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Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

La séptima mujer (19 page)

BOOK: La séptima mujer
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Nico cortó la comunicación y volvió a la autopsia de Isabelle Saulière bastante satisfecho de haberse perdido una parte. Informó a sus compañeros de las conclusiones de la policía científica.

—El cerco se cierra, Nico —lo animó Michel Cohen—. Lo atraparemos. Espero que antes de esta tarde.

«Antes de esta tarde», Nico sabía lo que quería decir su jefe: antes de que matara a una quinta mujer.

Madres e hijos
14

El verano parecía demorarse. El tiempo seguía siendo soleado y cálido, prolongando el ambiente estival de París. A pesar de que la vuelta de las vacaciones había traído consigo su lote de atascos y de gente con prisa, la luz le confería el aspecto de una ciudad balnearia. Se sentía sencillamente feliz, su mano en la de ella, como si estuvieran solos en el mundo. Se la imaginaba sonriéndole. Aquella mujer podría darle uno de esos besos en la mejilla cuyo secreto sólo ella conocía. Pero no haría nada de eso. Ya no era capaz; vivía en un mundo donde no había sitio para nadie, un mundo sin futuro. Sabía todo eso, ¿pero cómo reaccionar? No era lo bastante fuerte para sacarla de ahí y ese pensamiento lo sumía en una profunda tristeza. Apretó un poco más aquella mano delgada sin obtener la más mínima reacción. Ya no sentía nada, ni siquiera amor por él. ¿Cuándo tiempo hacía que duraba? Varios meses. Varios meses que se ausentaba por la noche, que cruzaba la puerta de madrugada con cara de agotamiento, el maquillaje corrido y seco en sus pálidas mejillas. Sin una palabra, se daba una ducha y luego regresaba a la cama para esconderse bajo la manta. Ni siquiera le lanzaba una mirada. Él tenía tanto miedo… Transcurría un largo rato, se quedaba sentado en el suelo, cerca de la cama, hasta que ella recobraba la conciencia. Había habido tantas noches de angustia. Un día tendría un buen trabajo y la sacaría de ahí. Era un muchacho inteligente al que le aguardaba un futuro prometedor. Entonces sería tratada como una reina y se vengaría de aquella época difícil. Pero esa promesa, la mujer la había barrido, ya no creía en ella. Había matado el sueño de los dos. Él seguía cogiéndole la mano. Ella andaba deprisa. Había ido a buscarlo a la salida del colegio, lo que hacía mucho tiempo que no pasaba. ¿Todo volvería por fin a ser como antes? ¿Lo querría de nuevo? Lo anhelaba tanto. Había intentado cruzar su mirada, pero en vano. La escudriñó: había adelgazado pero estaba hermosa. Habría querido detenerla y estrecharla contra él. Pero intuía que no era el momento. Notaba en sus andares una determinación que no le había visto desde hacía mucho tiempo. Volvían a casa, en un edificio gris y sucio, un piso de pocos metros cuadrados en otros tiempos cuidado con gusto. Curiosamente, había puesto la mesa. Un buen olor había invadido la casa, enmascarando el de tabaco rancio al que había acabado acostumbrándose. Su pastel de chocolate preferido presidía la mesa cerca de su plato. Pero el desorden permanecía, algunas botellas de alcohol vacías estaban desperdigadas por el suelo, el cenicero rebosante. Le dijo que se sentara y le sirvió. El principio de la velada era prometedor, y empezó a creer que todo iba a arreglarse. Sólo que sus dedos febriles no dejaban de agitarse, su mirada alocada inspeccionaba el espacio, su cuerpo tenso tenía algo de patético. Él había cenado, ella no había probado bocado. Luego lo había mandado a acostarse. Le había costado conciliar el sueño, una sorda inquietud lo torturaba. Los sueños se habían encadenado: unas veces sentía sus caricias apaciguar su cuerpo y su alma, otras veces ya no reconocía a esa mujer inclinada sobre él, desesperada, casi loca.

