Payne sabía que tenía que usar a uno de sus enemigos para obtener información así que optó por no dispararle. Lo que sí hizo fue apresurarse a desarmar a los dos, a quitarles las máscaras, y poner luego su Luger bajo la barbilla del soldado suizo. Era muy consciente de que su pistola estaba más caliente que un secador.
—¿Hablas inglés? —le preguntó Payne mientras sentía cocerse la carne de la barbilla de su enemigo.
—Sí —gimió el soldado suizo—. Sí.
—Pues colabora o morirás. ¿Cómo es de grande tu escuadrón?
—Seis… Nosotros dos y otros cuatro.
El italiano seguía retorciéndose de dolor, entonces Jones lo pateó y le dijo que se callara.
Payne continúo:
—¿Dónde están los otros?
—Fuera. Todos fuera.
—¿Cómo os comunicáis?
—Una radio… en mi bolsillo.
Jones la cogió para asegurarse de que no estaba transmitiendo su conversación.
—¿Cuál es tu tarea?
—Impedir vuestra retirada.
Eso significaba que, en el momento que Payne y los demás salieran, esos dos se situarían detrás de ellos impidiéndoles entrar de nuevo en la casa. Así garantizaban la masacre del patio.
Payne presionó con más fuerza su Luger.
—¿Y qué estabais esperando? ¿Cuál es la señal?
—Ellos debían llamar. Nosotros esperábamos que llamasen.
Payne sacudió la cabeza.
—Cambio de planes. Tú serás el que llame al que te iba a llamar si no quieres morir. ¿Has entendido?
Trató de asentir pero la Luger de Payne lo evitó. Jones le entregó la radio y le dijo exactamente lo que tenía que decir. Después, sólo para estar seguros, Payne le aseguró al soldado que Jones sabía diferentes idiomas y que si oía algo parecido a una advertencia, le diría a Payne que apretase el gatillo. Payne sabía que el soldado no le creía, entonces Jones dijo algunas palabras en alemán, en italiano y en otros idiomas más. El soldado se hubiera quedado con la boca abierta de no ser porque el arma de Payne se lo impedía.
Payne gruñó:
—Llama. Ahora.
El soldado agarró el micrófono y habló en su lengua.
—¡Max, están huyendo! ¡Había un túnel de salida! ¡Están corriendo hacia la base de la montaña! ¡¡Apresuraos!!
Jones arrebató la radio al soldado suizo y lo felicitó por sus dotes teatrales. Payne no tenía ni idea de lo que había dicho, pero sabía que lo había hecho bien. Eso salvaba la vida del soldado. Y la del equipo de Payne también.
Todos permanecieron allí, pacientes, esperando la reacción de Max. Diez segundos después, oyeron parlotear a varios. Primero Max. Después alguien más. Max otra vez. Payne miró a Jones para que lo tradujera, pero le hizo una señal para que esperase. Otra voz. Luego Max. Max otra vez, sólo que más enfadado. Payne podía deducirlo por el tono de voz.
Al final, Jones oyó lo que esperaba:
—Se lo han creído. Se dirigen hacia la parte trasera.
Payne sonrió ante la noticia:
—Llamadme loco, pero ¿qué os parece si os digo que vayamos a la parte delantera?
Todos se rieron excepto los dos guardias. Sabían que era cuestión de tiempo que los sacaran fuera y los dejaran inconscientes.
E
l lugar donde se hospedaban en Küsendorf quedaba a dos manzanas y probablemente estuviera bajo vigilancia. Eso significaba que tenían que encontrar una alternativa, un medio de transporte. Franz sugirió uno de los camiones que se empleaban para transportar los Archivos. Estaban aparcados fuera del recinto, en un terreno aparte.
En la cabina había espacio para dos personas y cabían unos veinte en la parte de atrás. Franz se ofreció para conducir, porque conocía las carreteras, Ulster se ofreció para hacerle compañía. El resto del equipo se colocó entre las cajas y los cajones. Una luz sobre su cabeza les permitía verse, si no Payne hubiera optado por un arreglo diferente. Estaba a punto de mantener una conversación crucial con María, y su reacción le diría más que sus palabras, de manera que la visibilidad era un requisito imprescindible.
En cuanto se acomodaron, Payne recogió las armas de todos. Puso como excusa que las armas viejas necesitaban cuidados si se mojaban, y todos las entregaron sin sospechar absolutamente nada. Después, le preguntó a Boyd qué era lo que llevaba en su mochila, y éste contestó que la cinta de vídeo, el manuscrito y todos los libros que pudo agarrar.
—Está bien —dijo Jones mientras desdoblaba el correo electrónico de Raskin—. Hay algo sobre lo que tenemos que hablar.
Payne se sentó a la derecha de Jones, fingiendo que secaba una Luger, completamente cargada, que mantenía apuntada en dirección a María. Ésta estaba sentada sobre sus piernas, justo delante de Payne, y Boyd se sentaba a su lado en el suelo.
—Justo antes de ser atacados —dijo Jones—, recibimos una información del Pentágono. Datos que pude imprimir. Al parecer, alguien ha estado ocultando un secreto al resto. Un secreto sobre su implicación con los hombres de Milán.
