—Buenos días, Nico —declaró la doctora Vilars, que aparentemente había avanzado mucho en su trabajo, encorvada encima del cuerpo de la víctima—. Lo siento mucho por Ader.
—Gracias.
—Señor juez —añadió con un tono respetuoso que ponía de manifiesto su alivio al verlo entre ellos.
—Me alegra saber que está al margen de toda esta historia —prosiguió Nicole Monthalet tendiéndole una mano firme.
—Me uno a la satisfacción general —intervino Michel Cohen a su vez.
—¿Tienes algo? —interrogó Nico dirigiéndose a la doctora Vilars.
—Estarán ustedes contentos —no pudo evitar anunciarles Eric Fiori, que ayudaba a su superiora.
—Para empezar, treinta latigazos —expuso Armelle mientras diseccionaba los órganos de la víctima.
A Nico la visión del cadáver rígido de la capitán de policía, abierto de arriba abajo, le resultaba insoportable. Su mirada inquieta se cruzó con la de Armelle Vilars. Ella adivinaba su aversión y su desesperación, pero no diría nada delante de sus superiores y mucho menos delante de la máxima autoridad, Nicole Monthalet. Nico intentó tragar saliva, pero tenía un nudo en la garganta causado por la tristeza.
—La inspección del cuerpo no ha arrojado nada concluyente, aparte de los restos de talco en los tobillos. Debió de apretar fuerte, porque hay marcas.
—Seguramente se resistió moviendo las piernas —explicó la señora Monthalet—. Quiso sujetarla.
—Es probable. Seguiré, si no les importa —continuó la doctora Vilars—. ¿Están seguros de que todo irá bien?
Todos conocían a la víctima, algo que normalmente los mantenía alejados de la sala de autopsias. Armelle nunca había infringido ese principio. La situación era, desde luego, excepcional, pero prefería ponerlos en guardia. Sus cerebros iban a grabar una imágenes que los perseguirían toda su vida, no estaban obligados a quedarse.
—Nico, tú la veías todos los días, deberías salir —propuso Cohen.
—¡Ni hablar, me quedo!
—Cohen tiene razón, no hace falta que se haga el héroe, comisario —insistió Nicole Monthalet—. Conocemos su valía, su presencia es inútil; entenderemos…
—Escuche, sé lo que hago. ¡Mi trabajo es estar aquí!
—¡Mierda! —se enfureció la doctora Vilars, sorprendiendo a su auditorio—. ¿Qué quieres demostrar, Nico? Ahora, lárgate, no te quiero aquí. No quiero a nadie que haya sido colega directo de la capitán Ader, ¿queda claro? Dentro de dos horas tendrás mi informe, será suficiente. Ya has visto demasiado.
—Tiene razón —lo calmó el juez Becker—. Vete, me reuniré contigo en tu despacho en cuanto haya acabado. El señor Cohen me llevará al «36».
—Bueno, veo que estáis todos contra mí…
—Ya nos lo agradecerás más tarde, vete —concluyó Armelle guiñándole el ojo.
Había percibido su dolor y su desconcierto. Le había dado de frente, había hecho tambalearse a ese tipo que se creía más fuerte y más listo que todos los demás. Nico Sirsky, jefe de la célebre Brigada Criminal de París, había hincado la rodilla. Muy pronto doblaría la segunda y mordería el polvo. Como su madre.
Nico llegó al «36». Tenía muchísimas ganas de oír el sonido de la voz de Caroline, pero no se atrevía a llamarla. Se imaginaba simplemente su sonrisa, que había hecho que su vida sufriese un vuelco. Quizá durmiese bajo el edredón de su propia cama. Escuchar su respiración regular, pegar su cuerpo contra el de ella, perderse en su olor, era lo que anhelaba en lo más profundo de su ser. Sobre todo, quería reanudar la conversación donde la había dejado, es decir, en sus brazos…
Pasó la barrera de los dos agentes de uniforme apostados delante de la puerta del «36». Uno de ellos discutía con aspereza con un desconocido: oyó varios insultos pero decidió no intervenir. Nico subió las escaleras hasta la planta de su brigada. Los despachos estaban bañados en una luz tan intensa que parecía de día. Unos ruidos de voces lo asaltaron. Comprendió que sus hombres seguían ahí, que ninguno había sido capaz de regresar a su casa después del macabro descubrimiento de aquella noche. Se dirigió hacia el despacho del grupo de Kriven. En cuanto entró, los rostros se volvieron espontáneamente hacia él; los agentes guardaron silencio. Estaban todos ahí: los equipos de Kriven y Théron al completo y su superior, el comisario Rost. También estaba Dominique Kreiss, con los ojos enrojecidos. Se habían puesto de acuerdo y se habían precipitado al «36», impulsados por el sentido de solidaridad.
—Ha matado a Ader, nadie puede hacer ya nada —dijo Nico—. Cinco víctimas, y seguirá si no conseguimos detenerlo. Vamos a retomarlo todo desde cero y esforzarnos al máximo. Lo quiero vivo o muerto, creo que todos estamos de acuerdo, ¿no?
