Sentada a la mesa delante de su desayuno, Sylvie Sirsky dejaba que sombríos pensamientos borraran el poco buen humor que le quedaba. Como todos los días por la mañana y por la noche, jugó un rato con las pequeñas píldoras antes de tragárselas. Depresión nerviosa, el diagnóstico no era nuevo. Desde luego, su carácter era por naturaleza taciturno, pero había cruzado una línea preocupante. Sus ideas suicidas la habían llevado a buscar ayuda profesional. Las onerosas pero necesarias sesiones de psicoterapia con su médico no lograban liberarla de sus angustias. ¿De quién era la culpa? Suya, era lo que su terapeuta quería que admitiese. Debía ocuparse de su vida; su equilibrio psicológico no se reconstruiría a base de lamentos y remordimientos. Sabía cuál era el problema, ya que tenía un nombre: Nico. Se habían conocido a los diecisiete años. Ella se había enamorado inmediatamente de ese hermoso adolescente, el cual parecía desconocer su poder de seducción. Toda la ternura que le había dado la había vuelto loca. Era tan diferente de los otros chicos que había conocido hasta entonces… Sólo tenía una preocupación: el bienestar de ella. Cuando le anunció que estaba embarazada, había asumido su responsabilidad. Pero una duda no había dejado nunca de atormentarla: si Dimitri no hubiera llegado, ¿se habría casado con ella? La puerta del cuarto de su hijo se abrió y lo vio salir. El parecido con su padre era tan impactante que siempre le provocaba una emoción que la trastornaba. Las lágrimas le subieron a los ojos. Tenía que salir adelante y por todos los medios.
Esa mañana, el silencio de su despacho la angustió. Situado bajo el tejado, para llegar hasta él había que cruzar escaleras y pasillos en estado lamentable. Sentada en su modesta mesa de trabajo, miró hacia la estrecha ventana, provista de tres barrotes horizontales que protegían la abertura y que le pusieron la carne de gallina: era como estar en la cárcel. Prefirió girarse hacia el otro lado para echar un vistazo al cartel de Men in Black II, esos héroes que combatían contra monstruos llegados del espacio. Su vida profesional también estaba poblada de personajes terroríficos. Los estudiantes de psicología se especializaban a menudo en el estudio de las víctimas, por actitud refleja, por compasión o para luchar contra la violencia. Ella de inmediato había mostrado interés por los autores de crímenes sexuales, con pasión, solicitando incluso el contacto con los asesinos encarcelados para impregnarse mejor de su aspecto psicológico. Se había preparado perfectamente para la que ahora era su misión y que implicaba su participación en las investigaciones de homicidios y en la caza de psicópatas de cualquier índole. Se acordaba de su primer cadáver: ¡no había podido comer carne durante tres días! Ahora ya había superado ese estadio; estaba blindada y había aprendido a poner distancia entre su vida privada y su vida profesional, hasta dejar a su entorno al margen de sus experiencias en la policía judicial. Su compañero no debía hacer preguntas, era la regla del juego a pesar de que le costaba cumplirla. Se habían conocido hacía ocho meses, en una cena en casa de amigos comunes. Moreno y misterioso, la atrajo nada más verlo, a pesar de que ella no solía dejarse influir por sus primeras impresiones. Había estado intentando ligársela durante toda la velada antes de acabar en su cama aquella misma noche. Ella todavía no se había cansado porque no había rutina en sus hábitos de pareja. Se ruborizó al pensar en la breve noche que acababan de pasar juntos. Al regresar a su domicilio al amanecer por órdenes del comisario de división Sirsky, Rémi seguía esperándola: se había abalanzado sobre ella en cuanto volvió. Ni siquiera les había dado tiempo de llegar a la cama. Dominique Kreiss no había dormido ni un minuto.