Boyd miró a María, y ella le devolvió la mirada, ninguno sabía de qué estaba hablando. Era una táctica que muchas veces servía para que todos los implicados revelasen sus secretos. María preguntó:
—Puedes darnos una…
—Limitaos a confesar —exigió Jones, mirándolos a ambos—. Tenemos que saberlo todo, aquí y ahora, u os entregaremos a las autoridades. Las consecuencias pueden ser jodidas.
Boyd y María se miraron fijamente. Ninguno decía nada. Al final, Boyd dijo:
—Basta de juegos. He recibido suficiente entrenamiento para reconocer tus tácticas. Es obvio que quieres que uno de nosotros se rompa para proporcionarte algo sustancial. Sea como sea, te puedo asegurar que ninguno de los dos tiene intenciones ocultas. —Apuntó hacia la hoja de papel que Jones sostenía en la mano—. Dinos lo que hay en esa hoja. Estoy seguro que tiene una explicación lógica.
Jones miró a Payne y éste asintió. Había llegado el momento de mostrar sus cartas.
—En Milán —dijo Jones— cuando María fue a buscar el coche alquilado, ¿usted qué hizo?
—Me quedé esperando en el almacén —respondió Boyd.
—María, ¿llamaste a alguien desde el aeropuerto? —La pregunta pareció asustarla.
—¿A quién iba a llamar? Era de noche y estaba tratando de salir de la ciudad. ¿Por qué iba a usar el teléfono?
Jones asintió, deseaba que ella fuera inocente:
—¿Alguno de los dos reconoció a los hombres del helicóptero?
—Yo no —dijo Boyd.
Ella miró a Jones, confundida y dijo:
—Tú estuviste conmigo todo el tiempo. Sabes muy bien que no pudimos ver a nadie. Estaba demasiado oscuro y nosotros estábamos demasiado lejos.
—Cierto —admitió—. Muy cierto.
Hizo una pausa de unos segundos, para dejar que creciera la tensión. Fue más que suficiente para que Boyd estallase:
—¡Ya está bien! Queremos saber qué está pasando y queremos saberlo ahora. Estamos de vuestro lado, por el amor de Dios. No del otro.
—¿Es así? —pregunto Payne, interviniendo en la conversación—. Quisiéramos creerle, pero esta información nos hace tener ciertas dudas. Especialmente desde que sabemos que nuestro enemigo es el hermano de María.
Tanto María como Boyd palidecieron. Lentamente, se miraron el uno al otro buscando en sus ojos una leve señal de culpa. Después se volvieron hacia Payne y Jones, mudos. Jones pregunto:
—¿De qué va esto?
—¿De qué va qué? No sé de qué hermano me estás hablando.
—Roberto —dijo Payne—. Te estoy hablando de Roberto. Él fue el tipo que vino a Pamplona y dijo ser Richard Manzak. El mismo que apareció en Milán y nos apuntó con una pistola.
—¿El que tú mataste? —dijo ella asombrada.
—Y torturé. Y mutilé. —Payne estaba intentando que ella perdiera la calma—. ¿No te dije lo que le hice mientras tú estabas en el helicóptero? Necesitaba saber su nombre, y como no me lo quería decir, tuve que improvisar.
Sin previo aviso, Payne se puso de pie y la agarró de la mano, sujetándosela con tal fuerza que ella se asombró y aterrorizó. Después le separó los dedos sobre el sucio suelo del camión y, con el cañón de su pistola, le dio golpecitos en el dedo índice. Lo hizo una y otra vez, una vez y otra, dejándola sentir el frío del metal, dejándola imaginar por lo que pasó su hermano en Milán. Todo esto con la esperanza de que ella hablara. Odiaba comportarse así con ella, pero lo hacía para salvaguardar la seguridad de su equipo.
Tenía que saber hasta dónde llegaba su lealtad. Era imperativo.
—La navaja entró por aquí. Atravesó la piel, las venas y el hueso. Le corté un dedo, luego metí el trozo de dedo en mi bolsillo y me lo llevé para sacarle la huella. Así es, mientras estabais en el helicóptero, yo le estaba cortando el dedo a tu hermano, manchándome con la sangre de tu familia.
La tez olivácea de María se volvió pálida, Payne pensó que la causa era su monólogo. Pero ella les hizo ver en seguida algo que se les había pasado por alto, que a Payne y a Jones les sirvió de mucho para comprender cómo funcionaba su familia y para cerciorarse de qué lado estaba ella.
—Estás olvidando algo —dijo—. Esa noche en Milán, cuando hablaste con Roberto, le dijiste que yo estaba en el Ferrari, ¿verdad? Allí escondida con D. J.
Payne asintió. Eso era exactamente lo que había pasado.
—¿Y qué te respondió?
«¡Vaya mierda!», pensó Payne. ¿Cómo había podido ser tan tonto? ¿Cómo había podido olvidar eso? Roberto presionó el botón de su detonador como quien pisa una hormiga. Sin culpa. Sin remordimiento. Sin indecisión. De hecho, parecía disfrutar con ello. Por alguna razón, el hecho de pensar que estaba matando a su hermana pequeña le proporcionaba un placer inmenso.
