Esa noche, su marido regresaría tarde. Dos días de un agotador viaje profesional seguramente lo habrían dejado exhausto.
Había decidido prepararle una sorpresa para que se relajase. Ella sabía cómo hacerlo: una cena ligera, buen vino, lencería fina; no se dejaría nada. Y más teniendo en cuenta que tenía una noticia excepcional que anunciarle. Se volvería loco de alegría, soñaba con ello desde que se conocieron…
La directora regional de la Policía Judicial de París era una mujer: Nicole Monthalet, cincuenta y cinco años, un metro sesenta y ocho, cabello rubio y corto, mirada sombría. Iba vestida con un sobrio traje chaqueta gris antracita. Dos finas y discretas perlas en sus orejas realzaban su feminidad. En el dedo, llevaba simplemente una alianza. Una autoridad natural se desprendía tanto de sus gestos como del timbre de su voz. Debía confesarlo, le imponía. Ascender en la policía no era tarea fácil, y sin duda alguna ser una mujer había hecho más difícil. Se merecía ampliamente su puesto y conocía todos los engranajes y las trampas por haberlos superado con éxito: la violencia de la calle, el trabajo de investigación, el mando, la responsabilidad administrativa. Tenía pocos contactos directos con ella, pero de cada uno de sus encuentros había salido más sereno y entusiasta.
Sonrió para sus adentros ante esos pensamientos. Durante sus varios años de vida en común, Sylvie había mencionado con frecuencia el lado femenino de su personalidad. Sostenía que no conocía a ningún hombre que defendiera los derechos de las mujeres como él. Siempre dispuesto a escuchar sus aspiraciones, sus dificultades para evolucionar en un mundo todavía machista… Sylvie aseguraba incluso que estaba dotado de un sexto sentido para comprenderlas. Lo que la volvía excesivamente celosa.
¿Pero cómo no apreciar a Nicole Monthalet? Nico veía la mirada de antipatía que algunos colegas lanzaban a la «directora», la expresión envidiosa y despiadada que mostraban a veces, como si una mujer no pudiera, por principio, ocupar ese cargo. Imaginaba que había luchado para tener éxito en su vida profesional, pero también para no caer en las trampas tendidas por esos imbéciles. Por todo ello la respetaba aún más si cabe y estaba orgulloso de trabajar bajo sus órdenes.
El prefecto y el fiscal de la República entraron en el despacho de Nicole Monthalet. Bastante bien vestidos, tenían el aire resuelto de quienes han alcanzado lo más alto de la escala social. Un tercer hombre los acompañaba: reconoció a Alexandre Becker, el juez que acababa de ser nombrado para instruir el caso. En adelante habría que rendirle cuentas a él. Ya había tenido oportunidad de trabajar con Becker y no tenía ninguna opinión personal sobre él, a pesar de que entre ellos se había establecido una cortés indiferencia.
Nicole Monthalet tomó naturalmente la dirección de la reunión, frente a cinco hombres que no estaban acostumbrados a dejarse engañar. Abrió el expediente que Michel Cohen le había entregado un momento antes. En primera página se veían las fotos de las dos víctimas y Nico lo consideró una auténtica falta de tacto. No porque la señora Monthalet se conmoviese, sino porque estaba seguro de que se trataba de una de las habituales pruebas a las que la sometían, de un mensaje para hacerle entender que no debía andarse con rodeos con el pretexto de que era una mujer. Nico se enfadó con Cohen por haberlo dejado pasar, a no ser que él mismo fuera el autor…
—Señores, estamos aquí para hacer balance de un caso criminal de naturaleza excepcional y asegurarnos de que la investigación progresa en la buena dirección. Aparentemente, un asesino en serie azota París y todos sus blancos tienen el mismo perfil.
Con un gesto brusco, casi rabioso, depositó las fotos en mitad de la mesa de forma que todos las examinaran.
—El asesino actúa a primera hora de la tarde —continuó—. Tiene entre veinticinco y cuarenta años, es de raza blanca, zurdo, experto en nudos marineros y sabe realizar perfectamente las suturas cutáneas. Sociópata, es metódico y organizado. La cifra treinta tiene para él un significado especial: es el número de latigazos que da cada vez. Tiene un problema con la imagen materna, como indica la amputación de los pechos de sus víctimas. Además, las golpea en el vientre. Y se mofa de nosotros, como demuestra el mensaje redactado y dirigido a nosotros en el domicilio de Chloé Bartes. Creemos que cometerá un nuevo crimen cada día hasta el domingo. Esta misma tarde, si me atengo a las deducciones de nuestros investigadores, una mujer joven morirá, torturada y apuñalada.
—¿Cuántos hombres tiene en el caso? —interrogó el prefecto de policía, superior directo de la señora Monthalet.
—Dos grupos de la brigada criminal, es decir, doce policías dirigidos por su jefe de sección, el comisario Rost, y por el comisario de división Sirsky aquí presente —respondió ella—. Nuestra psicóloga les aporta su ayuda. Es suficiente. Los demás equipos están ocupados con otros temas.
