—¿Es ésta la casa? —pregunté.
—Sí, ésta es. ¡Túmbate, Bey! Y se hurgó los bolsillos en busca de la llave.
Me acerqué a él, para asegurarme de que no me dejaba fuera, y vi, por el pequeño círculo de luz que vertía la linterna, una puerta como la de una cárcel. Un minuto después, giró la llave y yo me colé detrás de él.
Una vez dentro, lo miré todo con curiosidad y comprobé que estaba en un gran vestíbulo sujeto por varios postes, que, en apariencia, tenía varios usos diferentes. Un extremo estaba lleno de trigo hasta el techo, como un granero; el otro, de sacos de harina, útiles agrícolas, barriles y todo género de trastos; de las vigas colgaban hileras de jamones, hojas de tocino y ramilletes de hierbas secas para utilizar en invierno. En el centro había un enorme objeto que llegaba hasta la mitad de los postes y apenas estaba cubierto por una tela raída. Levanté una esquina de la tela y encontré, para mi sorpresa, un telescopio de tamaño considerable, montado sobre una tosca plataforma con cuatro ruedas. El tubo era de madera pintada, ceñido por bandas de metal burdamente colocadas; el espéculo, por lo que pude ver en aquella penumbra, medía al menos cuarenta centímetros de diámetro. Todavía estaba examinando el instrumento, y preguntándome si no sería obra de algún óptico autodidacta, cuando sonó bruscamente un timbre.
—Eso es por usted —dijo mi guía, con una sonrisa malévola—. Ahí está su habitación.
Señaló una puerta negra que había al otro lado del vestíbulo. Me dirigí allí, llamé con fuerza y entré sin pedir permiso. Un gigantesco anciano de cabello blanco se levantó de una mesa cubierta de libros y papeles y se enfrentó a mí con severidad.
—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿Cómo ha llegado aquí? ¿Qué es lo que quiere?
—James Murray, abogado en ejercicio. A pie a través del páramo. Comida, bebida y un sitio donde dormir.
Arqueó las pobladas cejas en un gesto ceñudo.
—Esto no es una casa de huéspedes —dijo altivo—. Jacob, ¿cómo osas dejar entrar a un desconocido?
—No le he dejado entrar —refunfuñó el viejo—. Me ha seguido por el páramo y se coló en la casa antes que yo. No puedo enfrentarme a alguien que mide un metro noventa.
—Y dígame, señor, ¿con qué derecho se ha colado usted en mi casa?
—Con el mismo que me habría agarrado a su bote si me estuviese ahogando. El derecho a proteger mi vida.
—¿Proteger su vida?
—Ya hay casi tres centímetros de nieve —repliqué lacónico—, y, antes de que amanezca, habrá suficiente para taparme por completo.
Dio varias zancadas hasta la ventana, apartó una gruesa cortina negra y se asomó.
—Es cierto —afirmó—. Puede usted quedarse, si quiere, hasta mañana. Jacob, sirve la cena.
Con un gesto, me indicó que tomara asiento; luego ocupó su propio sillón y volvió a sumergirse en los estudios de los que yo lo había sacado.
Dejé la escopeta en un rincón, acerqué una silla al fuego, y examiné con calma el lugar donde me encontraba. Aunque más pequeña y menos desordenada que el vestíbulo, en la sala muchas cosas despertaron mi curiosidad. En el suelo no había alfombra. En algunos sitios, las paredes enjalbegadas estaban cubiertas de extraños diagramas y en otros colgaban estantes repletos de instrumentos científicos cuyo uso me era desconocido en su mayor parte. A un lado de la chimenea había una librería llena de mohosas ediciones en folio; al otro, un organillo fantásticamente decorado con tallas pintadas de santos medievales y demonios. A través de la puerta entornada de un armario, al fondo de la habitación, vi un largo despliegue de muestras geológicas, preparaciones quirúrgicas, crisoles, retortas y frascos llenos de productos químicos; en la repisa de la chimenea que tenía al lado, entre varios pequeños objetos, había una maqueta del sistema solar, una pequeña batería galvánica y un microscopio. Todas las sillas estaban ocupadas. En todos los rincones se amontonaban libros. El propio suelo estaba tapizado de mapas, moldes, papeles, calcos y todo género de trastos eruditos.
Lo miré todo con una sorpresa que aumentaba con cada nuevo objeto sobre el que se posaban mis ojos. Nunca había visto una habitación tan extraña; pero ¡aún más extraño era encontrarla en una granja perdida en medio de aquellos páramos agrestes y solitarios! Una y otra vez miré a mi anfitrión y todo lo que lo rodeaba, preguntándome qué y quién podía ser. Tenía una cabeza muy elegante, aunque parecía más la cabeza de un poeta que la de un filósofo. Ancha en las sienes, prominente por encima de los ojos, y cubierta de una hirsuta mata de cabello completamente blanco, tenía el idealismo y la aspereza del busto de Ludwig van Beethoven. Compartía las mismas arrugas en las comisuras de la boca y los mismos surcos en el ceño fruncido. Y también su expresión concentrada. Todavía estaba mirándolo cuando se abrió la puerta y entró Jacob con la cena. Su amo cerró el libro, se levantó y, con modales más corteses que hasta entonces, me invitó a sentarme a la mesa.
