La señora Lirriper (26 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

BOOK: La señora Lirriper
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El médico se inclinó ante aquella avalancha de invectivas. Estaba profundamente avergonzado de lo ocurrido, semejantes incidentes eran muy raros. Había gente cuya constitución desafiaba todo cálculo posible, gente que no sabía cómo vivir ni cómo… En fin, sólo podía expresar su más profundo pesar. ¿No querrían hacerle el favor de probar el nuevo vino que acababan de servir? Era un Lafitte de una añada famosa, y vació una copa para dar ejemplo.

—¿Te has fijado en lo que había comido ese caballero? —preguntó el doctor Bertrand a su fámulo—. El que ha organizado la escena.

—Por desgracia —respondió el otro—, probó, uno tras otro, tres de los platos más especiados. En mi opinión… aunque eso a mí no me atañe…

—Sí, sí, sí. ¿Qué ibas a decir?

—En mi opinión, señor, no ha sido muy juicioso servir seguidos platos tan fuertes.

—Cierto, cierto —respondió el médico—, tomaré nota del caso.

Entretanto, De Clerval y su vecino habían reanudado su conversación. El desconocido parecía sentir cierto interés por su compañero de mesa. Era como si siguiera pensando que el comedor del médico no era sitio para un hombre tan joven.

—No —respondió De Clerval—, he razonado y pensado bien lo que estoy haciendo. Me quedaba una única oportunidad de ser feliz, después de haber perdido o desperdiciado muchas, dicha oportunidad falló y ya no me queda nada, no hay nada que pueda proporcionarme la menor satisfacción. El mundo me resulta inútil y tampoco le sirvo de nada al mundo.

Se hizo una pausa. Tal vez, De Clerval creyera que en tales circunstancias no hay mucho margen para argumentar, tal vez presintiera que razonar contra el camino que había escogido y contra el que se sentía obligado a razonar era absurdo… En cualquier caso guardó silencio y el desconocido prosiguió:

—Es curioso cómo a veces perdemos de vista a algunos de nuestros parientes por un tiempo, incluso durante mucho tiempo, y luego alguna circunstancia nos vuelve a poner en contacto con ellos, y la relación se vuelve íntima y frecuente. Eso me pasó a mí con mi prima. Llevaba años sin verla. Yo había vivido mucho tiempo lejos de París, en Rusia, Viena y otros sitios, asignado al cuerpo diplomático. De todas las disipaciones que pueden encontrarse en las distintas cortes a las que fui destinado, incurrí en las más disipadas; y cuando regresé a París me tenía por un hombre totalmente exhausto para quien era impensable sentir cualquier emoción verdadera. Pero me equivocaba.

—No hay nada —observó Alfred— sobre lo que los hombres se equivoquen con más frecuencia.

—Bueno, el caso es que estaba equivocado —prosiguió el desconocido—. Tras un período de muchos años volví a ver a mi prima y encontré en ella cualidades irresistibles y diferentes de aquellas con las que me había topado hasta entonces en el mundo, como la frescura y la sinceridad…

—Hay mujeres así en el mundo —lo interrumpió De Clerval.