—¿Y el criminal es completamente desconocido para los servicios de policía? —interrogó el fiscal.
Nicole Monthalet esbozó una sonrisa desdeñosa.
—Tenemos, sí, el fichero automatizado de las huellas digitales o el fichero informatizado de las huellas genéticas. ¡Sólo nos faltan las del criminal! Por otra parte, sería hora de que todos los parámetros de los homicidios cometidos en nuestro país sean grabados en un mismo fichero; una base de datos capital y muy esperada por nuestros policías.
—Conocemos su interés por la evolución del proyecto SALVAC
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—intervino el prefecto—. El ministro del Interior ha sido sensible a su opinión y se ha comprometido a hacer progresar el tema. Habla incluso de crear una unidad de policía judicial especializada en la comparación de los homicidios y las agresiones.
Nicole Monthalet asintió vivamente con la cabeza en señal de aprobación e impaciencia.
—También es cierto que esa no es la cuestión del día —prosiguió—. Señor Sirsky, expónganos cómo va la investigación que usted dirige.
—Desde esta mañana estamos visitando todas las tiendas de París especializadas en la venta de material náutico. También estamos buscando un punto en común entre las víctimas, las dos embarazadas. Esperamos los resultados de los análisis de ADN del mechón de pelo que nos dejó el asesino y de la sangre que utilizó para escribir. Son indicios nada desdeñables, por lo que los explotaremos al máximo.
—Al final, no tenemos otra solución que esperar que se cometa un nuevo asesinato —comentó, decepcionado, el juez Becker.
—Vamos a enviar una nota a todas las comisarías de la capital para reforzar la vigilancia de los hombres sobre el terreno y multiplicar los controles —respondió Nico.
—El señor Cohen proponía organizar una conferencia de prensa —indicó Nicole Monthalet—. Los periodistas van a hacerse eco del caso en las próximas horas, tal vez nos convenga tomarles la delantera y poner en guardia a la población.
—¿Quién se encarga de ello? —preguntó el prefecto.
La pregunta equivalía a un acuerdo tácito, pero significaba también que él no tomaría la iniciativa de ese comunicado. El expediente adquiría relevancia y un cabeza de turco nunca estaría de más en caso de complicación.
—Cohen se hará cargo —decidió la directora.
—Muy bien —opinó el fiscal—. El juez Becker será el interlocutor de su departamento, señora.
—En cuanto a mí, voy a alertar al ministro del Interior ahora mismo —concluyó el prefecto.
Acababa de entrar en su despacho cuando el teléfono de Nico sonó. Vio que era su hermana Tanya. Vaciló antes de responder porque tenía cosas más urgentes que hacer, pero al final descolgó.
—¿Tu fibroscopia, qué? —le interrogó enseguida.
—Tengo que seguir un tratamiento de tres meses por una inflamación del duodeno. Es benigno, no tienes por qué preocuparte.
—Perfecto, estoy muy contenta. Pero aun así ten cuidado. Escucha, te llamo también por lo de la invitación a cenar…
—Realmente esta semana no tengo tiempo —la cortó—. Tengo una difícil investigación entre manos, debo trabajar día y noche.
—¿Incluso si la doctora Caroline Dalry está invitada?
Nico se quedó sin habla. ¿Cómo era posible?
—¿Qué, no dices nada? Es esta noche, entre las ocho y media y las nueve, en nuestra casa. De hecho, Alexis quiere verte, es importante. No ha querido decirme por qué.
Cenar en presencia de Caroline Dalry resultaba tentador a pesar del contexto.
—De acuerdo, haré todo lo posible —soltó.
—¡Estaba segura de ello! La hermosa Caroline te gusta.
—No seas tonta.
—¿No te habrás enamorado?
—No corras tanto, Tanya. Y no metas la pata.
—¡Lo reconoce! También he notado una ligera vibración en la voz de ella cuando le he dicho que seríamos cuatro contigo. ¡Genial! ¡Hasta esta noche, hermano mayor!
Nico suspiró ruidosamente: era como un libro abierto para su hermana, y no siempre resultaba muy cómodo. Pero no tuvo tiempo de seguir pensando en ello, un e-mail procedente del Hospital Clínico de Nantes lo aguardaba encima de su ordenador: Paul Terrade era el padre del hijo de Marie-Héléne Jory; el análisis de paternidad lo demostraba sin lugar a dudas. Las células humanas contienen cuarenta y seis cromosomas dispuestos en pares y que constituyen la cadena de ADN. Esos cromosomas son idénticos en todas las células de un organismo. Un niño recibe veintitrés de cada uno de sus padres, lo que permite demostrar un vínculo de parentesco entre dos individuos: basta con comparar sus respectivos materiales genéticos. En este caso, el resultado no era sorprendente. La respuesta al enigma no vendría del entorno cercano de las víctimas. Era otra cosa mucho más compleja y perversa.
