—Mi querida señora… —Y luego se puso el sombrero delante de la cara como si acabara de entrar en la iglesia. Yo me senté muy perpleja y él apartó el sombrero y volvió a empezar—: Mi estimada y apreciada amiga… —Y volvió a ocultarse detrás del sombrero.
—Comandante —exclamé asustada—, ¿le ha sucedido algo a nuestro pequeño?
—No, no, no —respondió el comandante—, pero la señorita Wozenham ha estado aquí esta mañana para excusarse conmigo, y por Dios que todavía no he podido quitarme de la cabeza lo que me ha dicho.
—Vamos, vamos, comandante —repliqué—, ¡todavía no sabe que anoche le temí a usted y no lo tuve en tan buen concepto como debería! Así que déjese de timideces, comandante, perdóneme como el buen amigo que es y nunca volveré a hacerlo.
Te dejo a ti juzgar, querida, si lo he hecho o lo haré. ¡Y qué conmovedor resulta pensar en cómo la señorita Wozenham cuidaba a su viejo y anciano padre, teniendo unos ingresos tan menguados, y en cómo mantenía a un hermano que había tenido la desdicha de ablandarse el cerebro estudiando matemáticas y a quien cuidaba como un alfiler nuevo en la habitación del tercer piso, que para el resto de los huéspedes era sólo un cuarto trastero, y consumía una paletilla de cordero siempre que la tenían!
Y ahora, querida, te contaré lo de mi herencia, suponiendo que sigas dispuesta a prestarme tu atención, pues lo cierto es que tenía intención de ir al grano, pero una cosa lleva siempre a la otra. Estábamos en junio, un día antes de San Juan, cuando mi criada Winifred Madgers —que afirmaba ser una hermana de Plymouth
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, y el hermano de Plymouth con quien se fugó hizo bien, pues nunca hubo en esta casa una joven más limpia y tiempo después pasó a visitarme con dos preciosos gemelos de Plymouth—, el caso es que un día antes de San Juan, Winifred Madgers vino a verme y me dijo:
—Un caballero del consulado insiste en hablar personalmente con la señora Lirriper.
Créeme, querida, que lo primero que me vino a la cabeza fueron los consolidados
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que tengo en el banco y donde guardo unos ahorrillos para Jemmy, así que exclamé:
—¡Dios mío, espero que no se trate de una terrible caída!
A lo que Winifred respondió:
—Ese caballero no parece haber sufrido ningún daño, señora.
—Hazlo pasar —repliqué yo.
El buen señor, que, en mi opinión, llevaba el cabello demasiado corto, entró vestido de negro y dijo muy educadamente:
—¡Señora Lirriper!
Yo respondí:
—Sí, señor. Tome usted asiento.
—Vengo —repuso él— del consulado francés. —En seguida comprendí que no tenía nada que ver con el Banco de Inglaterra—. Hemos recibido —prosiguió el caballero, pronunciando las erres con una rara y curiosa habilidad— una comunicación de la
Mairie
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de Sens que tendré el honor de leerle ahora. ¿La señora Lirriper entiende el francés?
—¡Oh, ni una palabra, señor mío! —respondí yo.