—En una palabra —continuó el caballero sin darse por enterado de la interrupción—, llegué a la conclusión de que, si lograba unir su destino y el mío, aún podría disfrutar de una nueva vida llena de felicidad. Me convencí de que podría despojarme de mis antiguas vestiduras, librarme de mis malos hábitos y… empezar de nuevo. ¡Pensé que me acompañaría y ayudaría, que sería mi guía por el buen camino, que ella conocía mucho mejor que yo! Decidí probar suerte y que mi vida dependiera del resultado. Ayer mismo lo supe… y la consecuencia es que… estoy aquí. —Alfred guardó silencio, embargado por una extraña compasión por aquel hombre. A pesar de sus propias desventuras, aún parecía quedar sitio en su corazón para sentir lástima por su compañero de mesa—. En esa terrible conversación —prosiguió el desconocido—, la obligué a decir la verdad. Thérèse no era una mujer extrovertida. Tenía cierta reserva que le impedía mostrarse tal como era a todo el mundo. Era un defecto, igual que lo era su orgullo, el pecado de quienes no han caído nunca. —Desde el momento en que pronunció el nombre de Thérèse, Alfred se sintió más interesado por la narración que estaba escuchando. Ahora atendía a cada palabra casi con avaricia—. La obligué a decir la verdad. Creo que lo confesó de mala gana, pues no quería desilusionarme y privarme de una esperanza que no podía tener fundamento alguno. Le rogué que me dijera, en nombre del cielo, si había alguien en el mundo que ocupase el sitio que yo aspiraba a ocupar en su corazón. Dudó, pero yo seguí presionándola y la obligué a admitirlo. Sí, había alguien, alguien que era dueño de su corazón para siempre. Quise saberlo todo: su nombre, su condición. Y lo hice. Llegué a saberlo todo, la historia de su amor y el nombre de mi rival.

—Y ¿cómo se llamaba? —preguntó Alfred con una voz que le pareció casi ajena.

—Alfred de Clerval.

Alfred se puso en pie de un salto y miró al médico.

—Me ama —balbució—, ¡y yo aquí!

El repentino movimiento de De Clerval llamó la atención de todos.

—¡Ah, otro! —gritaron los invitados—. Otro que no sabe cómo comportarse. Otro que va a empezar a chillar y a volvernos locos, y que morirá delante de nuestros ojos.

—¡No, no! —gritó Alfred—. ¡No, no! ¡Nada de morir, sino vivir! Tengo que vivir. Todo ha cambiado y apelo a este médico para que me salve.

—¿Qué significa que «todo ha cambiado»? —susurró el hombre cuya narración había desencadenado aquello—. ¿Acaso ha cambiado por lo que le he dicho?

Se armó tanto bullicio que De Clerval no pudo responder. Aquellos desdichados parecían sentir envidia ante la posibilidad de una escapatoria. Incluso el médico trató en vano de restaurar el orden.

—¡Ah, un renegado! —gritaron los invitados—. ¡Cobarde! Tiene miedo. ¡Se lo ha pensado mejor! Impostor, ¿para qué ha venido aquí?

—¡Alto ahí, caballeros! —gritó Alfred en un tono que hizo vibrar las copas—. No soy ni un cobarde ni un renegado. Vine aquí a morir, porque quería morir. Y ahora quiero vivir… no por capricho ni por miedo, sino porque las circunstancias que me hacían desear la muerte han cambiado, porque no he sabido la verdad hasta este momento, en este comedor, en esta mesa, de boca de este caballero.

—Dígame —repuso el desconocido, cogiéndolo del brazo—, ¿qué tiene mi historia que ver con todo esto? A menos que… a menos…

—Señor vizconde De Noel —replicó el otro—, soy Alfred de Clerval, y la historia que me ha contado es la de Thérèse de Farelles. Juzgue usted si tengo motivos para vivir o no.

Los rasgos del vizconde sufrieron una pavorosa convulsión y volvió a desplomarse en su asiento.

Entretanto, los invitados del doctor Bertrand continuaron haciendo ruido.

—No admitimos razón alguna —masculló uno de aquellos desdichados enloquecidos— para quebrantar nuestro pacto con la Muerte. Somos sus partidarios. Hemos venido a honrarla en buena camaradería. ¡Viva la Muerte! He aquí un hombre que quiere ser infiel a nuestra religión. Un renegado, repito, y ¿cuál ha de ser el destino de los renegados?

—Sígame sin perder un minuto —susurró una voz al oído de Alfred—. Corre usted un terrible peligro.

Era el criado del médico. Alfred dio media vuelta para seguirle. Luego dudó, se inclinó a toda prisa y le dijo estas palabras a De Noel al oído.

—Por el amor del cielo, no permita que sacrifiquen su vida de un modo tan horrible. Venga conmigo, se lo ruego.

