Un día llegó a Rutland Hall cierto sir Harry, cuyo apellido no me molestaré en recordar pues no merece la pena hacerlo. Era un soltero acaudalado y de buena familia y la señora de la casa observaba con interés sus movimientos. El tal sir Harry adoptó la costumbre de fumar sus cigarros en el sendero de los setos y, en más de una ocasión, se encontró con mi pequeña benefactora mientras daba su solitario paseo y contempló su hermoso y lozano rostro bajo el viejo sombrero negro hasta sacarle los colores. Teecie modificó su recorrido como una liebre perseguida, pero sir Harry le siguió el rastro y la incomodó con sus cumplidos. El asunto llegó a oídos de la señora Rutland, que descargó su rabia sobre la niña indefensa. Ignoro qué lamentables reproches y acusaciones le dedicó en la larga conversación a solas que sostuvo con ella, pero esa tarde, a la hora del té, cuando entré en el cuarto de los niños con una pelota nueva en la mano para Jack (el menor y menos desagradable de la pandilla), vi el rostro de Teecie tristemente ensombrecido por vez primera. Estaba enrojecido e hinchado de tanto llorar. Me resisto a trasladar al papel ciertas observaciones que hice
sotto voce
al verla desfigurada de aquel modo.
—Vamos, vamos, Teecie —dije mientras la niñera trataba de sofocar las protestas derivadas de que el «primo Guy» no hubiera llevado algo para los demás, y no sólo para Jack—. ¿Dónde está tu estoicismo, mujer? ¿Cómo voy a seguir tus consejos si me das tan mal ejemplo? —Teecie no dijo una palabra y se quedó mirando el fuego. En esa ocasión, la herida había llegado hondo. ¡Sir Harry, señora Rutland de Rutland Hall, no imagináis cuánto me habría gustado romperos vuestras inútiles cabezas en ese momento!—. Teecie —dije—, al menos tienes un amigo, aunque no sea muy distinguido.
Ella movió la cabeza de forma expresiva. Traducido significaba: «Lo comprendo, pero ahora no puedo decir nada». Poco a poco, no obstante, fue recobrando el ánimo y volvió a la mesa para reclamar su ración de té y de tostadas con mantequilla, y yo empecé a arreglar un arco perteneciente a Tom, uno de los jefes de las tribus salvajes, un auténtico cacique incivilizado.
Apenas dos días después, me sentí más que tentado de emplear la vara en los hombros de aquel joven caballero. Esa hermosa mañana, Tom decidió meterse con Teecie. Le cogió las muletas y se paseó por el cuarto imitando su cojera, y luego se las llevó fuera, sin atender a sus súplicas de que se las devolviera, y las hizo pedazos con un hacha. Teecie se quedó indefensa en la oscuridad y el desorden del cuarto de los niños. A partir de entonces quedó convertida en una prisionera, que miraba con ojos de deseo la ventana y contemplaba los hermosos senderos campestres. Tom observó su paciencia con la indiferencia más atroz. Pero ¿por qué hablar de Tom? Tanto entonces como ahora no pude sino pensar que personas mayores que él habían planeado el cruel encierro de aquel precioso pajarillo.
El pájaro languidecía en su rama, pero ¿a quién le preocupaba? La niñera afirmó que era una vergüenza y se mostró más amable de lo normal con la prisionera, aunque no sabría decir si su ternura se debía a las coronas que de vez en cuando le daba yo… gracias a la guinea, claro. Oh, sí, gracias a la guinea. Y había otra amiga que a veces expresaba interés por la existencia de Teecie Ray. Se trataba de la misma lady Thornton, cuya generosidad me había provisto indirectamente de dinero de bolsillo en mi estancia en Rutland Hall. Yo había hecho todo lo posible por ganarme el favor de aquella señora. Era una dama simpática y anciana, y me caía bien. Resultó que un día, durante el encierro de Teecie Ray, pasó a invitar a los Rutland y a sus huéspedes, grandes y pequeños, más y menos elegantes, a una fiesta que iba a celebrarse en su casa, a varios kilómetros de allí. Por pura casualidad, yo estaba solo en el salón cuando llegó y aproveché la oportunidad para contarle la historia de las muletas de Teecie.
