La meseta se hallaba desierta, con la excepción de faisanes y liebres. Shigeru se detuvo a beber del manantial donde descansara tiempo atrás con Kiyoshige mientras se acordaba de Tomasu, el hombre torturado que había llegado a ellos arrastrándose e implorando ayuda. Había pasado el mediodía y el calor era intenso. Reposó un rato a la sombra de los pinos, tratando de apartar de la mente la visión de un muchacho con el rostro de Takeshi que moría lentamente sobre una hoguera; después, un sentimiento de urgencia le empujó a continuar. Siguió una senda que atravesaba casi en línea recta el paisaje de tonos castaños en dirección a la montaña situada al norte de Chigawa. Por lo general dormía a la intemperie entre la puesta de la luna y el amanecer, cuando la oscuridad no le permitía ver el camino. Empleaba senderos de montaña, y a menudo perdía el rumbo y se veía obligado a retroceder. De vez en cuando se preguntaba si alguna vez regresaría al País Medio, o si por el contrario perecería en el bosque impenetrable y nadie llegaría a saber qué había sido de él.
Evitó adentrarse en la propia Chigawa, para lo que tomó el sendero que conducía al norte y luego volvió a dirigirse al sur. Encontró poca gente por el camino, pero a medida que éste hacía una curva alrededor de la ciudad se apreciaban signos de que un nutrido grupo de viandantes había pasado por allí recientemente. Se veían ramas tronchadas y el camino estaba alisado por las pisadas. Shigeru no deseaba cruzarse con aquellas personas cuando volvieran sobre sus pasos, y empezó a pensar en una forma de dirigirse hacia el este; pero el terreno era muy agreste, con numerosos farallones de roca, barrancos abruptos y bosques espesos. No tenía más alternativa que seguir por el mismo sendero hasta el puerto de montaña.
Al girar por un recodo del camino divisó un bulto de color pálido tirado entre la maleza. Era un hombre muerto al que acababan de cortar el cuello; su escuálido cuerpo, apenas cubierto de ropa, no se había enfriado aún. Shigeru se arrodilló junto al cadáver y reparó en las marcas de cuerda en el cuello y las muñecas, las callosidades en las rodillas, las uñas rotas y manos abrasadas, y supo la identidad de quiénes le precedían por el sendero. Aquel hombre había sido minero, uno de tantos aldeanos a los que obligaban a trabajar en las minas de plata y de cobre que abundaban en la comarca de los alrededores de Chigawa. Debía de formar parte de una cuadrilla que se trasladaba de una mina a otra y, al derrumbarse de agotamiento, había sido eliminado a sangre fría y le habían abandonado sin darle sepultura.
"Antes de la batalla era un Otori —se lamentó Shigeru—, uno de los miles que se volvían hacia mí en busca de protección, y yo les fallé".
Arrastró el cadáver colina arriba, encontró una abertura en el terreno y allí le enterró; luego taponó la entrada con rocas y elevó una plegaría. A continuación se dispuso a buscar agua para calmar la sed y para asearse. Descubrió una charca en un lugar donde el agua se había filtrado a través de las rocas y decidió dormir un rato para evitar encontrarse con la cuadrilla de mineros. No corría viento ni se escuchaba sonido alguno, con la excepción del grito de los milanos reales y el estridente canto de las cigarras.
Al despertar, escuchando tan sólo estos mismos sonidos, volvió a beber y regresó al sendero. Cuando llegó al puerto de montaña se detuvo a contemplar el paisaje: abarcaba la totalidad de la meseta de Yaegahara y continuaba hasta el mar del norte. El sol se encontraba ya en dirección al oeste; quedarían unas dos horas hasta el ocaso. Así y todo, Shigeru tenía la intención de continuar caminando durante toda la noche en dirección sur, hacia las montañas que se encontraban a espaldas de Inuyama.
Realizó el descenso a mayor velocidad bajo el ambiente más fresco, en todo momento aguzando el oído en busca de actividad humana por delante del camino. Cuando la luz empezaba a desvanecerse y Shigeru se encontraba a corta distancia del valle, se topó de pronto con los mineros.
Se habían detenido a descansar junto a una pequeña charca; posiblemente pasarían allí la noche. Los mineros, hombres y mujeres atados con cuerdas entre sí, algunos de los cuales apenas habían abandonado la niñez, se habían desplomado sobre el suelo y, como si ya estuvieran muertos, dormían unos sobre otros semejando una pila de cadáveres. Nadie había encendido una hoguera. Varios hombres armados —cinco, según el rápido cálculo de Shigeru— se encontraban en cuclillas a la cabecera de la hilera; compartían alimentos fríos que sacaban de un recipiente y se pasaban entre sí una frasca de bambú. Comían en absoluto silencio.
Cuando vieron a Shigeru, se llevaron la mano a sus respectivas espadas. El recién llegado los saludó con pocas palabras y prosiguió su marcha, preparado para girarse y contrarrestar un posible ataque con la ayuda de
Jato.
Las miradas de los hombres eran de desconfianza, sin embargo no se abalanzaron sobre él, posiblemente frenados por la visión del sable. Pero uno de ellos, elevando la voz, dijo:
—Señor, un momento, por favor.
