuatro Esquinas.
A.
—Mierda —murmuró incrédulo mientras repasaba la frase una y otra vez. Volvió a doblar el papel y echó un vistazo a la habitación con gesto nervioso. Esa «A» sólo podía ser una persona. Se había pasado los dos últimos días entrenando y había conseguido quitársela de la cabeza. Pero aquello la volvía a situar en primer plano.
—¡Mierda! —Abrió el papel y lo volvió a leer. ¿Reunirse con ella esta noche? Al pensar en ello, no pudo evitar un súbito sentimiento de satisfacción, que no tardó en convertirse en una inequívoca oleada de placer. Una sonrisa idiota se le dibujó en los labios. ¿Una cita secreta en la oscuridad? Sólo de pensarlo sentía un cosquilleo. Pero los secretos tenían la mala costumbre de acabar aflorando a la superficie. ¿Y si se enteraba su hermano? La idea produjo al instante un rebrote de nerviosismo. Cogió con ambas manos el trozo de papel, dispuesto a partirlo en dos, pero en el último momento lo dobló y se lo metió en el bolsillo.
El estruendo de la multitud le alcanzó cuando aún estaba en el pasadizo. Un rumor extraño y resonante que parecía brotar de las mismísimas piedras. Ya lo había oído antes, en el Certamen del año pasado, pero entonces era un simple espectador y no había hecho que su piel se empapara de sudor y que se le revolvieran las tripas. Ser parte del público es una cosa, formar parte del espectáculo otra muy distinta.
Fue aminorando la marcha y finalmente se detuvo. Cerró los ojos, se apoyó en el muro y, mientras el ruido de la multitud le atronaba en los oídos, trató de respirar hondo y de recobrar la compostura.
—Tranquilo, sé cómo te sientes —Jezal sintió la mano reconfortante de West posada en sus hombros. Es posible que él hubiera pasado ya por un par de Certámenes, pero a Jezal le parecía bastante poco probable que se hubiera planteado a la vez la posibilidad de tener una cita secreta esa misma noche con la hermana de su mejor amigo. Se preguntó si West se mostraría tan considerado con él si supiera el contenido de la carta que llevaba en el bolsillo de la pechera. Seguramente no.
—Será mejor que vayamos. No querrás que empiecen sin nosotros.
—No —Jezal aspiró una última bocanada de aire, abrió los ojos y lo expulsó con fuerza. Luego se separó del muro y avanzó a buen paso por el túnel. De pronto, sintió una nueva oleada de pánico, ¿dónde estaban sus aceros? Miró desesperado a su alrededor y suspiró aliviado. Los tenía en la mano.
El vestíbulo que había al final del túnel estaba abarrotado de gente: entrenadores, padrinos, amigos, familiares y un nutrido grupo de parásitos. A los contendientes, sin embargo, se los distinguía con mucha facilidad: quince jóvenes que empuñaban con fuerza sus aceros. La atmósfera de miedo era tan patente como contagiosa. Allá donde mirara, Jezal veía semblantes lívidos y nerviosos, frentes bañadas de sudor, ojos inquietos que lanzaban miradas furtivas hacia todas partes. El ominoso ruido de la multitud, que llegaba a oleadas desde el otro lado de las puertas como un mar tempestuoso, no contribuía precisamente a mejorar las cosas.
Sólo había un hombre al que la situación no parecía preocuparle en absoluto. Estaba separado del resto, recostado en la pared con un pie apoyado en el encalado y la cabeza echada hacia atrás, mirando a la concurrencia por encima de la nariz con los ojos entornados. La mayoría de los contendientes eran unos tipos ágiles, nervudos y atléticos. Él era todo lo contrario. Un hombre corpulento y pesado que llevaba el pelo cortado al cero. El cuello era extremadamente grueso y tenía unas mandíbulas tan amplias como el umbral de una puerta: unas mandíbulas propias de un plebeyo, pensó Jezal, pero de un plebeyo enorme, poderoso y con pinta de tener muy malas pulgas. De no haber sido por los aceros que colgaban de sus manos, Jezal le habría tomado por un sirviente.
—Gorst —le susurró West al oído.
—Puff. Parece un jornalero más que un espadachín.
—Puede. Pero las apariencias engañan —el ruido de la muchedumbre comenzó a remitir y el murmullo nervioso de la sala se fue desvaneciendo. West alzó las cejas—. La alocución del Rey —susurró.
—¡Amigos! ¡Compatriotas! ¡Conciudadanos de la Unión! —resonó una voz perfectamente audible pese al grosor de las puertas.
—Hoff —resopló West—. Hasta para esto sustituye al Rey. ¿Por qué no se deja de tonterías y se ciñe la corona de una maldita vez?
—Hoy hace un mes —se oyó bramar a lo lejos al Lord Chambelán— mis colegas del Consejo Cerrado me plantearon la siguiente pregunta... ¿no sería conveniente que este año no se celebrara el Certamen? —se oyeron los abucheos y los gritos de protesta de la multitud—. ¡Era una pregunta lógica! —gritó Hoff— ¡Estamos en guerra! ¡Luchamos a muerte en el Norte! ¡Esas libertades que tanto valoramos, esas libertades que son la envidia del resto del mundo, nuestro propio modo de vida, se ve amenazado por unos salvajes!
Un secretario comenzó a dar vueltas por la sala separando a los contendientes de sus familiares, entrenadores y amistades.
—Buena suerte —le deseó West palmeando a Jezal en el hombro—. Nos vemos ahí fuera —Jezal tenía la boca seca y sólo pudo responderle asintiendo con la cabeza.
