—Hubo una época en la que ya no creía en nada —dijo—. Pero apreté los puños, seguí y salí adelante. Cada día que pasaba era una victoria sobre el destino que se había ensañado conmigo. Quería a mi madre. Ella lo era todo para mí, sólo tenía siete años. Ella era mi único universo. Contemplé cómo naufragaba sin poder ayudarla. Hasta que intentó matarme. Mi propia madre. Tuve que hacerme de nuevo a mí mismo, paso a paso. Recobré la confianza en mis congéneres, en la familia. Tengo una mujer maravillosa que vela por nuestros hijos como una gata celosa. Lo mejor puede salir de lo peor, créeme. Un partido nunca está ganado de antemano. Eres el más indicado para saberlo. La partida no ha acabado, Nico; debemos jugarla hasta el final. La doctora Dalry todavía está viva, estoy convencido. Hoy es domingo por la mañana. La séptima mujer para el séptimo día, acuérdate. No podía matarla ayer. Será esta tarde, como siempre lo ha hecho. Esta clase de individuos no cambia sus costumbres, Dominique Kreiss lo ha confirmado. Tenemos algunas horas por delante. No es mucho, pero todo puede ser todavía. Los hombres esperan tus directrices. Si tú caes, se viene abajo todo el sistema. ¿Nico? Luchemos juntos… Por ella…
Nico clavó su mirada en la del juez. Habían sucedido tantas cosas en tan poco tiempo… El criminal había jugado con ellos toda la semana. Había matado cada día sin que pudieran atraparlo. Esa clase de psicópata, inteligente y además bien integrado, no era moneda corriente y siempre resultaba especialmente difícil de capturar. En el fondo, lograr descubrir su identidad después de cinco o seis días de pesquisas era un éxito en opinión de todo el mundo. ¿Y si el asesino reanudaba la serie de asesinatos después de este episodio? Pero tenía a Caroline y la joven era el séptimo peón de su macabro juego. Enseguida había empezado a encajar todo: los guantes quirúrgicos y el papel utilizados en el Instituto Médico Forense, el descubrimiento de la huella de la firma de la doctora Vilars en uno de los mensajes, las borbonesas aplastadas en el jardín y las muestras recogidas en la quinta víctima, los restos de suela en el cráneo de la capitán Ader, las lentillas halladas en su despacho, de la misma marca e idénticas dioptrías que las descubiertas en casa de Valérie Trajan, y la destreza quirúrgica del culpable. Por último, la comparación de las escrituras que había llevado a cabo Marc Walberg era esclarecedora: Eric Fiori era el autor de los mensajes. Además, el registro de su domicilio había permitido descubrir pruebas irrefutables. El comisario Rost había ido allí obedeciendo sus órdenes y le había pedido que se reuniera con él urgentemente. La mujer de Fiori yacía muerta, víctima del guión ideado por el asesino y en el que ya era un experto. Así que era la sexta víctima. Una joven morena, de físico agradable, perito mercantil en una gran gestoría parisina. Llevaban cuatro años casados, sin hijos. Había escrito algunas palabras en la pared del salón, con pintura roja: «Que enmudezcan los labios mentirosos».
Salmo 31, versículo 19, había declarado Dominique Kreiss, con la Biblia en la mano, mientras inspeccionaban el escenario del crimen.
El piso estaba impecablemente cuidado, todo estaba en orden y ponía de manifiesto el carácter obsesivo del ocupante, lo que explicaba el esmero con que colocaba la ropa y los zapatos de las víctimas. Eric Fiori disponía de un despacho personal. Varios crucifijos deformados colgaban del techo. Había cuerda de barco tirada por el suelo. Varios ejemplares de un mismo puñal estaban dispuestos en una vitrina como si fueran objetos de colección. Revistas pornográficas de bondage llenaban un cajón. Bastien Gamby se había unido a ellos para examinar el ordenador del médico. Enseguida había dado con las fichas médicas de las víctimas procedentes de sus respectivos ginecólogos. Luego Gamby había encontrado el rastro de los datos médicos de Nico, sacados de la red del hospital Saint-Antoine. Todo aquello daba escalofríos. De repente, la pantalla del ordenador había empezado a parpadear. Una boca pulposa y roja había aparecido con una risa sarcástica. Nico lo comprendió al instante: el asesino lo había previsto todo, quería que los investigadores llegasen hasta ahí para que escuchasen el mensaje, iba a dirigirse a ellos. No, a él. ¿Acaso no le había avisado?
«Nico, perseguí a mis enemigos, el domingo quedarás abatido bajo mis pies». «Por ella y ellas, y por ti, Nico, he aquí, el impío concibió maldad, se preñó de iniquidad, y dio a luz engaño». «¿Acaso no sabes proteger a tus mujeres, Nico? Yo soy Dios, tú no eres nada». Las frases bailaban en su mente como amenazas que no había querido tomarse en serio. Ahora sabía que había perdido, desde el instante en que esos labios de un rojo intenso habían ocupado la pantalla del ordenador, y antes incluso de que pronunciasen una sola palabra con su timbre metálico.