—La señora Lirriper no entiende. No se preocupe —afirmó el caballero—, yo traduciré. —Y con esas palabras, querida, tras leer no sé qué de un departamento y una Marie (que, Dios me perdone, hasta que llegó el comandante pensé que se trataba de Mary, y no imaginas lo perpleja que me dejó que aquella joven tuviese algo que ver con aquel asunto), me tradujo con gran esfuerzo, digno de agradecer por su parte, un montón de cosas. Á1 final, todo se reducía a lo siguiente: en la ciudad de Sens, en Francia, estaba agonizando un desconocido caballero inglés. No podía hablar ni moverse. En su habitación había un reloj de oro y un monedero con no sé cuánto dinero y un baúl con esta y aquella ropa, pero no había pasaporte ni documentos, tan sólo un mazo de naipes sobre la mesilla en el que había escrito a lápiz detrás del as de corazones: «A las autoridades: Cuando haya muerto, les ruego que envíen todo lo que tengo, como mi último legado, a la señora Lirriper, en el número 81 de la calle Norfolk, en el Strand, en Londres». Cuando el caballero terminó de explicarme todo esto, de un modo mucho más metódico de lo que yo creía capaces a los franceses, pues en la época desconocía su nación por completo, puso el documento en mis manos. Y yo no entendí nada, salvo que parecía estar escrito sobre papel de envolver y estaba timbrado con unas águilas—. ¿Cree la señora Lirriper —preguntó el caballero— reconocer a su infortunado compatriota?
Ya imaginarás, querida, el desconcierto que me produjo que me hablara de mis «compatriotas».
—Disculpe —respondí—. ¿Tendría la bondad de hablar de un modo más sencillo?
—Ese desdichado inglés al borde de la muerte. Ese compatriota afligido —repuso el caballero.
—Gracias, caballero —dije—, ahora sí le entiendo. No, señor, no tengo ni la menor idea de quién pueda ser.
—¿No tiene la señora Lirriper ningún hijo, nieto, ahijado, amigo o conocido en Francia?
—Que yo sepa —respondí— no tengo allí parientes ni amigos, y desde luego ningún conocido.
—Disculpe. ¿Acepta usted
locataires
?
Querida, pensé que me estaba ofreciendo algo con sus amables modales extranjeros —rapé, pensé yo—, así que arrugué la nariz y repliqué:
—No gracias, no tengo costumbre.
El caballero pareció quedarse atónito y exclamó:
—¡Huéspedes!
—¡Oh! —repliqué riéndome—. ¡Bendito sea! ¡Sí, sí, desde luego!
—Y ¿no podría tratarse de un antiguo inquilino? —aventuró el caballero—. Algún huésped a quien le perdonara usted el alquiler. ¿Le ha perdonado el alquiler a alguien?
—¡Ejem! ¡Alguna vez se ha dado el caso, señor! —repuse—. Pero le aseguro que no recuerdo a ningún caballero con esa descripción a quien se lo haya perdonado. —En suma, querida, que no pudimos aclarar nada, y el caballero tomó nota de lo que le dije y se marchó. Aunque me dejó el papel que llevaba por duplicado, y cuando llegó el comandante se lo entregué y le dije—: Comandante, aquí tiene el Almanaque del viejo Moore
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, con el jeroglífico completo, si quiere usted mi opinión.
El comandante tardó más en leerlo de lo que yo habría imaginado, a juzgar por la labia de la que parecía estar dotado cuando atacaba a los organilleros, pero por fin terminó de leerlo y se quedó mirándome perplejo.
—Comandante —exclamé—, se ha quedado usted de piedra.
—Señora —repuso el comandante—, Jemmy Jackman está confuso.
Resultó que el comandante había salido a buscar cierta información sobre ferrocarriles y barcos de vapor, pues nuestro niño empezaba las vacaciones al día siguiente e íbamos a llevarlo de excursión para variar. Así que mientras el comandante me miraba atónito se me ocurrió decirle:
—Comandante, ¿por qué no va a buscar en alguno de sus libros y mapas y averigua en qué parte de Francia está esa ciudad de Sens?
El comandante se puso en pie, entró en sus habitaciones, hojeó unos libros, volvió y me dijo:
—Sens, mi queridísima señora, está a noventa y tantos kilómetros de París.
Haciendo lo que podría llamarse un esfuerzo desesperado respondí:
—Comandante, iremos allí con nuestro niño.
