La séptima mujer (12 page)

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Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: La séptima mujer
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Sentía un placer casi sexual. Admiró la escena otra vez, de pie a pocos metros del cuerpo sin vida. Iba a abandonar el edificio y luego volver a su casa. Le haría el amor a su mujer; tenía una gran necesidad de liberar la tensión acumulada. Su deseo la volvería loca de placer como siempre. Ella lo tomaría por pasión compartida. Pero su amor no le interesaba. No era más que un objeto que le permitía aliviar sus pulsiones y sólo a eso debía su supervivencia. Y mientras la estuviera acariciando, pensaría en su última víctima, en cada minuto pasado con ella, en los malos tratos que le había infligido. Un día, quizá, también se desembarazaría de su esposa…

Ninguna llamada de ninguna comisaría. No había un tercer asesinato. Los relojes indicaban las ocho de la tarde y los hombres tenían la mirada cansada. Todos se habían preparado para el descubrimiento de otro cadáver y para la consiguiente agitación. Pero nada. Calma chicha. La investigación avanzaba lentamente y la ausencia de pruebas materiales la hacía difícil. ¿Habría abandonado la partida el asesino? Nadie creía en ello, podía leerse en sus caras. ¿Entonces qué ocurría? ¿El criminal había tenido un contratiempo? Nico intentaba imaginarse la situación: una reunión imprevista añadida a la agenda del asesino, su febrilidad al no poder abandonarse a sus pulsiones sádicas. Mientras tanto, decidió que podía pasar un momento por casa de su hermana. De todas formas, necesitaba distraerse. La presencia de Caroline Dalry era lo que más deseaba.

Eran casi las nueve cuando llegó. Inmediatamente, su cuñado le pareció inquieto, nervioso, él que por lo general era tan tranquilo. Nada más cruzar el umbral de la puerta, Alexis le recordó que quería hablarle de un problema urgente. Nico asintió, pero sólo le importaba ver a Caroline, lo demás podía esperar. Tanya se abalanzó sobre él, con una divertida mirada de complicidad. Era hermosa. Su parecido con Nico era asombroso. Sus largos cabellos rubios y sus magníficos ojos azules siempre atraían la atención de los hombres. Cuando era más joven con frecuencia se había interpuesto entre ella y algunos chicos con intenciones demasiado obvias. Había aprendido mucho de esa actitud masculina hacia las mujeres, actitud que evitaba a pesar de su indiscutible poder de seducción. Tanya le dio un afectuoso beso en las dos mejillas y lo provocó con una irónica sonrisa.

—Mona, inteligente… Has descubierto una perla rara —le susurró al oído.

Al entrar él, Caroline se levantó del sofá en el que había tomado asiento y le tendió la mano. Le faltó el aire, se sintió flojear y ningún sonido pudo salir de su boca. ¡Dios, qué seductora le parecía esa mujer, cómo la deseaba! Le sonrió, fue todo lo que logró expresar. Sólo la veía a ella, pero sin su bata blanca. Sus largas y delgadas piernas estaban ocultas en parte bajo una falda verde elástica que le llegaba por las rodillas. Los zapatos y la camisa negros iban a juego. Un collar de oro amarillo, discreto, rodeaba su cuello y cruzaba pequeñas venas que veía latir bajo su piel. En ese preciso instante, habría querido ser un vampiro y clavar sus colmillos en la blanca y suave carne blanca pero… ¡apasionadamente!

—¡No os quedéis así, sentaos! —intervino Tanya con tono burlón—. ¿Os sirvo una copa?

—Esta noche nada de alcohol. Luego debo regresar al despacho. Un zumo de frutas estaría muy bien.

—¿Es esa historia de asesinatos en París? —interrogó Caroline con su encantadora voz—. He oído hablar de ello toda la tarde en el hospital. Ha salido en los boletines informativos de la LCI
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.

—Exactamente. Tenga usted cuidado —añadió Nico, que no conseguía apartar su mirada de la suya.

—¿Y yo, no he de tener cuidado? —interrumpió Tanya.

