Akane abrió los ojos, vio que él estaba despierto y le atrajo hacia sí de nuevo. El cuerpo de Shigeru respondió y en el momento de la explosión emitió un grito de placer; pero luego se dirigió a ella con frialdad, le pidió que se marchara después de que sirvieran el desayuno y en ningún momento mencionó que volviera otra vez o cuáles serían las disposiciones para el futuro.
Pasó el resto del día con una sensación de desasosiego, deseando que ella aún estuviera a su lado, confiando en no haberla ofendido, anhelando verla de nuevo y, al mismo tiempo, temiendo quedar atrapado entre sus redes. Deseó no haber salido de Chigawa, pues enfrentarse a los Tohan parecía algo mucho más simple, más natural. Akane envió a buscar su palanquín y se marchó con tanta dignidad como fue capaz de acopiar, aunque se sentía ofendida y desconcertada por la repentina frialdad de Shigeru.
—No le agrado, ahora me doy cuenta —le dijo a Haruna—. Al principio pareció que sí le gustaba, y mucho; incluso me habló como si nunca le hubiera hablado a una mujer de esa manera, pero esta mañana me pidió que me marchara —frunció las cejas—. No lo olvidaré.
—Pues claro que le agradaste —replicó Haruna—. No existe hombre vivo al que no le gustes. Pero él es el heredero del clan, ¿cómo iba a enamorarse de ti? No cuentes con ello. No es como Hayato.
—Nunca volveré a tener noticias suyas —se lamentó Akane—. Todo el mundo sabe que he pasado la noche en el castillo, y por qué motivo. ¡Qué humillación! ¿No puedes hacer correr el rumor de que yo le rechacé?
—Le doy tres días —repuso Haruna.
Akane pasó los días siguientes de muy mal humor; discutía con Haruna y se mostraba irritable con las demás muchachas. Aún apretaba el calor y aunque le hubiera gustado acercarse caminando hasta el volcán, no podía salir a pleno sol. El ajetreo de la casa de placer proseguía a su alrededor, día y noche; a veces le despertaba el deseo y otras, sentía desprecio por la insaciable lascivia de los hombres. En el atardecer del tercer día, una vez que el sol se hubo puesto, se acercó paseando hasta el santuario para contemplar las flores y los arbustos plantados por el viejo sacerdote. Una exótica flor amarilla cuyo nombre desconocía desprendía una intensa y embriagadora fragancia; los enormes lirios relucían bajo la luz del ocaso. El anciano estaba regando las plantas con un cubo de madera; llevaba el manto remetido en el fajín.
—¿Qué pasa contigo, Akane? Has estado sola todo el verano. ¿Acaso has renunciado a los hombres?
—Si tuviera un ápice de cerebro, es lo que haría —respondió ella.
—Necesitas uno de mis amuletos. Encenderá de nuevo tu interés. Mejor aún, vente a vivir conmigo. Seré un buen marido para ti.
—De acuerdo —dijo ella, mirándole con afecto—. Te prepararé el té y te frotaré la espalda; te limpiaré la cera de los oídos y te recortaré la barba.
—Y me darás calor por las noches, ¡que no se te olvide!
El sacerdote se rió con tanta fuerza que le sobrevino un ataque de tos y tuvo que dejar el cubo en el suelo.
—No te emociones tanto, abuelo —advirtió Akane—. A tu edad, no es bueno para la salud.
—Ah, nadie es demasiado mayor para eso, Akane. —Sacó un cuchillo del fajín y con mucho cuidado cortó un ramillete de las flores amarillas—. Toma. Ponlo en tu habitación; perfumará toda la casa.
—¿Tiene un poder especial?
—Claro que sí, ¿por qué si no iba a dártelo?
—¿Tienes alguna clase de encantamiento para hacer que los hombres se enamoren? —preguntó ella, como sin darle importancia.
El anciano le lanzó una mirada inquisitiva.
—¿Es ése tu problema? ¿Quién es él?
—Nadie. Sólo era curiosidad.
El sacerdote se inclinó hacia Akane y susurró:
—Tengo encantamientos para hacer que los hombres se enamoren y amuletos para protegerse contra el amor. Las plantas tienen muchos poderes, y los comparten conmigo.
Akane tomó el camino de vuelta llevando consigo el ramillete, consciente de la fragancia que la envolvía. Al pasar junto a la habitación de Haruna, con tono de broma, comentó en hoz alta:
—Conque tres días, ¿eh?
Haruna salió a la veranda.
—¡Akane! ¡Has vuelto! Ven un momento.
Aún sujetando las flores amarillas, se descalzó las sandalias en la veranda. Entre susurros, Haruna le anunció:
—Mori Kiyoshige ha venido.
Akane entró en la habitación y le hizo una reverencia.
—Señor Kiyoshige.
—Señora Akane —él devolvió la reverencia y la examinó abiertamente; en sus ojos se apreciaba un destello de humor y complicidad. La cortesía que mostraba le resultaba a Akane reveladora, si bien ella no esbozó sonrisa alguna y se limitó a permanecer sentada con el rostro impasible y los ojos bajos.
