—¿Los qué?
—Moléculas extrañas al organismo y que pueden ser de índole muy diversa, como medicamentos o contaminantes. Puedo decirle que el individuo a quien pertenecen esos cabellos consume regularmente anfetaminas.
—¿Ha podido determinar su edad?
—Imposible. ¡La presencia de estupefacientes en los cabellos ha podido detectarse incluso en momias más que milenarias! El cabello, al contrario que los líquidos biológicos y los tejidos, no es biodegradable. Aún más importante, tenemos la huella genética del propietario. Por ahora, no sirve de mucho, salvo para poder comparar este ADN con otro.
—Bien, talco y anfetaminas, no está tan mal. Sobre lo demás, espero sus noticias, doctor.
—Cuente conmigo. En cuanto tenga alguna novedad, le llamaré.
Théron abandonó el laboratorio de la policía perplejo. Antes de ir al hospital para interrogar al cónyuge de Valérie Trajan, que seguía en observación, decidió ponerse en contacto con Nico. Quería notificarle las revelaciones de los científicos cuanto antes. Desde luego, no había elementos determinantes para avanzar de forma espectacular en la investigación, pero los indicios uno detrás de otro conducirían progresivamente al asesino. Le hubiera alegrado mucho proporcionar la clave del enigma a su jefe, porque sabía la delicada situación en la que se encontraba. Nico debía de estar empezando a alarmarse. ¡Vamos, que no le gustaría estar en su lugar! Le vino a la mente su mujer. Pensándolo bien, se parecía bastante a las víctimas y a la ex de Nico. Mierda, tenía ganas de volver a casa y estrecharla entre sus brazos. Estaría preparando el desayuno de los niños. Aquella mañana daría cualquier cosa por darle un beso en el cuello debajo de su espesa cabellera morena. Esta historia lo iba a volver loco…
Hay días de abrumadora soledad, y aquel era uno de ellos. Sentía crecer en él la inquietud. Tenía calor, tenía frío, no lo sabía muy bien. Sobre todo, tenía miedo. Miedo de cruzarse con la mirada vacía de otro cuerpo sin vida. El de una mujer desconocida o el de una de las que le importaban. ¿Por qué el asesino lo odiaba personalmente? Había releído diferentes informes de investigaciones en las que había participado y que habían acabado con el encarcelamiento de violadores. La mayoría todavía cumplía condena, algunos estaban en libertad condicional, otros habían salido adelante. El recuerdo de sus trayectorias lo sumía en un universo sórdido y violento, en el que con frecuencia había sido difícil discernir la responsabilidad del criminal, y en el que los exámenes periciales psiquiátricos adquirían una importancia que en ocasiones consideraba excesiva. Cogió su teléfono móvil, presa de un súbito impulso. Marcó el número que había memorizado.
—Hospital Saint-Antoine, ¿en qué puedo ayudarlo? —formuló una voz femenina con un tono neutro.
—Me gustaría hablar con la doctora Dalry, por favor.
—Le paso con el servicio. Un momento, gracias.
Silencio. Luego otra voz.
—¿Sí, qué desea?
—Querría hablar con la doctora Dalry —repitió.
—Está ocupada. ¿Puedo ayudarlo en algo?
—Es personal, soy Nico Sirsky. ¿Podría decirle que la llamo? Es urgente.
—Voy a ver si es posible, no cuelgue.
De nuevo, silencio. Caroline era más difícil de localizar que un ministro. Este pensamiento le hizo sonreír. A él le daban igual las convenciones jerárquicas, pero saber que las comunicaciones de Caroline pasaban tantos filtros bastaba para que cobrara importancia y se volviera aún más atractiva a sus ojos.
—¿Diga?
Se sobresaltó. Su voz, por fin. Podría reconocerla entre mil, tranquila y dulce a la vez. Sintió cómo su corazón se aceleraba.
—Soy Nico Sirsky.
—Sí, buenos días. ¿Mucho trabajo desde anoche?
—Vamos tirando.
—¿No ha vuelto a su casa?
—Exacto. He pasado la noche en vela.
—Ayer parecía cansado… Como médico, debo decirle que no estoy contenta.
—Es una buena señal, eso significa que se preocupa por mi salud…
—¿Cómo se encuentra Alexis? —le preguntó sin hacer caso del comentario—. Tampoco lo vi en muy buena forma. Iba a telefonear a su hermana.
—La situación es complicada. Ya se lo explicaré. En realidad, la llamo para…
—¿Sí?
—Bueno, tal vez…
—Dígame.
—Bueno, ¿está libre para comer hoy? Realmente no tengo tiempo, pero me gustaría verla. Acepte, se lo ruego; es sólo que…
—Acabo el turno hacia la una. No me reincorporo hasta el lunes. Tengo que recuperar muchas horas de guardia.
—Estupendo. ¿La espero en mi despacho?
—De acuerdo.
—¿Caroline?
—¿Sí?
—Me alegra que pueda venir… Necesitaba hablar con usted.