Pesadilla o realidad, todo se había tambaleado repentinamente. La había matado con sus propias manos. Luego, había salido de su casa y había atravesado los escasos metros del largo y mugriento pasillo que lo separaban del piso vecino. Había llamado a la puerta de la pareja de jubilados. Había abierto ella; había bajado su arrugado rostro hacia él, sorprendida de su visita a una hora tan tardía de la noche. Con frecuencia le regalaba golosinas al tiempo que le revolvía el pelo. Le gustaban sus pirulís de todos los colores. Ese pensamiento le había devuelto un poco de calor. A menos que no fuera esa quemazón que ya lo consumía: el terror que se apoderaba de su cuerpo y de su mente, la culpabilidad, y aquella sensación tan intensa de que estaba perdido para siempre.

—La he matado —logró murmurar.

La anciana frunció el ceño y se agachó un poco más. No había oído la confesión. Se aclaró la garganta.

—He matado a mamá —continuó con voz lastimera.

Ella lo miró fijamente, incrédula. El tiempo se detuvo. Las primeras lágrimas se formaron entonces en sus ojos infantiles. En ese momento ella decidió creerlo.

—¡Dios mío! ¡Roger, Roger! —aulló como una demente.

El marido llegó corriendo, atemorizado. Lo envió a casa de la vecina.

Cuando regresó, con la cara lívida, llamó a la policía. Muy pronto, dos agentes se presentaron en la casa. Primero, constataron el crimen. Su investigación fue breve… Tenían al culpable, que había confesado. Estupefactos, se pusieron en contacto con su superior, quien llegó poco después.

—¿Voy a ir a la cárcel? —preguntó el muchacho muy seriamente.

—No lo sé… No lo creo —farfulló el comisario, que nunca había tenido que enfrentarse a una situación así.

Luego interrogó a la anciana pareja para saber si el chiquillo tenía familia. Pero no, ahora el pobre estaba solo en el mundo.

A la mañana siguiente, su nombre apareció en la sección de sucesos. Al día siguiente, algunos periodistas, oliéndose un bombazo, desarrollaron el tema en portada. Los telediarios de la noche se hicieron eco de la noticia. Él recordaba que después ella le había gritado, explicándole que el mundo estaba podrido y que quería enviarlo al cielo; allí estaría mejor. Él no era de esa opinión. Había conseguido alcanzar la cocina y apoderarse de un largo cuchillo. La había matado cuando ella se abalanzaba sobre él. Había declarado que se sentía «demasiado pequeño para morir». Esa frase había ocupado los titulares de la prensa. Sólo se hablaba de eso. Ni siquiera había sido juzgado. Lo habían mandado a un hogar de acogida. Luego, los periodistas ya no habían hablado más de él. El tema había sido cerrado. Se había quedado solo con su sufrimiento. Pero añoraba tanto a su madre…

Una drogadicta, eso era en lo que se había convertido, lo que intentaba ocultar a los demás y a sí misma. Para llenar la sensación de vacío que la invadía y calmar sus ataques de angustia, había aumentado las dosis de antidepresivos y ansiolíticos. Por mucho que su psicóloga le dijera que era un mal momento pasajero, que tenía los recursos para salir adelante y que sólo se requería tiempo y paciencia, ahora tenía ganas de soltar amarras, de huir de sus responsabilidades y desaparecer para siempre. Pensaba en el suicidio, sobre todo de madrugada, cuando el insomnio le impedía dormir. ¿Por qué resistirse? Por su hijo, claro. ¿Era un argumento suficiente? Dimitri sólo tenía ojos para su padre. Ella no había sabido, no había podido… Estaba segura de quererlo pero era incapaz de manifestárselo. Lo recordaba, un pequeño renacuajo, gateando, el pelo rubio alborotado, balbuceando alegremente. ¡Era tan guapo! ¿Qué quedaba de todo aquello? Si sólo hubiera dependido de él, ya se habría ido a vivir a casa de su padre. Nico, el hombre de su vida, la había dejado. Nunca la había amado de verdad. Él podría haberle arrebatado a su hijo mil veces; no lo había hecho. Como siempre, él era el bueno de la película. ¿Sería al menos consciente de su estado? La respuesta era no, o ya estaría ahí para proteger a Dimitri y hacerse cargo de ella. Mierda, le diría. ¿Por qué no la salvaba? Tenía tanta necesidad de una mano caritativa, de la mano de él…