—El señor Otori quedó muy satisfecho con nuestra última colaboración —dijo Kiyoshige—. Me ha hecho otro encargo. Tengo que mandar construir una casa para ti. El señor Otori ha pensado que preferirás tener tu propia vivienda antes que trasladarte al castillo. He hablado con Shiro, el carpintero. Vendrá mañana y hablará contigo sobre el proyecto.
—¿Dónde se va a construir? —preguntó Akane.
—Hay un terreno apropiado cerca del castillo, junto a la playa, en un pequeño pinar.
Akane conocía el lugar.
—¿Va a ser la casa de mi exclusiva propiedad?
—Entiendes el acuerdo, claro está.
—Es un honor excesivo —murmuró ella.
—En fin, los detalles se han puesto por escrito: los sirvientes, el dinero y todo lo demás. Haruna ha leído el contrato y da su aprobación.
—El señor Shigeru es extremadamente generoso —intervino Haruna.
Akane hizo un mohín con los labios.
—¿Cuánto se tarda en construir una casa? —exigió con tono irritado.
—No mucho, si el estado del tiempo se mantiene.
—¿Y mientras tanto?
—Puedes regresar al castillo ahora, conmigo, si no tienes otros planes.
El hecho de que Kiyoshige pudiese pensar que no tenía otra cosa que hacer irritó a Akane en mayor medida.
—Es casi de noche. No me verá nadie —protestó. No quería dar la impresión de que acudía de incógnito a los aposentos de Shigeru.
—Conseguiré antorchas —propuso Kiyoshige—. Acudiremos en procesión, si eso es lo que la señora Akane desea.
"Él me hizo esperar. Ahora, tendrá que esperarme a mí; pero sólo una noche", pensó Akane.
—Debo leer el contrato —alegó—, y discutirlo con mi madre. Lo haré esta noche y mañana, si eres tan amable, puedes regresar. Un poco más temprano, prefiero; antes de la puesta de sol.
Ya se imaginaba Akane el aspecto de la comitiva: el palanquín, los criados con enormes sombrillas, los lacayos de los Mori montados a caballo...
Kiyoshige arqueó las cejas.
—Muy bien —aceptó.
Haruna trajo el té y Akane sirvió al invitado. Una vez que éste se hubo marchado, ambas mujeres se abrazaron.
—¡Una casa! —exclamó Haruna—. ¡Y construida especialmente para ti por el mejor carpintero de Hagi!
—Haré que sea preciosa —respondió Akane, imaginándose la vivienda bajo los pinos, envuelta por los suspiros constantes del mar—. Iré a ver a Shiro a primera hora de la mañana. Tiene que enseñarme el terreno. ¿O acaso te parece un entusiasmo excesivo?
—No hay prisa —respondió Haruna—. Puedes tomarte tu tiempo.
La construcción de la casa se retrasó a causa de los primeros tifones de finales del verano, pero las obras se encontraban al abrigo de la montaña y no sufrieron daños. Llovió torrencialmente durante una semana, y los paraguas reemplazaron a las sombrillas cuando Akane realizaba sus visitas al castillo, tres veces por semana. A medida que su relación con el heredero del clan iba en progreso, la comitiva de ella se fue volviendo más ostentosa y la gente empezaba a alinearse en las calles para ver pasar su palanquín, como si formara parte de un festival.
Cuando las noches empezaron a enfriarse y los arces se vistieron con sus brocados, la vivienda quedó terminada. Estaba construida mirando al sur, para atrapar el sol del invierno; el tejado, realizado con cañas de junco, tenía amplios aleros, y las anchas verandas estaban forradas de tablones de ciprés pulido. Los biombos fueron decorados por un artista que era cliente de Haruna desde mucho tiempo atrás. La propia Akane se había acostado con él en varias ocasiones, aunque ninguno de los dos hizo referencia al pasado. A propuesta de ella, pintó flores y pájaros de acuerdo con las estaciones del año. Akane adquirió hermosos cuencos y platos de la cerámica local, realizados por los más famosos artesanos, colchones y edredones rellenos de capullos de seda, así como reposacabezas de madera tallada.
Cuando la casa estuvo completa, Akane ordenó celebrar una ceremonia para purificar la vivienda y bendecirla. Acudieron sacerdotes del santuario y llevaron a cabo los rituales, rociando agua y quemando incienso. Una vez que se hubieron marchado, aquella misma noche, cuando Akane yacía junto a Shigeru escuchando el mar, se maravilló ante lo que el destino le había proporcionado, ante aquello en lo que su vida se había convertido.
Shigeru acudía a diario desde el castillo, alrededor del ocaso. Comían y conversaban, o bien practicaban el
go,
juego que Shigeru había aprendido de niño y en el que demostraba una notable habilidad. Le enseñó las reglas a Akane, quien las captó con rapidez y de manera intuitiva. La naturaleza intrincada e implacable del pasatiempo llegó a cautivarla. Por lo general, después de hacer el amor Shigeru regresaba a sus aposentos en la residencia; de vez en cuando permanecía con Akane hasta el día siguiente. Esto sucedía muy pocas veces, pues era en aquellas ocasiones cuando se encontraba en mayor peligro de enamorarse de ella, de caer en el abandono de sí mismo que le sobrevenía al quedarse dormido entre sus brazos y despertarse durante la noche, y por la mañana temprano, para volver a hacer el amor.
