CHARLES COLLINS
He llevado una existencia normal, comandante, en una época normal, y (si me viese obligado a hacerlo) tendría muy poco que contar de mi vida y mis aventuras que pudiera interesar a alguien más que a mí. Pero conozco una historia que le contaré, si a usted le apetece. Poco puedo decir de ella. Mi padre tuvo el manuscrito en su poder desde que tengo memoria, y me permitió leerlo cuando empecé a tener edad para ser discreto. A él se lo dio un antiguo amigo a quien recuerdo vagamente haber visto por casa cuando era niño, un caballero francés de modales educados y triste sonrisa. Desaparece muy pronto de mis recuerdos de juventud y, sobre todo, lo tengo presente porque mi padre me contó que dicho caballero le había entregado el manuscrito, y, al deshacerse de él, le había dicho: «¡Ah!, poca gente creería lo que sucedía en Francia en esa época, pero he aquí un ejemplo. ¡Aunque ten en cuenta que no espero que lo creas!».
Cuando llegó el momento de examinar los papeles de mi difunto padre, el documento en cuestión apareció entre los demás. En aquel momento no le presté atención, pues estaba inmerso en cuestiones de negocios, y hasta ayer no lo encontré en estas mismas habitaciones, en el curso de una inspección periódica de mis papeles de ese banco del Strand que hay cerca de aquí. Nada más terminar la inspección, leí el manuscrito completo con ese entusiasmo que se deriva naturalmente de la sensación de que uno tendría que estar haciendo otra cosa. Está amarillento y descolorido, y, como ahora oirá, cuenta una historia muy extraña. Dice así:
Es bien conocido que, cuando el siglo
XVIII
tocaba a su fin y se acercaba el momento del enorme cambio que llevaba tiempo amenazando con acontecer, es bien conocido, digo, que los parisinos nos habíamos dejado arrastrar por el peor estado de ánimo posible. Decadentes, exhaustos, habíamos perdido el sentido de la diversión, y del sentido del deber… ¡Dios nos asista!, apenas nos quedaba nada. ¿Y qué decir de la responsabilidad del hombre? Estábamos aquí para divertirnos, si podíamos; y de lo contrario… siempre había un remedio.
Cualquier persona inteligente comprendía que aquel estado de cosas no podía durar mucho. Tenía que producirse alguna conmoción, afirmaban esas personas: una situación tan desquiciada no podía mejorar sin que antes aconteciese un ataque grave. Dicho «ataque grave» llegó y la gran Revolución francesa inauguró un nuevo modo de ver las cosas. Lo que voy a relatar, no obstante, no tiene nada que ver con la Revolución, sino que ocurrió varios años antes de que esa convulsión estremeciera al mundo y empezase una nueva era.
No debemos dar por sentado que quienes llevaban la voz cantante en la época y vivían una vida acomodada eran todos felices. De hecho, los hombres más ilustrados (y desdichados) habrían mirado con desprecio a un hombre franco y sincero que estuviera razonablemente contento con el mundo y pudiera divertirse en él, y lo habrían considerado carente de intelecto y estilo. Y lo cierto es que había muchos que pensaban así y los representantes de aquella clase enfermiza campaban a sus anchas. Por supuesto, habría sido muy improbable que despreciasen un método tan bien pensado como el suicidio para librarse de sus problemas, y no es exagerado decir que los sacrificios ofrecidos en tan terrible altar superaban los límites de toda proporción. ¡Era un recurso tan fácil para esquivar las dificultades…! ¿Escaseaba el dinero? ¿La mujer se ponía pesada o la amante, obstinada? ¿Soplaba viento de Poniente? ¿Los placeres dejaban de ser placenteros y el dolor seguía siendo doloroso? ¿La vida, por el motivo que fuese, no merecía la pena ser vivida? ¿Se había vuelto aburrida, un sacrificio, un infierno en la Tierra? Ahí estaba el remedio, siempre a mano: uno se libraba de ella. Y en cuanto a lo que hubiese más allá… ¡bah!, había que correr riesgos. Tal vez no hubiera nada. Tal vez nos esperasen los Campos Elíseos, con infinitas gratificaciones terrenales y una juventud y lozanía sempiternas. «Dejémoslo todo cuanto antes —decían los más hastiados—, ¿quién nos ayudará a hacerlo?». Medios no faltaban. Había ingeniosos venenos que lo despachaban a uno en un abrir y cerrar de ojos, casi sin enterarse. Había bañeras y lancetas, y cualquiera podía sentarse en un baño tibio, abrirse las venas y morir con decoro. Luego estaban las pistolas, preciosos juguetes incrustados de plata y madreperla y con tu escudo de armas y tu corona grabados en la culata, si es que se daba la probable circunstancia de que fueses marqués. Y ¿acaso no había carbón? Se decía que sus vapores producían el más profundo de los sueños: sin pesadillas, ni despertares. Pero había que asegurarse de sellar bien todas las rendijas, o podía uno inhalar un poco de aire y volver en sí con el viento de Poniente, los acreedores y demás inconvenientes de la vida, y encima con la cabeza congestionada después de tantas molestias. Todos los métodos con que puede apagarse la débil chispa de nuestra vida estaban de moda en aquella época, pero había un método en concreto de perpetrar tan terrible acto que se consideraba mucho más elegante que los demás, y de eso me dispongo a hablar ahora.