Las cinco de la mañana. Cruzó la puerta de su despacho con un extraño apresuramiento que no tenía nada que ver con la urgencia de su misión. Pensaba en Caroline. Ahí estaba, adormilada en el viejo sillón de cuero. El agente de seguridad estaba en una silla, leyendo una revista. Nico le hizo señas de que podía dejarlos solos, pero le pidió que no se alejase demasiado. Sus cuchicheos no habían despertado a la joven. Acercó la cara a su cuello, respiró su olor y la acarició con los labios. Sintió cómo ella lo rodeaba con sus brazos y cómo sus dedos se posaban en su nuca. Su boca buscó la de él. Su corazón se aceleró, la deseaba con todas sus fuerzas. Él se apartó, incómodo, y cruzó su maliciosa mirada. Ella lo sabía… Se desperezó, como para despertarse completamente, y sus gestos le parecieron sensuales. Era tan atractiva.

El teléfono sonó, rompiendo el silencio. El telefonista le pasó a su madre, Anya Sirsky; algo inesperado a una hora tan temprana.

—Nico, siento mucho molestarte.

—¿Qué ocurre? ¿Algo serio?

—No, tranquilízate. Bueno, podría serlo. Tu hijo acaba de llamarme.

—¡¿Dimitri?!

—Que yo sepa sólo tienes uno. Está preocupado por Sylvie. Desde hace algún tiempo no se comporta de forma normal y ya no puede más. Necesitaba contarlo.

—¿Por qué no me había dicho nada?

—Siempre intentas defenderla. Tenía miedo de que no le creyeses, que lo achacases a sus pequeñas diferencias habituales. Según él, toma medicamentos, muchos medicamentos. Llora a menudo y ya casi no le habla.

—¡Dios mío!

—De todas formas, tiene que instalarse en tu casa a partir de esta noche. Acelera las cosas, recógelo hoy por la mañana ya que le has dicho que no vaya al colegio el resto de la semana.

—Realmente no tengo tiempo… Pero no puedo dejarlo así.

—Sabes, no estoy segura de que últimamente Sylvie esté en condiciones de ocuparse de él. Deberías reconsiderar tu decisión. La situación no es sana para Dimitri, lo trastorna más de lo que crees. Yo lo que quiero ante todo es proteger a mi nieto. No soportarías que le ocurriese nada desagradable, ¿verdad?

—De acuerdo, me ocuparé de ello.

—Puedo hacerlo yo si quieres. Estoy en casa de tu hermana, podemos pasar a recoger a Dimitri.

—No, no os mováis. Yo me encargo, es asunto mío.

—Perfecto. Pero mantenme al corriente o no me quedaré tranquila.

Sabrían la verdad, no era más que una cuestión de tiempo. Él, que durante todos aquellos años había logrado ocultar su pasado, iba a ver su vida sacada a la luz. ¿Cómo era posible? ¿Cómo había llegado a este punto? Debería haberse imaginado que ese momento ocurriría. Había cometido un pecado de orgullo, el de creer que engañaría a su entorno hasta su último aliento. ¿Qué sentía? Le costaba definirlo. Una sensación de inmenso vacío, como un frío glacial que le traspasaba cuerpo y alma; y ese miedo de volver a encontrarse solo por segunda vez, como aquella mañana grabada en su mente para siempre. Un alivio también: no tener que representar un personaje, la persona en quien se había convertido, seguro de sí mismo, resuelto, y no tener que mentir más, vivir con un pasado totalmente inventado para guardar las apariencias. Esperaba, encogido en el asiento de su despacho, que los acontecimientos lo alcanzasen. ¿Para qué emprender algo? Se sentía incapaz de anticiparse, sólo de quedarse ahí sin hacer nada. El teléfono sonaría. Descolgaría.