Nunca vi al comandante tan loco de alegría como al pensar en aquel viaje. Se pasó el día como el salvaje del bosque cuando leyó un anuncio en el periódico que decía algo favorable para él, y a la mañana siguiente muy temprano, muchas horas antes de que llegara Jemmy, se plantó en medio de la calle dispuesto a contarle que nos íbamos todos a Francia. El pequeño se puso tan nervioso como el comandante, hasta tal punto que tuve que decirles: «Niños, si no os portáis bien, tendré que enviaros a los dos a la cama». Y luego empezaron a limpiar el telescopio del comandante para atisbar Francia y salieron a comprar una bolsa de cuero con una correa para Jemmy y otra para llevar él el dinero como un pequeño Fortunato con su talega
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Si no hubiese comprometido mi palabra y despertado de aquel modo sus expectativas, dudo mucho que hubiera seguido adelante con la empresa, pero ya era demasiado tarde para volverme atrás. Así que, dos días después de San Juan, partimos en el tren correo matutino. Y, cuando llegamos al mar, que sólo había visto una vez en mi vida, cuando mi pobre Lirriper y yo éramos novios, pensar en que su frescor, su profundidad, la brisa y las olas llevaban ahí desde siempre y que seguirían ahí sin que casi nadie se parara a pensarlo, me obligó a ponerme muy seria. No obstante, también me sentí feliz y lo mismo les pasó a Jemmy y al comandante, y, aunque tenía la cabeza llena de aprensiones por miedo a los naufragios, pude comprobar que la panza de los extranjeros está más vacía que la de los ingleses, por lo que emiten ruidos mucho más estruendosos cuando no les prueba la mar.
Pero, querida, el color azul y la liviandad y el aspecto luminoso que tenía todo, empezando por las garitas de rayas de los centinelas, los tambores resplandecientes y los soldaditos con sus cinturones y sus polainas cuando llegamos al Continente, produjeron en mí no sé qué impresión… como si la atmósfera fuese más ligera. Y, en cuanto a la comida, ni aun teniendo un cocinero y dos camareras y disponiendo del doble de dinero habría podido hacerla igual, y nada de mirarte con ojos iracundos y refunfuñar y agradecer tu visita deseando que se te atragantara la comida, sino que fueron educados, amables y atentos en todos los sentidos y todo fue muy agradable, con la salvedad de que el comandante se metió en el coleto varios vasos de vino y yo pensé que caería muerto debajo de la mesa.
Y el francés de Jemmy era sencillamente adorable. Y tuvo que hablarlo muchas veces, pues, cada vez que alguien me decía una sílaba, yo respondía: «No entiendo, es usted muy amable, pero es inútil… dígaselo a Jemmy», y entonces Jemmy les hablaba de un modo encantador, y la única pega que tenía su francés es que no entendía ni una palabra de lo que le decían, por lo que apenas le servía de nada, pero en todos los demás aspectos era como si fuese nativo, y en cuanto al dominio del idioma por parte del comandante, comparándolo con el inglés, creo que le faltaba un poco de vocabulario, aunque tengo que admitir que, si no lo hubiera conocido cuando le preguntó la hora a un militar que vestía un abrigo gris, lo habría tomado por un francés nativo.
Antes de ocuparnos de lo de la herencia fuimos a pasar un día en París, y te dejo juzgar a ti, querida, qué día pasamos con Jemmy, el comandante, el telescopio y el joven que rondaba a la puerta de la fonda (aunque era muy educado) y que nos acompañó para enseñarnos lo más interesante. En el viaje en tren a París, Jemmy y el comandante me hicieron pasar muchísimo miedo porque insistían en agacharse en los andenes para inspeccionar el estómago mecánico de las máquinas y en entrar y salir no sé de dónde en busca de mejoras para la Línea de la Planta Baja de la Sociedad de Ferrocarriles, pero, en cuanto llegamos a las luminosas calles una preciosa mañana, olvidaron todas sus reformas londinenses como un trabajo sin importancia y se consagraron en cuerpo y alma a París. El joven merodeador dijo:
—Entonces ¿les hablo en inglés?