Las ocho de la mañana. Una enfermera recibió a Nico en una sala de examen equipada con una cama, una pantalla, armarios y un lavabo. Le hizo quitarse la chaqueta y la corbata, y también dejó el arma. Le pidió que se tumbase del lado izquierdo en posición casi fetal. Luego, después de que la mujer accionara enérgicamente un mecanismo de otra época y visiblemente retorcido, se encontró con el torso medio inclinado.
—Perfecto, la doctora Dalry llegará dentro de unos diez minutos —declaró la mujer con una voz tan autoritaria que uno no tenía ganas de discutir—. Le dejo, ¿es usted lo bastante mayor para esperar solo? —añadió con un tono irónico.
Desapareció antes incluso de que pudiese responder. Los minutos transcurrieron, luego oyó pasos en el pasillo. Caroline Dalry entró, todavía más hermosa que en sus recuerdos. Casi habría querido que no fuese así. Pero ahí estaba, con su aire resuelto, llena de encanto. Su dulce mirada era tranquilizadora. Se movía por el cuarto con prestancia incluso para dirigirse hacia el lavabo, donde se lavó cuidadosamente las manos. Luego tomó asiento a pocos centímetros de él, sobre un asiento alto, frente a la pantalla. De nuevo, sintió cómo le invadía un vago calor.
—Buenos días, señor Sirsky. El examen durará entre tres y cinco minutos si no se mueve y si respira como Dios manda. Introduciré el fibroscopio en su boca y lo deslizaré a lo largo del esófago hasta el duodeno. Se trata de un revestimiento flexible que protege una fibra óptica de sesenta centímetros de longitud. Me permitirá explorar su tubo digestivo y coger algunas muestras para verificar si las irritaciones son de origen bacteriológico. Para que el instrumento entre mejor, tendrá que tragar con fuerza cuando pase las amígdalas. Sobre todo, relájese y respire profundamente, es lo más importante; si no, el examen será penoso para los dos.
Ella sonrió. Nico sintió una punzada en el corazón.
—No es muy agradable y puede darle la impresión de que se ahoga. Sólo es una sensación, por supuesto, no se preocupe. ¿Tiene alguna pregunta antes de empezar?
—No, confío plenamente en usted.
—Muy bien, mantenga la cara totalmente recta, mirando hacia mí. Abra bien la boca. La enfermera le rociará primero la garganta con un gas anestésico. Provoca una reacción similar a la que se experimenta en el dentista: tendrá la sensación de tener el paladar y el fondo de la garganta pastosos. Dentro de unos veinte minutos, la sensación habrá desaparecido.
La enfermera cumplió su misión y luego la doctora Dalry acercó sus manos e introdujo delicadamente el aparato en su boca. El efecto era realmente desagradable, pero se esforzó por no moverse, dando muestras de un autocontrol impecable. Miraba a la joven mujer sin pestañear, deseando aprovechar cada instante pasado a su lado, aunque fuera en esa situación tan poco ventajosa. La voz de la doctora le tranquilizaba regularmente, indicándole la progresión del tubo y felicitándolo por su comportamiento. La joven era el mejor remedio al estrés del momento. Al cabo de cinco minutos, como estaba previsto, se había terminado. Nico casi se sintió decepcionado.
—El estómago está en perfecto estado —anunció la mujer—. Como pensaba, hay una pequeña inflamación de la mucosa duodenal. No es nada grave, le pondré un tratamiento. Era mejor asegurarse.
—¿Y cuál es el programa de las fiestas? —interrogó Nico, de repente más distendido.
—Le extenderé una receta. Tomará un antiácido durante tres meses. E intente modificar un poco su estilo de vida: reposo, relajación, alimentación equilibrada…
—En la actualidad lo veo difícil.
—Vaya… ¿O sea, que la curva de actividad criminal está en su punto más alto?
—Eso es.
—Bueno. Puede volver a vestirse y recuperar su arma.
—¿Y eso es todo?
—¿Cómo que «eso es todo»?