Había cierta preciosa calle en París, en el Faubourg St. Germain, en la que vivía un médico experto y erudito. Llamaremos a dicho erudito doctor Bertrand. Era un hombre de aspecto agradable e imponente, figura corpulenta y rostro apuesto y bien parecido, su edad rondaba entre los cuarenta y los cincuenta años, pero había un rasgo en su semblante en el que reparaban todos cuantos le conocían, aunque no todos habrían podido explicar lo que les impresionaba de él: sus ojos estaban muertos. Nunca cambiaban y apenas se movían. Su rostro se movía tanto como el de cualquiera, pero no así los ojos. Eran de un color plomizo y apagado y lo cierto es que parecían muertos, impresión que acentuaba el color lívido y poco saludable de la piel que rodeaba dichos órganos. Por su tono, la piel parecía mortecina.
El doctor Bertrand, a pesar de sus ojos muertos, era una persona de modales alegres y casi vivarachos, y de una sorprendente y constante amabilidad. Nada lo sacaba de sus casillas. Era, además, un hombre envuelto en un impenetrable misterio. Era imposible acceder a él, o derribar las barreras que su educación elevaba en torno a su persona. El doctor Bertrand había hecho muchos descubrimientos de provecho para el mundo científico. Era un hombre rico y su fortuna había aumentado mucho en los últimos tiempos. El médico no ocultaba su riqueza; disfrutar del lujo y del esplendor formaba parte de su naturaleza y nadaba en ambas cosas. Su casa, un palacete de tamaño mediano en la rue Mauconseil, oculto en un patio propio, lleno de flores y arbustos era un modelo de buen gusto. El comedor era el ideal de lo que debería ser una habitación de esa clase. Cuadros hermosos —no tristes ejemplos de muebles de pared— decoraban las paredes, que de noche iluminaban artísticamente unas lámparas de enorme potencia. El suelo estaba acolchado con las más espléndidas alfombras persas, las cortinas y las sillas estaban tapizadas con el mejor terciopelo de Utrecht y en el invernadero de fuera —siempre cálido— el agua jugueteaba constantemente en una fuente cuyo sonido era como música en aquel hermoso lugar.
Era lógico que el doctor Bertrand tuviese un comedor tan perfecto en su casa. Ofrecer cenas era una parte primordial de su negocio. En ciertos círculos, estas cenas eran muy celebradas, aunque siempre se hablaba de ellas «bajo la rosa»
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. Se murmuraba que su esplendor era fabuloso, que los platos y los vinos alcanzaban una perfección completamente desconocida en otros sitios; que a los invitados los atendían camareros que conocían su oficio, lo que es decir mucho; que cenaban sentados en butacas de terciopelo y comían en platos de oro; y se decía, además, que el doctor Bertrand conocía el espíritu de la época, que era un químico experimentado y que se daba por sentado que sus invitados no estaban del todo contentos con su vida y que no deseaban sobrevivir a la noche que seguía a la aceptación de su elegante hospitalidad.
¡Qué acusación tan extraña e intolerable! ¿Quién podría vivir bajo una imputación semejante? Al parecer, el médico; pues no sólo vivía, sino que medraba y prosperaba bajo ella. El del doctor Bertrand era un método fino y delicado de librarse de las dificultades de la vida. Uno cenaba en medio de un lujo incomparable y disfrutaba de excelente compañía, incluida la del propio médico. No sentía incomodidad ni dolor, pues el médico conocía muy bien su oficio; luego volvía a casa sintiéndose tal vez un poco adormilado, lo suficiente para que meterse en la cama resultase todo un placer, conciliaba el sueño en el acto —el médico sabía calcularlo con precisión— y despertaba en los Campos Elíseos. Al menos ahí era donde uno esperaba despertar. Ésa, por cierto, era la única parte del programa que el médico no podía garantizar.
Pues bien, una mañana llegó a casa del doctor Bertrand una carta de un joven caballero llamado De Clerval, en la que el remitente solicitaba que se le permitiese participar de su hospitalidad al día siguiente. Era el procedimiento habitual y (como también era habitual) acompañaba a la carta una generosa suma. A su debido tiempo se envió una educada respuesta que incluía una tarjeta con una invitación para el día siguiente y en la que se decía lo mucho que el médico estaba deseando conocer al señor De Clerval.
Un día de noviembre lluvioso y gris no es el mejor para reconciliar con la vida a alguien que previamente la reprobaba. De todos los sitios caían gotas. Los árboles de los Campos Elíseos, de los aleros de las garitas de los centinelas, de los paraguas de quienes disponían de aquel lujo, de los sombreros de quienes no; todo goteaba. De hecho, el goteo era una característica tan evidente de aquel día que el médico, con el fino tacto y el conocimiento de la naturaleza humana que lo caracterizaban, había dado órdenes, al organizar la velada, de que detuvieran la fuente del invernadero, por temor a que pudiese deprimir a los invitados. El médico tenía siempre mucho cuidado de no aguarles la fiesta.
