—Nada Voy a examinarlo. Te informaré de lo que averigüe.
—¿Puedes hacerlo enseguida?
—Mierda, Nico. ¿Crees de verdad que voy a volver tranquilamente a acostarme? Se me ha jodido la noche. Me quedaré aquí y lo analizaré cuanto antes. Supongo que tú también te pasarás la noche en vela, ¿no?
—¡Qué remedio! Estaré en mi despacho, podrás localizarme cuando quieras. Me pregunto si estaba embarazada…
—Lo comprobaré.
Nico se había marchado tranquilo; Armelle tenía la reputación de ser la mejor. Nada más llegar al 36 del Quai des Orfèvres, hacia las once de la noche, el comandante Joel Théron se reunió con él. Los dos hombres subieron los peldaños hasta el cuarto piso. Una vez allí, Nico abrió la cerradura de una caja para coger de ella la llave de una pequeña puerta que parecía dar a un desván. Ascendieron por una escalera tan estrecha y con el techo tan bajo que Nico tuvo que encorvarse. Entraron en la sala donde se guardaban los cuerpos del delito. El local era minúsculo, alicatado de blanco, iluminado con luces de neón y climatizado para garantizar la conservación de las pruebas. Había algunos objetos macabros: los restos de una maleta carbonizada que había servido para transportar los miembros descuartizados del padre de un joven criminal, prendas ensangrentadas, armas, frascos de diferentes tamaños cuyo contenido parecía poco atractivo, sin duda sangre, saliva, esperma… Nico cogió la cuerda utilizada para el segundo asesinato y cortó un trozo que entregó a Théron.
—Procura que comparen las dos ataduras; tenemos que saber si proceden del mismo proveedor.
Nico se encaramó con facilidad a la ventana que daba a los tejados. Recorrió varios metros llenando sus pulmones de aire fresco. Dominaba París. De día, la vista era excepcional. A aquella hora, las luces centelleaban engalanando la capital con su traje de noche. Era mágico. Théron lo había seguido y los dos policías intercambiaron una sonrisa de complicidad. Este lugar, sobre los tejados, era la cúspide de su territorio; ni los parisinos ni los turistas tenían acceso a ese panorama. Volvieron sobre sus pasos y regresaron al despacho de Nico.
—Como iba diciendo, los interrogatorios a los colegas y a los estudiantes de Marie-Héléne Jory no han aportado nada nuevo —continuó el comandante Théron—. El trabajo no ha acabado, pero no soy muy optimista. Aparte de una o dos multas impagadas, ninguno de ellos tiene nada que ocultar.
—¿Y sobre la cuerda?
—En París existen sesenta y dos puntos de venta especializados en material náutico. Después de cruzar los datos, eso corresponde a una quincena de redes de distribución. Me pasé por «La Flotte Francaise», una tienda situada en el Boulevard de Charonne, en el distrito XI. Estabas en lo cierto, la cuerda es una amarra squareline, realizada con ocho cables trenzados, que habitualmente se utiliza para el amarre de los barcos. Es muy flexible, no se endurece, tiene poco volumen y absorbe perfectamente los tirones. Es un modelo poco corriente, ACD 700, es decir, 16 kilos de carga de rotura, 4,9 milímetros de diámetro. El equipo ha recuperado los listados de los clientes parisinos. Estamos contactando con ellos. Pero cualquiera puede entrar a comprar una amarra y pagar en efectivo.
—¿A nuestro hombre se le habría ocurrido hacerse con esta clase de cuerda sin saber nada de navegación? —reflexionó en voz alta el comisario de división Sirsky—. Entre los clientes, ¿no habrá algún colega de Jory?
—¿Nos tomas por aficionados? Es evidente que lo hemos comprobado. La respuesta es no, ni siquiera un estudiante o alguien de su entorno más cercano.
—Habría sido demasiado sencillo… Continúa e inténtalo con la segunda muestra. Al menos hemos averiguado algo: es un cabo de barco que no se consigue en cualquier sitio. Es un principio, Joël, hay que insistir.