Todos asintieron, mostrando su determinación.
—Kriven —prosiguió Nico—. Con tus hombres sigue la pista de Triflex. Es la marca de los guantes quirúrgicos que utiliza el asesino. Quiero saber quién los fabrica, quién los distribuye en París y dónde. Es un modelo corriente, pero me da lo mismo, puede darnos alguna pista. ¿Théron? Retoma la cuestión de la cuerda de barco. Lo sé, el tipo seguramente la compró de forma anónima pagando en metálico. Pero aun así, revisa la lista de los clientes de los principales puntos de venta de París. ¿Por qué el asesino compraría esa clase de cuerda si no entendiese de material náutico, si no le apasionasen los barcos? ¿Es lo que harías tú? Por supuesto que no; al igual que yo, habrías utilizado una cuerda de nailon comprada en cualquier hipermercado, la cosa más normal del mundo.
—Tal vez conocía la pasión de tu cuñado por la vela —replicó Théron—. Utilizar una cuerda así es una forma de hacer recaer las sospechas sobre un miembro de tu familia.
—Puede ser… ¡Rost! ¿Cómo va Walberg con el análisis grafológico del último mensaje?
—Llegará de un momento a otro con su informe —respondió el comisario—. El laboratorio te llamará para informarte acerca de la huella de oreja descubierta en la puerta de Amélie, y de la procedencia de la atadura utilizada esta vez.
—Y a Amélie, ¿el cabrón le ha amputado los pechos, como a las demás? —interrogó un policía del grupo de Kriven.
—Sí —confirmó Nico.
—¿Estaba embarazada? —preguntó Kriven.
—Todavía no lo sé. La autopsia aún no ha concluido y me han puesto de patitas en la calle.
—Así es mejor —comentó Jean-Marie Rost—. Ninguno de nosotros habría podido aguantar un espectáculo semejante. Al fin y al cabo se trata de Amélie…
—Las cuatro primeras víctimas tenían en su vientre un feto de un mes —continuó Nico—. ¿De qué manera obtiene la información?
—Gamby cree que al asesino le basta con entrar en el sistema informático de algunos facultativos o de determinados laboratorios de análisis para tener acceso a los ficheros médicos —adelantó Kriven.
—De acuerdo. No obstante, visitaron a su médico sólo unos días antes de ser asesinadas —intervino el comandante Joel Théron—. Es muy poco tiempo para preparar sus crímenes. Pero conoce muy bien las costumbres de sus víctimas. Por ejemplo, sabía que Marie-Héléne Jory no trabajaba los lunes por la mañana, y que Valérie Trajan libraba los miércoles. Una enfermera tiene horarios que cambian de una semana a otra. ¡Saber cuándo terminaba el turno de Isabelle Saulière el jueves y que volvería a casa es ser un adivino! ¡Y en el caso de Ader, vaya! Era imposible de prever.
—Es cierto —continuó Nico—. Yo la envié a casa para que descansara. Había hecho un buen trabajo y se lo merecía. Si no se lo hubiese ordenado, se habría quedado aquí.
Se hizo un silencio, dejándoles unos segundos para pensar.
—¿Y si nos equivocáramos, si las conociese a todas? —soltó al fin Nico.
—¿Cómo? —replicó Kriven.
—Un amigo común que ha sabido guardar el secreto…
—¿A quien una se confía para anunciarle que está embarazada antes de decírselo a su marido o a su madre? —intervino Dominique Kreiss.
—¿Por qué no? Rost, quiero que tú mismo te encargues de las pesquisas. Hay que recuperar los móviles de las víctimas y volver a examinar sus agendas telefónicas, interrogar a los allegados y cruzar los datos.
—De acuerdo.
—Y luego tenemos los mensajes que nos deja —prosiguió Nico.
—Mensajes con connotaciones bíblicas dirigidos directamente a ti —recordó Dominique Kreiss.
—En el último caso, hablaba de «proteger a tus mujeres»; ¿se trataba de Amélie? —interrogó Kriven.
—Eso creo —respondió la joven psicóloga—. Pero quizá amenace a otras mujeres del entorno de Nico. Con el objetivo claro de que «caerá debajo de sus pies» el domingo. Tal vez quiera tomarla con una persona que es especialmente importante para ti, Nico. Para un último asesinato, como una apoteosis final…
—Un sociópata no puede poner término a su actividad criminal simplemente porque lo decida —replicó Nico—. Para él, matar es una necesidad imperiosa.
—Pero puede poner fin a una serie de asesinatos, como si hubiera ganado una mano —dijo Dominique—. Volverá a matar, de otra manera, en otra parte. Pero habrá vencido al «36» y habrá salido del anonimato.
—Lo que me tiene perplejo es la utilización del expediente médico de Nico —intervino el comisario Rost—. ¿Te das cuenta de que estaba al tanto de tu cita en el hospital Saint-Antome?
—No se lo conté a nadie salvo a mi familia. La consulta me la consiguió mi cuñado.
—¿Debo también buscar al «amigo común» en tu familia? —continuó Rost—. Entre la pasión por el mar de tu cuñado y tu cita con el médico, nuestro hombre parece disponer de información íntima que te concierne…
—Creo que es evidente —comentó Kriven.