—El asesino prefiere las morenas —respondió Nico, respirando el aroma del perfume de Caroline.

—Oh… He enseñado la foto de Dimitri a nuestra invitada antes de que te unieras a nosotros; no he podido evitarlo —prosiguió Tanya—. Siempre es asombroso ver cómo os parecéis.

—¿Tiene usted hijos? —preguntó Nico de manera abrupta.

—No. Me he consagrado a la medicina. Los estudios son largos y he tenido que luchar.

—Para que quede claro —dijo Alexis, que por fin pareció interesarse en la conversación—. Caroline es catedrática del hospital, lo que es absolutamente excepcional para su edad. Debe de ser la única en esta situación. Pero ha trabajado como una fiera para llegar donde está. ¡Cómo ves, tienes ante ti a una eminencia, Nico!

—El caso de Nico es parecido —añadió Tanya—. Jefe de la brigada criminal a los treinta y ocho años es un récord. ¡Le provoca dolores de estómago! En fin, parece que no es grave, eso es lo importante.

—Es verdad —respondió Caroline—. Pero debe cuidarse.

—¡No me hagas reír! La única solución sería que alguien se hiciera cargo de él… Claro está, tiene gente a su alrededor, pero no sustituyen a una…

—¡Tanya! —la cortó Nico—. Cállate antes de decir una tontería. —Las dos mujeres estallaron en carcajadas, mientras que Alexis había recobrado su aire intranquilo. En otras circunstancias, Nico se habría preocupado de su cuñado, pero Caroline estaba ahí. Sus largos y finos dedos posados sobre sus rodillas cruzadas, sus medias negras, cuyo crujido oía en cuanto hacía un movimiento… Todos sus sentidos estaban despiertos y le costaba mucho seguir la conversación. Pasaron a la mesa; su hermana los había colocado juntos. Su pierna rozaba ligeramente la de Caroline, quien no intentó alejarse. El corazón se le salía del pecho.

Tanya le enviaba sonrisas elocuentes, señal de que había entendido bien su turbación y se alegraba de ello. Se preguntó cómo reaccionaría Caroline si le ponía la mano en el muslo. Pero jamás se atrevería. A pesar de que el deseo lo devoraba y no sabía muy bien si podría resistir mucho tiempo. Tenía necesidad literalmente de abalanzarse sobre ella, se veía arrancándole la ropa y besando cada centímetro de su piel. La violencia de sus sentimientos le causaba un profundo asombro. Sin duda la pasión era eso. Caroline lo ponía en un estado que nunca antes había experimentado y eso le gustaba tanto…

Eran las once y media cuando su maldito teléfono sonó. El tono grave del comisario Rost lo alertó inmediatamente.

—Nico, nuestro tipo ha vuelto a golpear esta tarde, pero el cuerpo no ha sido descubierto hasta hace una hora.

—¿Dónde estás?

—En el lugar de los hechos. En el número uno de la Place des Petits-Péres, en el distrito II.

—Ahora mismo voy.

—¡Nico! —exclamó Jean-Marie Rost antes de que su superior pusiese fin a la comunicación.

—¿Sí? ¿Qué ocurre?

—Esto no va a gustarte…

¿Qué quería decir Rost? Parecía a la vez incómodo e inquieto.

—Continúa, explícate —ordenó Nico.

—Parece que le caes bien al asesino. En fin…, ha dejado un nuevo mensaje.

—Perfecto, eso puede ayudarnos. Y puesto que ha decidido establecer un contacto directo con nosotros, no me sorprende que siga por ese camino.

—No lo entiendes… ¡Se dirige a ti, sólo a ti!

Nico guardó silencio, le costaba captar la situación.