Dominique Kreiss también había ido al despacho de Nico. Este le había propuesto que se sentara y le había servido una gran taza de café solo. Sus ojos verde esmeralda, con ojeras por el cansancio, brillaban en la penumbra. Curiosamente, de inmediato pensó que prefería la mirada sombría y profunda de la doctora Dalry. Ante este simple recuerdo, una sensación de calor se propagó por todo su cuerpo.
—Estudiar el perfil de las víctimas es tan interesante para el desarrollo de la investigación como intentar realizar el retrato del asesino —comenzó la joven—. Este aspecto de la cuestión es primordial y da una idea de la naturaleza de las fantasías del individuo. En el caso que nos ocupa, Marie-Héléne Jory y Chloé Bartes presentan bastantes coincidencias. En la treintena, socialmente realizadas, pijas, organizadas, ordenadas y de las que no se dejan engatusar por un desconocido, a pesar de que nadie está nunca a salvo. Físicamente, también existen similitudes: morenas, guapas, estatura media, delgadas. No se ha dejado nada al azar…
Unos ruidos de pasos resonaron en el estrecho pasillo que llevaba al despacho de Nico. Entró Kriven.
—¡El asesinato se ha cometido en pleno día y ningún testigo! —exclamó amargamente.
—La hora del crimen nos dice mucho sobre el asesino —intervino Dominique Kreiss—. En este caso, por la tarde es cuando puede actuar sin levantar la más mínima sospecha en su entorno. Sus horarios de trabajo se lo permiten.
—Eso si tiene un empleo —observó Nico.
—Nos enfrentamos a un sujeto inteligente, que organiza perfectamente sus delitos. Tiene el perfil de un sociópata. En principio, esta clase de individuos logra una brillante carrera profesional. Con una integración social total, puede aparentar emociones que en realidad es absolutamente incapaz de sentir. Según recientes estudios, su cociente intelectual rondaría los 110. Como ya os dije, es un manipulador dotado de una elevada opinión de sí mismo. Nunca siente ningún remordimiento.
—«7 días, 7 mujeres», ese mensaje me intriga —prosiguió Nico—. Y permite suponer un principio y un final de sus actos. Pero un asesino en serie actúa sin límite de tiempo, sin poder poner fin repentinamente a sus pulsiones. En los psicópatas hay una búsqueda permanente y definitiva del placer a través de sus maniobras criminales. No puede abstraerse de su universo.
—Lo uno no impide lo otro —respondió la psicóloga—. Un sociópata puede fijarse una misión puntual, y continuar sus fechorías en otra parte o de manera distinta. Además, ya sabéis que un asesino en serie desea, de forma inconsciente, que lo pillen y deja voluntariamente indicios para contribuir al buen desarrollo de la investigación. Por último, siente una imperiosa necesidad de reconocimiento. Quiere hacerse famoso, es un elemento importante de su aspecto psicológico. Estos siete días tal vez sean la primera partida de un juego.
—Mmm…
—Hay otra cosa —continuó Dominique—. Me parece que el mensaje del asesino tiene una fuerte connotación bíblica.
—¿Bíblica? —no pudo dejar de intervenir Kriven—. ¡Lo que nos faltaba!
—Génesis, capítulo 1 —prosiguió la joven—. El mundo fue creado en seis días y Dios descansó el séptimo. Tengo la sensación de que hay un cierto cinismo en ese mensaje. Como si nuestro individuo desafiase a Dios y, a través de él, a todos nosotros; matará a una séptima mujer el séptimo día. A mi entender, se trata de un parisino que vive y trabaja en la capital. Un tipo entre los veinticinco y cuarenta años de edad, con casi total seguridad blanco. Curiosamente, los asesinos en serie son con práctica exclusividad de raza blanca y tienen tendencia a actuar sólo en el seno de su propia etnia. Nuestro hombre mantiene un estrecho vínculo con el perfil de sus víctimas, lo que confirmaría la regla. Eso es todo lo que puedo deciros por el momento.
—Muy bien, id a acostaros los dos —concluyó Nico—. Quiero veros mañana a primera hora.
Kreiss y Kriven miraron al mismo tiempo sus relojes. Eran más de las tres de la mañana.