Shigeru se giró y el hombre que le había llamado dio unos pasos hacia él. Era un soldado corpulento y con aire autoritario; no se trataba de la clase de guardián que uno esperaría encontrar vigilando lo que era poco más que un puñado de esclavos. Shigeru pensó que le conocía; podría haberle visto años atrás, cuando Iida se había alejado cabalgando de Chigawa. Luego se quedó quieto y aguardó con ademán impasible.
El soldado le examinó el rostro y un destello de reconocimiento le iluminó los ojos.
—No es posible... —empezó a decir, pero se detuvo en seco porque estalló un tumulto a sus espaldas, entre el amasijo de cuerpos postrados. Uno de los mineros soltaba alaridos y, al forcejear para librarse de sus ataduras, agitaba a cuantos se encontraban amarrados a ambos lados, quienes subían y bajaban sus brazos esqueléticos como si fueran arrastrados por el mar.
Shigeru vio a Komori, el Emperador Subterráneo, el hombre que había salvado la vida a Iida. Se dio cuenta de que Komori le había reconocido, que la algarabía no era más que una treta para salvar a Shigeru. En el instante en que éste empuñó a
Jato,
decidió que moriría antes de abandonarle.
El soldado corpulento gritó a sus compañeros:
—¡Es Otori! No le matéis. Tenemos que apresarle vivo.
Shigeru le golpeó por detrás, en el cuello, seccionándole la médula espinal de lado a lado. Otros dos soldados habían agarrado una red que utilizaban para atrapar a los aldeanos y llevarlos por la fuerza hasta las minas. Shigeru esquivó el primer lanzamiento, agachándose bajo la red; al hundir el sable en el muslo de uno de los atacantes le abrió la arteria principal de la pierna. Cuando el herido se derrumbó, la red que sujetaba cayó sobre él, dejándole atrapado. Shigeru rodó hacia atrás, empleando el hombro izquierdo para impulsarse fuera del alcance del cuarto hombre. Se puso en pie de un salto y, al mismo tiempo, se echó hacia delante y lanzó a
Jato
sobre la mano derecha del hombre, que cortó de cuajo. El quinto soldado se precipitó sobre Shigeru, pero los mineros amarrados se levantaron al unísono, como una bestia vacilante, y formaron una muralla alrededor del enemigo. Éste trató en vano de herirlos con su espada, pero consiguieron reducirle y derribarle.
Shigeru acabó con la vida de los tres guerreros que aún respiraban; luego, sacando la espada corta, cortó las ataduras de los prisioneros, empezando por Komori.
Muchos gimoteaban a causa de la tensión y del miedo; casi todos ellos, una vez liberados, corrieron hasta la charca para saciar su sed y, acto seguido, desaparecieron en el bosque.
Komori sangraba de un corte en la axila. Debido a la escasa luz, era imposible calibrar la gravedad de la herida. Shigeru la lavó lo mejor que pudo y la rellenó con musgo que recogió de las raíces de los árboles de alrededor. En un primer momento, ninguno de los dos articuló palabra. Los ojos de Komori brillaban con intensidad; estaba tan delgado que sus huesos parecían emitir un leve resplandor a través de la tirante piel.
—Tenemos varias horas de ventaja —indicó mientras se ponía de pie y hacía una mueca de dolor—. Hasta mañana al mediodía no nos esperan en la mina. Para entonces, el señor Otori se encontrará al otro lado de Yaegahara. —Contempló a los soldados muertos, propinó una patada al cabecilla y le escupió—. Ninguno de éstos hablará.
—¿Qué me dices de los prisioneros?
—Regresarán a casa, hasta que vuelvan a reclutarlos. Así es nuestra vida bajo el mando de los Tohan. No querrán delataros, pero quién sabe lo que serán capaces de revelar bajo tortura. Por eso debéis marcharos de inmediato, tan rápido como podáis.
—Te llevaría conmigo —dijo Shigeru—, pero no voy a regresar. Continúo hacia delante.
—Os perseguirán. Es más, os dirigís directamente hacia el propio Iida: está peinando la zona —hizo un movimiento con la cabeza en dirección al sureste—. Anda en busca de esos pobres desgraciados a los que se conoce como Ocultos.
—Por eso no tengo más remedio que llegar a una aldea llamada Mino. Allí hay una persona a la que tengo que salvar de Iida.
—En ese caso, os acompañaré, mientras tenga resistencia para seguir caminando. Avanzaréis más rápidamente si os sirvo de guía. Nunca he estado en Mino, pero conozco Hinode; hay una mina en ese pueblo. Mino no queda lejos. ¡Lealtad a la Garza! Será mi último acto de servicio para con vos.
Komori masculló una maldición final mientras se alejaban de los cadáveres.
—¡Cuánto he anhelado el día en que pudiera ver muerto a ese bruto! Iida nos entregó el uno al otro; tiene un sexto sentido para emparejar a la gente. Sadamu jamás olvidó que le hice desnudarse y abandonar su sable para salvarle la vida. Ésta fue mi recompensa: mantenerme vivo en las minas con mi propio carcelero y torturador. No caigáis nunca en sus manos, señor Otori. Nunca regreséis al Este, a menos que lo hagáis a la cabeza de un ejército —añadió con amargura—. Deberíamos haber abandonado a Iida en el Almacén del Ogro. Si volvéis a encontrároslo otra vez, no dejéis de matarle.
