La señora Lirriper (10 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La señora Lirriper
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Pasaré deprisa varios meses. A Theresa volvió a embargarla el miedo, aunque más bien diría el remordimiento, pues ahora, que Bessy se había ido, y estaba muerta y enterrada, todas sus virtudes inocentes y su sencilla feminidad le volvían a la imaginación… no como cualidades fatigosas, sino admirables y con un valor que había sido demasiado ciega para percibir. Además, Bessy había sido su antigua compañera, en los felices días de la infancia y la inocencia. Ahora, Theresa no sólo no buscaba, sino que evitaba, la compañía de Duke. Es cierto que se quedó en el castillo y que la única condición que puso fue que la señora Hawtrey fuese a vivir bajo el mismo techo. Duke sintió profundamente la muerte de su mujer, aunque con sensatez, como correspondía a su carácter. Estaba perplejo por la pena de Theresa, sabiendo, como sabía vagamente, que Bessy y ella no habían vivido en perfecta armonía. Pero últimamente pasaba mucho tiempo en Londres, puesto que era un hombre de Estado en pleno ascenso, y cuando en otoño pasaba algún tiempo en el castillo admiraba enormemente el modo extraño y paciente en que Theresa se portaba con la anciana señora. Duke tuvo la impresión de que la señora Hawtrey había asumido el poder absoluto en su casa, y de que la alegre Theresa se había sometido a sus fantasías incluso con más docilidad de lo que lo habría hecho su propia hija. En cuanto a Mary, Theresa siempre había sido amable e indulgente con ella.

Llegó otro otoño y antes de que pasara se renovaron antiguos lazos, y Theresa se comprometió a convertirse en la mujer de su primo.

Hubo dos personas a quienes afectó mucho la noticia cuando se promulgó: una —y era natural, dadas las circunstancias— fue la señora Hawtrey, que se tomó aquella boda como una profunda ofensa personal contra ella misma y contra el recuerdo de su hija; tras rechazar orgullosamente todas las súplicas de Theresa y la invitación de Duke para que siguiera residiendo en el castillo, alquiló habitaciones en el pueblo. La otra persona a quien afectó profundamente la noticia fue Victorine.

A raíz del compromiso de Theresa, pasó de ser una mujer seca, activa y enérgica de edad mediana a hundirse en el sopor pasivo de la edad avanzada. Fue como si no sintiese más necesidad de esforzarse, cansarse o agotarse. Buscaba la soledad, no pedía mas que quedarse en la habitación contigua al vestidor de Theresa, a veces sumida en ensoñaciones y a veces dedicada a una intrincada labor de una manera casi espasmódica. Aunque allí a donde iba Theresa, allí iba también ella. Theresa había pensado que su vieja niñera preferiría quedarse en el castillo en la tranquilizadora paz del campo a acompañarla a ella y a su marido a la casa que habían alquilado en Grosvenor Square para la temporada parlamentaria. Pero la mera proposición pareció irritar a Victorine de un modo inexpresable. Consideró la oferta como una señal de que Theresa la daba por caducada… de que su pupila estaba harta de ella y deseaba sustituirla por una doncella más joven. Una vez se le metió la idea en la cabeza fue imposible convencerla de lo contrario y eso condujo a frecuentes estallidos de mal humor en los que reprochaba violentamente a Theresa su ingratitud con su más fiel seguidora.

Un día, Victorine fue un poco más lejos que de costumbre en sus expresiones, y Theresa, por lo general tan tolerante con ella, le dijo por fin:

—¡La verdad, Victorine!, esto no es más que una desgracia para las dos. Dices que nunca te sientes tan malvada como cuando estoy cerca, que mi ingratitud es tal que mis amigos tendrían que apartarse de mí. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer? Dices que nunca eres tan desgraciada como cuando estás conmigo. ¿Debemos separarnos? ¿Serías más feliz así?