—¿Ya se ha acabado? ¿Cuándo volveré a verla?
—Pida hora para dentro de dos meses.
—¡Dos meses!
La doctora Dairy no pudo evitar reírse.
—En principio, los pacientes se sienten satisfechos cuando les doy esta noticia —continuó la joven—. Eso significa que todo va bien, señor Sirsky. Debería considerarse afortunado. En cuanto tenga los resultados de las muestras le avisaré si hay cualquier cosa que exija modificar su tratamiento, pero lo dudo.
—¡Ah!… Bien… Gracias.
Nico no sabía cómo alargar la visita ¿Qué decir? ¿Que la encontraba realmente seductora y que le gustaría verla en otro contexto? Ella le tendió una mano, que estrechó de mala gana, poniendo fin a ese rato que habían pasado juntos. Abandonó la sala de examen. Un inmenso vacío se apoderó de él. Acababa de salir del servicio cuando volvió sobre sus pasos. Se cruzó con la enfermera que estaba con ellos un momento antes y la abordó.
—Dígame, señorita, ¿no sabrá usted por casualidad a qué hora acaba su turno la doctora Dalry esta tarde?
Lo miró con desdén, visiblemente sorprendida.
—No es una información que esté autorizada a comunicar.
El tono no animaba a proseguir la conversación. Sin embargo, Nico decidió insistir. Sacó su placa de policía.
—¡Volveré a hacer la pregunta! —dijo bastante irritado.
—¿Cree que un médico controla sus horarios? Menuda cara tiene usted. La doctora Dalry termina su turno a última hora de la tarde, cuando no está de guardia toda la noche.
Nico levantó las manos, señal de que se rendía, y se alejó sin decir ni una palabra más.
Caroline Dalry se consagraba a sus pacientes. Su vida era ese hospital. Capacitada, debía no obstante demostrar que era capaz de mantener también su puesto de catedrática con sólo treinta y seis años. Trabajaba sin descanso, ganándose el respeto de todos esos niñatos envidiosos. Había pasado la selectividad a los quince años y se había acostumbrado pronto a luchar contra los mayores.
—¿Doctora? ¿Caroline? —gritó una voz en el pasillo.
Se dio la vuelta. La enfermera del servicio corría hacia ella.
—Su paciente, ya sabe, ese comisario, ¡quería saber a qué hora terminaba esta tarde! ¡Hasta me ha enseñado su placa de policía para sacarme la información! Por supuesto, le he explicado que aquí no hay hora. Se ha marchado con las manos vacías. Le hace usted tilín, doctora —concluyó la enfermera, maliciosa, girando sobre sus talones.
¡El comisario Sirsky! ¡Realmente estaba muy bueno!, pensó Caroline.
Noche en vela. La doctora Armelle Vilars no había regresado a su casa. ¿Para qué? Después de volver presentable el cadáver de la segunda víctima, tomó la sabia decisión de ponerse al día con el papeleo. Expedientes médicos por releer y firmar se amontonaban sobre su escritorio. Se puso a ello hasta que empezaron a oírse los pasos de los empleados más madrugadores del Instituto Médico Legal. Levantó la cabeza de sus papeles y se frotó los ojos. Uno de sus colegas entró en su despacho con una taza de café humeante en la mano.
—Señora directora, esto es para usted —dijo depositando el brebaje bajo sus narices.
—Un detalle muy amable, gracias. Eric. Sí que lo necesitaba.
—Ha pasado aquí la noche, supongo. ¿Ha encontrado algo interesante?
—¿De qué habla?
—Venga, hombre. Aquí todo el mundo sabe que anoche le trajeron una segunda víctima del asesino en serie. ¿Y?
—Lo he apodado «el fustigador parisino», eso facilita las conversaciones. Da treinta latigazos, ni uno más, a sus víctimas y luego las apuñala. ¿No es encantador? El tipo conoce muy bien nuestras técnicas y, por consiguiente, es endiabladamente prudente.