—Tengo a la séptima mujer. Voy a desnudarla, torturarla y matarla. Tu mujer, Nico.
Y la fotografía de Caroline había invadido la pantalla.
Después de eso, ya no se acordaba de nada. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había reaccionado? A lo lejos, todavía oía la voz del comandante Kriven intentando ponerse en contacto con los agentes de policía encargados de la seguridad de Dimitri y Caroline. Menos de un minuto más tarde, todo el mundo se había puesto en movimiento, arrastrándolo hacia la salida. Se habían precipitado a casa de Nico. Un poli nadaba en su sangre en el interior del coche camuflado, con la carótida seccionada. Luego habían descubierto el cuerpo de su colega muerto por una bala en su propio piso. Su hijo estaba tan pálido que parecía como si la muerte lo hubiese rozado. Cuando le cortaron las ligaduras, Dimitri se desplomó en sus brazos antes de que le diera tiempo de hacerle ninguna pregunta.
—No he podido hacer nada, papá. Lo siento tanto. Tengo miedo por Caroline. Ha tenido que atarme para que no me matara.
Un pensamiento cruzó su mente: se sentía aliviado al saber que era ella quien había posado las manos en su hijo y no el asesino.
—Ha sido tan fuerte, estaba tan tranquila —prosiguió el adolescente—. No he estado a la altura. Quería que me dejara en paz, se lo ha pedido. Ha sido muy valiente… Papá, ¿no va a hacerle daño, verdad?
Estrechó a Dimitri contra él con tanta fuerza que casi lo asfixia.
—Irás con la abuela y Tanya —respondió—. Yo me ocupo de Caroline.
—Es… estupenda, papá. Te lo ruego, encuéntrala. Quería saber si se había acostado contigo.
—¿Cómo?
—Son las palabras que ha empleado. Y ha dicho que era la séptima mujer, que tú sabrías lo que significaba.
Se habían llevado a su hijo. Una imagen lo obsesionaba: Caroline agonizando, atada desnuda a la pata de una mesa, la piel desgarrada por los latigazos. Juró que mataría a Eric Fiori con sus propias manos.
El laboratorio de la policía científica confirmó la inocencia de Alexandre Becker: su ADN no tenía nada que ver con el del supuesto asesino. El profesor Charles Queneau había puesto en marcha el análisis comparativo del ADN del doctor Fiori con las muestras de tejidos encontradas en las lentes de contacto, los cabellos morenos dejados por el criminal y las células bucales halladas por la profesora Vilars en los pechos trasplantados de la capitán Ader: los resultados se esperaban antes de veinticuatro horas; confirmarían la culpabilidad del forense, al igual que la huella de la oreja en la puerta de Amélie Ader. Pero seguían quedando algunas zonas oscuras: ¿por qué Eric Fiori era un asesino? ¿Cuál era su historia? ¿Qué significaban los treinta latigazos asestados a cada una de sus víctimas? Nico había encargado a una parte de sus equipos que resolviera el enigma. Los otros tenían orden de encontrar todos los alojamientos posibles de Fiori, los lugares donde podía esconderse. En pocas horas, Nico obtuvo la historia personal del médico: hijo único, criado en una familia burguesa, de padres divorciados. Dificultades en la escuela primaria y denuncia de una maestra por sospecha de malos tratos. Madre autoritaria, a veces violenta, fallecida hacía dos años en extrañas circunstancias. Si uno se atenía a las conclusiones de la comisaría de barrio, unos ladrones entraron en su domicilio y la asesinaron. Treinta cuchilladas… Nico se estremeció. ¿Y si Eric Fiori había matado a su madre? ¿Qué drama había tenido lugar ese día? Sólo Fiori poseía la clave de ese misterio. Una fotografía de su madre a los treinta años mostraba asombrosas similitudes físicas con las víctimas. Así que cada vez que cometía sus irreparables acciones se ensañaba con ella. Y buscaba a sus presas en un ambiente similar al suyo. Las piezas del rompecabezas encajaban. Fiori poseía un apartamento en París, que alquilaba a un estudiante, y un piso en Niza. Los policías enviados al lugar no habían encontrado nada, ni tampoco en el domicilio de la doctora Dalry. ¿Dónde se ocultaba? ¿Dónde estaba Caroline? Había tantas preguntas sin respuestas a pesar de todos los esfuerzos de la brigada criminal…
Entonces Nico había querido volver a su casa. Becker y Kriven lo habían acompañado. La noche envolvía aún en su manto a la capital. Las banderas amarillas de la Samaritaine
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ondeaban en la cima, restallando con el viento. Más abajo, como todos los domingos, se cerrarían los muelles a los automóviles para permitir la circulación sólo a los peatones, patinadores y bicicletas. Reinaría en ellos un ambiente alegre, mientras él asistiría, impotente, al hundimiento de su existencia. Nico cerró los ojos, dejando que lo llevaran a su casa. Su mente divagó hasta Caroline, intentado recobrar la sensación de los besos que se habían dado. El recuerdo de la suavidad de su piel lo invadió instantáneamente, provocando un dolor sordo en la parte superior de su estómago. Reabrió los ojos. La cólera y la desesperación se agolpaban en su cabeza. Tenía que salvarla o perdería la razón.