No hubo ninguna respuesta. No la esperaba. Cortó la comunicación.
Alexandre Becker hojeaba el informe de la autopsia de la doctora Vilars, mientras se la imaginaba con su uniforme de forense: pijama blanco de quirófano, delantal impermeable verde, mascarilla, gorra, gafas de protección, guantes y botas. Se sabía las frases introductorias de memoria: «Yo, la abajo firmante, doctora Armelle Vilars, especialista forense del Tribunal de Apelación de París, designada por S. S. Alexandre Becker, juez de instrucción del Tribunal de Primera Instancia de París, con fecha de jueves…, con el cometido de:
—proceder a la descripción detallada del cadáver de Valérie Tajan depositado en el Instituto Médico Forense de París,
—proceder a su autopsia completa con vistas a establecer las circunstancias y las causas de la muerte y buscar cualquier indicio de crimen o delito,
—tomar todas las muestras útiles y llevar a cabo todos los análisis necesarios,
—realizar todas las observaciones necesarias para la demostración de la verdad».
Seguían el estado civil de la víctima, la síntesis de los hechos, la fecha y la hora de la autopsia, la lista de las personas presentes en esa ocasión. A continuación venía el capítulo sobre el levantamiento del cuerpo, es decir, el examen externo del cadáver: estatura, peso, color de los ojos y del cabello, livideces visibles y causadas por la posición del cuerpo tal como había sido descubierto en el escenario del crimen, lesiones provocadas por las ataduras, los latigazos y el puñal. Las llagas estaban numeradas de uno a treinta y descritas de forma detallada. La inspección superficial del cadáver permitía fijar aproximadamente la hora de la defunción, una tarea siempre delicada. El rigor mortis se iniciaba dos horas después de la muerte, alcanzaba la máxima rigidez al cabo de unas doce horas y desaparecía pasadas veinticuatro horas. Las livideces, zonas de acumulación de sangre, se formaban entre tres y seis horas después de la defunción, se atenuaban por vitropresión en las seis primeras horas, y totalmente al cabo de cuarenta y ocho horas. En cuanto al velo de la córnea de color blanco opalescente, se observaba después de seis horas; este fenómeno dificultaba en mayor o menor medida el reconocimiento del verdadero color de los ojos del paciente. La temperatura del cadáver también constituía un indicador de la hora de la muerte. El estudio de todas estas manifestaciones había permitido a la doctora Vilars deducir la hora de la defunción de Valérie Trajan: las cuatro de la tarde, miércoles. A continuación había estudiado la cuestión de los pechos, los cuales habían sido reemplazados por los de víctima número dos, Chloé Bartes. El asesino había utilizado hilo quirúrgico y había manejado la aguja con la destreza de un profesional. Después la forense había realizado extracciones sanguíneas para proceder a un análisis toxicológico, completado con el examen de la orina, el líquido gástrico y la bilis. Cada muestra se tomaba por duplicado por si, más tarde, se necesitaba un peritaje de comprobación. Tercera etapa de su trabajo; a continuación la doctora Vilars había realizado hendiduras, es decir, grandes incisiones con bisturí, en los muslos, los brazos y en la espalda de la víctima, bajo los omoplatos, en busca de posibles hematomas. El informe proseguía con los detalles de la autopsia del cadáver. Dos técnicas permitían el acceso a las cavidades abdominal y torácica. La incisión en Y era la más empleada. Armelle Vilars prefería llevar a cabo una incisión mediano-vertical desde el hueco subesternal hasta el pubis, procediendo a la ablación del plastrón esternocostal.
El juez Becker podía a continuación leer la descripción detallada de la labor del médico. El bloque corazón-pulmón había sido extraído y enviado al laboratorio de anatomopatología. Todos los órganos habían sido diseccionados y minuciosamente estudiados por la especialista. Se había confirmado y descrito el estado del embarazo, se había extraído el feto. Para acabar, la doctora Vilars había efectuado la ablación de la bóveda craneal con una sierra oscilante después de haberse asegurado de la ausencia de fractura. No había constatado ni hemorragia meníngea, ni hematoma extradural: el cerebro estaba intacto.
Como las dos veces anteriores, un arma blanca era la causa de la muerte. Clavada violentamente en el abdomen, al cual había perforado, había roto la vena cava y provocado una hemorragia interna. La víctima había muerto en menos de dos minutos. Los órganos flotaban en la sangre, de ahí que al inspeccionarlo y palparlo, el vientre pareciese tenso. «Muerte violenta de naturaleza criminal. Defunción causada por una hemorragia interna, secundaria a una herida profunda en órganos vitales por arma blanca. Certifico haber cumplido personalmente mi cometido en la fecha de hoy a las dos y cuarto. Informe sincero y verídico».
Fin del examen pericial.
