—Regreso a las fuentes, amigo. Concuerda con el perfil del asesino. Premeditó el asesinato de su madre, va a su casa para llevar su fantasía hasta el final.
Nico abandonó su casa, seguido de sus dos compañeros. Sujetaba la camisa de Caroline con mano firme, eso lo tranquilizaba. Se sentó en el asiento trasero del vehículo; necesitaba poner distancia entre él y los demás, era indispensable para meterse en la piel del asesino. Kriven arrancó y tomó la dirección de la Place Jussieu y del campus universitario más extenso de Francia. Los modernos edificios de la Universidad Pierre y Marie Curie se habían construido allí, en el emplazamiento del antiguo mercado de vino. El comandante de policía enfiló por la Rue Jussieu y prefirió seguir un poco más hasta dejar atrás los edificios de la plaza. No debían advertir su presencia desde las ventanas de los pisos. Rost había pensado lo mismo: ya había llegado; su coche estaba parado en doble fila un poco más lejos. Salieron de los vehículos. Théron y Vidal seguían al comisario pegados a sus talones.
—Segundo piso —anunció Rost—. Una pareja de jubilados compró el piso de los Fiori. Una sola puerta por planta. Hay un portero automático con código numérico a la entrada del edificio.
—Tengo el material en el maletero —intervino David Kriven.
—Perfecto. Vamos allá. Yo primero con Kriven. Vosotros nos seguís diez minutos después. Alexandre, tú te quedas en el coche.
La suerte estaba echada. Fiori y Caroline se hallaban allí, Nico estaba convencido. Lo intuía en lo más profundo de su ser. No podía haberse equivocado, la vida de la joven dependía de ello. Caminó hacia la entrada del edificio con Kriven a su lado. Los dos hombres se arrimaron a la puerta, fuera del campo de visión de los ocupantes del segundo piso: un gran balcón los protegía. El comandante abrió su caja de herramientas y cogió los instrumentos necesarios. Los manejó con destreza; se oyó un clic. Nico empujó la puerta, que se abrió como por arte de magia. Atravesaron un vestíbulo enlosado, luego una puerta acristalada de doble hoja y vieron un ascensor y una escalera alfombrada con una gruesa moqueta de color verde oscuro. Escogieron la segunda opción y empezaron a subir. Todavía reinaba el silencio. Probablemente los ocupantes del edificio eran mayores; no se percibía ninguna señal del trajín matutino. Fuera, al día le costaba abrirse paso, entorpecido por pesadas nubes que amenazaban lluvia. Primer piso. Los demás seguramente estaban cruzando la puerta de entrada, que habían dejado entreabierta. Segundo piso. La puerta era blindada. Nico pegó la oreja, intentando oír alguna voz, algún ruido anormal. Pero nada. ¿Y si se había equivocado? La angustia le oprimía la garganta, aceleraba el ritmo de los latidos de su corazón. La imagen de Caroline ocupaba su pensamiento. Se sorprendió rezando para que se la devolvieran, para que por fin pudiera estrecharla entre sus brazos. ¿Qué decisión tomar? ¿Forzar la cerradura y cruzar el piso corriendo? Si había habido un error, siempre podría pedir disculpas a los propietarios y hacerse cargo de la reparación de la puerta. Si había acertado, Fiori podría perder los papeles y en un arrebato de violencia matar brutalmente a la joven. El balcón, las ventanas… Quizá habría que controlarlas con el riesgo de que el criminal los descubriera. Pero el tiempo apremiaba. El resto del equipo acababa de reunirse con ellos en el rellano. Miró fijamente a Kriven con una elocuente expresión y extendió el brazo con la pistola en la mano. Apretó el gatillo. El silenciador produjo un ruido ahogado como el de un tapón de champaña. La cerradura había cedido. Kriven empujó la puerta con todo su peso. Nico tenía la impresión de haber abandonado su propio cuerpo: asistía a una película a cámara lenta. Su intuición lo guiaba casi a su pesar. Se precipitó tras los pasos del comandante. Los demás los siguieron. Habían repetido tantas veces este tipo de intervención que obedecían a automatismos adquiridos. Había que inspeccionar cada una de las habitaciones en el menor tiempo posible.
Jean-Marie Rost dio con el dormitorio de la pareja. Notó olor a cerrado. Un hombre y una mujer, de unos setenta años, yacían tumbados en la cama, los ojos abiertos de par en par, muertos. Se veían manchas de sangre en su ropa. El comisario reconoció heridas de arma blanca. Aquellos desdichados no tenían nada que ver con toda esa historia. Así que Nico tenía razón: Fiori se había presentado allí…
Pierre Vidal registró la cocina con la mirada. Entró en un pequeño cuarto contiguo que servía para guardar los utensilios y las conservas. Se sobresaltó cuando la cafetera se puso bruscamente en marcha y estuvo a punto de disparar en un gesto reflejo. El líquido negro empezó a rebosar. Comprendió que los propietarios estaban en la casa y que tenían previsto desayunar. Pero nadie parecía moverse. ¿Cómo debía interpretar la situación? ¿El asesino los había reducido al silencio? ¿Dónde estaba la doctora Dalry?
