—Por todos los santos, acabas de volver. ¿Les has dicho que tienes una vida fuera del «36»?
—Es mi trabajo, debo ir. Si me reclaman, no es por una tontería.
—¡Primero acabaremos lo que habíamos empezado y luego te marcharás!
¡Un polvo! Interrumpirlo no le desagradaba del todo. Empezaba a estar un poco cansada. Rémi, veterinario de oficio, un apuesto y tenebroso moreno, tenía notoriamente grandes necesidades y la había elegido a ella para satisfacerlas. En cuanto cruzó la puerta ya se había abalanzado sobre ella. Pero Dominique deseaba otra cosa. Una relación sólida no puede construirse sólo sobre el sexo. La obligaba a adoptar un montón de posturas cuya existencia nunca se hubiera ni imaginado. Era demasiado, sólo que temía decírselo. Desde que se conocían, percibía el aspecto desconfiado y colérico de su personalidad; no estaba muy segura de que le agradara. Se encerró en el cuarto de baño y lo oyó proferir varios insultos. Era un motivo más para salir corriendo. Se arregló lo más rápido que pudo y llegó a la Rue Moliere en un santiamén. No vivía muy lejos y no había dudado en apretar el acelerador. Los equipos in situ la hicieron subir al segundo piso. En la puerta, leyó: «Sr. y Sra. Víctor Sauliére».
—¿Señorita Kreiss? —oyó detrás de ella.
Se dio la vuelta. Michel Cohen la alcanzó en el umbral.
—No puede durar —prosiguió—. Debemos poner fin a esta carnicería. Ya tenemos cuatro víctimas entre las manos, vamos a salir trasquilados. Entremos, Sirsky nos espera.
Encontraron a los policías en el salón. Un extraño y pesado silencio reinaba en la estancia. Los tres hombres se mantenían a respetable distancia del cuerpo para no estropear la recogida de indicios.
—¿Un mensaje? —interrogó inmediatamente Cohen.
—Detrás de usted —respondió Nico.
El director se dio la vuelta. Las letras de sangre habían sido trazadas sobre un recargado espejo: «Por ella y ellas, y por ti, Nico, he aquí, el impío concibió maldad, se preñó de iniquidad, y dio a luz engaño». Dominique Kreiss no pudo contener un profundo suspiro cargado de angustia.
—Apuesto a que es otro salmo —aventuró, rompiendo el silencio que se había vuelto a hacer—. El estilo de la frase…
Llegó el juez Becker. Inspeccionó con calma la estancia y frunció el ceño al leer el mensaje.
—Es obvio que ese hombre no le tiene aprecio, señor Sirsky, como tampoco aprecia a esas mujeres —dijo con ironía.
Todas las miradas estaban vueltas en una única dirección, la del cuerpo. No era efecto de una curiosidad morbosa, sino la presencia de un indicio suplementario que nadie se había atrevido a coger. Era mejor que el juez Becker fuese testigo.
—¿Qué, quién se anima? —continuó este.
—Venga, Nico —alentó Cohen.
El policía adelantó una mano enguantada hacia el vientre blanco de la víctima. Cogió el sobre que habían dejado sobre el cadáver. Lo abrió a conciencia, procurando estropearlo lo menos posible. En el interior había un recorte de prensa amarillento. Lo sacó. El tiempo parecía suspendido, todos habían dejado de respirar.
—«La justicia aplica la eximente de legítima defensa al niño de siete años que ha matado a su madre». —leyó Nico, con voz insegura—. El artículo cumple treinta años justos este mes. ««Soy demasiado pequeño para morir», ha dicho el muchacho a los policías».
—Mierda, ¡¿qué significa esto?! —comentó Cohen.
—Aparentemente un antiguo suceso que aflora a la superficie —respondió Nico—. «Un niño de siete años ha contado a los policías las circunstancias que lo han llevado a matar a su madre de varias cuchilladas. Presa de lo que los psiquiatras consideran un profundo ataque de melancolía, esa mujer había intentado antes asfixiar y luego estrangular a su hijo. Reconociendo la legítima defensa, el Ministerio Fiscal no abrirá una instrucción judicial». La madre despertó al niño y luego cogió la almohada y se la apretó contra la cara. Parece que le dijo: «Te voy a llevar al paraíso para que te reúnas con el tito». El niño consiguió escaparse, se entabló una persecución a carreras que terminó en la cocina. La mató. Era ella o él.
—Ese es el móvil —comentó Dominique Kreiss—. Nos lo proporciona…
—¿Así de fácil? —replicó Kriven—. ¿Ha decidido conducirnos hasta él?
—Es imposible… —murmuró el juez Becker como para sí mismo.
—¿Y por qué no? —prosiguió la joven psicóloga—. Esta clase de criminal desea profundamente que lo detengan. Quiere a la vez desafiar a los investigadores y permitirles detener su huida hacia delante.
—No hay ningún nombre en el artículo —continuó Nico—. Kriven, tú te vas. Quiero saber quién era ese niño y qué ha sido de él.