¿Qué era lo más importante que debía recordar? Físicamente, las tres víctimas se asemejaban, esperaban un hijo y llevaban una vida bastante agradable. Además de la constatación de que el asesino sentía la necesidad imperiosa de humillarlas golpeándolas hasta la muerte y que practicaba la amputación mamaria, tenía que haber algo más. ¿Pero qué? Las características del hilo utilizado y la rigurosa técnica de la sutura cutánea empleada al transplantar los pechos parecían orientar la investigación hacia el ámbito médico. ¿Un médico? ¿Por qué no el doctor Alexis Perrin, pensase lo que pensase el comisario de división Sirsky? Iba a interrogarlo y enseguida se formaría una opinión. Cogió los expedientes médicos de las tres víctimas, todos sacados del ordenador del doctor Perrin y que Sirsky le había hecho llegar por correo interno. Las fotos eran elocuentes; se veían las diferentes etapas del desarrollo de las muertes. Sólo el asesino había podido tomar esas diversas instantáneas…
Daniel Trajan había sufrido una grave conmoción emocional. En opinión de los médicos, necesitaría tiempo para recobrarse del golpe. Lo habían puesto en tratamiento y probablemente se quedaría varios días en el hospital. El comandante Théron lo encontró completamente apático, con la mirada vaga, la mente a la deriva; sin duda los psicotrópicos. Sin embargo, debía hacerle una serie de preguntas. Por supuesto, había comprobado su coartada en el despacho de abogados donde ejercía. Pero quizá, con un poco de suerte, sabría algo. Empezó el interrogatorio mientras Trajan mantenía la mirada clavada en la pared blanca delante de él. El gota a gota dispensaba un líquido transparente que entraba lentamente en su brazo. Tumbado en la cama, parecía haber huido de la realidad. Respondía con un gesto de la cabeza, que agitaba mecánicamente, y no tenía nada que decir, sin entender por qué su mujer había sido «elegida». Tenía que ser un error… Théron interrumpió la entrevista con un nudo en la garganta. ¿Cómo no sentir compasión por aquel hombre? ¡Pero no podía perder tiempo con eso! Un detalle, sin embargo, había captado su atención: según su marido, Valérie Trajan nunca había llevado lentillas.
Treinta años atrás, él tenía cuatro años. David Kriven estaba plantado delante del ordenador instalado en el despacho colectivo que compartía con los hombres de su grupo. Los locales eran exiguos y sin comodidades. Todos habían renunciado a quejarse, absorbidos por su labor de interés general. Kriven pasaba revista a la actualidad de aquel entonces. Treinta latigazos, treinta años, una fecha de aniversario. Buscaba un suceso que hubiera ocurrido en París y que pudiera encauzar sus pesquisas: un crimen cometido de forma similar, una historia que hubiera acaparado las portadas. Internet resultaba un instrumento muy útil para esa clase de investigación, pese a que el contenido de todos los periódicos no estaba almacenado en la web. Así que había enviado a tres de sus hombres a la biblioteca. Él ya tenía los ojos enrojecidos de tanto mirar atentamente la pantalla sin descanso. Si había algo que descubrir, su grupo lo conseguiría.
Aparecían indicios pero sin que llevasen a la solución. Nico estaba agotado. Sin embargo, tenía que continuar buscando a toda costa. Se había agarrado la cara con las manos y, con los ojos cerrados, se masajeaba profundamente las sienes, como si eso fuera suficiente para devolverle toda su energía. Entonces oyó pasos en el estrecho pasillo que conducía a su despacho. La puerta se abrió. Enderezó la cabeza para ver quién entraba. Era Caroline. Ahí estaba, sonriéndole. Se levantó del sillón y se acercó a la joven mujer. El deseo era tan fuerte… ¿Qué perdía por probar suerte? La atrajo hacia sí y posó sus labios en los de ella. Nada más tenía importancia. Besarla era todo lo que quería. Ella no trató de zafarse. Nico sintió cómo sus dedos se posaban en su nuca y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo. Se pegó contra ella, notó sus formas a través de la ropa. Con su boca le tapó la suya durante un largo rato. Saboreó su lengua con un dulce frenesí. Cuando se separaron para recobrar aliento, siguieron agarrados el uno al otro. La besó en el cuello, había soñado tantas veces con aquello. Le gustaban su olor y la tibieza de su piel. Estaba loco por esa mujer.
El juez Becker recibió a Alexis Perrin en su despacho. El médico tenía una cara que daba miedo, el rostro descompuesto, con una palidez extrema y la mirada angustiada. Una vez sentado, Perrin ni siquiera pudo dominar el temblor de sus piernas. El hombre parecía a la deriva y tenía que saber por qué.
—Tengo algunas preguntas que hacerle, doctor Perrin, acerca de un caso, como usted sabe, difícil. El comisario de división Sirsky me ha informado de su relación de parentesco. Sin duda sabrá que está a cargo del expediente y que es usted un testigo capital. Está usted implicado…
—¿«Implicado»?
—Eso es. El examen de sus ficheros informáticos y la lista de sus consultas nos hacen pensar que conocía usted a las tres víctimas del asesino.