Después de cruzar el comedor, Joël Théron entró en la estancia más alejada de la entrada, una pequeña habitación en la parte de atrás del piso que daba al patio interior del edificio, un lugar donde entraba muy poca luz. Una vieja máquina de coser estaba colocada encima de una mesita de trabajo polvorienta, cerca de un sofá. Un espejo presidía una imponente chimenea. Los anaqueles de una librería estaban combados por el peso de libros antiguos. Reinaba el silencio. No observó nada más. Quizá Nico se había equivocado; Fiori nunca había tenido la intención de venir aquí y los propietarios se habían ido de viaje. El problema seguía siendo el mismo: ¿dónde había llevado a la séptima víctima?
David Kriven entró en una gran estancia muy luminosa que había después del comedor. Un recargado escritorio de principios del siglo XX presidía el cuarto cerca de dos puertas acristaladas que daban a la Place Jussieu. Había una magnífica mesa de juegos Napoleón III, flanqueada por dos estanterías inglesas de caoba. Pero no había la más mínima señal de una presencia maligna, ni tampoco rastro de Caroline. Se imaginaba en qué estado se encontraría Nico. ¿Y si no llegaban a tiempo? ¿Si la descubrían muerta como a las demás?
Nico se había reservado, frente a la entrada, una puerta de dos hojas que debía de dar acceso a la estancia central del piso. Giró con delicadeza el pomo y por el resquicio divisó la masa oscura de un sofá de cuero. Era el salón, había acertado. Con un nudo en la garganta, empujó uno de los dos batientes muy despacio. No había luz, los postigos estaban cerrados. Sin embargo, distinguió una silueta sentada en una silla, luego el contorno de un individuo arrellanado en un sillón. Ninguno de los dos hacía el menor movimiento. Parecía como si para ellos el tiempo se hubiese detenido. Dirigió su mirada a la silla y avanzó un paso. Entonces lo entendió. La evidencia lo asaltó con todo su horror. El terror se apoderó de él. Bajó el arma.
—Podría haber elegido a tu ex mujer, pero me di cuenta de que no te habría causado el mismo impacto —dijo Eric Fiori con voz alegre—. Tu hermana, lo pensé muy en serio. La estudié. Asombrosa, de las que no dejan insensible, pero demasiado rubia para mí. No se ajustaba, ¿entiendes? Tenía que mantener el mismo perfil de mis víctimas; es lo que se espera de un asesino en serie, ¿verdad? La solución me la sugirió Tanya; me puso sobre la pista de la hermosa Caroline. En realidad es culpa tuya; si no te hubieras enamorado, a esta hora estaría a salvo. ¿Te la has follado? ¿Estuvo bien, Nico?
¿Provocarlo o entrar directamente en su juego, cuál era la mejor solución? Nico oía como su corazón le golpeaba el pecho. Sobre todo, no debía considerar al criminal como su enemigo o no lograría comunicarse con él. Tenía que crear una empatía pero sin tratarlo como a un amigo. Debía hacerlo hablar, escucharlo, permitir que se estableciese ese estado de confusión para conseguir que el asesino se identificase con él, el policía, y a la inversa. Esa transferencia de personalidad inducía al asesino a confesar sus actos, a desahogarse, mientras que el poli corría un riesgo enorme. Estaba claro que Fiori era un individuo extremadamente peligroso y, frente a él, Nico creía que un lenguaje sincero sería su mejor arma. Esa clase de criminal se sentiría más desestabilizado por una actitud comprensiva y amable que por un discurso violento que había oído con demasiada frecuencia.
—No, aún no he hecho el amor con esta mujer —respondió con calma, disimulando la inquietud que lo consumía.
—¡¿Todavía no?! ¡Pobre Nico! Así que nunca tendrás esa suerte. Porque estás colado por ella, ¿no es cierto?
—Sí.
—¡Muy bien, sigamos! ¿Las has besado por lo menos?
—Sí, varias veces.
—¿Y qué sentiste?
—Me gustó.
—¿Quisiste más, dime?
—Sí.
—Bien, bien. Ahora te propongo que dejes tu arma. Como puedes ver, la estoy apuntando con mi revólver y no dudaré en disparar, ya lo sabes. Ya no tengo nada que perder.
Nico obedeció y dejó la pistola en la mesa de centro del salón. Llegaron sus colegas, atraídos por el ruido de voces.
—Aquí está la caballería —ironizó Eric Fiori—. Diles que no intenten nada. Ahora pueden encender la luz.
—Haced lo que dice —ordenó Nico.
Kriven pulsó el interruptor y la luz surgió de una espléndida araña de cristal de Venecia. Fiori se había levantado de su asiento y estaba detrás de la mujer, con el cañón del revólver apoyado en su sien. El silencio era total. Los policías intentaban ocultar su espanto y miraban fijamente al criminal sin pestañear.
—Ya lo habéis visto, ahora marchaos corriendo —se impacientó Fiori—. Da las órdenes, Nico. Quiero que se larguen. Esto es entre tú y yo.
—Idos —confirmó Nico.