—De acuerdo —admitió Nico muy a su pesar—. ¡Venga, todos a trabajar! Desayuno de los responsables en mi despacho a las ocho. Eso os deja más de cuatro horas. Despertad a todos los hombres disponibles Otro asesinato está programado para dentro de unas horas, no lo olvidemos. Dominique, ¿puedo hablar contigo un momento?
—Por supuesto.
—Me he cruzado con un tipo al llegar que exigía verte. Y eso que eran las tres de la mañana…
—¡Oh! Era Rémi.
—¿Rémi? Pues no parecía de trato fácil.
—Llevábamos juntos ocho meses. Puse fin a nuestra relación ayer mismo.
—Lo siento.
—Es problema mío —prosiguió la joven, adoptando una expresión contrariada.
Nico se aventuraba en un terreno resbaladizo que atañía a la vida privada de una colaboradora No tenía por costumbre inmiscuirse en los asuntos personales de sus colegas de trabajo. No obstante, un episodio curioso se había producido en el «36», quería asegurarse de que no iría más lejos y que Dominique se las arreglaría sola.
—¿Estás segura de que todo saldrá bien? ¿No te montará un escándalo?
—Tiene un carácter agresivo. Para ser sincera, aparte del sexo, me pregunto qué le interesa en una mujer. Les he dicho a los agentes que no quería verlo y le han impedido entrar.
—Volverá, aquí o a tu casa.
—Lo sé.
—¿Estás segura de que no tengo por qué preocuparme?
—De ninguna manera. Lo resolveré yo sola, como una chica mayor.
—No dudes en hablarme de ello si la situación se descontrolase.
—Prometido.
Dominique Kreiss fue a reunirse con los demás. Nico se concentró en los informes enviados por sus equipos. Sobre todo, prestó especial atención a las notas de la sección antiterrorista, ya que no debían reducirse los esfuerzos en materia de lucha contra el riesgo de atentados. Las relaciones internacionales proporcionaban infinidad de razones para perpetrar actos terroristas en territorio nacional. El «36» tenía que mantener su trabajo de prevención y vigilar todos los movimientos que se producían en determinados ámbitos étnicos o religiosos.
Llamaron a la puerta. Levantó la cabeza e invitó al responsable a entrar: era Marc Walberg.
—He preferido venir hasta aquí —explicó—. Me pillaba de camino.
—¿Tiene alguna novedad?
—Por primera vez, disponía de un documento realmente interesante, puesto que el asesino escribió su mensaje en una hoja y no en un espejo o en una puerta. El papel presenta un interés fundamental: las impresiones, las filigranas, el gramaje, las dimensiones, el grosor, el grano, el color y la sensibilidad a la luz permiten identificar con precisión la marca y la clase de papel y seguir la pista hasta el vendedor. Así que tengo sus datos. Además, debe saber que el papel es un material maleable, lo que significa que queda grabada la marca de los objetos contra los que se apoya. El examen se hace al microscopio, porque la huella suele ser ínfima. En alguna ocasión, por ejemplo, identifiqué la marca de un botón de chaqueta o de la tapicería de una silla, lo que permitió descubrir al autor de la carta. En el caso que nos interesa, he hallado una impresión.
—¿Es decir?
—Una firma. El asesino debió de apoyarse sobre una hoja ya escrita. La escritura no es la misma que la de nuestro hombre, estoy totalmente seguro. Por desgracia, la firma es un garabato más que un nombre claramente legible. Le he hecho una ampliación, tenga.
Nico examinó la pista.
—Por el contrario, ninguna huella digital. El análisis grafológico ha sido, por fin, fructuoso… Al examinar el primer mensaje, mencioné la autoría de un individuo que sabía muy bien lo que hacía. Luego aparecieron señales de nerviosismo que naturalmente modificaban la grafía del autor. Por último, recuerde, pudimos observar una tentativa de disfrazar la escritura, la cual se había feminizado. Por lo que respecta al último mensaje, he observado numerosas incoherencias relacionadas con la feminización de la redacción y con señales de un intenso estrés.
—¿Estrés?
—Sí, esta vez nuestro hombre escribió su mensaje con vacilación y sin lograr controlar su temblor.
—Se contradice con el contenido.
—Es cierto, pero eso no quiere decir nada. El asesino, al desafiarlo, entabla con usted una relación de fuerza que al mismo tiempo lo vuelve frágil. Ya está, le he dicho todo lo que sé.
—Gracias, Marc. Buen trabajo.
—Espero que le ayude a atraparlo. No dude en llamarme a la hora que sea; sé lo grave que es este caso.
El especialista de la policía científica se marchó, sin duda para regresar al calor de su hogar. Nico llamó a Kriven.
—David, tengo otra misión para tus hombres. Walberg ha dado con la marca del papel utilizado por el criminal y el nombre del vendedor. Quiero que te pongas en contacto con él. Averigua quiénes son sus clientes en París. Habrá que compararlo con la red de distribución de los Triflex.