—Dalo por hecho. Dame los datos.
Nico se los dictó y colgó. Cayó sobre él un pesado silencio. Cogió el teléfono móvil, que sacó del bolsillo de su chaqueta. Lo sopesó un momento; vacilaba. Tenía que hablar con ella, lo necesitaba tanto. Marcó el número de su propio domicilio temiendo despertarlos, a ella y a su hijo. ¡Pero qué se le iba a hacer! El timbre sonó una sola vez; descolgaron inmediatamente.
—¿Caroline?
—Sí.
—¿Todo va bien?
—Todo bien, Dimitri duerme como un bebé. Me imaginaba que llamarías…
—Quería oír tu voz. Te echo de menos.
La oyó sonreír.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—En tu cama, estoy leyendo unas revistas. ¿Tu investigación progresa?
—Tal vez.
—Me mantendrás informada, ¿verdad?
—Por supuesto. De todas formas, no os mováis de casa.
—Entendido.
—¿Caroline?
—¿Sí?
—Te amo…
—¡Nico!
—Hasta luego.
Kriven se presentó sin anunciarse. Nico apagó el móvil.
—Está como un tren —comentó David Kriven.
—¿Quién?
—Lo siento, lo he oído. Caroline Dalry, claro. Estoy impresionado. Y médico además.
—Modérate, comandante Kriven.
—Me pareció bien, eso es todo. Tiene gancho. Quiero decir, mucho encanto.
—Lo sé… Bueno, no es la hora del té y las pastas. ¿Tienes algo más interesante que decirme?
—Con respecto a los guantes Triflex: el modelo pertenece a una empresa americana, Allegiance Healthcare Corporation. El producto se fabrica en Tailandia. Tiene una filial en Bretaña, en Châteaubriand. El comisario del pueblo ha ido a despertar a un responsable. Pronto tendremos la lista de los clientes de París.
—Perfecto. ¿Y el papel de la carta?
—Está en marcha, te lo diré más tarde. He hablado con Máxime Ader por teléfono. Espera en la morgue el final de la autopsia. La doctora Vilars se reunirá con él en cuanto acabe.
—No estará solo, espero.
—No, no. Está la familia. Son un montón. El funeral se celebrará probablemente a principios de semana. La Asociación de Amigos podría organizar una colecta para contribuir, ¿qué te parece?
—Es una excelente idea —respondió solemnemente Nico.
Cogió la cartera y sacó un billete de cien euros que tendió al comandante. Kriven apreció el gesto de su superior.
Había estado muy cerca de Nico Sirsky. ¿Cómo olvidar ese instante de júbilo interior? El comisario de policía sufría, era evidente. No lograba interrumpir la serie de asesinatos y sólo podía comprobar los daños: esos cuerpos de mujeres inocentes torturadas y asesinadas. Y la última hasta la fecha formaba parte de los efectivos de la brigada, ¡qué ironía del destino! En realidad, el señor comisario no era tan brillante como decían. Iba a caer de su pedestal ¡Si al menos Sirsky supiera que se habían rozado, que sus pieles habían estado en contacto! A Nico todo le salía bien, pero iba a perder lo fundamental. Sabía a qué mujer atacar para que Sirsky nunca volviese a ser el mismo hombre, para que su vida nunca volviera a tener el mismo gusto, para que descendiera al fondo del infierno.
Armelle acababa de terminar la autopsia. Le llevaría tiempo relajar la mente y el cuerpo. Como solía hacer, había trabajado con meticulosidad, inclinada sobre el cadáver, reduciéndolo a un campo de examen complejo y apasionante. Su labor consistía en encontrar una explicación a la muerte para situarse resueltamente del lado de la vida. Por supuesto, las vidas de todas y todos los que llegaban allí habían sido interrumpidas de forma brutal: un crimen, un accidente o la parada repentina del funcionamiento de un órgano A ella le correspondía explicar por qué y cómo. A ella le incumbía desvelar el misterio de la muerte. Además estaban las familias, a las que prestaba una atención extrema, por sentido del deber y de la moral. Los vivos que aterrizaban allí nunca habían imaginado tener que poner los pies en aquel lugar, desorientados por el sitio, hundidos por la pérdida de un ser querido. Entonces se volvían hacia ella; esperaban que les diese explicaciones y apoyo psicológico. Primero los escuchaba y, para calmar su cólera, su dolor, sopesaba cada palabra que decía para que iniciasen su duelo en las mejores condiciones posibles. Numerosas historias sórdidas ocupaban su memoria; no podía borrarlas con un golpe de varita mágica. Todo eso formaba parte de ella. ¿Cómo pretender que la disección del cuerpo de la capitán Ader sólo era para ella un acto rutinario? Había coincidido con la joven en varias ocasiones, esta había asistido a autopsias, como todos los polis de la brigada criminal. Era tan buena fisonomista que había conservado en su memoria una imagen precisa de la capitána. Amélie Ader mostraba un enorme entusiasmo por su labor, aún tenía la frescura y la energía de la juventud a pesar de la funesta realidad de su profesión. Ahora no era más que un cuerpo sin vida mutilado por su asesino y por la autopsia. El trabajo de forense implicaba una fuerza de carácter poco común; ella poseía esa fuerza que le permitía desafiar a diario a la muerte.