—¿Estás seguro? —insistió el comisario Rost—. Los propietarios han sido asesinados en su cama…
—Está seguro —intervino Fiori—. O su chica la palma. Y dejad vuestros juguetes aquí. Seguramente tenéis otros, pero así siempre serán menos.
—Obedeced —dijo Nico con voz firme.
Sus compañeros de equipo dejaron las armas sobre la gruesa moqueta color crema y abandonaron la estancia. Cerraron la puerta de entrada del piso detrás de ellos.
—Espero que ninguno de ellos se pase de listillo —amenazó Fiori.
—Si ocurriera, tendría que vérselas personalmente conmigo —lo cortó Nico.
El ruido de sus pasos se oyó un momento y luego se apagó de una vez por todas. Aparentemente, las últimas palabras habían aplacado los ánimos y atajado cualquier iniciativa intempestiva.
—Ya estamos solos —continuó el forense.
—¿Por qué? —interrogó Nico, a quien le costaba apartar la mirada de la mujer.
—Puedes mirarla —declaró Fiori, que se había percatado.
Sentada, con las manos atadas detrás del respaldo de la silla, con la falda subida hasta la mitad del muslo sobre unos panties transparentes de color carne y la camisa de seda blanca desabotonada, dejando a la vista el encaje de su sujetador, la mujer estaba sentada con la espalda muy recta. Una cinta adhesiva pegada en la boca le impedía hablar. Su rostro no traslucía ninguna emoción; seguía siendo dueña de sí misma, y Nico, subyugado, quedó impresionado. La mirada de Caroline expresaba el alivio de saber que estaba ahí, y él esperaba mostrarse digno de esa confianza.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Nico, optando también él por tutearlo.
—Nada de nada, no te preocupes. Sólo le he tocado los pechos, ¡ya sabes lo sensible que soy a esa parte del cuerpo de las mujeres! Pero lo he vuelto a poner todo en su sitio, el sujetador y la camisa. ¿Los has acariciado ya, sus pechos?
—Sí —respondió Nico con voz quebrada.
—Te veo emocionado. Son suaves, ¿eh?
Nico asintió. Habría querido abalanzarse sobre el cabrón, darle una somanta de palos hasta matarlo, pero debía mostrarse paciente. Trató de recobrar el control de su respiración y relajarse. Tenía que concentrarse en la partida; el final estaba cerca.
—He traído los pechos de mi mujer, ¡mira esos tarros! He pensado que quizá tendré tiempo de cosérselos a la hermosa Caroline. Pero todo esto ya no tiene demasiada importancia…
—¿Por qué? —interrogó de nuevo Nico, al borde de la náusea.
—Ah, ¿por qué? La gran pregunta… Siempre tiene que haber una razón, ¿verdad? Así es mucho más fácil entender, más sencillo olvidar también. ¿Y si sólo hubiera actuado por placer? ¿El de dominar, el de humillar, el de masacrar?
—No me lo creo. Hay algo más.
—¿Y si no hubiera nada más que ese placer, cómo te sentirías? Tendrías la sensación de que todas esas mujeres habrían muerto por nada y no por satisfacer una hipotética fantasía mía. No tendrías qué explicarles a las familias. La injusticia del azar los perseguiría hasta el final de sus vidas. Mientras que una explicación de mi comportamiento mitigaría su dolor… Un hombre cuyos antecedentes familiares lo conducen al naufragio… ¡Eso te encantaría!
—Esas palabras en la pared tienen un significado —afirmó Nico señalando el mensaje escrito deprisa y corriendo con pintura roja que aún estaba fresca.
—Léelo.
—«Porque mis lomos están llenos de ardor, y nada hay sano en mi carne».
—Salmo 38, versículo 8.
—¿Qué ardor sientes, Ene? —prosiguió Nico pronunciando el nombre de su interlocutor como uno haría con un amigo.
—Un ardor indefinido y pesado que los años no han borrado.
—¿Qué hizo, qué hizo tu madre? —aventuró Nico, espiando el menor gesto del forense por temor de haber hecho estallar el polvorín.
—Por fin. El gran móvil de los mecanismos psicológicos que dan origen a los asesinos en serie, el odio a uno de sus padres. La madre, sobre todo, dominadora, castradora, que provoca un trauma psíquico grave a su hijo. Tranquilizador, ¿verdad? Mucho más que cuestionar el funcionamiento de nuestra sociedad, sus modelos de integración social y sus ideologías. Mi madre… Tienes razón, la más zorra de todas —confesó Fiori con los ojos cerrados para poder formarse una visión más clara de su fantasma.
—Dime, quiero entenderlo… ¿Por qué treinta latigazos, por qué siempre treinta?
—Una fecha de aniversario, por supuesto. El día en que, después de haberme pegado, me violó. ¿Pero puede una mujer realmente obligar a un hombre, aunque sea un niño? ¿O ese juego perverso me daba placer?
—Un niño sufre pero no decide. No fue culpa tuya.
—Tal vez. En todo caso, le ajusté las cuentas.
—¿Así que fuiste tú?
—Treinta cuchilladas en la barriga, una auténtica masacre, ¡pero qué gozo! Ese día se cumplía treinta años justos…