Generalmente, tras pasar la noche en casa de Akane se marchaba de viaje durante varios días; siempre había asuntos que atender. Quería ejercer vigilancia sobre las fronteras, visitar Tsuwano con Kitano Tadao para reforzar la lealtad de la familia, inspeccionar la cosecha de las tierras de su madre, al otro lado del río, así como los asuntos cotidianos del clan, a los cuales se entregaba ahora por completo. Durante ese tiempo trataba de apartar a Akane del pensamiento, pero no deseaba acostarse con nadie más, y cuando regresaba, el corazón le golpeaba con tanta emoción como la primera noche que pasaron juntos.
Con frecuencia, Shigeru visitaba la casa de su madre, junto al río, para explicarle las medidas que estaba tomando con los campos y los bosques propiedad de su progenitora. Venía ésta de una familia de alto rango: sus hermanos murieron con diferencia de meses, sin dejar descendencia; los terrenos habían pasado a ella, que debía mantenerlos para sus propios hijos. El castillo contaba con muchas otras tierras, pero las propiedades de su madre eran especialmente queridas para Shigeru. Parecían pertenecerle a él personalmente, y era en ellas donde podía poner en práctica cuanto había aprendido de los escritos de Eijiro, que aún conservaba. Su madre no hizo comentario alguno sobre la relación amorosa de su hijo mayor, aunque era imposible que la ignorase, pues la propia Akane se había asegurado de que la ciudad entera conociese su nuevo y elevado estatus, con el honor y el prestigio que conllevaba. Sin embargo, algún tiempo después de que la casa del pinar hubiese sido terminada, alrededor del undécimo mes, cuando las primeras heladas empezaban a teñir de plata la hierba de los arrozales, la señora Otori anunció a Shigeru que tenía la intención de trasladarse al castillo.
—¿Por qué? —preguntó él asombrado, pues a menudo su madre expresaba lo mucho que disfrutaba del calor y las comodidades de la casa del río, en comparación con la vida en el castillo durante el invierno.
—Creo que es mi deber ocupar mi puesto allí y cuidar de Takeshi y de ti, sobre todo ahora que vas a casarte.
—¿Es que voy a casarme? —Shigeru sabía, desde luego, que antes o después contraería matrimonio; pero nadie le había hablado de ninguna decisión en firme.
—Bueno, no inmediatamente; pero el año que viene cumples diecisiete y existe una joven muy apropiada. He discutido el asunto con Ichiro y con el señor Irie. Le han planteado el tema a tu padre, y él se inclina por dar su aprobación al casamiento.
—Espero que pertenezca a los Otori —dijo Shigeru—. No quiero una esposa elegida entre los Tohan.
Había hablado con tono ligero, en parte bromeando; su madre frunció los labios y desvió la mirada. Cuando volvió a tomar la palabra, lo hizo bajando la voz.
—Pues claro que pertenece a los Otori, viene de una de nuestras familias más antiguas. Además, es pariente mía; su padre es un primo lejano. Estoy de acuerdo contigo: los Tohan no tienen derecho a decidir con quién tienes que casarte...
—Imagino que todo el mundo es de esa opinión.
—Me temo que tus tíos consideran que un matrimonio por razones políticas podría prevenir futuras dificultades con los Tohan. Por lo visto, Iida tiene a una joven en mente.
—¡De ninguna manera! No me casaré con nadie de los Tohan, y mucho menos con una mujer elegida por Iida.
—El señor Irie predijo que reaccionarías de esta manera. Sin lugar a dudas, tengo que seguir los deseos de mi hijo mayor, y los de mi marido; pero, para evitar malentendidos, el compromiso matrimonial podría tener lugar antes de que los Iida formulen una solicitud formal. De esa manera, no dará la impresión de que los hemos insultado.
—Si ése es tu deseo, os obedeceré a ti y a mi padre —respondió Shigeru.
* * *
—Tu madre está celosa de mí —protestó Akane cuando Shigeru le contó la conversación.
—¿Celosa de ti? ¡Ni siquiera te mencionó!
—Teme que yo pueda influenciarte. Va a trasladarse al castillo para poder tomar parte en la selección de una esposa para ti y, después de tu matrimonio, ejercer influencia sobre la propia chica. ¿Quién es, por cierto?
—Una pariente lejana. Se me olvidó preguntarle su nombre.
—Supongo que siempre actuarás con esa indiferencia —replicó Akane—. La verdad es que las mujeres de tu clase llevan una vida desgraciada.
—La respetaré, y tendremos hijos, claro está.
La noche era fría y Akane había pedido que calentaran el vino de arroz. Llamó para pedir otra garrafa y rellenó el tazón de Shigeru. Él le sirvió vino a Akane, quien se lo bebió de un trago.