Pasó rápidamente por su despacho antes de reunirse con la familia Ader. Primero tenía que ponerse en contacto con Sirsky. Por supuesto, sus superiores y el juez Becker le informarían con precisión del desarrollo de la autopsia, pero quería hablar con él personalmente. También era parte de su deber; lo particular de la situación lo exigía. El comisario de división respondió inmediatamente a su llamada.
—Ya he terminado —anunció—. Tu equipo está de vuelta.
—Gracias, Amelie. Sé que no ha debido ser fácil para ti…
Siempre esa misma sensibilidad casi femenina. Las reacciones de Nico no dejaban de sorprenderla.
—Me recobraré —respondió, sin querer extenderse sobre el tema—. Quería avisarte, he encontrado elementos interesantes.
—¿Es decir?
—En conjunto, el guión es el mismo; las causas de la muerte, también. Nos enfrentamos al mismo asesino. Pero hay una diferencia significativa: Amélie Ader no estaba embarazada. Los pechos trasplantados son los de la víctima anterior, Isabelle Saulière. Los análisis lo confirmarán. Llego a lo fundamental. He colocado los pechos bajo una luz especial, los rayos UV. Sabes que numerosos fluidos biológicas se vuelven fluorescentes por efecto de determinadas luces. Luego he continuado la manipulación con el luminol, es un producto químico que permite descubrir un rastro biológico por muy ínfimo que sea. Figúrate que nuestro hombre ha lamido los pezones de la víctima. Ha dejado restos de saliva y, por tanto, de material genético. El análisis de ADN está en marcha…
—¡Por todos los santos! Por fin ha cometido un error…
—Sólo que deberás esperar veinticuatro horas para disponer de los primeros resultados. El doctor Queneau hace todo lo posible, pero no puede reducir el tiempo que requiere la técnica que se utiliza.
—Es demasiado tiempo, tengo miedo. Si queremos evitar una sexta víctima, necesito algo más y con más rapidez.
—Tengo más. He encontrado restos de una suela de zapato sobre el cráneo de la víctima. Le fracturó el parietal derecho y una parte del frontal. Se apoyó con todo su peso, porque la huella es perfectamente identificable. En ella he descubierto una sustancia dejada muy probablemente por el zapato. Voy a analizarla. Te volveré a llamar lo antes posible para decirte de qué se trata.
—¿Y en tu opinión?
—Una especie vegetal, quizá. Dame tiempo para examinarla al microscopio. Acabo de despertar a mi experto en botánica: ahora viene.
—Bien hecho, Armelle.
—La medicina forense es un arte, Nico, no una ciencia exacta. No intervengo ni para reparar ni para salvar; observo para hallar explicaciones a la muerte, para sacar a la luz indicios que demuestren la intervención de una tercera persona. Es mi trabajo. Me encantaría poder proporcionarte un informe decisivo para el progreso de tu investigación.
Armelle Vilars colgó. Respiró profundamente y entró en la sala reservada para las familias. La de Amélie Ader la aguardaba, quería explicaciones, se preocupaba por los sufrimientos que le habían infligido. Por experiencia, sabía que no había que ocultar nada a quienes querían saberlo todo acerca de las circunstancias de la muerte; así que no dejaría de mencionarles los detalles más horribles si lo deseaban. Estaba acostumbrada a controlar sus emociones.
Las ocho. Un plano de París estaba desplegado sobre la mesa de trabajo de Nico. Chinchetas rojas indicaban las diferentes direcciones de las víctimas y rodeaban la Île de la Cité, sede del Quai des Orfèvres. La lista de los compradores parisinos de guantes quirúrgicos Triflex y del papel de carta utilizado por el criminal estaba colgada de una de las paredes del despacho. Marcas de rotulador fluorescente amarillo indicaban las coincidencias. Había varias; hospitales, laboratorios de análisis, consultas médicas, veterinarios…
—Las dos empresas abastecen al hospital Saint-Antoine —comentó el juez Becker.
—En efecto —respondió Nico—. ¿Pero adónde nos lleva eso?
Erwan Kellec era un gran experto en botánica y, de manera secundaria, en criptogamia. Los vegetales, los hongos, los líquenes y las algas no tenían ningún secreto para él. Trabajaba en el Museo Nacional de Historia Natural, Rue Buffon, y echaba una mano en el Instituto Médico Forense como clasificador. En cuanto Armelle lo despertó explicándole la situación, no vaciló ni un segundo; para él era el colmo de la aventura y de la excitación. No había tardado en llegar y examinar las ínfimas partículas del vegetal que había recogido la doctora Vilars.
—¿Y? —interrogó Nico con una cierta impaciencia.