—¡Es un niño malo! —dijo—. ¡Muy malo y retorcido! Tenemos que conseguirle muletas nuevas antes de la fiesta.
—Desde luego —respondí sinceramente.
La anciana echó la cabeza atrás elevando la barbilla de un modo peculiar y mirándome a través de las gafas.
—Sin duda —repuso—. Y dígame, joven, ¿qué interés tiene usted por Teecie Ray?
Sonreí.
—¡Oh, Teecie y yo somos muy buenos amigos!
—¡Teecie y usted! —repitió—. ¿Es usted consciente de que la señorita Ray tiene dieciocho años?
—Ah, ¿sí? No se me da bien calcular la edad de las niñas.
—Pero Teecie no es ninguna niña, señor Rutland. ¡Le aseguro que Teecie Ray es una mujer!
¡Teecie Ray una mujer! No pude contener la risa. ¿Qué? ¡Mi pequeña benefactora, mi amiga del alma! Mucho me temo que escandalicé a lady Thornton con mi desdén por aquella idea. En ese momento, Christina Rutland entró en la habitación y me libró del apuro. Sin embargo, varias veces a lo largo de aquel día volví a echarme a reír al pensar en lo que me había dicho lady Thornton. ¿Teecie Ray una mujer? ¡Absurdo!
Una mañana, cuando apenas faltaba una semana para la fiesta, sucedió algo curioso. Los dueños de la casa se reunieron a deliberar en la biblioteca antes del desayuno. Un objeto extraordinario acababa de llegar de Londres a Rutland Hall. Dicho objeto era una enorme caja de madera a nombre de Teecie Ray. Cuando la abrieron llenos de excitación vieron que contenía un par de muletas.
¡Y menudo par de muletas! Ligeras e idénticas, eran una elaborada obra de arte. La varilla era de concha de tortuga con molduras de plata exquisitamente labrada y estaba rematada con dos elegantes almohadillas de terciopelo bordado. Los adultos de la casa se quedaron petrificados. ¿Quién ha podido hacer esto?, se preguntaban todos. ¿Quién, desde luego? ¿Quién habría oído hablar de Teecie Ray fuera de Rutland Hall? Aquellas muletas eran muy costosas. En seguida supe a qué conclusión llegarían todos. Creyeron que sir Harry era el responsable. Era una espina en su costado y yo me froté las manos de alegría.
Tras considerar la cuestión muy desazonados, decidieron no decir nada a Teecie del misterioso regalo. No le convenían y 1e llenarían la cabeza de ideas absurdas. A pesar de la llegada de sus preciosas muletas nuevas, la pobre Teecie siguió tristemente recluida en el cuarto de los niños. Ocultaron la caja de madera y su contenido y no dijeron nada de su existencia.
Esperé unos días para ver si los adultos se ablandaban, pero en vano. El pájaro siguió posado en su percha. Ninguna mano amiga parecía tentada de abrirle la puerta de la jaula y dejarlo volar. Teecie siguió, un día tras otro, sentada en su silla en el cuarto de los niños, cosiendo el dobladillo de los mandiles para la niñera o zurciendo los calcetines de los mocosos, mirando con afán por la ventana y cada día más pálida por falta de aire fresco. Aun así, seguía sin quejarse ni rebelarse. Entretanto, la preparación de las Navidades tenía agitada a toda la casa, y los críos estaban extasiados con la perspectiva de la fiesta de Navidad de lady Thornton. Reinaba mucha excitación en el cuarto de los niños pensando en los nuevos vestidos y se oían incontables discusiones sobre cintas, muselinas y perifollos. Sólo Teecie callaba con su vestido raído. Sus manos se atareaban haciendo lazos, pespunteando pañuelos, y cosiendo rosetas en los zapatos. Era una trabajadora eficaz y ellos la tenían siempre ocupada. Al ver lo bien que le quedaban las cintas sobre el regazo, pensé que era una lástima que no tuviese un vestido alegre como los demás.
