Doblé aquella misiva y la metí en el sobre. «Ahora averiguaré de qué pasta están hechos», pensé con complacencia mientras escribía la dirección: «Sr. George Rutland, Rutland Hall, Kent».
Serían las siete de una gélida tarde cuando llegué a la imponente entrada de Rutland Hall. Ningún primo George salió corriendo a recibirme. «Por supuesto —pensé para mis adentros—, no estoy acostumbrado a las formalidades de este país. Estará esperándome dentro de pie sobre el felpudo». Me abrió la puerta un individuo muy solemne de forma tan maquinal y silenciosa como si llevara presenciando a diario mi regreso a casa con la familia desde el día mismo de su nacimiento. Me hizo pasar a un majestuoso vestíbulo, pero ningún felpudo sostenía los pies impacientes del digno dueño de la casa. «¡Ah! —me dije—, tal vez no sea de buen tono. Sin duda debe de estar en el salón, esperando impaciente sobre la alfombra de la chimenea y apenas tengo tiempo de vestirme para la cena».
Así que me resigné a las circunstancias y seguí tímidamente a un guía que se ofreció a llevarme a la alcoba asignada para alojarme. Tuve que recorrer una distancia considerable antes de llegar. «¡Dios mío —pensé—, creía que las habitaciones de una casa semejante estarían amuebladas con más elegancia!».
Me lavé, y, siguiendo otra vez a mi guía, llegué a la puerta del salón. Mientras bajaba las escaleras fui pensando amables discursos con los que saludar a mis parientes. No soy una persona brillante, pero puedo resultar agradable si me lo propongo, y en esta ocasión había decidido esforzarme al máximo.
La puerta del salón estaba a un extremo del vestíbulo y mi llegada había sido tan silenciosa que imaginé que mis ansiosos anfitriones apenas serían conscientes de que me hallaba en la casa. Pensé que debía darles una sorpresa. La puerta se abrió y se cerró a mis espaldas. Miré a un lado y a otro y vi… oscuridad y nada más.
¡Ah, sí, había algo más! Un fuego resplandeciente arrojaba oleadas de luz a través de las sombras, y, justo al amor de la lumbre, había una figura menuda sentada en un sillón. Era una niña de unos quince o dieciséis años, que llevaba un vestido raído y corto de color negro y que, sin duda, se estaba estropeando la vista leyendo a la luz del fuego. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y una masa de cabellos rubios se extendía sobre un cojín de terciopelo mientras sujetaba el libro en el aire para atrapar la luz. Era evidente que estaba disfrutando de su soledad y no imaginaba que nadie pudiera interrumpirla.
Estaba tan absorta en su libro, la puerta se había abierto y cerrado de un modo tan silencioso y el salón era tan grande que me vi obligado a hacer ruido para llamar su atención. Se sobresaltó mucho y alzó la mirada con un temor nervioso pintado en el semblante. Soltó el libro, se sentó y alargó la mano para aferrar un objeto en el que yo no había reparado y que estaba apoyado contra una silla: una muleta. Luego se puso en pie sujetándose en ella y me miró. La pobrecilla era coja y tenía a su lado un par de muletas.
Me presenté y pareció perder un poco el miedo. Me pidió que me sentara con una naturalidad un tanto forzada que no le sentaba bien. Cogió su libro y lo dejó sobre el regazo, sacó una redecilla de un hueco del sillón y, ruborizándose, procedió a recoger sus rizos en la red. Luego se sentó en silencio, pero dejó la mano en las muletas, como si estuviera dispuesta a atravesar cojeando, de pronto, el salón y dejarme allí solo.
—Thomson habrá pensado que no había nadie aquí —dijo, deseosa de explicar su presencia—. Siempre me quedo en el cuarto de los niños, pero a veces, cuando todos salen y dispongo del salón para mí sola, me gusta leer aquí.
—¿El señor Rutland no está en casa? —pregunté.
—No, han salido todos a cenar.
—Ah, ¿sí? ¿Acaso tu padre no ha recibido mi carta?
Ella se ruborizó hasta la raíz del cabello.
—No soy la señorita Rutland —respondió—. Me llamo Teecie Ray. Soy huérfana. Mi padre era amigo del señor Rutland, y él cuida de mí por caridad. —Pronunció la última palabra con un involuntario temblor del labio, pero luego prosiguió—: No sé nada de la carta, aunque me pareció oír que esperaban la llegada de un caballero. No obstante, al ver que salían a cenar, pensé que sería otro día.
«Una conclusión muy razonable», me dije y empecé a pensar en el entusiasmo con que me había recibido mi afectuoso primo George. Si yo era el caballero al que esperaban, es que había recibido mi carta, y en ella se especificaban claramente el día y la hora de mi llegada. «¡Ay, primo George —murmuré para mis adentros—, no has cambiado ni un ápice!»