La doctora Armelle Vilars estaba lista para hacerse cargo de la nueva víctima. Justo había abandonado su despacho cuando tuvo que dar media vuelta. Más valía instalarse definitivamente en el Instituto Médico Forense y pedir que construyeran con urgencia una vivienda para empleados, sería más sencillo… Había tantas cosas que hacer. Pensaba en todas esas familias que esperaban la autopsia de un pariente para organizar por fin el funeral y comenzar su duelo. Niños, jóvenes, adultos, personas mayores de quienes debía esclarecer el motivo de su muerte. Conservaba la visión de los cuerpos a los que había hecho incisiones con el bisturí, de los órganos diseccionados. Recordaba cada palabra intercambiada con los padres desorientados… Suficiente para alimentar decenios de pesadillas en cualquier persona. Pero no en ella; cuestión de experiencia y costumbre. Incluso aunque a veces la imagen fantasmal de un «paciente» se deslizara en sus sueños, turbando sus noches. Suspiró, era difícil quitarse de la cabeza aquellos pensamientos desapacibles, casi morbosos.
—¡Un corazón que suspira no tiene lo que desea! —dijo una voz a su espalda.
Se sobresaltó y se giró con brusquedad. ¡Eric Fiori!
—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó de forma un tanto agresiva.
—Mi trabajo. Hago horas extras para ponerme al día.
—Soy yo quien tiene que decidir eso.
—No se preocupe, no le reclamaré ni un duro. ¡Considérelo como un voluntariado!
—Esa tampoco es manera, Eric. No sé qué le ocurre últimamente, pero me gustaría que acatase las normas. No seguiré aceptando sus irregularidades.
El joven acusó el golpe; con el rostro lívido, frunció los labios en una mueca vengativa.
—Lo siento mucho —soltó al fin, de mala gana—. Puesto que estoy aquí, ¿puedo ayudarla?
—Ya lo he organizado todo, no lo necesito.
—Escuche, Armelle, tengo los nervios a flor de piel, es cierto. Acháquelo a mis problemas personales. Pasaré por el aro, se lo aseguro. Déjeme trabajar con usted esta noche.
Lo evaluó con la mirada. Su humor había cambiado, parecía patético, con sinceras ganas de hacerse perdonar. Ella no iba a cargar las tintas y forzar la situación hasta humillarlo. Prefería la paz a una guerra latente.
—De acuerdo, quédese. La cuarta víctima llegará de un momento a otro y nos llevará tiempo.
—Gracias.
Sonó el móvil de Nico en el coche que los conducía al Instituto Médico Forense.
—¿Comisario de división Sirsky?
—Soy yo.
—Soy el doctor Charles Queneau.
¡El director del laboratorio de la policía científica de París en persona!
—Tengo resultados interesantes. Sé que el tiempo apremia, por lo que he preferido avisarlo inmediatamente.
—Le escucho, doctor.
—El ADN tomado de las dos lentillas no corresponde sólo al de la víctima, Valérie Trajan. En la lentilla recogida del ojo izquierdo de la señora Trajan aparecen dos ADN totalmente distintos: el suyo y el de otra persona. En la segunda lentilla hemos encontrado el ADN de esa misma persona, y sólo ese. He mandado comparar las muestras con el ADN del cabello moreno. La conclusión es sorprendente. Hay un indudable vínculo de parentesco.
—¿Un vínculo de parentesco?
—Exactamente. Se trata de dos individuos, un hombre o una mujer, resulta imposible decirlo, de la misma familia. En cuanto a los cabellos rubios, pertenecen al doctor Perrin. Sé que sugirió usted la idea al laboratorio; acertó. Por último, por lo que respecta al mensaje, la sangre era la de la víctima. Espero que estos resultados le ayuden a hacer progresos…
—Seguro, doctor. Muchas gracias. Lo mantendré informado.
Colgaron. Cohen y Becker lo interrogaron con la mirada. Les refirió la conversación.
—Imagínense a la madre y el hijo —comentó Nico haciendo referencia al artículo de prensa que habían descubierto antes.
—Está muerta —replicó el juez Becker.
—Podría haber conservado un mechón de pelo de su madre —prosiguió Nico.
—¿Con siete años? —intervino Cohen.
—¿Y por qué no? —insistió el policía—. Hemos visto cosas peores. El muchacho, al llegar a adulto, se venga de esa madre que lo traicionó. La mata una y otra vez. Estoy seguro de que todas se le parecen, una mujer morena bastante guapa. Al menos es la imagen de esa madre a la que quería…
—¿Y tú? —continuó Cohen—. ¿Tú que tienes que ver con esa historia?
—No tengo ni idea —se desanimó Nico.
—A lo mejor la ha tomado con el cargo —prosiguió Cohen.
—Puede ser —respondió Nico—. Aunque el contacto me parece muy personalizado.
—Fin de trayecto —cortó Cohen.
El Instituto Médico Forense se erigía ante ellos, con sus ladrillos rojos recortándose contra el cielo. Aunque los parisinos supiesen a qué estaba destinado, ninguno de ellos podía realmente imaginar lo que ocurría en su interior. Mejor para ellos.