—¡Quienes me hacían esa pregunta eran hombres de probado valor! —rugía la voz de Hoff al otro lado de la puerta—. ¡Hombres sabios! ¡Grandes patriotas todos ellos! ¡Mis fieles colegas del Consejo Cerrado! ¡Y yo comprendía por qué pensaban que tal vez fuera preferible que este año no hubiese Certamen! —se produjo una prolongada pausa—. ¡Pero les dije... no!
Sus palabras fueron recibidas con un frenético estallido de vítores.
—¡No! ¡No! —coreaba la multitud. Jezal y los demás contendientes fueron colocados en una fila de dos en fondo formando ocho parejas. Aunque ya lo había hecho lo menos veinte veces, Jezal se puso a repasar los aceros mientras, fuera, Lord Hoff seguía con su perorata.
—¡No, les dije! ¿Vamos a permitir que esos bárbaros, esas bestias del gélido Norte pisoteen nuestra forma de vida? ¿Vamos a permitir que este rayo de libertad que brilla en medio de la oscuridad del mundo se extinga? ¡No, les dije! ¡Nuestra libertad ni está en venta ni tiene precio! ¡Compatriotas, queridos conciudadanos de La Unión, de una cosa podéis estar seguros... esta guerra la vamos a ganar!
El público expresó su aprobación con una nueva oleada de vítores. Jezal tragó saliva y miró nervioso a su alrededor. Bremer dan Gorst estaba de pie a su lado y tuvo la osadía de guiñarle un ojo y sonreírle como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.
—Cretino de mierda —masculló Jezal cuidándose de no abrir la boca.
—Y, por eso, queridos amigos, por eso —sonaron los alaridos finales de Hoff—, ¿qué mejor momento para celebrar este evento que cuando nos vemos enfrentados a tan grandes peligros? ¡Qué mejor ocasión para celebrar la destreza, la fortaleza y la pericia de algunos de los más bravos hijos de la Unión! ¡Conciudadanos, compatriotas de la Unión, aquí tenéis a vuestros campeones!
Se abrieron las puertas y el rugido de la multitud irrumpió en la sala haciendo que de pronto la vigas del techo vibraran de forma ensordecedora. Los espadachines que iban a la cabeza traspasaron el resplandeciente arco, luego la siguiente pareja, después otra. Jezal estaba seguro de que se iba a quedar paralizado, con la mirada fija, como un conejo asustado, pero, cuando le llegó el turno, sus pies arrancaron virilmente, a la par que los de Gorst, y, haciendo resonar los tacones de sus resplandecientes botas, cruzó el arco.
La Plaza de los Mariscales estaba irreconocible. Un enorme graderío, lleno a rebosar por una enfervorizada multitud, se extendía a lo largo de todo su perímetro y se alzaba hasta alcanzar una enorme altura. Los contendientes avanzaron en fila por el estrecho valle que se abría entre las altísimas gradas para dirigirse al centro de aquel inmenso ruedo, flanqueados por un sombrío bosque de vigas, puntales y pilares hechos de troncos de árboles. Enfrente de ellos, aunque parecía hallarse infinitamente lejos, se hallaba el círculo donde se iban a desarrollar los combates: un pequeño redondel de hierba amarillenta en medio de un mar de rostros.
En la parte de delante, Jezal distinguió los rasgos de los ricos y los nobles. Iban ataviados con sus mejores galas, se hacían visera con la mano para protegerse del sol y, en su conjunto, mostraban un afectado desinterés por el espectáculo que tenían delante. A medida que se iba ascendiendo, las figuras se volvían más difusas y las ropas bastante menos exquisitas. Aunque la mayor parte del público no era más que una masa de borrones y motas de colores, apelotonada en el extremo más lejano del mareante cuenco, los plebeyos compensaban su alejamiento mostrándose extremadamente bulliciosos: gritaban, vitoreaban, se ponían de puntillas y agitaban los brazos. Más arriba, cual islas en medio del océano, emergían los muros y los tejados de los edificios más altos de la plaza, cuyas ventanas y pretiles estaban abarrotados de minúsculos espectadores.
Jezal parpadeó ante la visión de aquel despliegue de humanidad. Una parte de sí era consciente de que tenía la boca abierta, pero era una parte demasiado pequeña como para hacer que la cerrara. Demonios, se sentía un poco mareado. Sabía que debería haber comido algo, pero ya era demasiado tarde. ¿Y si vomitaba delante de medio mundo? De nuevo se sintió acometido por una oleada de pánico. ¿Dónde había puesto sus aceros? En sus manos, en sus manos. La multitud rugía, suspiraba, aullaba con una miríada de voces distintas.
Los contendientes comenzaron a alejarse del círculo. No todos iban a combatir ese día, la mayoría se limitaría a mirar. Cómo si hubiera necesidad de contar con más espectadores. Los descartados comenzaron a dirigirse hacia las primeras filas, pero, para su desgracia, Jezal no era uno de ellos. Emprendió el camino de los cercados donde los contendientes se preparaban para el combate.
Se dejó caer pesadamente junto a West, cerró los ojos y se secó el sudor de la frente mientras la multitud continuaba con su terrible alboroto. Todo era demasiado brillante, demasiado ruidoso, demasiado apabullante. El Mariscal Varuz estaba cerca de él, apoyado en un lado del cercado para poder chillarle al oído. En un intento vano de encontrar algo que le distrajera un poco, Jezal dirigió la vista hacia el palco real, que se encontraba al otro lado del ruedo.