—Ésa es mi intención —respondió Shigeru—. Lamento que hayas sufrido tanto por culpa de mi decisión y mi derrota.
Cayó la noche y durante un tiempo caminaron a ciegas; aun así, Komori conocía bien el sendero y no titubeó. Para cuando salió la luna ya habían atravesado el valle, y la pálida luz arrojaba sombras sobre la hierba de verano resaltando las espigas tiernas. De vez en cuando aullaba un zorro y su pareja le respondía, y alguna lechuza salía volando de las tinieblas.
Komori caminaba con la misma energía que Shigeru recordaba y se desplazaron a cierta velocidad, apenas sin hablar; pero conforme avanzaba la noche y la media luna atravesaba el firmamento, el joven empezó a desfallecer. Se salía del sendero, y en varias ocasiones Shigeru tuvo que agarrarle por el brazo para volver a situarle en el camino. Empezó a balbucear, creyendo en un primer momento que se encontraba en la mina y, luego, en Inuyama.
—El suelo de ruiseñor —masculló. Shigeru no le entendió y dio la impresión de que un deseo desesperado por explicarse se adueñó de Komori—. Sólo al atravesarlo encontraréis a Iida; pero nadie podrá alcanzarle, porque nadie es capaz de cruzar el suelo.
Shigeru apoyó a Komori en su hombro; le rodeó con el brazo para sujetarle y notó que la piel del joven empezaba a arder mientras la fiebre iba en aumento y la sangre le brotaba de la herida. Amanecía cuando llegaron al puerto de montaña, y se detuvieron a descansar unos momentos. A los pies de ambos se extendía un pronunciado valle, seguido por otra cordillera. Shigeru consideraba que Komori no conseguiría realizar el ascenso, y se preguntó hasta dónde podría él mismo acarrearle.
—Tengo sed —espetó Komori de repente. Shigeru le levantó y le llevó cuesta abajo, hasta el río. Colocó al herido en el agua poco profunda de la orilla más cercana.
—¡Ah! ¡Qué gusto! —Komori exhaló un suspiro, pero en cuestión de segundos volvió a tiritar violentamente.
Shigeru ahuecó las manos y le dio de beber; luego tiró de él hacia la orilla pedregosa, bañada por la luz del sol.
—Marchaos, señor Otori, dejadme aquí —suplicaba Komori en sus momentos de lucidez, al tiempo que trataba de explicar a Shigeru el camino que debía tomar para llegar a Mino; pero aquél se sentía incapaz de abandonar a su acompañante, de permitir que muriera solo. De modo que tomó asiento a su lado y se dedicó a secarle el sudor y a humedecerle los labios cuarteados.
De repente, Komori dijo:
—Cuando uno sale de las cavernas, el mundo se ve siempre fresco y brillante, como si acabara de ser creado.
Se expresó con tanta claridad que Shigeru imaginó que se estaba recuperando; pero no volvió a pronunciar palabra. Antes del mediodía, había fallecido.
No había lugar alguno donde enterrarle. Shigeru cubrió el cadáver con piedras y elevó las plegarias de rigor. A continuación, prosiguió viaje con el corazón encogido de lástima y de rabia por el terrible castigo al que Komori se había visto sometido, por el sufrimiento de su propio pueblo. El joven había dicho que Shigeru sólo debía regresar a la cabeza de un ejército; pero carecía de soldados, de influencia, de poder. Lo único con lo que contaba era su sable, además del muchacho que aguardaba en algún lugar, más adelante. La rabia que sentía le otorgó fuerzas para caminar día y noche hacia ese chico desconocido.
Por fin llegó a una aldea llamada Hinode, compuesta por unas cuantas viviendas y una posada alrededor de una serie de manantiales de agua caliente. El aire despedía olor a azufre y la propia aldea se veía sucia y desastrada. Hizo indagaciones acerca de la comarca circundante y le respondieron que la única población cercana era la pequeña aldea de Mino, poco más que una aldehuela, que se encontraba al otro lado de la montaña, a una jornada de camino. Nadie acudía allí y se decía que sus habitantes eran gente extraña. La mujer que regentaba la posada no quiso explayarse más, aunque Shigeru la presionó; ahora bien, no puso reparo en recoger las monedas que el recién llegado le había ofrecido y sabía distinguir la plata de lo que no lo era.
Shigeru durmió unas cuantas horas y se puso en marcha al amanecer, siguiendo el sendero del que le había hablado la mujer de la posada. Era empinado y estrecho; la escalada hasta el puerto resultaba fatigosa y el descenso, incómodo. El sendero no parecía frecuentarse a menudo —era indudable que ambas aldeas mantenían poco contacto entre sí— y sólo se veían víboras que salían a la superficie para disfrutar del sol a medida que el calor apretaba y huían a toda velocidad cuando Shigeru se aproximaba.