Dominique Kreiss aporreaba el teclado de su ordenador. Se conectó a Internet, escribió la dirección «la.bible.net», y luego accedió a la lista exhaustiva de los salmos.
—¡Ya está! —dijo, en la soledad de su minúsculo despacho.
En la pantalla se veía el salmo 7, versículo 14: «He aquí, el impío concibió maldad, se preñó de iniquidad, y dio a luz engaño». Increíble… El asesino había reemplazado al «impío» del texto. Dominique pensó en el artículo de prensa y en la historia del niño en peligro. La utilización del verbo dar a luz no se debía al azar. ¿Quizá el asesino hacía referencia a su madre? Su madre, que había dado a luz al engaño, es decir, a él, que a su vez daba a luz al engaño… La cadena no estaba rota. Estaba claro que era presa de un profundo sentimiento de culpabilidad, el de haberse visto obligado a asesinar a su propia madre para sobrevivir. ¿Quién podía superar un trauma semejante? La vida nos reservaba a veces extrañas pruebas.
Kriven y sus hombres revolvían cielo y tierra. Se habían puesto en contacto con la comisaría encargada de la investigación en la época del suceso, y ahora allí estaban también en pie de guerra, rastreando sus archivos. En cuanto dieron con el expediente, lo enviaron por fax al «36».
—El niño se llamaba Arnaud Briard, de siete años de edad —leyó Kriven—. Su madre, Marie Briard, falleció a los veintiséis años. Era camarera en un bar antes de prostituirse para criar a su hijo. Sus padres la habían echado cuando descubrieron que estaba embarazada de un desconocido. Como ven, señores, una trayectoria corriente. Nosotros deberemos averiguar qué ha sido del joven Arnaud. Según parece, lo metieron en un hogar de acogida en la región parisina. Después ya no tenemos nada. La comisaría nos mandará las fotos.
Los hombres estaban aterrados, incluso desorientados. El criminal, ¿si era él?, tendría de repente una cara y antecedentes demasiado pesados de llevar. Las miradas expresaron entonces una mezcla de piedad y rabia.
—¡Vamos! —animó David Kriven—. Quinto y sexto del grupo, quiero saberlo todo sobre Marie Briard: dónde nació y dónde está enterrada. Mirad a ver si podéis encontrar algún testigo. Los otros tres os encargaréis de Arnaud. ¿Qué ha sido de él? ¿Dónde está ahora? ¡Si todavía está vivo, traédmelo aquí! Si él es el asesino, decídmelo. ¡Al trabajo!
Marc Walberg observaba el mensaje escrito en letras de sangre. Inmóvil, lo miraba con atención. Su concentración era total. El asesino estaba completamente chiflado y la cosa no mejoraba; estaba dejando de hacer pie en la realidad, en las convenciones sociales de las que tan bien había sabido burlarse hasta el momento. Walberg sacaba sus deducciones de la evolución de los signos grafológicos. Por parte del asesino, ahora había una voluntad, consciente o no, de ocultamiento. Una cierta redondez de las letras, la puntuación de las íes con forma circular en lugar de pequeños puntos discretos confería una nota muy femenina a la escritura. Sin embargo, el autor seguía siendo el mismo, estaba seguro de ello. De hecho, tenía una teoría sobre el proceso que había iniciado: un acto reflejo de imitación de un modelo muy querido a sus ojos, en este caso una mujer. Tomó numerosas fotografías, distanciándose un poco, y luego acercándose mucho para fijar cada una de las letras. Sólo le quedaba consignar su trabajo en un informe que entregaría a Sirsky.
Nico no podía apartar la mirada de aquel cuerpo inmóvil, cubierto de llagas, que nadaba en su propia sangre. Hacía algunos años había conocido a una mujer intrigada por su oficio que quería saberlo todo de su vida diaria. Nico le había hablado de las víctimas, los agresores, la sangre, el horror. Al final, ella lo había abandonado, obsesionada por el olor de muerte que creía percibir al estar en contacto con él. Desde entonces, Nico había puesto distancia entre el trabajo y sus relaciones con mujeres. Con Caroline era diferente. Necesitaba hablar con ella. Era necesario para construir algo sólido; y además era médico, tal vez lo entendiera mejor, sabría establecer la diferencia… Al menos, eso esperaba. Su móvil sonó en mitad de la autopsia. Cohen y Becker se sobresaltaron, en tanto que la doctora Vilars permaneció impasible, probablemente acostumbrada a la incongruencia de la situación. Se alejó para contestar.
—Soy el doctor Charles Queneau, ¿le molesto?
—No, no. ¿Tiene alguna cosa nueva?
—Sí, una precisión. Acabamos de terminar con el análisis comparativo del ADN de las muestras sacadas de las lentes de contacto y los cabellos morenos. Te dije que había un vínculo de parentesco…
—¿Y?
—La filiación está demostrada. Gracias al ADN mitocondrial que sólo se transmite de madre a hijo.
—¡Magnífico!
—Se lo pondré todo por escrito y le enviaré mi informe antes de una hora.
—Gracias, doctor. Ese detalle confirma nuestras presunciones, nos es muy útil.
—Me alegra oírlo…