—¡Demasiado tarde! ¡Todo ha terminado! —balbució agonizando el vizconde. Tras un esfuerzo infructuoso por decir más, extendió los brazos sobre la mesa y su cabeza cayó con fuerza sobre ellos.

—Pronto será demasiado tarde para usted también —insistió el criado del médico cogiendo a Alfred del brazo. Cuando De Clerval cruzó la portezuela que había abierto el hombre, todos corrieron tras él y se hizo evidente por qué poco había escapado. El criado, no obstante, cerró y atrancó la puerta a tiempo, y aquellos pobres desgraciados, borrachos y envenenados, vieron así frustradas sus intenciones.

Ahora, una vez consumada la fuga y pasada la excitación de los primeros momentos, una extraña debilidad y mareo dominaron a De Clerval, que se desplomó en un sofá al que se había acercado sin darse cuenta. Era una sala muy espaciosa iluminada por una única lámpara con pantalla, sobre un buró o escritorio lo bastante grande para ocupar un extremo de la habitación y que estaba cubierto de papeles, botellas, instrumental quirúrgico y otros objetos médicos. Toda la estancia estaba repleta de ese tipo de material y daba a una dependencia más pequeña en la que había crisoles, un horno, muchas preparaciones químicas y un baño que podía calentarse de inmediato.

—El doctor vendrá en seguida —afirmó el fámulo acercándose a De Clerval con una copa en la mano en la que había un bebedizo que había mezclado a toda prisa—. Entretanto, me encargó que le diese esto.

De Clerval bebió el brebaje y el criado se marchó. Sin duda, tenía cosas que hacer en alguna otra parte. Antes de salir, no obstante, advirtió a Alfred de que procurase por todos los medios no quedarse dormido.

Para obedecer sus instrucciones y consciente de que lo embargaba una creciente somnolencia, De Clerval se puso a andar de un lado al otro. No era el mismo. Se detenía, casi sin darse cuenta a mitad de su paseo, perdiendo la conciencia por un instante, luego despertaba de pronto violentamente al notar que estaba a punto de perder el equilibrio, y una vez incluso cayó al suelo. Pero se puso en pie en el acto, consciente de que su vida dependía de ello. Se impuso tareas mentales, ejercicios de memoria y trató de convencerse de que estaba en plena posesión de sus facultades pensando en dónde se encontraba, lo que había sucedido y cosas parecidas: «Estoy en el despacho del doctor… El doctor… —se decía—. Lo sé todo… Estoy esperando para ver… Esperando, para ver… Estoy esperando al doctor…». Justo cuando, a pesar de todos sus esfuerzos, empezaba a caer en un estado de insensibilidad, el doctor Bertrand, a quien no había oído entrar, apareció delante de él. Al ver al médico se animó.

—Doctor, ¿puede usted salvarme?

—Antes de nada, debo preguntarle algo —replicó el médico—. Se trata de uno de los platos servidos en la mesa… Haga usted memoria. ¿Probó usted el curry
á l’Anglaise
?

De Clerval guardó silencio un momento e hizo un violento esfuerzo por recobrar sus facultades.

Por fin recordó algo que acabó de convencerle.

—No, no lo probé. Recuerdo haber pensado que en Francia no sabemos preparar platos ingleses y no me serví.

—En tal caso —repuso el doctor Bertrand—, todavía hay esperanza. Sígame a la otra habitación.

Durante mucho tiempo, la vida de Alfred de Clerval corrió un grave peligro. Aunque no había probado aquel plato en particular que incluso el doctor Bertrand se consideraba incapaz de contrarrestar, había ingerido suficiente veneno para que su recuperación fuese más que dudosa. Es probable que sólo aquel hombre que había estado a punto de causarle la muerte pudiera salvarle la vida. Pero el doctor Bertrand sabía cuál era el daño —cosa que no saben todos los médicos— y cómo combatirlo. Así que, tras una larga y tediosa enfermedad y convalecencia, Alfred se recuperó lo bastante para dejar de visitar al médico, cosa que estaba deseando hacer, y aprovecharse de la información que había obtenido del desdichado vizconde De Noel.