Delante de mí pusieron un plato de huevos con jamón, una barra de pan moreno y una botella de un jerez excelente.
—Sólo puedo ofrecerle sencilla comida de granja, caballero —se excusó mi anfitrión—. Confío en que su apetito compensará las deficiencias de nuestra despensa.
Yo me había abalanzado ya sobre la comida y afirmé, con el entusiasmo del cazador hambriento, que nunca había comido nada tan delicioso.
El anciano inclinó rígidamente la cabeza y empezó a dar cuenta de su propia y austera cena, que consistía en un vaso de leche y un cuenco de gachas. Cenamos en silencio y, cuando terminamos, Jacob se llevó la bandeja. Luego volví a acercar mi silla al fuego. Mi anfitrión, para mi sorpresa, hizo lo mismo y, volviéndose de pronto hacia mí, dijo:
—Señor mío, he vivido veintitrés años en un estricto retiro. En ese tiempo, apenas he visto caras nuevas y no he leído un solo periódico. Es usted el primer desconocido que cruza mi puerta en más de cuatro años. ¿Le importaría a usted informarme acerca del mundo exterior, del que me despedí hace ahora tanto tiempo?
—Por favor, pregunte lo que quiera —repliqué—. Estoy enteramente a su servicio.
Inclinó la cabeza agradecido, apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en la palma de la mano, miró fijamente el fuego y empezó a interrogarme.
Sus consultas se referían, sobre todo, a cuestiones científicas, con cuyos últimos avances aplicados a la vida cotidiana no estaba él familiarizado. Yo no era, por mi parte, ningún experto en ciencias y le contesté lo mejor que pude; no obstante, no fue tarea fácil, y me sentí muy aliviado cuando, al pasar de las preguntas a la discusión, empezó a sacar sus propias conclusiones sobre los hechos que yo había tratado de exponerle. Habló y yo le escuché como hechizado. Habló hasta que creo que casi se olvidó de mi presencia y se dedicó a pensar en voz alta. Nunca había oído nada parecido y no he vuelto a oírlo desde entonces. Familiarizado con todos los sistemas filosóficos, sutil en el análisis y atrevido en las generalizaciones, vertió sus pensamientos en un torrente ininterrumpido y, todavía inclinado en actitud pensativa y con la mirada fija en el fuego, pasó de un asunto a otro, de especulación a especulación, como un soñador inspirado. De la ciencia práctica a la filosofía teórica, de la electricidad por cable a la electricidad nerviosa, de Watts a Mesmer, de Mesmer a Reichenbach, de Reichenbach a Swedenborg, Spinoza, Condillac, Descartes, Berkeley, Aristóteles, Platón, y los magos y místicos de Oriente, transiciones que, por descabelladas que parezcan en rango y variedad, parecían tan lógicas y armoniosas viniendo de sus labios como una secuencia musical. Poco a poco, he olvidado mediante qué conjetura o ejemplo, pasó a ese campo que se extiende más allá de la frontera incluso de la filosofía más especulativa y queda fuera del alcance de cualquier hombre. Habló del alma y de sus aspiraciones, de los poderes del espíritu, de las visiones, de la profecía y de aquellos fenómenos que, bajo el nombre de fantasmas, espectros y apariciones sobrenaturales, han negado siempre los escépticos y creído a pies juntillas los crédulos de todas las épocas.
—El mundo —afirmó— es cada vez más escéptico ante lo que queda más allá de su estrecho radio, y nuestros científicos fomentan esa fatídica tendencia. Condenan por fabuloso todo lo que se resiste a la experimentación. Rechazan por falso todo lo que no puede comprobarse en el laboratorio o la sala de disección. ¿Qué otra superstición ha sido tan combatida como la creencia en las apariciones? Y, no obstante, ¿qué superstición se ha aferrado de manera tan firme y duradera a la imaginación de los hombres? Muéstreme cualquier hecho físico, histórico y arqueológico que goce de testimonios tan amplios y variados. Hombres de todas las razas, épocas y climas lo han atestiguado, desde los sabios más serenos de la Antigüedad hasta el más tosco salvaje de nuestros días, cristianos, paganos, panteístas y materialistas, y, sin embargo, los filósofos de nuestro tiempo tratan el fenómeno como si fuese un cuento infantil. Las pruebas circunstanciales pesan para ellos como una pluma en la balanza. La comparación de las causas y sus efectos, por valiosos que sean en la ciencia física, se desprecian por irrelevantes y poco fiables. Las pruebas de testigos capaces, por muy concluyentes que resulten en los tribunales, no valen nada. A quien piensa antes de hablar, lo denuncian por charlatán; a quien cree, lo consideran un loco o un soñador. —Habló con amargura y, después de decir todo esto, guardó silencio unos minutos. De pronto, alzó la cabeza y añadió con la voz y los modales alterados—: Yo, señor mío, me detuve a pensar, investigué, creí y no me avergoncé de explicar mis convicciones al mundo. Me tacharon de visionario y mis contemporáneos me ridiculizaron y expulsaron entre abucheos de ese campo de la ciencia al que me honraba haber consagrado los mejores años de mi vida. Todo eso sucedió hace justo veintitrés años. Desde entonces he vivido como ve usted ahora, el mundo me ha olvidado y yo lo he olvidado a él. ¿Comprende?