—Pero la doctora Vilars y el comisario de división Sirsky cuentan con los recursos necesarios para desenmascararlo, ¿verdad?
—¡Conmigo no emplee ese cinismo, doctor Fiori!
El joven le guiñó un ojo de forma provocativa y abandonó su despacho. De vez en cuando tenía que pararle los pies por su insolencia. Para algunas colegas eso lo hacía aún más seductor, aunque mucho menos que el comisario de división Sirsky. Él era de otro temple, pero no estaba libre para ninguna de ellas: buscaba a la mujer ideal, aquella de la que se enamoraría locamente a primera vista. Romántico, eso es lo que era en realidad, a pesar de que no era muy consciente de ello. Armelle Vilars confiaba en que sabría encontrar su buena estrella antes de que fuese demasiado tarde. Porque siempre había un «demasiado tarde», los cadáveres apilados allí se lo recordaban todos los días.
Nueve y media. Cohen estaba frente a él, con un gran puro en la boca. El comisario Rost, los comandantes Kriven y Théron, y la psicóloga Dominique Kreiss habían tomado asiento alrededor de la mesa.
—No sigamos yéndonos por las ramas —declaró el director adjunto de la Policía Judicial—. Volverá a actuar esta tarde. Buscamos a un asesino en serie. Nadie volverá a su casa hasta que no lo hayamos detenido. Espero que tengáis indicios serios que nos pongan por fin sobre una pista.
—La cuerda y el nudo marinero —adelantó Nico—. Ahí tenemos algo. Las dos víctimas estaban embarazadas, tampoco es una casualidad. Hay que trabajar en esas dos direcciones. Con respecto al mechón de pelo, mañana sabremos si podemos averiguar algo más.
—Y con respecto a la prevención —prosiguió Michel Cohen—. ¿Alguien tiene alguna idea?
Nico suspiró ruidosamente, con aire grave.
—¿Una conferencia de prensa? —sugirió.
—¿Para decir qué? —añadió su superior—. ¿Que todas las morenitas burguesas, en la treintena y embarazadas, no deben abrir la puerta a nadie?
—¿Y por qué no? —intervino Dominique.
—Debemos transmitir ese mensaje a todas las comisarías de París —prosiguió Jean-Marie Rost—. Así que, ¿por qué no a la prensa? De todas formas, en las próximas horas habrá filtraciones. No podremos eludir durante mucho tiempo las preguntas de los periodistas. Mejor tomar la iniciativa y tratar de impedir lo peor.
—Lo peor se producirá, con conferencia de prensa o sin ella —replicó Cohen con voz tajante—. No os hagáis ilusiones. Pero estoy de acuerdo. ¿Nico?
—¿Sí?
—El director quiere vernos a última hora de la mañana. El prefecto y el fiscal estarán presentes. En ese momento decidiremos si organizamos o no la conferencia de prensa. Hasta entonces, superaos. Quiero noticias esperanzadoras en las próximas horas. Demostradme que sois dignos del «36».
No cabía duda, tenía mono. Matar era necesario, pero el goce era tan breve que necesitaba imperativamente empezar de nuevo, atacar a otra mujer para colmar el vacío. Golpearla hasta hacerle sangre, saciarse con sus lágrimas. Sólo al regresar a su casa, después de su fechoría, se abandonaba al placer. No debían tomarlo por imbécil, no tenía la menor intención de esparcir su ADN sobre el terreno. Se contenía.
La próxima víctima apareció a algunos metros de él. Era una hermosa mujer con una larga melena morena, delgada como le gustaban, el rostro risueño, la sonrisa en los labios, los andares resueltos. La pondría por los suelos. Sentiría tanto dolor que perdería la razón. Y no obtendría ninguna respuesta a la pregunta que todas debían de hacerse: «¿Por qué yo?».