—¿A esto hemos llegado? —exclamó Victorine—. En mi país, un edificio se considera a prueba de vientos, de tormentas y del paso del tiempo, si el primer cemento utilizado se asperjó con sangre humana. Pero ni siquiera nuestro secreto, a pesar de haber sido asperjado con sangre, puede conseguir que nuestras vidas sigan unidas. Así que ¡cómo han de hacerlo el amor y todos los cuidados que os dediqué en mi juventud, cuando todavía era fuerte!

Theresa se acercó al sillón donde estaba Victorine. La cogió de la mano y la apretó entre las suyas.

—Habla, Victorine —dijo con voz ronca—, y dime a lo que te refieres. ¿Cuáles nuestro secreto? ¿Y qué quieres decir con eso de que es un secreto de sangre? Habla. Tengo que saberlo.

—¡Cómo si no lo supieseis! —replicó Victorine secamente—. ¿No recordáis mis visitas a Bianconi, el boticario italiano del Marais, hace mucho tiempo? —Miró a Theresa a la cara, para ver si sus palabras le habían dado a entender más de lo que decían. No; la mirada de Theresa era grave, pero limpia e inocente.

—Me dijiste que ibas a aprender la composición de ciertos ungüentos, cosméticos y remedios caseros.

—Sí, y pagué muy caro el aprendizaje —afirmó Victorine con una risita—. Aprendí más de lo que habéis dicho, señora condesa. Aprendí la naturaleza secreta de muchas drogas… y, por decirlo claramente, aprendí el arte del envenenamiento. Y —prosiguió poniéndose de pronto en pie— todo lo aprendí por vos. Para emplearlo en vuestro servicio… por vos, que me apartáis ahora en mi vejez. ¡Por vos!

Theresa se puso mortalmente pálida. Pero trató de no mover ni un músculo y de no apartar ni por un momento los ojos de los ojos que la desafiaban.

—¿En mi servicio, Victorine?

—¡Sí! ¿Recordáis la medicina que había preparado para vuestro marido cuando lo llevaron a casa muerto?

—¡Gracias a Dios su muerte no pesa sobre tu conciencia!

—¿Gracias a Dios? El deseo de verlo muerto pesa sobre la vuestra, y la intención de libraros de él pesa sobre la mía. Y no me avergüenza. ¡No! No lo habría hecho por mí, pero sí por vos que sufríais tanto. Osó golpearos a vos, a quien había criado a mis pechos.

—¡Oh, Victorine! —respondió Theresa con un escalofrío—. Esos días ya pasaron. No los recordemos ahora. Si fui malvada es porque era muy desdichada; y ahora soy tan feliz, tan inexpresablemente feliz que… ¡deja que trate de hacerte feliz también a ti!

—Deberíais intentarlo —dijo Victorine, que todavía no se había calmado—. ¿Es que no veis que esa acción incompleta e impedida por el destino volvió a ponerse en práctica, y que ahora os estáis beneficiando de mi pecado, si es que fue tal cosa?

—¡Victorine! ¡No sé a qué te refieres! —Sin embargo, algún temor debía de haberla dominado, pues no paraba de temblar y estremecerse.

—Ah, ¿no? La señora Brownlow, la pueblerina de la rectoría de Crowley, necesitaba descansar y olvidar la muerte del niño que tanto la acongojaba. Ayudé al médico a conseguirlo. Ahora descansa y ya debe de haberse encontrado con su bebé, si lo que cuentan los curas es cierto. ¡Y vos, mi reina, reináis en su lugar! No tratéis a la pobre Victorine como si hubiese extraviado el juicio y estuviese diciendo locuras. He oído hablar de jugarretas parecidas, una vez cometido el crimen, cuando el criminal ha dejado de ser necesario.