Alfred de Clerval era una excepción entre los invitados habituales. En su caso, lo que le había empujado a ser huésped del médico no era el
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, ni el hastío de la vida, ni la necesidad de sensaciones fuertes. Era más bien una mezcla de pique y humillación, sumados a la convicción de que aquello en lo que había volcado su corazón, y que era lo único que podía hacerle feliz, estaba fuera de su alcance. Era impulsivo y exaltado por naturaleza, creía que su única oportunidad de ser feliz había desaparecido para siempre, y había decidido quitarse la vida. Por lo general, había dos grandes causas que empujaban el grano al molino del doctor Bertrand: los problemas económicos y los amorosos. Las dificultades de De Clerval eran del segundo tipo. Lo consumía una fiebre amorosa y de celos. Era, y había sido un tiempo, el devoto amante de la señorita Thérèse de Farelles, una famosa belleza de la época. Al principio todo había ido bien hasta que apareció en escena cierto vizconde de Noel, un primo de la dama, y los celos de De Clerval habían desencadenado varias escenas desagradables y por fin, una grave discusión, pues la señorita De Farelles era una de esas personas demasiado orgullosas para negar una imputación falsa cuando podrían hacerlo con mucha facilidad. Entretanto, De Clerval sólo había visto una vez al vizconde; de hecho, casi toda la relación entre éste y la señorita De Farelles había sido por carta, y esta correspondencia había sido en parte la que había causado la disputa.
Cuando De Clerval entró en el salón del doctor Bertrand donde se reunían los invitados antes de la cena, vio a un grupo de ocho o diez personas que, movidas como él por la desesperación, esperaban para reunirse en torno a la mesa del médico. Físicamente todos eran diferentes: los había gordos, flacos, rubicundos y pálidos. Sin embargo, había algo en lo que guardaban un mismo parecido: tenían todos una expresión inexpugnable que pretendía ser, y hasta cierto punto lo era, insondable.
Se ha dicho que había toda clase de personas en aquel grupo. He aquí, por ejemplo, a un hombre muy grueso con un semblante jovial y pletórico, que sin duda necesita ir al médico y que desde luego parece demasiado
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, pero ¿qué demonios hace aquí? Si se hubiese presentado por la mañana a consultar al médico sobre su digestión, habría sido comprensible, pero ¿qué hace aquí ahora? Sabe que a la mañana siguiente el mundo entero se enterará de que está arruinado y de que es un impostor. Sus negocios se hundirán como un castillo de naipes y, aunque hasta entonces ha disfrutado de buena posición entre sus semejantes, no podrá volver a asomar la nariz. Fiel a su cordialidad y a su amor por la buena compañía hasta el final, ha venido a poner fin a todo en sociedad. Sin duda, sólo el sistema del doctor Bertrand puede satisfacer las necesidades de ese desdichado especulador. ¡Loado sea, pues, el doctor Bertrand, que proporciona el modo de suicidarse a todo tipo de personas!
Hete aquí, sin ir más lejos, a otro individuo que atiende a una descripción muy distinta. Un hombre delgado, moreno y bien afeitado cuya expresión insondable parece más marcada que en los demás. Esta mañana, su ayuda de cámara llamó a su puerta y le entregó una carta que la
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había encontrado en el escritorio de la señora. La señora no se encontraba en la habitación, tan sólo estaba la carta delante del espejo. El señor la leyó, y helo aquí cenando con el doctor Bertrand, con el semblante totalmente pálido y sin decir una palabra.
Invitados como éstos y como De Clerval tenían un carácter excepcional. El hombre de la derecha era un joven alto y anémico, a quien Alfred vio apoyado en la repisa de la chimenea, demasiado lánguido para sentarse, estar de pie o reclinarse, y, por lo tanto, con tendencia a apoyarse. Era apuesto en simetría y proporción de rasgos, pero su gesto era terrible: tan inexpresivo, fatigado y desesperado que uno casi tenía la sensación de que ir a cenar con el doctor Bertrand era lo mejor que podía hacer. Iba espléndidamente vestido, y el valor de los botones de su chaleco y de sus gemelos parecía indicar que no era la pobreza lo que lo había llevado allí; igual que la vacuidad e inexpresividad de su rostro cansado apuntaban que era incapaz de sentir el amor necesario para verse empujado a ese último recurso. No, se trataba de un caso de
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: desesperado, terrible, definitivo. Algunos de sus amigos habían cenado con el doctor Bertrand y por lo visto había funcionado, pues no habían vuelto a importunarle. Se le ocurrió probar suerte, y ahí estaba ahora, a punto de sentarse a la cena. Había otros como él. Hombres que habían agotado su vida, o por así decirlo, agotado lo mejor que había en ellos, sus convicciones, su salud, su interés natural por las cosas que ocurrían bajo el sol, hombres cuyo corazón se había ido a la tumba hacía ya mucho tiempo y cuyo cuerpo estaba a punto de seguirlo.