—¡Largo de aquí! —les ordenó otra vez Nico—. Echáis una cabezada, os dais una buena ducha y volvéis en forma. A partir de las ocho no tendré piedad de vosotros. Si el asesino es fiel a sus ideas, podríamos encontrarnos con un tercer cadáver durante el día. ¡Quizá sea vuestra última posibilidad de dormir antes del fin de semana!
—¿Y tú? —interrogó David Kriven.
—¡Yo doy las órdenes y no estoy obligado a cumplirlas! Espero una llamada de la doctora Vilars. Y Théron está en la policía científica desde donde tiene que enviarme noticias. ¡Ahora largaos de aquí!
Nico no tuvo que esperar demasiado tiempo; Armelle Vilars no había parado, haciendo honor a su reputación. Lo llamó a su línea directa.
—¿Sigues al pie del cañón? —empezó—. ¡Y pensar que la opinión pública cree que nos quedamos de brazos cruzados!
Nico no puedo evitar sonreír. Su energía y sus agudos comentarios no la abandonaban jamás.
—He trabajado como una loca pero no he averiguado gran cosa —prosiguió Armelle—. El cabrón está muy al tanto de nuestros métodos de trabajo. Le he enviado los cabellos al doctor Tom Robin, de la policía científica. Lo he sacado de la cama especialmente para ti. Es el mejor biólogo molecular que conozco.
Nico recibió la información como un golpe asestado a sus tratos con el Hospital Clínico de Nantes. También Armelle consideraba esa obsesión del comisario como una necedad y quería transmitirle el mensaje con delicadeza.
—Dale veinticuatro horas y te proporcionará toda la información que se pueda sacar —añadió la forense—. Pero me he guardado lo mejor para el final. ¡Chloé Bartes estaba embarazada!
—¿Embarazada?
—Has oído bien. De un mes exactamente, como en el caso de Marie-Héléne Jory…
—¿Crees que puede haber un nexo de unión?
—¡No me llamo Miss Marple! Tú eres el poli. No obstante, es sorprendente, ¿no te parece? Podría significar una cosa: nuestro hombre ha tenido acceso a datos médicos confidenciales relativos a las víctimas. Eso restringe tu campo de investigación. En fin, si se me permite la expresión…
—Nuestro hombre detesta a las mujeres jóvenes morenas, guapas, que gocen de un cierto éxito social y embarazadas… ¡¿Cuántas mujeres responden a esta descripción en todo París?! Te imaginas…
—Venga, Nico, un poco de optimismo. Eres el mejor detective que conozco. Si alguien es capaz de atrapar a ese cabrón, eres tú.
La mujer colgó.
Las cuatro menos cuarto. El comisario Jean-Marie Rost entró en su despacho después de haber trabajado toda la noche asegurando el enlace entre los grupos de Kriven y Théron. Rost tenía sentido del deber, como todos los que trabajaban en la casa.
—Acabo de hacer balance con Théron y el doctor Tom Robin, de la policía científica —explicó el jefe de sección—. Empiezo por las ataduras, agárrate: según el equipo de Robin, son «nudos de amor».
—¿«Nudos de amor»? ¿Qué es eso?
—Dos cabos atados entre sí en un extremo, entrecruzados y luego anudados de nuevo en el otro extremo. Una especie de nudo corredizo. Cuando ejerces una tracción sobre ellos no se mueven, pero en sentido contrario se desatan con facilidad. Suelen utilizarlos los marineros. Una técnica que el asesino domina y que no es familiar a todo el mundo. El doctor Robin ha pronunciado la palabra «romántico» al hablar del método.
—¡Tiene una curiosa concepción del romanticismo!
—Yo opino lo mismo. Además, el individuo que hizo los nudos es zurdo. Deducción obtenida del estudio de la quiralidad, es decir, la dirección de los movimientos necesarios para la realización de esos nudos. Por otra parte, se ha utilizado la misma cuerda para los dos asesinatos. Tenemos la prueba de que el asesino es el mismo. Las muestras coinciden: química, calibre, color. Por lo que respecta al mensaje escrito en letras de sangre en el espejo del cuarto de baño, los exámenes están en marcha. El grupo sanguíneo y el factor Rh son los de la víctima. El doctor Robin ha intentado sacar huellas de la sangre mediante el método del negro de amida, una fórmula a base de agua: se pone en remojo la muestra, se deja en reposo cinco minutos, luego se aclara y listo. ¡Salvo que en este caso, ninguna huella!