Esa noche, Duke se quedó de una pieza cuando su mujer le suplicó que le diera permiso para regresar con Victorine y sus demás criados a la reclusión de Crowley Castle. ¡Ella, la niña mimada de la ciudad, la poderosa hechicera que había subyugado a la sociedad entera, y, sobre todo, la mujer adorable y la compañera sincera, tenía ahora este repentino capricho por el retiro más absoluto y por abandonar a su marido justo cuando él empezaba a apreciar lo que era una verdadera esposa! ¿Acaso se encontraba mal de salud? Apenas una noche antes había deslumbrado a todos con su belleza y había estado de muy buen humor; esa misma mañana estaba alegre y cariñosa. Pero Theresa negó estar indispuesta y pareció súbitamente reacia a hablar de sí misma y tan abatida que a Duke no le quedó más remedio que concederle lo que pedía y dejarla partir. La echó muchísimo de menos. Se acabaron los desayunos
tête-á-tête
, animados por sus ingeniosas bromas y alegrados por sus cariñosas caricias. Se acabó la amable secretaria sentada a su lado largas horas sin cansarse. Cuando alternaba en sociedad ya no estaba pendiente de él la mujer más encantadora. Cuando regresaba de la Cámara a casa por la noche, no había nadie que se interesase por sus discursos o se indignara por todo lo que le molestaba y se enorgulleciera de la admiración que había cosechado. No veía la hora de ir a ver a su mujer un par de días, pues sus cartas le parecían sosas y aburridas después de gozar de su brillante compañía. Y no es raro que las cartas de Theresa fuesen sombrías, sabiendo lo que sabía.

Apenas osaba acercarse a Victorine, cuyo estado de ánimo era cada día más variable como si de verdad hubiese extraviado el juicio. En ocasiones parecía desdichada de ver a Theresa tan enferma y en apariencia tan triste. Otras veces sentía celos porque imaginaba que la evitaba y se apartaba de ella. Así que, fatigada por aquellas pasiones, la salud de Victorine fue empeorando a lo largo de aquel verano.

El único consuelo de Theresa parecía ser la compañía de la pequeña Mary. Era como si no pudiera verter suficiente amor sobre la pequeña huérfana, que le devolvía el cariño con el encantador afecto de su edad. Siempre que iba a ver a Victorine llevaba entre los brazos a la niña de tres años, y la dejaba jugar en el vestidor cuando la anciana francesa, en un ataque de celos, iba a peinar a su señora con manos temblorosas. Para no ofender a Victorine, Theresa no contrató los servicios de ninguna otra doncella; y para evitar tener que hablar con ella con franqueza, se las arregló para tener siempre a la pequeña Mary consigo cuando pasaba a visitarla. La presencia de la niña la obligaba a sujetar la lengua; a veces interrumpía sus ataques de cólera para acariciar a la pequeña mientras jugaba a sus pies, y sólo lanzaba algún que otro dardo a Theresa advirtiendo a Mary contra la ingratitud.

Theresa se fue hundiendo cada vez más en aquella vida terrible. Fue a ver a la señora Hawtrey y le rogó que fuera a pasar una larga temporada en el castillo. Estaba sola, afirmó, y solicitaba la compañía de la señora como un favor personal. No fue fácil persuadirla, pero cuanto más se resistía más suplicaba Theresa, y una vez instalada en el castillo, comprobó que ni siquiera su hija había sido tan humilde y servicial ni había estado tan pendiente de sus más ínfimos deseos como lo estaba ahora la orgullosa Theresa.

No obstante, la señora del castillo cada vez estaba más abatida, y cuando Duke fue a verla se quedó consternado por su aspecto. Ella afirmaba estar bien, tan sólo algo cansada. Y, si tenía algo más que le rondaba por la cabeza, se negó a hacerle partícipe de sus preocupaciones. Duke la observaba de cerca y trataba de adelantarse a todos sus deseos. Vio el cariño que le tenía a Mary y pensó que nunca había visto a una madre tan tierna y afectuosa con el hijo de otra mujer. Le sorprendió su paciencia con la señora Hawtrey y recordó que él mismo no había sido nunca tan comprensivo con su suegra, y cómo la brillante Theresa había rechazado y despreciado antes a la mujer del pastor. Con aquel renovado aprecio por las virtudes y encantos de su adorada, la idea de perderla se le hacía insoportable.

No quiso atender a súplicas ni objeciones. Antes de volver a la ciudad, donde su presencia era una necesidad política, buscó el mejor consejo médico que pudo recabar en la comarca. Llegaron los médico; poco podían hacer por ella, si su afirmación de que no le preocupaba nada era cierta. Nada.