Kriven aparcó por fin el coche. Los tres hombres se dirigieron a su casa, en pleno corazón de la capital. Habría preferido quedarse solo, pero sabía que sus compañeros se negarían a dejarlo. Unos segundos más tarde, se sentó en la cama sepultando la cara en la camisa de Caroline. Las lágrimas asomaron a sus ojos sin que lograse controlarlas. Entonces notó la mano de Alexandre Becker que trataba de tranquilizarlo. No pudo evitar sentir admiración por aquel hombre que había luchado para sobrevivir y olvidar su pasado. Becker y Fiori habían vivido momentos difíciles, pero cada uno había reaccionado de forma diferente, completamente opuestas entre sí. Becker tenía razón, había que luchar.
—Está en París, eso es seguro —respondió al fin Nico—. Todos los medios de transporte están vigilados. No puede correr el riesgo de huir de la capital con Caroline, sería descubierto.
—Estoy de acuerdo —prosiguió el juez Becker—. Sobre todo teniendo en cuenta que va a actuar como de costumbre, sin variar su modus operandi. Para él se trata de actos simbólicos.
—¡Pero no tenemos ninguna pista! —se rebeló Nico.
—Tiene que haber un sitio…
—¿Cómo saberlo? Lo haré al revés…
—¿Qué quieres decir?
—Se ha convertido en mi enemigo y conoce las consecuencias. Ir tras la pista de un asesino es penetrar en su universo, percibir sus impulsos, seguirlo a las tinieblas.
—¿Hablas de empatía?
—Exactamente. Hasta llegar a identificarse con el criminal. Tiene que haber indicios que nos lleven hasta él. Para descubrirlos, debo abrir la mente.
—Pero se trata de Caroline —intervino Kriven, que se había reunido con ellos en la habitación—. Es lo que te ofusca. Piensa en ella como en un número, debes deshumanizarla y no lo consigues.
Se hizo un pesado silencio.
—¡Creía que eran tonterías! —continuó Becker—. Psicología de andar por casa.
—Todo depende de quién la practique —comentó Kriven—. Nico tiene un sexto sentido para estas cosas, a pesar de que no le gusta demasiado hablar de ello.
—Nos manipula desde el principio —dijo Nico.
—Pero lo de Caroline no podía preverlo —dijo Kriven.
—Quería atacar a mi mujer cuando descubrió el pastel. Esta semana me ha seguido paso a paso. Caroline vino al «36», nos paseamos juntos. Pensó que debía cambiar de objetivo para hacerme más daño. Mi hermana notó enseguida lo que pasaba entre Caroline y yo, se fue de la lengua. La realidad es que lo programó todo: un asesinato cada día y el último, como una apoteosis final, hoy domingo. Pero son sus fantasías las que alimentan el ritual de su actividad criminal.
—Tal vez su madre lo azotaba —interrumpió Kriven.
—Exacto. Se venga de ella; de hecho, seguramente la mató. Si su madre es la persona a quien más detesta y si, a través de sus crímenes, es a ella a quien quiere abatir, entonces hay una relación íntima entre ella y la séptima y última víctima —prosiguió Nico.
No había dicho el nombre de Caroline, pensó Kriven. Iba por el buen camino.
—Tiene a su última presa —continuó Nico—. ¿Qué va a hacer con ella? En su juego ocupa un lugar aparte. Probablemente la someterá al mismo ritual morboso. Sin embargo, mientras que hasta ahora lo llevaba a cabo en el domicilio de sus víctimas, esta vez va a tener que cambiar sus costumbres. Meticuloso y organizado como es, por fuerza ha tenido que preparar el lugar de su última fechoría. No puede ser en cualquier sitio; todo tiene que ser perfecto. Reflexionemos… Debe librarse de su madre… ¡La séptima mujer es ella!
—¿Quieres decir que toma a la séptima mujer por su madre? —interrogó Kriven.
—Eso es. Matarla una vez no le ha bastado. Tenía que revivir la película. Es lo que ha hecho toda la semana, pero hoy domingo, es el final. Una presa particular para un día muy especial. Quiere compartir su sufrimiento con otra persona, alguien cercano, y ese alguien cercano ha decidido que era yo. Quiere que comparta el doloroso recuerdo de la muerte de su madre.
—Está completamente chiflado —murmuró Becker.
—¿Dónde vivía su madre? ¿Dónde se crió? —interrogó Nico dirigiéndose a su comandante.
—No lo sé.
—Llama a Rost.
El comisario respondió inmediatamente. Todos estaban en alerta máxima. Kriven le transmitió las preguntas de Nico y esperó unos minutos, con el teléfono pegado a la oreja.
—Place Jussieu 3, en el distrito V. Eric Fiori creció ahí, su madre nunca dejó el piso y murió en él.
Kriven comunicó la valiosa información a Nico.
—Dile a Rost que nos vemos allí, pero de forma discreta —replicó Nico—. Y quiero saber el nombre de los nuevos propietarios de la vivienda.
—¿Crees de verdad que podría estar allí? —preguntó Kriven después de haber colgado.