Después de llegar a esta conclusión, alcé la vista y me encontré con la penetrante mirada de un par de grandes e inteligentes ojos grises. Mi joven anfitriona me estaba observando con tal curiosidad pintada en el rostro que no pudo sino divertirme. Decía simplemente: «Sé más de lo que usted cree, y le compadezco. Ha venido aquí con unas expectativas que no se cumplirán. Le esperan muchas humillaciones. Ni siquiera sé cómo se le ha ocurrido venir. Si yo saliera de esta casa, jamás volvería a poner un pie en ella. Si supiese cómo salir al mundo del que usted viene, no dudaría un instante en marcharme de aquí con mis muletas. No, ni siquiera el placer de una hora robada como ésta, en un sillón de terciopelo, bastaría para hacer que me quedara».
No sé cómo pude leer todo aquello en su mirada, pero es lo que decía. Entendí tan bien el lenguaje de su semblante como si alguien me hubiera traducido cada palabra al oído. Tal vez una luz interior, encendida hacía mucho tiempo, antes de que naciera la pequeña huérfana, o de que George Rutland se convirtiera en propietario de Rutland Hall, me ayudase a descifrar tanta información de manera tan rápida. Sea como fuere, ciertas sospechas se convirtieron en certezas en mi imaginación y se creó un extraño vínculo de simpatía entre ella y yo.
—Señorita Ray —dije—, ¿qué opina usted de un hombre que, después de pasar quince años en el extranjero, tiene la desvergüenza de volver a casa sin un chelín en el bolsillo? ¿No cree que tendrían que lapidarlo?
—Me lo había imaginado —respondió ella moviendo la cabeza, alzando los ojos con otra de sus miradas astutas—. Lo supe en cuanto le instalaron en un cuarto tan malo. Han reservado las mejores habitaciones para los invitados de la semana que viene. La casa estará llena en Navidad. No es bueno —añadió pensativa.
—¿Qué es lo que no es bueno? —pregunté.
—Lo de que no tenga un chelín en el bolsillo. Lo despreciarán a usted por eso, y los criados no tardarán en averiguarlo. Tengo una guinea que me dio la anciana lady Thornton el día de mi cumpleaños, y, si la acepta usted como préstamo, me alegrará mucho. Yo no la necesito, y siempre podrá usted devolvérmela cuando le vayan mejor las cosas.
Lo dijo en un tono tal de gravedad financiera que tuve que hacer un esfuerzo por no echarme a reír. Era evidente que me había tomado bajo su protección. Su aguda inteligencia preveía las trampas y dificultades que tendría que sortear en mi estancia en Rutland Hall e imaginaba que, en mi inocencia, no sospechaba lo que me esperaba. La contemplé divertido, mientras ella consideraba muy seria mis intereses pecuniarios. Sentí el capricho de ceder a la extraña confianza que había surgido tan espontáneamente entre nosotros. Respondí gravemente:
—Le agradezco mucho su oferta, y estaré encantado de aceptarla. ¿No tendrá usted el dinero a mano?
Cogió sus muletas y salió cojeando a toda prisa de la habitación. En seguida volvió con una cajita de caramelos que puso entre mis manos. Al abrirla encontré una guinea cuidadosamente envuelta en papel de plata.
—¡Ojalá pudiera darle más! —dijo tristemente, mientras yo la guardaba con caja y todo en el bolsillo—. Pero ¡casi nunca me dan dinero!
En ese momento, el solemne personaje que antes me había acompañado de un lado a otro anunció que la cena estaba servida.
Al volver al salón descubrí, con enorme decepción, que mi pajarillo protector había volado. Teecie Ray había vuelto cojeando al cuarto de los niños.
A la mañana siguiente, en el desayuno, me presentaron a la familia. Descubrí que, en conjunto, eran más o menos como había imaginado. Mi primo George se había convertido en un pomposo y corpulento
pater familias
; y, a pesar de sus frías expresiones de afecto, era evidente que lamentaba mucho volver a verme. La señora Rutland se limitó a mirarme con fría cortesía. Las jovencitas me trataron con educado desinterés. Había que ser muy obtuso para no darse cuenta de cuál era el lugar que me habían reservado en Rutland Hall: el más bajo de todos. Yo era algo terrible: una persona sin importancia. George se entretuvo unos días mostrándome sus elegantes y variadas posesiones, y luego, cuando llegaron sus invitados, dejó que me las arreglara solo. Las señoritas Rutland aceptaron que las acompañara cuando salían a pasear a caballo hasta que aparecieron otros jinetes más atractivos. En cuanto a la señora de la casa, apenas se molestó en disimular su irritación por tener que alojarme indefinidamente bajo su techo. Lo cierto era que no hacía mucho que se movían en aquellos círculos y no les convenía tener con ellos a un pariente pobre que los llamara «primos» y pululara por su mansión. Por mi parte, no era ciego, aunque no me gustara ver ninguna de estas cosas. Procuré instalarme lo más cómodamente posible dadas las circunstancias, acepté lo mejor que pude el desdén y la desconsideración, y me mostré tan cordial y amable como si fuese el residente más apreciado de la casa. Era lógico que semejante mezquindad por mi parte motivase su desprecio. No me quejé. Lo acepté igual que el resto de su hospitalidad y sonreí satisfecho a medida que iban pasando los días. La melancolía que me había embargado nada más regresar a Inglaterra había desaparecido. ¿Cómo iba a ser de otro modo si estaba rodeado de amables parientes y había sido generosamente recibido bajo su hospitalario techo?