Ignoro si la señorita De Farelles fue capaz de perdonar el crimen que su amado había estado a punto de cometer, teniendo en cuenta que lo que le había empujado a cometerlo había sido su amor por ella, pero estoy convencido de que sí lo hizo.

La carrera del doctor Bertrand fue muy corta. Las prácticas con las que estaba amasando su enorme fortuna no tardaron en llegar a oídos de la policía y, a su debido tiempo, las autoridades decidieron que lo mejor para la salud del médico era pasar el resto de sus días cerca de Cayena, donde, si así le placía, podría invitar a cenar a convictos de los que el Gobierno pueda prescindir más fácilmente.

OTRO ANTIGUO HUÉSPED RELATA SUS VIVENCIAS COMO PARIENTE POBRE

ROSA MULHOLLAND

La noche era muy desapacible y había nieve en las calles, auténtica nieve londinense, medio derretida, pisoteada y sucia de barro. Yo recordaba muy bien aquella nieve, aunque hacía quince años que no veía su triste rostro. Y ahí estaba, formando los mismos surcos que entonces y tendiendo las mismas trampas en las aceras. Pocas horas después de llegar de Suramérica vía Southampton, me instalé en el hotel Morley, de Charing Cross, y contemplé con melancolía las fuentes, paseé insatisfecho por la habitación y traté de alegrarme de haber dejado de ser un trotamundos y haber vuelto por fin a casa.

Aticé el fuego y consideré largamente mi pasado mientras contemplaba las brasas. Recordé cómo me había amargado la infancia tener que depender de mi rico y respetable tío, cuya única pasión era la vanagloria y que consideraba mi existencia un mero engorro, no tanto porque tuviese que aflojar la cartera para vestirme y pagar mi educación, como porque, cuando crecí, pensó que no podría añadir fama a su apellido. Recordé cómo, en aquellos días, yo apreciaba la belleza y poseía cierta ternura casi femenina, que me habían extirpado a fuerza de desdén. Recordé el mal disimulado alivio de mi tío ante mi decisión de viajar al extranjero para buscar fortuna, la fría despedida de mi único primo y el amargo y solitario adiós a Inglaterra, apenas endulzado por la impaciente esperanza que más que alegrarme me consumía: la esperanza de hacerme rico y famoso merced a mi propio esfuerzo, y obligar así a respetarme a quienes ahora me despreciaban.

Sentado junto al fuego, llamé al timbre y el camarero subió a verme: era un anciano cuyo rostro yo recordaba. Le hice varias preguntas. Sí, conocía al señor George Rutland; recordaba que, muchos años antes, se alojaba en el Morley, cuando viajaba a Londres. El anciano caballero siempre se había alojado en él. Pero ahora, George era demasiado importante para el Morley. La familia siempre viajaba a la ciudad en primavera, pero, en esta época del año, su dirección sería, sin duda, «Rutland Hall, Kent».

Una vez conseguida la información que buscaba, me puse a escribir una carta:

Querido George:

Supongo que reconocer mi letra te sorprenderá tanto como una aparición surgida de la tumba. No obstante, ya sabes que siempre he sido un bala perdida, y no he tenido la elegancia de morirme todavía. Me avergüenza no poder anunciar que he hecho fortuna, pero la desdicha persigue a los más trabajadores y mejor intencionados. Sigo siendo joven, aunque haya perdido quince de los mejores años de mi vida, y quiero dedicarme a alguna ocupación de provecho. Entretanto, estoy deseando veros a ti y a los tuyos. Cuando se pasa mucho tiempo lejos de casa y de los parientes, se aprende a valorar un amistoso apretón de manos. En lugar de esperar tu respuesta, partiré para Kent pasado mañana y calculo que llegaré a la hora de la cena. Ya ves que cuento con que te alegrará alojarme unas cuantas semanas, hasta que tenga tiempo de buscar algún trabajo.

Sigo siendo, querido George, tu viejo amigo y tu primo.

GUY RUTLAND

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