De repente, Payne tenía todas las pruebas que necesitaba. María y Roberto no estaban del mismo lado.
B
ENITO Pelati no gritó. Ni se exaltó. Ni perdió el control. Simplemente se apoyó en su silla y sonrió. Era una reacción que el cardenal Vercelli y el resto del Consejo no esperaban.
—¿Me estoy perdiendo algo? —preguntó Vercelli—. Su reputación se irá al traste si permitimos que los chantajistas le hablen al mundo sobre las Catacumbas. Entiende eso, ¿verdad?
Durante años, él había guardado el secreto sobre las Catacumbas. En parte por respeto a su mejor amigo, el cardenal Bandolfo, que hubiera quedado destrozado por su traición; y en parte porque estaba esperando el momento de desvelar en primera persona el relato sobre la tumba de la crucifixión en Viena. Pero ahora que Bandolfo había muerto y la bóveda vienesa estaba siendo desenterrada, ahora que su hijo Roberto había sido asesinado, Benito sabía que era el momento de actuar.
—¿Por qué sonríe? —preguntó Vercelli—. No tiene motivos para hacerlo.
—De hecho, es usted el que no los tiene.
Vercelli permaneció callado. Había algo en el tono de Benito que le desconcertaba. Era frío y seguro. Como un asesino a punto de matar. Y todos en la habitación sintieron lo mismo. Todos los ojos siguieron a Benito mientras se levantaba de su silla y caminaba hacia Vercelli.
—El Consejo me pidió que encontrara a la persona responsable de la muerte del padre Jansen y de la estratagema del chantaje, y eso he hecho. ¿Por qué no debería estar contento?
—¿Sabe quién es el responsable? —preguntó el brasileño—. Díganoslo. ¿Quién?
Benito lo miró fijamente a los ojos.
—Fui yo.
—¿Usted? —gritó Vercelli—. ¿Qué quiere decir con que fue usted?
—Justo lo que he dicho, yo soy el hombre que está detrás de su muerte. De hecho, estoy detrás de todas las crucifixiones.
Las palabras de Benito tardaron un momento en penetrar la niebla que enturbiaba los pensamientos de los miembros del Consejo. Una vez lo entendieron, la habitación se llenó de ira. Un auténtico veneno. Y Benito se deleitaba con ello. Se empapó como si fueran aplausos, disfrutando hasta el último de los insultos que le fueron dirigidos. De alguna manera hacían que se sintiera mejor por lo que estaba a punto de hacer. Luego, cuando alcanzó el final de la mesa y llegó al asiento reservado para el presidente del Consejo, se inclinó hacia Vercelli y le susurró bajito al oído:
—Estás sentado en mi silla.
Benito puso la mano sobre la cabeza del cardenal y le estrelló la cara contra la sólida madera de la mesa. La sangre brotó de la nariz y la boca de Vercelli, empapando el rojo brillante de su vestidura talar con más rojo, un color que significa para el que lo lleva que está dispuesto a morir por su fe si fuese necesario. Vercelli abandonó la silla sin necesidad de que Benito ejerciera más violencia sobre él. Mientras tanto, ninguno de los otros cardenales se atrevía a moverse, imaginándose que Benito estaba armado y planeaba matarlos.
Pero no era el caso. Sólo planeaba matar su religión.
Había sido reclutado por el Consejo para atrapar al criminal, y ahora resultaba que Benito era el cerebro que estaba detrás de todo. Sus hombres estaban asesinando a inocentes por todo el mundo para atraer la atención mundial. Personas de todos los continentes. Personas de diferentes religiones. Logrando que la prensa hablara de las crucifixiones para así ponerle más presión al Consejo. Benito quería que ellos supieran que era despiadado y que no se detendría ante nada para conseguir lo que quería.
Pero eso sería después. Por ahora sólo deseaba ver la expresión en la cara de Vercelli cuando explicara el verdadero origen de las Catacumbas. Cuando le dijese que debajo del terreno de la iglesia enterrada había una cámara secreta, a la que se podía acceder por una escalera que el Vaticano nunca supo que existía, y que en ese lugar se ocultaba un secreto mortal, que iba a matar a la Iglesia.
Finalmente, después de tantos años, Benito y su familia iban a lograr todo lo que merecían.
E
l avión de carga despegó de un pequeño campo de aviación que poca gente conocía. Grass sobrevoló la única pista de aterrizaje, que parecía más un campo que otra cosa. El único controlador aéreo era un granjero que movía su ganado cada vez que oía el estruendo de un motor a lo lejos.
El plan se le ocurrió a Tank Harper mientras trataba de averiguar cómo pasaría su maciza cruz por encima de las murallas de la Ciudad Prohibida. Después de pensarlo, decidió que era mucho más fácil dejar caer la cruz desde arriba que levantarla desde abajo. No sólo sería más fácil escapar, sino que el hecho podría congregar la atención de la prensa aún más de lo que estaban buscando.