—¡Qué lástima, buen intento!
—Estoy contigo. Robin ha empezado una identificación por ADN. Tendremos los resultados preliminares dentro de veinticuatro horas. Pero no nos hagamos ilusiones; se trata de la sangre de la víctima y el asesino la ha empleado con precaución. Además, la ropa ha sido mirada con lupa, pero en vano. Para acabar, la doctora Vilars ha enviado a Robin el mechón de pelo descubierto en la hoja del puñal. Análisis del ADN en marcha. También sabremos algo dentro de veinticuatro horas.
—¿Eso es todo?
—¡¿Cómo que «eso es todo»?! ¡Tus quejas a Tom Robm, doctor en biología, bioquímica, biología molecular, genética y ciencias forénsicas!
—¿«Forénsicas»?
—¡¿Qué le pasa a lo de forénsicas?! Especialista en recogida, preservación y evaluación de las pruebas. Sorprendido, ¿a que sí?
—Sí… Sabemos que nuestro hombre es zurdo, experto en nudos marineros, especialista en «nudos de amor», perfectamente integrado en la sociedad, con dificultades con la imagen materna y que ha tomado como blanco a mujeres jóvenes morenas.
—Mi mujer es rubia, puedo dormir tranquilo —comentó Rost.
Quería bromear, pero, detrás de las palabras, Nico percibió una realidad que no sabía si debía sorprenderlo.
—Está esperando nuestro primer hijo… —prosiguió Jean-Marie Rost, casi con tono de disculpa.
Volbert, ministro de Luis XIV, fue el primero que propuso al rey un ambicioso programa de lucha contra la criminalidad y creó un cargo de teniente de policía. En 1792, la policía se instaló por primera vez en el Quai des Orfèvres, en la época de la comuna revolucionaria. El «36» nació más tarde, en 1891, cuando la Brigada de la Policía ocupó el segundo piso. Desde Vidocq, que fue el nuevo jefe en 1811, hasta las Brigadas del Tigre un siglo más tarde, su historia estuvo plagada de casos criminales célebres, de investigaciones extraordinarias y de figuras emblemáticas de bandidos o de polis. Una epopeya que se debía a la intuición y al empeño de hombres sacrificados. Nico se consideraba depositario de esa tradición. Tenía un profundo sentido de la responsabilidad con respecto a sus predecesores. Al abandonar el 36 del Quai des Orfèvres, saludó respetuosamente el busto de bronce de Alphonse Bertillon, padre de la descripción antropométrica y del retrato-robot, ascendido a jefe del servicio de la Identidad Judicial a finales del siglo XIX.
Eran las cinco de la mañana cuando empujó la puerta de su piso, demasiado tarde para acostarse. Prefirió ponerse un chándal y salir a correr. Sus zapatillas deportivas pisaron el asfalto de París durante una hora y media. Realmente lo necesitaba: sentir cómo sus músculos se calentaban, coger el ritmo hasta que el movimiento se volviera absolutamente automático, la zancada larga y rápida, los latidos del corazón regulares. Expulsó de su mente todo lo relacionado con la investigación y se concentró en el ejercicio físico. Poco a poco una imagen tomó forma: la sonrisa de Caroline. Esa mujer le gustaba y despertaba en él el deseo. Atravesó el parque André-Citroen en dirección al Champ-de-Mars hasta la École militaire, luego decidió acelerar las zancadas. Regresó a su casa sin aliento, pero liberado de esa tensión nerviosa de los últimos días, mentalmente listo para su cita en el hospital Saint-Antome. Después de darse una ducha, se vistió, dedicándole más atención que de costumbre a su indumentaria para ofrecer su mejor aspecto. Dirigió una irónica sonrisa a su reflejo en el espejo del cuarto de baño; definitivamente, Caroline no podría resistírsele. Se metió en el bolsillo la pistola, sin duda con la idea de impresionar a la joven, y abandonó su domicilio, olvidando casi que iba a ser objeto de un examen médico poco agradable, pero encantado de volver a ver a la doctora Dalry.