Nadie le preguntaba: «Teecie, ¿qué te vas a poner tú?», ni siquiera: «Teecie, ¿a ti no te han invitado?». Ninguno parecía pararse a pensar por un instante que Teecie pudiera querer divertirse como los demás. ¿Cómo iba a ir, si estaba coja y no tenía muletas?
Dio la casualidad de que tuve que ir al pueblo de al lado a hacer un recado. Era ya tarde cuando, a mi regreso, pasé por la mejor sombrerería del pueblo y pregunté por un paquete.
Sí, el paquete estaba listo. Una enorme caja plana. «¿No querría el caballero ver el precioso vestido de la señorita?». Abrieron la caja y agitaron ante mis ojos una nube de un vaporoso tejido. Por supuesto, no sabría describirlo, pero era blancuzco, muy puro y transparente y con una pizca de rosa que asomaba como una especie de rubor. Muy elegante, afirmé tratando de hacerme el entendido. Sólo tenía un defecto: ¿no era demasiado largo para una joven?, pregunté recordando la figura que debía adornar, con la falda corta que llegaba sólo al borde de las botas, tan bien remendada.
—¡Oh, señor —respondió el sombrerero con dignidad—, usted nos dijo que la joven tenía dieciocho años y, como es lógico, le hemos hecho una falda larga!
Llegué a casa entrada la noche. Dos carruajes llenos de gente muy alegre partían justo en ese momento. Pocos minutos más tarde, yo estaba en el cuarto de los niños con el paquete del sombrerero en la mano. Ahí estaba la pequeña Cenicienta, con la mejilla apoyada en la mano mientras contemplaba los restos de cintas, fragmentos de encaje, tijeras, flores, y bobinas de hilo esparcidos a su alrededor. Había sido un día muy fatigoso y, ahora que habían conseguido lo que querían de ella, habían vuelto a dejarla sola.
Un destello de satisfacción cruzó su rostro al verme.
—¡Oh, pensé que se había ido con los demás! —afirmó.
—No —respondí—, todavía no me he ido, pero pronto lo haré. He venido a buscarla.
—¡A buscarme! —repitió apesadumbrada—. Ya sabe que no puedo ir. Aunque pudiera andar no tengo vestido.
—Un amigo le envía un vestido —dije— y yo me encargaré de proporcionarle unas muletas. Niñera, ¿querría usted coger esta caja y vestir a la señorita Teecie lo antes posible? Tenemos un carruaje esperando en la puerta. —Al principio, Teecie se ruborizó tanto que pensé que iba a echarse a llorar, luego se puso pálida y pareció asustarse. La niñera, a quien le había entregado de tapadillo un generoso regalo de Navidad, se deshizo en halagos sobre del vestido—. ¡Vamos, Teecie —dije—, apresúrate! Y temblando, entre el miedo y el deleite, la muchacha permitió que la niñera se la llevara para vestirla.
Cuando volví de mi expedición con las maravillosas muletas de plata y concha de tortuga debajo del brazo, Teecie estaba ya lista.
Teecie estaba lista. Aquellas tres palabras tan sencillas significaban tanto que creo que debo detenerme y tratar de explicarlas mejor. No significaban que Teecie, la niña a quien yo acostumbraba llamar «mi pequeña benefactora», tuviese un bonito vestido nuevo y estuviera adecentada para una fiesta juvenil como los demás niños, sino que, cuando volví, encontré al lado de la chimenea a una preciosa joven con un precioso vestido en tonos arrebolados. En cuanto volvió la cabeza, comprendí que el dulce rostro que rodeaban los rizos infantiles seguía siendo el mismo, pero, aun así, la antigua Teecie Ray había desaparecido, y en su lugar había (¡
peccavi
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, lady Thornton!) una mujer encantadora. Los tres estábamos ridículamente sorprendidos por la repentina metamorfosis que acababa de producirse. Teecie era demasiado sencilla para ocultar que había reparado con extraña timidez y deleite en el cambio sufrido. La niñera llevaba tanto tiempo acostumbrada a tratarla como a una niña que se quedó de una pieza. Por mi parte, al principio me asustó lo que había hecho, luego me encantó y por fin sentí una extraña torpeza y casi tanta timidez como la propia Teecie.