—Ha escrito tu nombre, Nico. Te desafía a ti…

Nico se levantó de la mesa como un autómata y cogió su cazadora. Parecía que el asesino lo había designado como interlocutor privilegiado. ¿Qué significaba eso? ¿Se conocían? Esa clase de relación entre un criminal y un policía causaba furor en el cine o en las novelas, pero raramente se producía en la realidad. Entonces, ¿Por qué aquí, por qué él? Sus puntos de referencia profesionales y afectivos saltaban en pedazos, las certezas que le quedaban se desplomaban. ¿Acaso la pesadilla se estaba convirtiendo en una manipulación? ¿Se despertaría, pasaría un día normal en el 36 del Quai des Orfèvres, pondría fin a una nueva disputa entre su hijo y Sylvie, lamentaría que la doctora Caroline Dalry no existiese? Se volvió hacia la joven y clavó su mirada en la suya. Estaba ahí, totalmente real. Era tan importante ya en su vida. Todo lo demás carecía de importancia, pero ella… Adelantó la mano. Debía tocarla, asegurarse de que no era una ilusión. Encontró sus dedos y los apretó torpemente.

—Me veo obligado a dejarla, pero si puedo llamarla…

Apenas reconoció su voz, un murmullo. Vio cómo su rostro se sonrojaba ligeramente. Le ofreció una sonrisa a modo de respuesta, una sonrisa como un sol para iluminar las negras horas que seguirían.

—Quiero verte un minuto, antes de que te vayas —declaró abruptamente su cuñado.

—Más tarde, debo irme pitando.

—Es imposible, es necesario —casi aulló Alexis con una voz temblorosa que sorprendió a todo el mundo—. Nico, por favor… Te lo ruego.

Su cara estaba pálida, los ojos ojerosos, y Nico reconoció los signos del miedo. Decidió conceder algunos segundos a su cuñado. Este lo arrastró hasta su consulta médica, en la planta baja del edificio. Nico no había puesto los pies en ella desde hacía mucho tiempo, porque por lo general rehuía esa clase de lugares, que consideraba malsanos. El doctor Perrin se sentó detrás de su ordenador. Transpiraba, incómodo, espantado.

Nico recorrió con la mirada las paredes del despacho del médico generalista. Sus diplomas estaban colgados. También había cuadros de barcos y de nudos marineros. Bruscamente le vino de nuevo a la memoria la pasión de Alexis por la vela.

—¿Conoces la técnica de los nudos de amor? —interrogó Nico sin ni siquiera pensarlo, porque la decoración le recordó ese detalle pendiente de la investigación.

Alexis levantó los ojos de la pantalla, con expresión azorada.

—Sí, sí —farfulló—. Todos los marineros lo conocen.

Nico centró de nuevo su atención en su cuñado. Nunca lo había visto en ese estado.

—Mira —gimió.

Nico dio la vuelta al escritorio y miró la pantalla que concentraba toda la angustia de Alexis. No lo entendió inmediatamente.

—Mis ficheros informáticos… Todos mis expedientes médicos… ¡Alguien los ha manipulado! No lo entiendo. ¿Y mis citas? Desde el lunes es un auténtico follón. No sé… Me da miedo, Nico.

—Cálmate, Alexis. Explícamelo.

—La mujer, la primera, ¿era Marie-Héléne Jory?

Nico se quedó sin voz, su nombre no se había divulgado a la prensa.

—Era ella, ¿verdad? —insistió su cuñado.

Ahora sudaba a mares. Su comportamiento se estaba convirtiendo en una locura.

—¿Y la segunda? ¿Chloé Bartes, no? —prosiguió con el mismo tono de pánico.

—¿Cómo lo sabes? —aventuró Nico, que quería entenderlo.

—¡Está ahí, en mis ficheros! No conozco a esas mujeres, no son pacientes mías, alguien las ha metido en mi ordenador. Tengo todos sus datos médicos. Sé incluso que están embarazadas. ¡Y mira, mira, Nico! ¡Ha escrito «ASESINADA» al final de sus expedientes! ¡Mierda, Nico, en mi vida las he visto, te lo juro! ¿Qué me ocurre? ¿Y esas fotos? ¡Hay fotos! ¡Estuve a punto de vomitar! Maniatadas, con el cuerpo cubierto de sangre, un cuchillo clavado en el vientre. ¡Lo he visto todo!