—¡Robin Hood! —respondió Armelle en el auricular—. Es el nombre que le dan los ingleses. También se llama borbonesa.
—Perdona, pero no entiendo demasiado —se excusó Nico.
—Silene dioica, es el nombre científico, de la familia de las Caryophyllaceae. Dioica significa que las flores macho y las flores hembra nacen en matas separadas. Las hembras no tienen estambres, mientras que las flores macho poseen diez. La borbonesa de jardín es una mata de flores macho. Tallo flácido, ramificado en la parte superior, con hojas anchas, ovaladas y puntiagudas. La floración tiene lugar entre mayo y septiembre. Los pétalos, de color rosa, están divididos. Esta especie se considera más bien rara en Île-de-France.
Pronto descubrirían su identidad. La partida todavía era reñida pero sentía como poco a poco el cerco se estrechaba. No podía pasar por alto su pericia, a pesar de que les había dejado voluntariamente algunas pistas. Les bastaría conjuntar todos los elementos, analizarlos, cruzar los datos y la verdad estallaría. Había dudado sobre qué estrategia seguir. Habría querido matarla a ella, ¡y entonces qué placer observar en su mirada el espanto, el horror, la muerte!. Habría podido saborear la ironía de la situación: todos rodeando su cuerpo frío tumbado sobre una mesa, rostros enmascarados inclinados sobre ella, manos enguantadas armadas con costótomos y abriéndole el tórax. Quizá habría ejecutado él mismo esos gestos que ella había repetido mil veces y de los cuales decía a menudo que le gustaría escapar fuesen cuales fuesen las circunstancias Le habría gustado maltratarla para que sufriera en sus carnes. Se lo merecía, esa mujer a la que había querido poseer sin nunca conseguirlo. Sin duda no era bastante bueno para ella. Sin duda ninguno de ellos había visto en él a ese ser superior, a ese hombre poderoso. Pero debía permanecer atento al objetivo que se había fijado. Nico Sirsky. Armelle seguiría viva, tenía otra misión que cumplir. Y Dios le ayudaría a realizarla. Él era Dios.
Ya había amanecido en la capital mientras los investigadores proseguían su trabajo sobre el terreno. Visitaban a todos los usuarios de Triflex y a los clientes de papel blanco A4 CopaPlus, ochenta gramos, interrogaban a los allegados a las víctimas sobre sus amistades y hurgaban en sus asuntos personales en busca de un indicio olvidado. Nico centralizaba los datos, confiando en que una pista consistente surgiría de todo ese ajetreo.
Las diez. Nico estaba de pie delante de los listados sujetos con alfileres a las paredes de su despacho; Becker estaba a su lado. Tenía que haber una solución. Tal vez estuviese ahí, delante de sus ojos, sin que ellos diesen con ella. ¿Era demasiado evidente? El teléfono sonó por enésima vez. Nico cogió el auricular.
—Soy Armelle. Una cosa me intriga. Sabes, conozco bien la borbonesa… Hace varios años hice acondicionar un jardín en el Instituto Médico Forense. Las ventanas de mi despacho están justo encima, y créeme, me viene muy bien. Es un bonito jardín cercado, con una fuente. Está abierto a todo el personal. Quise que los servicios de la ciudad plantasen varios macizos de esas flores, son realmente preciosas. Me ocupo del jardín en mis ratos libres; me relaja. En resumen, he ido hace un momento. Entiendes, nuestro descubrimiento me ha sugerido la idea de ir a ver mis plantas. Y…, bueno, es una estupidez…
—¿Qué es una estupidez, Armelle? —apremió Nico, con la voz tensa.
—¡Pues que a mis borbonesas, las preferidas de mi jardín, las han destrozado! ¡¿Te lo imaginas?! Es increíble…
—Increíble, sí…
—Es que no son fáciles de encontrar.
—¿Qué intentas decirme, Armelle?
—No lo sé. Ver esas plantas destrozadas, y precisamente esas, me ha puesto la carne de gallina.
—¿Cuál es tu conclusión?
—¿Y si comparase las muestras?
—¿Las que hemos encontrado en el cuerpo de la capitán Ader con las borbonesas de tu jardín?
—Exacto.
Nico se quedó sin habla mientras pensaba a toda velocidad.
—¿Nico? —murmuró Armelle, preocupada.
—Ahora mismo voy, necesito moverme.
Las once. El coche estaba ahí, aparcado delante de la acera, a tan sólo unos metros de la puerta de doble batiente que llevaba a la alameda privada. En el interior, bien calentitos, dos hombres de uniforme vigilaban las inmediaciones, sentados tranquilamente. De vez en cuando, uno de ellos salía del coche y se paseaba arriba y abajo por la calle, luego marcaba el código que permitía acceder a las casas individuales Echaba un vistazo, comprobaba que no ocurría nada especial y a continuación volvía. Fácil. Ya tenía un plan para burlar su atención. No podrían hacer nada para detenerlo, era invencible. Traspasaría la barrera y se abatiría sobre su próxima víctima: la séptima mujer.