—¡Procure animar usted a su marido, mi querida señora! —le dijo el médico, que había conocido a Theresa desde niña, pero a quien sólo se mandaba llamar en caso de enfermedades graves, puesto que vivía en una lejana ciudad de provincias—. ¡Anímelo, y así tal vez mejore usted también, consintiendo a sus deseos de cambiar de aire! Brighthelmstone es un pueblo tranquilo junto al mar. Consienta, como una buena esposa, en ir allí unas semanas.

Así que Theresa, harta de resistirse, aceptó y Duke hizo todos los preparativos para llevarla a ella, a la pequeña Mary y a todos los criados necesarios a Brighton, como se lo conoce ahora. Decidió por su cuenta que la asistente personal de su esposa fuese alguna mujer lo bastante joven para cuidarla y atenderla, y no Victorine, a quien en realidad Theresa servía como una criada. Pero ni Theresa ni Victorine supieron nada de aquel plan hasta que la primera estuvo en el coche con su marido a varios kilómetros del castillo. Luego, él, un tanto exultante por su modo de ahorrarle a su mujer el pesar y los inconvenientes de la decisión, le explicó que Victorine se había quedado en casa y que una nueva doncella londinense les estaba esperando en su destino.

Theresa se limitó a exclamar: «¡Oh! ¿Qué dirá Victorine?», se tapó el rostro con las manos y se quedó muda y temblorosa. Lo que dijo Victorine, cuando descubrió la trampa, pues eso y no otra cosa le pareció, que le habían tendido, es demasiado terrible para reproducirlo aquí. Se dejó arrastrar por una cólera sin límites y luego enfermó de tal modo que los criados, consternados y aterrorizados, fueron a buscar a la señora Hawtrey. Pero, cuando ésta llegó, Victorine cerró los ojos y se negó a mirarla.

—¡Lleva a su hija de la mano! ¡No quiero verla! —gritaba aterrada sin dejar de temblar como si sufriera un ataque de malaria—. Traed a la condesa. Que ella se enfrente a la muerta. Yo no lo haré. Querían que descansara… también la condesa, para que pudiese reposar en su lugar legítimo. Theresa, Theresa, ¿dónde estás? Tú me tentaste. Lo que hice, lo hice en tu servicio. ¡Y ahora te has ido y me has dejado con la difunta! Al fin y al cabo, era la misma medicina que le dio el médico, sólo que él le dio poca y yo le di mucha. Mi señora la condesa invirtió bien su dinero cuando me envió con aquel viejo italiano a aprender el oficio. Lociones para el cutis y un uso discriminado de los remedios. Yo preparé los remedios y Theresa se aprovechó de ellos, y ahora ella es la esposa y me ha dejado aquí con la muerta. Theresa, Theresa, ¡vuelve y sálvame de la difunta!

La señora Hawtrey se quedó horrorizada.

—Traed al pastor —le dijo en voz baja a uno de los criados.

—El médico del pueblo viene para acá —observó alguien que había cerca—. ¡Qué desvaríos! ¿Está delirando?

—No se trata de ningún delirio —respondió la madre de Bessy—. ¡Ojalá Dios quisiera que lo fuese!

Theresa pasó un día muy feliz con su marido en Brighthelmstone, antes de que él partiera para Londres. Lo observó alejarse a caballo, seguido por un criado con su baúl. Duke se volvió varias veces para saludar con el pañuelo a su mujer, antes de que una curva del camino la apartara de su vista. Tenía que atravesar un pueblecito a menos de quince kilómetros de su casa, donde lo esperaba un criado con el resto del equipaje y las cartas. Allí encontró una nota imperiosa y extraña que requería su inmediata presencia en Crowley Castle. Algo en el rostro asustado del criado impulsó a Duke a preguntarle. Pero lo único que éste respondió fue que Victorine estaba agonizando y que la señora Hawtrey había dicho que, tras leer aquella carta, su señor volvería sin duda y no necesitaría el equipaje. Era evidente que se trataba de algo grave. Duke volvió al castillo a pleno galope. El pastor salió a recibirlo.

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