Y yo le respondí:
—Si tiene usted la bondad, joven, le agradeceré mucho el favor. —Pero al cabo de una hora, casi convencida de que tanto él como yo nos habíamos vuelto locos, le dije—: Tenga usted la bondad de volver a hablar en francés, caballero —sabiendo que así ya no tendría que sufrir tratando de entenderlo, lo que fue toda una liberación. Y por otro lado no me perdía mucho más que los otros, pues reparé en que, cuando terminaba una de sus larguísimas explicaciones y yo le preguntaba a Jemmy: «¿Qué ha dicho, Jemmy?», él me respondía mirándolo con aire vengativo: «No se le entiende nada», y cuando volvía a describirlo de nuevo de manera aún más prolija y yo le preguntaba a Jemmy: «Bueno, Jemmy, ¿de qué se trata?», Jemmy replicaba: «Dice que el edificio se reconstruyó en 1704, abuela».
Ignoro totalmente dónde adquiriría aquel joven merodeador la costumbre de rondar así, pero el modo en que desaparecía a la vuelta de la esquina mientras desayunábamos y volvía a aparecer justo cuando nos comíamos la última migaja era ciertamente inaudito, y lo mismo con la comida y la cena; también rondaba a la puerta del teatro y a la salida de la fonda y de las tiendas cada vez que entrábamos a comprar alguna bagatela, y, en general, en todas partes y sólo me molestaba su tendencia a escupir en el suelo. Y de París poco puedo decirte, querida, sólo que es como tener la ciudad y el campo juntos, con piedra tallada y largas calles de casas muy altas y fuentes y jardines y estatuas y árboles y oro y soldados muy grandes y muy pequeños y simpáticas niñeras con blanquísimas cofias que jugaban a saltar a la comba con niños rollizos con gorritos y manteles limpios extendidos por todas partes y gente sentada a la puerta de las casas fumando y bebiendo todo el día y obras de teatro interpretadas al aire libre para los niños y tiendas que parecen salones elegantes y gente que parece entretenerse con todo tipo de cosas. Y, en cuanto a las luces chispeantes, querida, al caer la noche brillan arriba y abajo, delante y detrás y por todas partes, y la multitud de teatros y de personas y de todo lo que pueda uno imaginar es cosa de pura maravilla. Y lo único que me molestó un poco fue que, ya pagaras el billete de tren en la estación, o cambiaras dinero en una oficina de cambio, o comprases una entrada para el teatro, el caballero o la dama encargados de cobrarte estaban enjaulados (supongo que por el Gobierno) detrás de gruesos barrotes de hierro, lo que recordaba más a un zoológico que a un país libre.
Bueno, lo cierto es que cuando di con mis viejos huesos en la cama esa noche y mi pequeño diablillo vino a darme un beso y me preguntó: «¿Qué opinas del maravilloso París, abuela?», le respondí: «Jemmy, me siento como si hubiesen encendido unos preciosos fuegos artificiales dentro de mi cabeza».
Y al día siguiente, cuando fuimos a ocuparnos de lo de la herencia, el campo estaba tan fresco y reconfortante que descansé mucho y me sentó realmente bien.
El caso es que por fin, querida, llegamos a Sens, una preciosa y pequeña ciudad con una gran catedral con dos torres en las que los cuervos entraban y salían volando de las aspilleras y con otra torre encima de una de ellas como una especie de púlpito de piedra. Y en dicho púlpito, por debajo del cual revoloteaban los pájaros, no sé si me creerás si te cuento que vi una mancha mientras descansaba en la fonda antes de comer y alguien me dio a entender por señas que se trataba de Jemmy, y así era. Mientras estaba en el balcón del hotel había pensado que un ángel podía posarse allí y animar a la gente a hacer el bien, pero poco sospechaba que, sin saberlo, Jemmy iba a inspirar desde aquel lugar tan alto a un habitante de aquella misma ciudad.