—Señor, el comisario de división Sirsky está aquí, quiere verlo. ¿Le digo que pase? —diría su secretaria.

Habían transcurrido treinta años, demasiado tiempo para esperar encontrar a todos los testigos del caso Briard. El doctor de psiquiatría infantil que se había hecho cargo del joven Arnaud había muerto. Por fortuna, el hospital de Évry había conservado sus archivos. Kriven había enviado una patrulla. Ahora hojeaba el expediente. El médico subrayaba el carácter «rarísimo» del asesinato. «No estoy seguro de que sea posible encontrar un solo precedente de matricidio en las revistas médicas internacionales», escribía el psiquiatra como preámbulo. «En cuarenta años de profesión, sólo me he encontrado con cinco o seis casos de niños criminales, pero nunca en un contexto semejante. Los menores que cometen crímenes suelen ser adolescentes». Luego seguían el estudio del perfil del niño y las conclusiones del médico: «Me choca la gran madurez del pequeño Arnaud. El hecho de que asestara varias cuchilladas lo demuestra. Por lo que respecta a la madre, depresiva, probablemente había decidido poner fin a su vida después de haber eliminado al niño. El seguimiento de Arnaud debe permitirle desculpabilizarse. Hay que dejarlo tranquilo y ayudarlo a salir de esta historia. Es necesario escucharlo, pero su apoyo psicoterapéutico debe ser lo más discreto posible y en ningún caso debe tomar la forma de un interrogatorio. Este muchacho ha sido sometido a demasiadas preguntas. Su futuro psíquico es incierto. Una depresión, un suicidio, no cabe excluir nada; pero también podría no ocurrir nada. El olvido sería deseable —concluyó el doctor— pero no lleva camino de ello».

—¿David? —Era la segunda de su grupo, Amélie, una joven con un gran futuro.

—¿Sí? ¿Alguna novedad?

—Tengo el informe de la justicia. Como decía el artículo, la fiscalía de Évry consideró la legítima defensa y decidió no abrir instrucción judicial. Designaron a un juez infantil para que estudiara las medidas de asistencia educativa necesarias para proteger a Arnaud Briard. Sus abuelos maternos no quisieron hacerse cargo. No habían vuelto a ver a su hija desde que se marchó del domicilio familiar y no conocían a su nieto. El muchacho fue enviado a un hogar de acogida. Fue imposible encontrarle una familia, a pesar de ser el deseo del médico especialista y del juez.

—¿Te has puesto en contacto con el hogar de acogida?

—Todavía no.

—Date prisa. Quiero saber dónde se encuentra Briard hoy.

Bastien Gamby se enfurecía con el ordenador. Era el mejor, había burlado los planes de terroristas de primer orden gracias a su habilidad. La sección antiterrorista del Quai des Orfèvres hacía todo lo posible por conservarlo entre sus filas, ¡y ahora un asesino en serie lo tenía en jaque! Lo había intentado todo; imposible llegar hasta la fuente. Sabía cómo introducía los datos el asesino, pero no conseguía identificar sus coordenadas. Echaba pestes, él, por lo general siempre tan tranquilo. Tenía ganas de romperlo todo.

La pantalla parpadeó. Apareció una sonrisa de mujer. ¿Qué significaba esta nueva gilipollez? Aporreó el teclado. Un nuevo envío, un nuevo expediente médico. Lo abrió.

—¡Mierda! —berreó, pasmado.

No fueron las ganas de hablar con ella lo que decidió a Nico a llamarla, sino el temor de saber a su hijo en peligro ante la depresión de su madre. Si realmente Sylvie estaba atravesando un período difícil, había que temerse lo peor.

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