Florence estaba de un humor juguetón. Llevaba un paquete oscuro rodeado de una cinta de color azul vivo. Contenía el camisón de seda verde mar que recordaba el color de sus ojos. Se había atrevido incluso con un tanga a juego. El conjunto impresionaría a su marido; sentía inclinación por la lencería fina. Eso bastaría para hacerle olvidar el cansancio acumulado en el trabajo los últimos días. Liberaría la tensión entre sus brazos porque ella sabía cómo lograrlo. Había comprado su vino blanco preferido, un Sainte Croix du Mont, que degustarían juntos con tostadas de foie gras, iluminados sólo con la luz de las velas. El ambiente sería romántico.
Se acercó a su domicilio, en la Place des Petits-Pères. Sobre la fachada de sillares había fijada una placa cuyo contenido se sabía de memoria: «De 1941 a 1944, este edificio albergó la comisaría general de las cuestiones judías, instrumento de la política antisemita del Estado francés de Vichy. Esta placa está dedicada a la memoria de los judíos de Francia víctimas de esa política». Ella era judía, y vivir precisamente en ese lugar histórico tenía un regusto de revancha que no lograba explicarse del todo. Para entrar marcó el código numérico del portero automático. Su piso, en la cuarta planta, contaba con una hermosa terraza. Desde ella, no se cansaba de admirar la iglesia de Notre-Dame des Victoires. Colocó sus compras y metió la botella de vino blanco en la nevera. Hasta la noche tenía tiempo de sobra para ocuparse de su cuerpo: baño caliente, depilación, maquillaje, laca de uñas; estaría perfecta.
Sonó un timbre, sacándola de sus pensamientos. El hombre que lo pulsó apreciaba esa placita del distrito II, la admirable fachada de la basílica consagrada a María y la cruz de piedra de dos metros de altura que se erigía en la cima. Estaban en el corazón de París, apenas a unos metros de la Place des Victoires y de la estatua ecuestre de Luis XIV. A pesar de la animación que reinaba en el barrio, se encontraría a solas con su víctima. Podría tomarse su tiempo sin que nadie se preocupara. Un escalofrío de placer recorrió su columna vertebral al imaginar los momentos venideros. Luego, un odio implacable se adueñó de nuevo de él; le salía del fondo del alma. Como las otras veces, un frío glacial lo invadió. Se imaginó la expresión de terror, el sufrimiento del cuerpo mutilado, y luego la muerte como una liberación. Por último, estaba la puesta en escena realizada en medio de un extraño silencio después del tormento, la satisfacción del trabajo cumplido gracias al dominio de sí mismo y de sus gestos. Todo eso iba a llegar ahora. Iban a responder a su timbrazo. Una sombra detrás de la mirilla. El ruido del cerrojo. Una guapa morena lo recibió con una amplia sonrisa, su… última sonrisa.
Nico trabajó sin descanso, informándose minuto a minuto de la progresión de sus tropas. Doce hombres sobre el terreno, conducidos por el comisario Rost, visitaban los comercios de artículos náuticos, hurgaban en la vida de las señoras Jory y Bartes. Las dos esperaban un hijo, y eso probablemente formaba parte del guión establecido. Por tanto, el criminal tenía acceso a la información. Pero las dos mujeres no tenían el mismo ginecólogo y no habían ido al mismo laboratorio de análisis para efectuar la indispensable extracción de sangre del principio del embarazo. Aparentemente, no había ningún punto de convergencia en sus vidas respectivas. No obstante, las dos correspondían a las fantasías del asesino. Había que meterse en su piel. ¿Qué insensata necesidad tenía que satisfacer? ¿Qué le había hecho la vida para que tuviera que vengarse? El hombre no se había convertido en un asesino de un día para otro, su personalidad se había forjado desde la infancia. Seguramente había sufrido torturas, morales o físicas. Ese apetito de matar, ese deseo de crueldad, esa insatisfacción permanente que lo acompañaban sólo cesarían el día que fuese detenido y puesto entre rejas. Aprehender su proceso mental era indispensable para lograr encontrar el móvil.
La conferencia de prensa obligó a Nico a abandonar su trabajo de hormiga; Michel Cohen quería tenerlo a su lado. Se habían congregado los periodistas de la prensa escrita, de las radios y de las cadenas de televisión. Muy pronto toda Francia sabría a qué atenerse sobre esos dramas. Cohen expuso brevemente los hechos, sin decir demasiado, eligiendo sus palabras para no provocar el pánico. Envió un mensaje dirigido a todas las mujeres jóvenes que se diesen un aire a las dos víctimas. Cuando hubo acabado, llovieron las preguntas. Nico las contestó, luego se organizaron algunas entrevistas aisladas. Periodistas de la radio, sobre todo, les pedían tomas de sonido lejos de la algarabía ambiental. Los dos policías aceptaron plegarse al juego con calma y amabilidad; debían poner a la prensa de su lado, era primordial para el desarrollo de los acontecimientos.