En cuanto descubrí que los invitados disfrutaban de cierta libertad para elegir sus diversiones y disponer de su tiempo en Rutland Hall, aproveché yo mismo el privilegio. Escogí a mis propios amigos y me divertí como mejor me pareció. Al ver que no siempre era bien recibido en el salón, me las arreglé mediante una serie de hábiles estratagemas para tener libre acceso al cuarto de los niños. Allí crecían cinco o seis retoños de la familia Rutland. Pasada cierta hora del día, a ningún adulto se le ocurría siquiera entrar en aquella lejana habitación. Las cinco de la tarde era la hora del té para los niños, y, en mi opinión, la más agradable de las veinticuatro que tenía el día. La niñera era una mujer sobria, que sabía guardarse sus opiniones y apreciaba que le hiciera un regalito de vez en cuando. Los niños no eran muy simpáticos, sino unos granujillas traviesos y maleducados. Me tenían cierto afecto, porque a veces les llevaba regalos diversos que había comprado en mis solitarios paseos a caballo: libros ilustrados, muñecas o golosinas, adquiridos con la guinea de Teecie Ray. Así se lo di a entender a ella una noche que la tenía a mi lado observando cómo los distribuía, y movió la cabeza con satisfacción. Pensó que estaba economizando mi capital muy bien. Y lo cierto es que aquella guinea sufragó muchas pequeñas extravagancias.
Cualquiera que fuese mi situación en Rutland Hall, la de Teecie Ray era sencillamente insoportable. Un espíritu menos valeroso se habría sentido intimidado y quebrantado, una naturaleza menos delicada habría acabado volviéndose tosca y grosera. Los criados no le hacían caso, los niños la manejaban a su antojo: desahogaban con ella su mal humor, sin ahorrar golpes ni insultos, y le exigían a toda hora que satisficiese sus caprichos. La niñera era la única que la protegía a veces de sus ataques, cuando podía hacerlo sin arriesgarse ella misma, pero no estaba autorizada a tratar a aquellas monadas del único modo que habría servido para enderezarlos. Entre los adultos, la sola presencia de Teecie Ray, o la mera mención de su nombre, eran suficientes para perturbar su calma. «¿Qué vamos a hacer con esa niña? —oí que le decía un día la señora Rutland a una de sus hijas—. Si no fuese una tullida, podríamos ponerla a ganarse el pan de algún modo, pero así…». Un encogimiento de hombros y una expresión avinagrada que la dama sabía adoptar a la perfección, completaron suficientemente la idea que no acabó de expresar.
Y ¿cómo aguantaba eso Teecie Ray? No se quejaba ni se rebelaba, tampoco se entristecía ni azoraba. Aquel raído vestido negro ocultaba una sobria e indomable resistencia. Guando la ponían a prueba, su rostro nunca reflejaba cobardía ni sumisión, tampoco sus modales o sus palabras traslucían la menor protesta o reproche. Simplemente, lo resistía todo. Sus grandes y pacientes ojos y su boca sabia y muda parecían decir: «Por mucho que sufra y pene, la gratitud atenaza mis miembros y sella mis labios. Me he salvado de muchas cosas y es como si fuese muda».
La segunda vez que vi a mi pequeña benefactora fue un día o dos después de nuestra conversación en el salón. Me crucé con ella por casualidad una tarde, mientras iba renqueando por un sendero rodeado de setos que había detrás de la casa, pasados los jardines, el huerto y los terrenos de la finca. Vi que dicho sendero conducía a un gran prado, más allá del cual había una colina boscosa y un río. Era el paseo favorito de Teecie Ray y su única vía de escape a los tormentos del cuarto de los niños. Nada más verla, empecé a hablarle de todas mis penurias y dificultades y ella me escuchó con total credulidad mientras andábamos y expresó su simpatía con elocuentes movimientos de cabeza o astutas miradas de soslayo. Luego me ofreció sus sabios consejos y, según me pareció, regresó a la casa meditando mi caso.
A medida que iban pasando los días y mis parientes se dedicaban cada vez más a sus obligaciones invernales, me fui quedando más solo. De vez en cuando me invitaban a participar en alguna cosa, pero por lo general yo prefería apartarme de quienes disfrutaban tan poco de mi compañía. Una serie de descarados sobornos me habían ganado el favor de las tribus salvajes del cuarto de los niños. Pasé muchas tardes paseando por aquel sendero bordeado de setos a la gélida luz del atardecer con Teecie Ray cojeando a mi lado y hablándome con su habitual sencillez. Yo siempre tenía alguna nueva perplejidad que exponerle y ella siempre estaba dispuesta a fruncir el ceño en busca de una solución. Una vez se detuvo y golpeó la nieve con las muletas.
—Tendría usted que marcharse y buscar un empleo —exclamó—. ¡Oh, ojalá pudiera hacerlo yo!