—Es una historia muy triste —murmuré, sin saber muy bien qué decir.
—Es una historia muy común —replicó—. Tan sólo he sufrido por la verdad, como muchos otros mejores y más sabios que yo.
Se levantó, como si quisiera concluir la conversación y se acercó a la ventana.
—Ha parado de nevar —observó soltando la cortina y volviendo junto al fuego.
—¡Que ha parado! —exclamé poniéndome en pie—. ¡Oh, ojalá pudiera…! Pero ¡no!, es imposible. Aunque lograse orientarme en el páramo. No podría andar treinta kilómetros esta noche.
—¡Andar treinta kilómetros esta noche! —repitió mi anfitrión—. ¿Qué le preocupa?
—Mi mujer —repliqué con impaciencia—. Mi joven mujer que no sabe que me he perdido y que ahora mismo debe de estar medio muerta de miedo y preocupación.
—¿Dónde está?
—En Dwolding, a treinta kilómetros de aquí.
—En Dwolding —repitió pensativo—. Sí, es cierto que está a treinta kilómetros; pero… ¿tan preocupado está que no puede esperar siete u ocho horas?
—Tan preocupado que daría diez guineas por un guía y un caballo.
—Su deseo puede cumplirse por mucho menos —respondió sonriendo—. La diligencia del norte, que cambia de caballos en Dwolding, pasa a siete kilómetros de aquí y estará en cierto cruce de caminos dentro de una hora y cuarto. Si Jacob le acompañase a través del páramo y le dejase en el antiguo camino de la diligencia, supongo que sabría seguir hasta donde se cruza con el nuevo.
—Desde luego, nada me gustaría más.
Volvió a sonreír, llamó al timbre, dio instrucciones a su viejo sirviente y cogiendo una botella de whisky y un vaso de vino del armario donde guardaba las medicinas dijo:
—Hay mucha nieve y será difícil andar por el páramo esta noche. ¿Un vaso de
usquebaugh
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antes de partir?
Yo habría rechazado el licor, pero insistió tanto que me lo bebí. Me bajó por la garganta como una llama líquida y casi me dejó sin aliento.
—Es fuerte —dijo—, pero le quitará el frío. Y, ahora, no pierda ni un instante más. ¡Buenas noches!
Le agradecí su hospitalidad y le habría estrechado la mano si no se hubiera dado la vuelta sin dejarme terminar la frase. Un minuto después, volví a cruzar el vestíbulo, Jacob cerró la puerta con llave y volvimos a estar en el vasto páramo nevado.
Aunque el viento había amainado, seguía haciendo mucho frío. Ni una sola estrella brillaba en la negra bóveda del cielo. Ningún sonido, aparte del rápido crujido de la nieve que pisábamos, perturbaba el denso silencio de la noche. Jacob, no muy satisfecho con su misión, arrastraba los pies delante de mí y guardaba un hosco silencio, con la linterna en la mano y la sombra a sus pies. Yo le seguí con la escopeta al hombro, tan poco inclinado como él a la conversación. Mis pensamientos giraban en torno a mi anfitrión. Su voz seguía resonando en mis oídos. Su elocuencia había cautivado mi imaginación. Incluso hoy recuerdo, con sorpresa, cómo mi excitado cerebro recordaba frases enteras, asociaciones de imágenes y razonamientos espléndidos y fragmentarios con las mismas palabras con que él los había expresado. Meditando sobre lo que había oído y tratando de recordar una conexión olvidada aquí y allá, seguí a mi guía absorbido y abstraído. De pronto —al cabo, me pareció a mí, de sólo unos minutos— se detuvo y dijo:
—Ahí está su camino. Siga la cerca de piedra que tiene a la derecha y no tiene pérdida.
—Entonces, ¿éste es el antiguo camino que seguía la diligencia?
—Sí, éste es.
—Y ¿cuánto falta para el cruce?
—Unos cinco kilómetros. —Saqué la bolsa, y se volvió más comunicativo—. El camino está bien para recorrerlo a pie, pero era demasiado estrecho y empinado para las diligencias. Pasará usted por un sitio donde la cerca está rota, cerca del poste indicador. No la han arreglado desde el accidente.
—¿Qué accidente?
—La diligencia volcó y cayó al valle de abajo, hay más de quince metros de caída… justo en el peor tramo de todo el camino.
—¡Qué horrible! ¿Hubo muchas víctimas?
—Todos. Cuatro murieron en el acto y los otros dos al día siguiente.
—¿Cuánto hace de eso?
—Nueve años.
—¿Junto al poste indicador? Lo tendré presente. Buenas noches.
—Buenas noches, señor, y gracias.
Jacob se metió la media corona en el bolsillo, hizo un vago gesto de llevarse la mano al sombrero y se fue renqueando por donde había venido.