Cuando le ofrecí las muletas, la niñera me miró como si fuese un príncipe disfrazado, salido de las
Mil y una noches
. Yo experimenté una curiosa sensación mientras Teecie las probaba deslizándose sin cojear por el suelo del cuarto de los niños, las pequeñas almohadillas de terciopelo ocultas entre nubes de encaje y muselina debajo de sus hombros blancos y redondeados, mientras los frunces vaporosos y suavemente sonrosados del vestido rozaban las relucientes varillas plateadas. ¡No sé por qué, pero en ese momento pensé extasiado en una guinea en una caja de caramelos, que guardaba en el único y destartalado baúl que había llevado a Rutland Hall!
Nuestro carruaje nos esperaba. Ya no podíamos volvernos atrás. Teecie y yo pronto estuvimos recorriendo a toda prisa los caminos nevados que conducían a casa de lady Thornton. No trataré de describir el resto de aquella velada memorable, o la sensación causada por nuestra llegada, la sorpresa y mortificación de mis amables parientes o la mezcla de satisfacción e incomodidad de la anfitriona que, aunque encantada de ver a su pequeña protegida, se las arregló para susurrarme enfadada al oído: «Y bien, señor, ¿cómo acabará esto?».
Para Teecie era una escena nueva y maravillosa, pero el temor que le inspiraba el ceño fruncido de la señora Rutland le impidió disfrutarla. Los dos presentimos que esa noche se desencadenaría sobre nosotros una terrible tormenta, y no nos equivocábamos. Ninguno de los parientes de Rutland Hall nos prestó la menor atención. A la hora de volver a casa, regresaron en sus dos carruajes y nosotros, en el mismo en que habíamos ido. Cuando llegamos, encontramos al primo George y a su mujer esperándonos en la biblioteca armados hasta los dientes. Comprendí que no iban a tener piedad. La señora Rutland cogió a Teecie entre sus garras y se la llevó dejándome a mí con su marido. No creo necesario repetir todo lo que nos dijimos aquella noche.
—Primo —dijo—, hemos sufrido tu insolente intromisión demasiado tiempo. Mañana mismo debes abandonar esta casa.
—Primo George —repliqué—, no te acalores. Me iré mañana mismo, pero sólo con una condición: que Teecie Ray venga conmigo, si así lo quiere.
Me miró espantado.
—¿Sabes —preguntó— que es una huérfana sin amigos ni dinero a quien he protegido con mi caridad?
—Quiero convertirla en mi mujer —respondí orgulloso—, siempre, claro está, que haya tenido la suerte de haberme hecho merecedor de su afecto.
—Y luego —replicó desdeñoso—, ¿de qué piensas vivir? ¿Del aire o de tus amigos?
—De ti no, George Rutland —dije mirándolo a los ojos—. Óyeme bien. Os he puesto a prueba. He venido a separar el grano de la paja y habéis resultado ser sólo paja, a excepción del único grano dorado que tengo en la palma de la mano. Y tengo intención de guardarlo y conservarlo, si puedo. ¡Ojalá Dios me lo permita!
—Muy bien —dijo George—, muy bien. Recuerda, no obstante, que desde este momento yo me lavo las manos de lo que os pueda ocurrir a los dos: a ti, Guy Rutland, y a ella, Teecie Ray.
—¡Amén! —respondí y, deseándole buenas noches, di media vuelta y lo dejé allí plantado.