—¿Por qué no me llamaste?

—Descubrí esto el martes por la mañana. Pensé que era una broma de mal gusto. Esta mañana ha hecho lo mismo con Chloé Bartes. Luego saliste en la tele. He atado cabos.

—¿Y la tercera víctima, de quién se trata? —preguntó Nico, perplejo.

—¿Una tercera? No lo sabía. Espera un segundo.

El doctor Perrim abrió su agenda electrónica, lo que suscitó el asombro de Nico, repentinamente suspicaz.

—Valérie Trajan.

Nico marcó el número de Rost en su móvil. El comisario respondió inmediatamente.

—¿Puedes decirme el nombre de la víctima? —interrogó Nico.

—Valérie Trajan. ¿Por qué? ¿Estás lejos?

—Dame un cuarto de hora.

Nico se volvió hacia Alexis, cuya actitud había cambiado, dando paso a la excitación de haber encontrado la respuesta. Era una situación completamente desquiciada, y si no hubiera estrechado la mano de Caroline unos minutos antes, habría creído hallarse en medio de una horrible pesadilla.

—Eso es —pronunció—. ¿Tienes su ficha?

Alexis tecleó y los datos aparecieron, así como el anuncio del asesinato y las fotos que lo acompañaban. De forma que Nico tuvo conocimiento del lugar de los hechos incluso antes de ir allí.

—¿Puedes imprimírmelo todo?

—Por supuesto —respondió Alexis con voz temblorosa.

—¿Cuánto tiempo te llevará?

—¿Quieres los tres expedientes completos con las fotos?

—Sí.

—Diez minutos.

—Bien. Te dejo con ello, he de irme. Te enviaré a uno de mis hombres. Dime, ¿tenías cita con esa Valérie Trajan?

—¡Sí! ¡Bueno…, no! Desde hace tres días, todas mis visitas de primera hora de la tarde han sido anuladas. ¡La gente no se presenta! ¡Y yo, como un gilipollas, esperando! ¡Y la primera es siempre la chica asesinada!

—Si lo he entendido bien, ¿tenías cita con Marie-Héléne Jory a las dos el lunes, con Chloé Bartes ayer y hoy con Valérie Trajan?

—Exacto. Salvo que el lunes, la consulta abre a la una. Así que, con Jory era a la una.

Nico miró fija e intensamente a su cuñado, buscando una explicación en el fondo de sus ojos. Conocía a ese hombre desde hacía unos quince años y lo apreciaba sinceramente. Era el marido de su hermana, el padre de sus dos sobrinos, un médico concienzudo y trabajador. Un tipo tranquilo, que siempre se mostraba afectuoso con Tanya. Anya lo adoraba, así que no era difícil imaginarse cuántas pruebas absurdas había pasado con éxito. Dimitri le tenía mucho cariño. ¿Entonces? Era entendido en nudos marineros, los expedientes de las víctimas estaban grabados en su ordenador, las tres habían pedido hora en su consulta y le habían dado plantón…

En resumen, ¡tres veces nada! Cuando se disponía a marcharse, una última pregunta le vino a la mente.

—Por cierto, Alex, ¿eres diestro o zurdo?

—Zurdo. ¿Por qué?

JUEVES
Valérie
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Nico había caído en otro mundo. La investigación se dispersaba en una multitud de elementos de un rompecabezas que no lograba recomponer. El criminal se dirigía a él, y eso no tenía ningún sentido. La implicación de Alexis inquietaría a sus superiores. Tenía que haber una explicación. Y, qué casualidad, Caroline entraba en su vida en el mismo momento, desencadenando una turbación añadida. Si no fuera un descreído, vería en ello la mano de Dios. ¿No había mencionado Dominique Kreiss la connotación bíblica del primer mensaje del asesino? Llegó a la Place des Petits-Pères, iluminada por las luces giratorias de los coches. Reinaba un silencio inquietante, como si hubiera que respetar el reposo de la víctima y el sufrimiento de los vivos. Rost lo recibió con una mirada malhumorada.

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